domingo, 12 de noviembre de 2023

Caecitas

 

 


 

El Mártir caminó sereno hacia el cadalso. Ya había trasladado la totalidad de su ser fuera de este mundo; estaban por ejecutar a un muerto.

La razón de la pena impuesta por un gentío deforme y maloliente, no viene al caso, porque no pasan de calumnias y mentiras. Pero si vamos al motivo real que los llevó a tomar la determinación de condenar al Ermitaño, fue justamente eso: ser capaz de vivir apartado de todos, lejos de sus fantasmales proyecciones. De alguna extraña manera ellos sentían que los dejaba en evidencia, de que estaban en falta con ellos mismos, ya que nadie había sido capaz de acceder a aquellos niveles de sabiduría, a pesar de haber vivido en el mismo sitio, y durante la misma cantidad de tiempo. Algo en el interior de cada uno les gritaba que eran unos cobardes, que disfrazaban de holgazanería lo que en realidad era puro temor. Miedo a saber.

El Condenado podía ver aquello que movía los ánimos en su contra, desde que comenzó a enseñar a un pequeño grupo de estudiantes. Querían detener la peste. Una vez expandida, comenzaría la fiebre del saber, y ellos quedarían relegados a un plano de existencia básico, sin esencia, una especie de animal doméstico al lado de los despiertos.

Cuando por fin estuvo frente a los falsos acusadores, intervino sus almas con la estocada de su clara visión, haciéndoles ver que conocía sus temores y que los comprendía, reduciéndolos a poco menos que una nada, una masa intrascendente sin la menor gracia. Grabándoles en el pecho con fuego indeleble, la vergüenza de no poder soportar la presencia de un ser superior entre ellos, evidencia de una lacerante inferioridad jamás asumida. Porque aunque se deshicieran del Mago, su magia permanecería, como su imponente mirada por sobre las cabezas de los verdaderos condenados a la peor flagelación de todas, la propia.

Entonces el Maestro usó su autoridad superior y sometió a todos los presentes en aquella plaza donde se disponían a matarlo. Por un instante arrebató sus almas con el poderoso viento de su voluntad, y los llevó a un ominoso paseo fuera de este mundo.

En el no tiempo, un segundo puede abarcar vidas enteras. Las proyecciones en el espacio dejan de tener fin, y uno Es más allá de los límites conocidos. Allí los arreó como un ganado y los sostuvo como si fueran un solo par de ojos y un solo par de oídos. Luego les mostró sin piedad, la causa de todos su miedos.

Les reveló la verdadera estatura de su ser, que a los ojos humanos superaba los siete metros de alto, y este a su vez los elevó a cada uno de los cielos personales, a los que había accedido gracias a sus años de esfuerzo para recuperar la sabiduría propia de un hombre espiritual.

La visión aterró las almas de todos. Para ellos esas abstracciones no eran más que ornamentos visuales incomprensibles, que por alguna extraña razón les provocaba además, una nostalgia infinita.

Pasaron de un cielo a otro contemplando el éxtasis de comprensión y sabiduría del Hierofante, con admiración y respeto, para finalmente desplomarse sin escalas al infierno de sus vidas, donde no eran más que anónimas sombras representando el miserable papel que su grey les imponía. Un rol que venían repitiendo hacía milenios, sin atreverse a detener por un segundo su argumento.

Una vez sueltos de la fuerza del Guerrero, a salvo de nuevo en sus respectivos cuerpos, y sin recordar nada de lo que habían visto, lo único que lograron retener fue el indescriptible terror que les causaba la sola presencia del Loco, al punto que se saltaron las tediosas demoras de la ejecución, y se entregaron al  insano frenesí del linchamiento.

No hubo sorpresas para el Inmortal, que simplemente se dedicaba a contemplar el predecible comportamiento humano. Seres que a pesar de haber recibido la gracia de sus postreras revelaciones, prefirieron volver al tedio de su reconfortante ignorancia. Este acto, siempre el mismo, fue grabado a fuego en la sangre del ser humano, para así perpetuar la ceguera sobre la faz de esta tierra. Esa ceguera es lo único que protege al gregario animal, que erróneamente llaman hombre, de su individuación final fuera de su especie.     

 

 

 

 

Eugenio J. Cáceres

sábado, 1 de octubre de 2022

La Sombra

 





 

  

Abandonado a las penumbras de la misma noche, apuro las baldosas de la vereda que sube hasta donde ahora mis pasos se detienen; las cinco esquinas bien iluminadas de siempre. Alrededor los techos de las altas casas con tejas y torrecitas, se recortan contra el cielo sin luna ni estrellas. Estoy solo. El silencio es abrumador. Vuelvo la vista hacia la calle por la que vengo subiendo y busco instintivamente la puerta del almacén de donde salí hace apenas unos instantes. Un almacén que no vende nada, con estantería llenas de cajones color caoba, prolijamente rotulados con números y letras. Un lugar que al parecer está ahí, sólo para recibir niños en desgracia, perdidos en el tiempo, o en los pliegues de un sueño recurrente que crece hasta formar un espacio; un inverosímil espacio hecho de tiempo que ahora de adulto, me es posible transitar con todos los sentidos. Sé que el barrio entero es una puesta en escena. En realidad acá no vive nadie. Pero no tengo dudas, yo acabo de salir de ese almacén, su tenue luz apenas se destaca entre las viejas puertas eternamente cerradas que la circundan. Cuando me reflejo en su vidriera me veo de unos seis o siete años, pero cuando me pierdo dentro de la casa sin fin, soy un adulto de unos treinta. Y aunque ahí adentro no hay espejos, lo sé por mi estatura, mi voz y mis manos. Hay vidrios, sí, pero no me reflejan, sólo me devuelven una sombra de mí mismo.

Una de las cinco esquinas es un paredón alto por donde asoman árboles añejos, y tengo la certeza que pertenece a los fondos de una iglesia con un convento, o colegio de internas. Lo sé porque se ve un campanario y algunas torres con cruces. En cercanía de sus enormes pinos y eucaliptus, se respira una tristeza ajena, de otros tiempos. Las calles no tienen nombre, pero las conozco. Me resultan tan íntimas que lastiman. Porque todas esas casas son una sola, y sólo yo sé que se intercomunican entre sí, aunque las separe una calle de por medio. Porque viví siglos entre sus paredes recubiertas de madera hasta el techo, una madera oscura que se multiplica en columnas y suben en forma de barandas por todos lados, contrastando con las diminutas escaleras de mármol blanco. Las ventanas, altas y estrechas unas, anchas pero demasiado bajas las otras, todas son ciegas. No entra luz ni uno puede ver hacia afuera. Alfombras rojas, alfombras azules, y la misma sensación de estar solo, como en el principio.

En aquel desolado almacén, hay dos mujeres tan solas como yo. Sospecho que son madre e hija. Sé que las conozco, mucho, y desde siempre, pero en este presente apremiante y coercitivo, no sé quiénes son. Porque cada vez que entro a ese local es la primera vez. Soy un niño y ellas son adultas; la menor debe tener veinte años y su madre, quizás cuarenta. La verdad es que yo no quiero interactuar demasiado con ellas para no llegar a recordar lo que me une a ellas tan profundamente. Así que siempre corro a meterme en el fondo, donde hay habitaciones con camas hasta el techo, y donde los pisos y entre pisos, se vuelven un laberinto. En ese laberinto, mis propios pensamientos me ubican en la adultez de una sombra sin rostro, hasta que vuelvo a aparecer ante ese mostrador, que tiene exactamente mi estatura. Y así llego siempre al mismo punto de partida.

Las dos mujeres intentan demostrar cariño y afecto cuando me ven, pero tienen algo en la mirada, inerte, glacial, que me estremece. Sé que no fingen, pero a la vez tengo la certeza de que les es imposible sentir nada. Sólo hacen su papel lo mejor posible, porque ellas saben mejor que yo que no pertenecemos a este lugar. Sospecho que se proyectan acá sólo para hacerme sentir acompañado.

Salgo a la calle y vuelvo a ser la misma sombra que deambula por la casa sin fin. Es entonces cuando la nube de pensamientos y morbosidades se re instala en mi cabeza. Sé que busco algo. Algo que no me es posible recordar en mi estado adulto, porque sólo el niño lo sabe. Es como un círculo vicioso; mi predisposición a buscar me hace entrar en un estado en el que olvido lo que busco. El niño se va y queda la sombra.  

El empedrado bajo la luz de la calle se mueve como el oleaje de un río y se levanta en el centro de las cinco esquinas, como el lomo de un dragón. No me animo a cruzar. Alejarse es peligroso. Se borran los rastros de uno mismo con cada paso y se van creando otros, ajenos.

A veces veo pasar monjas. Siempre lejos y muy rápido. Sus hábitos negros y blancos las hacen demasiado etéreas para considerarlas reales. Nunca logro retenerlas en mi campo visual más de unos segundos. Pero cuando camino por esta vereda y me paro en las cinco esquinas, las veo. Intenté ir para el lado de la iglesia, pero cuando circundo el paredón, nunca encuentro entrada alguna que me indique que allí hay una iglesia o convento. Hay puertas, sí. Si entro en alguna de ellas sigue siendo la misma casa sin fin, pero ninguna da con una iglesia, aunque si levanto la vista puedo ver el campanario, las torres y las cruces.

En alguna ocasión escuché el sonido de un tranvía, la sirena de una fábrica, pero nunca las campanadas de la iglesia. Desde acá puedo ver el campanario, y allá arriba aparece el blanco difuso del hábito de una monja. Parece estar girando adentro, quizás rezando. Su velocidad es anormal, me da vértigo.

Mareado, me siento en el cordón de la vereda. Estoy extendiendo mi permanencia en el amenazante exterior más de la cuenta. Sé que acá afuera me acecha el olvido y que en cualquier momento puede devorarme una personalidad ajena, con el dolor y el terror que eso conlleva. Porque una sombra suele perderse en otras sombras.

La marea que mueve el empedrado es hipnótica y absorbe mi atención peligrosamente. El dragón allá en el medio está a punto de surgir. No me muevo. De mis pies otra sombra se proyecta hacia abajo y al revés, y allá voy. No tengo opción.

El cura entra en una puerta en las afueras de la iglesia pero que aún pertenece al edificio. Sirve de anexo al colegio, en cuyos fondos hay un convento de clausura mucho más antiguo que la iglesia. Calvo, con anteojos, de expresión risueña, saluda a las mujeres que atienden un mostrador grande a un lado de la entrada. Su sotana es negra, aunque a la luz se ve de un raído gris. La luz es blanca y potente, no como en el almacén. Trae carpetas y papeles, que les va entregando mientras da instrucciones precisas de qué hacer con ellos. De inmediato sigue su camino donde después de transitar varios pasillos decorados con imágenes de santos y cuadros con ensangrentadas escenas de la Pasión, sale a la galería del colegio que da al patio. La noche es la misma. Sus pasos resuenan en el completo silencio. Las internas duermen hace rato, las monjas no. Ellas casi no emiten sonidos, salvo en sus esporádicos raptos de devoción, donde se funden en un murmullo espeluznante de oraciones indescifrables que nada tienen que ver con Dios ni con la Iglesia.

El cura vislumbra allá en el fondo el tenue resplandor de las velas que iluminan las ventanas altas. Ya las puede imaginar flotando estáticas, como enormes cucarachas desplegando sus alas, para luego entrar en el vértigo de su danza alucinada, en la que forman un círculo y giran tan rápido que logran manifestar un inframundo en segundos. Luego asciende el dios verdadero, al que alimentan con sangre coagulada y todo vuelve a quedar suspendido. Así una y otra vez para sostener las puertas secretas abiertas, y las otras selladas.

Luego de atravesar la galería, el cura entra en una pequeña puerta oculta entre las ligustrinas del jardín del fondo, entre dos gigantescos robles. Es la entrada a una angosta torre a la que se accede por medio de una escalera de madera en espiral. Arriba hay una plataforma circular con seis aberturas ojivales desde donde se contempla el barrio entero y sus peculiares techos superpoblados de bóvedas y cúpulas. Esa misma torre también termina en una cúpula cónica, que en realidad es un artefacto que ahora él activa por medio de un poderoso gesto, acompañado por ciertas palabras.  

Poco a poco, como en respuesta a sus extrañas imprecaciones, se van encendiendo las demás cúpulas del barrio de un color nauseabundo, al igual que las de la iglesia. El cielo nocturno repentinamente se nubla y el operante siente que algo portentoso va a ocurrir. De sus pies se proyecta hacia abajo, en línea recta, su sombra invertida que a su vez gira sobre sí misma y se separa. Del otro lado, despierta a la vida. Puedo ver la imposible luz del sol a través de sus ojos. La visión dura unos instantes, el cura cae al suelo, y allí permanecerá hasta que venga a rescatarlo la virgen.  

La virgen es una nena de unos doce años, que siempre anda desnuda. Es rubia, muy pálida y bella. Se prostituye en los bajos fondos, pero nunca pierde su virginidad. Ella es la que ahora me está rescatando en las cinco esquinas, en una silla de ruedas. Me lleva de vuelta al almacén. Soy el niño otra vez. Todavía se pueden ver los asqueantes resplandores de las cúpulas reflejándose en las nubes bajas que ya descargan un diluvio. Llegamos a la puerta del almacén empapados. Ella se ríe, me deja ahí, y se va. Las mujeres del almacén, no sin dificultad, entran la silla y me dejan mirando hacia afuera al lado de la puerta, frente a la diminuta vidriera.

Esa lluvia no encaja del todo. Me es totalmente ajena. Apenas retiro unos metros mi silla de la vidriera, cesa, la calle está seca, y el cielo sin nubes. Entonces me levanto y corro hacia los fondos del local para no ver esos ojos fríos, impersonales, de las mujeres que simulan trabajar acomodando cajas en las estanterías. 

Detrás de la pesada cortina que divide el local de la parte trasera, está la enorme habitación cuyas paredes están repletas de camas hasta el techo. Cada cama, está dentro de una plataforma de madera que las encierra en una especie de kiosco. Subo por una pequeña escalera de mano hasta una que está en el tercer nivel, hay todavía un nivel más arriba. Allí me siento en el borde con los pies colgando, y me quedo en silencio, sin pensar. Porque cuando comienzo a pensar me vuelvo adulto, y quiero permanecer niño lo más posible. Entonces ocurre lo que esperaba, mi sombra comenzó a pasearse por toda la habitación de manera independiente. Mi determinación de no pensar me permite observarla fríamente. A más determinación más desesperación en esa grotesca sombra de adulto que busca infructuosamente a su ser y no lo detecta. Me río con ganas como cualquier nene lo haría y ella ni se entera que el niño que la observa risueño es lo que está buscando.

La veo pegarse a las paredes y al suelo como una mancha amorfa, porque con el tiempo va perdiendo forma, y me aburre tanto que me da sueño. Mis párpados se comienzan a cerrar. Mi cabeza pesa y hace bruscas caídas hacia atrás. Resisto lo más que puedo pero es inútil.

 La visión es de un universo de suaves texturas, que me llena el alma de una reconfortante paz. Es la alegría más pura que se pueda experimentar, porque estoy gravitando en la plácida inocencia del útero de esa mujer que me brinda la protección de todo su ser. Luego de eternidades de frío y soledad, esto es el cielo. Siento el amor en fuertes y cálidas oleadas, como va formando mi futuro cuerpo. Ella es el mundo, ella es mi universo. Cuando sus pensamientos se dirigen hacia mí, se ilumina mi entorno.  

Oigo cantar su sangre por mis venas nuevas. Soy el latir que se mezcla con el suyo. Somos la misma vida separada. Lo más íntimo manifestado afuera. No lejos, sino afuera. Aunque a veces ese afuera se vuelve hielo y ambos sentimos el temor; la amenaza. Si alguien quiere hacerte daño moriremos juntos, ya no estás sola. Si pudiera defenderte, lo haría sin dudarlo. Más de una vez te sentí con miedo por los dos, pero ahora no comprendo qué pasa. Tu cuerpo está aterrado, pero tus pensamientos lejos, totalmente desconectados de mí. Lo único que siento son esas extrañas garras metálicas que entran por tus piernas abiertas que no ofrecen ninguna resistencia. Experimento la traición en su grado máximo. No hay modo alguno de expresar tanta desolación, tanto dolor lacerando mi ser sin piedad, como esas afiladas garras que ahora seccionan mi cuerpo en partes. No siente pena ni culpa. Esa es su voluntad. Justo sobre el final comprendo que lo que siente es alivio. Y es ella, no el cercenador, quien con su forzada indiferencia, termina por matarme. 

Despierto deambulando por la casa sin fin, soy adulto otra vez. Soy la sombra. Me siguen las monjas. Lo sé porque pude escuchar el pesado aleteo de sus hábitos. Voy probando todas las escaleras para ver dónde me llevan. Arriba suele haber pequeñas terrazas cerradas, o cúpulas. Ninguna me sugiere una salida, sino la sensación de internarme más y más.

La inminente cercanía de esas criaturas me obliga a acelerar mis pasos y comienzo a saltar de un techo a otro. Es arriesgado, pero adentro puedo ser emboscado en cualquier rincón. Me detengo sobre una cornisa justo al borde de un pequeño y oscuro jardín interno. Me tienta bajar y atravesarlo, quizás por algún sitio se pueda acceder a la calle.

Alrededor veo surgir a las monjas desde las sombras de los techos aledaños. Se levantan erguidas, y permanecen suspendidas en el aire observándome. Salto al jardín y puedo verlas lanzarse detrás de mío abriendo sus hábitos como horrendos paraguas. Caigo parado, pero cuando intento correr, no puedo. Entonces otra sombra se proyecta hacia abajo y al revés.

La bestia camina como uno más entre los hombres que frecuentan la esquina que da al paredón más recóndito de la iglesia. Allí donde se prostituye la virgen, entre el fango y los desechos. La bestia es su proxeneta. Hoy no hay clientes. La lluvia les jugó una mala pasada. Los hombres intentan violarla, pero ninguno logra poseerla. Unos se pelean con los otros e impiden que la virgen finalmente sea ultrajada, ante la impávida mirada de su proxeneta. La bestia ni siquiera simula su condición y se muestra tal cual es. Su cara de ñu se contorsiona ante aquel espectáculo, sentado en un rincón, babeándose de hambre, porque hace horas que no come carne cruda.

El hambre le juega una mala pasada y ve el cuerpo desnudo de la virgen como a una presa. Se levanta de un salto, aparta a los hombres que la rodean, pero recuerda que ella es su fuente de dinero y que la necesita para enriquecer a su amo. Porque como toda bestia, tiene un amo, y si no reúne una suma cada tantas horas, lo mutila y lo reemplaza por otra bestia; que por estos lares sobran. Y eso es peor que la muerte, porque queda vivo, pero eternamente imposibilitado de saciar el hambre y la lujuria. Una pesadilla de la que no se sale jamás y de la que su amo se aprovecha para explotarlo hasta la humillación.

Entonces se lanza sobre ella y arrastrado por el deseo de todos los que la rodean, comienza a violarla. Del otro lado del paredón se oyen chillidos de placer entre las monjas del convento. Los hombres comienzan a retirarse cuando ven que la virgen se ilumina de gracia plena. La bestia retira su endurecido miembro, espantado por el hielo cósmico de la vagina, que ahora es un vórtice que va desarmando la horrenda visión en algo imposible. Se rasgan los velos del cielo y un rayo de luz se filtra y da sobre mis párpados. Abro los ojos. Es un mediodía de sol, ella es de piedra, y todo esto no es más que un valle por donde pasa un río de montaña. Soy el niño, ya no proyecto una sombra.

 

 

Eugenio J. Cáceres  


sábado, 16 de octubre de 2021

QUAÑACHOAI

 




Quañachoai 

El libro perdido de los diez reinos del Tahuantisuyo

 

 

 

Aparece la idea de una historia que trata acerca de la búsqueda de un libro de la tradición oral de los amautas, donde el protagonista es un iniciado de los atumurunas inmortales. La búsqueda es una prueba iniciática que puede durar horas o toda una vida. Entonces me pongo a escribir la primera escena que viene firme con su imagen bien nítida y hasta sonido ambiente:

_El viaje a Cusco puede durar horas, o toda una vida_ dijo alegremente el chofer del bus, que ironizaba acerca de las irregularidades en el sistema de transporte marginal, que en realidad es el principal, ya que cubre los puntos más distantes del Perú, donde la mayoría de las empresas legales no llegan. Percibí un guiño de complicidad a través del espejo retrovisor grande del interior del bus, por donde el chofer me miraba, esperando a que me ubicara en el último asiento libre para ponernos en marcha.

Y sí, el viaje que estoy emprendiendo puede durar horas o toda una vida. Soy iniciado en los misterios del fuego frío, y he aceptado el desafío de los atumurunas de la Orden de la Araña y el Colibrí, para buscar el Quañachoai, libro perdido de los antiguos amautas, encontrarlo y luego transmitirlo completo a los demás iniciados de mi grupo. La verdad es que no sé muy bien por dónde empezar. Lo único que sé es su título y que pertenece a la tradición oral. Esto hace la búsqueda aún más incierta, pero los atumurunas me aseguraron que yo estoy destinado a esa tarea por los dioses, y que por lo tanto será exitosa.

Este relato requiere exactamente ese mismo compromiso, pero el reto no es ninguna iniciación, es un fin en sí mismo. La historia está completa en mi cabeza, ya la vi. Me gusta. Me puse a pensar en el personaje. Cómo desarrollarlo, ya que este es peruano y yo soy argentino. Hay distancias culturales y de modismos en el lenguaje, que debo tener en cuenta, y es quizás eso lo que lo está lo frenando ahí, antes de nacer. Pero vale la pena intentarlo, porque el misterio que me propongo contar, llegó hasta mí directamente desde las mismas fuentes.

Hace tres días que le doy vueltas al asunto sin poder escribir nada. El personaje no aparece. No puedo interceptar su voz. Los escritores, como muchos otros artistas, estamos trabajando aunque aparentemente no estemos haciendo nada, algo me impele a sentarme y escribir, aunque más no sea para guardar las apariencias conmigo mismo. Escribir es un estado del ser, y hay que provocarlo. Podemos pasar días, o mejor dicho, noches enteras tomando café y fumando, pero en realidad estamos creando las condiciones para que la historia cobre vida y se deje contar adecuadamente. Porque sabemos que está ahí, la vemos, pero no queremos romper el hechizo profanándola con nuestras palabras antes de tiempo. Una vez que ha cobrado suficiente solidez y sabemos que puede soportar nuestra intervención sin ser dañada, entonces ponemos manos a la obra con disciplina y esmero.

El bus se tambalea por ripios de montaña, haciendo curvas y contra curvas, ora asciende luego desciende bruscamente. Los tramos rectos donde podemos acelerar son cortos pero se disfrutan a pleno. El resto del viaje vamos aferrados con fuerza a la barra del asiento de adelante, sintiendo cada salto con nuestros huesos. Vengo viajando desde Puno, a la vera del sagrado Titicaca, ya estamos cerca de Cusco.

Una mujer en el asiento de al lado, que lleva grandes bultos con coca y otras yerbas, no para de mascar y canturrear canciones en quechua que bien conozco desde niño. Me uno por lo bajo, no tanto para matar el tiempo, como para invocar eso que nos llega desde el otro lado cuando nos conectamos con lo ancestral.

Ella me escucha y sonríe para sí. No levanta la mirada. Ahora apenas tararea la melodía de aquella vieja copla, para que yo la cante, a lo que accedo elevando un poco mi voz. Puedo escuchar algunas voces que se me unen desde otros asientos. Y aunque el motor del micro no cesa en su estruendo, los chirridos de chapas y fierros, parecen evocar el hipnótico ritmo de las vainas y los chajchas, acompañándonos. Algo gravita entre nosotros por un momento, el tiempo es otro, la vista se nubla, quizás sean lágrimas, no lo sé.

Entonces las palabras de la copla que cantamos, se abren con todo su poder en mis oídos.

 

El tiempo vuela alto y en una sola dirección.

Borra tus huellas mientras puedas,

Saluda al monte, saluda al sol,

Salta entre las estrellas del cielo helado.

Y cuéntales tu historia.

 

El significado oculto de la copla se despliega íntimo y desafiante. Una alegría antigua llena mi pecho, mientras veo que la mujer me mira, y por un segundo antes de volver a bajar la mirada, me da a entender que ella también lo sabe. Ella es eso que sabe. Por eso tiene magia su canto.

Escribir es sólo una excusa para hacer contacto con mi parte silenciosa. Porque para percibir una historia, me es necesario hacer silencio y escuchar. Ese silencio es más que auditivo; implica el ser total, que en estado de acecho, va detectando las señales desde el otro lado. Desde lo increado. Porque eso que traemos a la página escrita no pertenecía a este mundo hasta hace unos segundos, cuando fue atrapado por la magia del lenguaje. Digo que es una excusa, porque lo que en realidad me queda no es el relato en sí, sino el contacto con la noche y el silencio profundo, interior. A esa noche la llamo, la noche primordial. Y con el tiempo y la práctica de este oficio, he logrado que mi estado del ser gravite en ella a voluntad.

Cuando una noche común y corriente, se transforma en esa noche primordial, es entonces que viene el contacto, y con él, el conocimiento; la gnosis. Así, por ejemplo, descubrí el vértice asimétrico de la noche, un sitio exacto al que se llega apuntando la conciencia como si fuera una mira telescópica. Y también aprendí a extraer energía del vacío de manera consciente. Y hasta llegué a hacer contacto con Shiva, el no-ser. Todos estos logros han sido alcanzados desde la noche primordial, que luego se expande al día entero transformada en nuevos recursos. Entonces la línea del tiempo se corta mediante el infinito actual y el conocimiento fluye libre desde lo increado hacia este lado.

En esta noche en particular, una estrella llamó mi atención con su brillo mientras estiraba las piernas en el fondo de mi casa, a las tres de la mañana. Estaba recibiendo muy claro el mensaje de usarla como medio para que la conexión sea mutua entre el otro lado y este. Pude sentir la mirada; una mirada desde lo alto. Fue como si a pesar de la inconmensurable distancia pudiera verme desde el otro lado de la estrella. En ese momento su luz se apagó. Por un momento creí que estaba pasando alguna tenue nube por delante, o bruma, pero la verdad es que la noche estaba absolutamente despejada. Intrigado aclaré mi vista varias veces y sin embargo la estrella ya no estaba ahí. Consternado dejé mi vista puesta en ese sector del cielo nocturno esperando volver a verla. Hasta que un rato después volvió a aparecer. Esta vez apenas unos segundos, fue apenas un parpadeo. Se apagó y ya no la volví a ver. Fue como si una de las estrellas a las que siempre acostumbro mirar, sobre el cuadrante sur sur-este, se hubiera apagado para siempre luego de llamar mi atención.

De vuelta en mi escritorio, ojeo un libro al azar en mi biblioteca; suelo hacerlo de ese modo y abrirlo en cualquier página, sólo para distenderme un rato. Surge el nombre del arcángel Uriel, e investigando acerca de sus poderes y atributos, doy con la foto de la imagen de Uriel en el vitreaux de una iglesia en Inglaterra, y veo que entre sus manos lleva una estrella. Entonces comprendo lo que es un arcángel, y por qué se usan como mediadores entre este mundo y el celeste.

Ahora decido que el personaje de mi historia se va a llamar Uriel, aunque nadie lo nombre en el transcurso de mi escrito, lo voy a hacer sólo para recordarme la revelación que me trajo la noche primordial a través de una estrella, en esa noche en particular. Porque mi impecabilidad hacia el Espíritu y sus manifestaciones mediante el paráclito, hacen que no deje pasar ninguna señal ni tampoco las dejo caer en el olvido; algo que suele suceder casi instantáneamente, debido a la incapacidad de nuestra mente ordinaria de retener lo que viene de lo increado. Y tampoco debemos descartarlas por no tener que ver con nuestras convenciones o sistemas de creencias. Lo abstracto se manifiesta detrás de prácticamente cualquier cosa. Es entonces cuando aparece el mago, e impregna lo recibido de las estrellas a este mundo, tal como llega, sin el dogma ni el ritual, sino mediante la obra artística en sí. Puede ser que no tenga mucho qué ver el nombre Uriel con un iniciado atumuruna peruano, pero también es sabido que allí se usan nombres bíblicos, como Gabriel, Miguel, Daniel, entre la población quechua y aymara, entonces por qué no, Uriel.

Sigo indagando acerca del arcángel y leo que se le atribuye la fundación de la ciudad de Ur en Mesopotamia, la primera que se nombra en la biblia, “el primer asentamiento civilizado de la humanidad”. Entonces Ur es el nombre con el que se conoce a aquella primera civilización de seres venidos desde lo increado, no originales de este mundo, y asocio directamente con los Urus del Titicaca. Los Urus vivían en islas artificiales de totora, en chozas de totora, y navegaban en barcas muy similares a las embarcaciones vikingas; un noruego las hizo famosas cruzando el Pacífico en una de esas, también hechas enteramente de totora que además era el único alimento de este pueblo. Decían tener la sangre de color negro, porque no eran humanos, sino que eran anteriores a la creación del mundo. Hacían su vida entera flotando sobre el lago, esperando que algún día bajaran las aguas para poder habitar de nuevo en su ciudad, que hoy yace en el fondo del lago; una ciudad anterior a la formación del lago, es prácticamente atentar contra la historia de la civilización tal como la conocemos. Ahora el nombre Uriel va tomando más sentido.  

El final del recorrido nos sorprende a todos profundamente dormidos. El chofer del bus tuvo que pasar a través de los asientos despertándonos uno por uno, con mucha delicadeza, como un padre lo haría con sus hijos pequeños. Agradecí el gesto con una sonrisa y descendí en una pequeña plaza del centro de Cusco. Es noche cerrada. No llevo reloj; los atumurunas no lo aconsejan. Allá en lo alto la oscura torre de un edificio, muestra uno; doce y cuarto.

Busco instintivamente entre los que bajaron del bus a la mujer con la que venía cantando, pero no la veo. Los pasajeros poco a poco se dispersan, el bus parte y quedo solo. Decido pasar la noche allí, al resguardo de un pequeño escalón contra la cortina de un comercio cerrado. A estas horas no podría explorar una ciudad nueva y grande, sin perderme o que me pase algo aún peor. Por suerte la noche no es tan fría.

Me duermo profundamente y en el sueño aparezco caminando por dentro de las cuevas que hay en las entrañas de Quricancha. Puedo sentir el inconfundible apremio de un peligro inminente, que viene de arriba, sobre nuestras cabezas, en Santo Domingo. Estamos huyendo, o quizás acechando el sitio desde abajo. Lo cierto es que no estoy solo, y nuestra actitud es sigilosa, de mucha cautela. Nos comunicamos por señas, y tratamos de avanzar sin hacer ruido. Somos guerreros iniciados, y aunque no conozco a mis acompañantes, sospecho que somos aprendices de los mismos atumurunas del fuego frío que me encomendaron la misión de hallar el Quañachoai. Quizás sea una tarea a realizar en sueños, me digo mientras avanzo a tientas por entre los húmedos pasadizos. Más adelante una débil luz deforma los espacios y alcanzo a ver la silueta de rejas que se abren al paso de monjes con antorchas. Son dominicos. Nadie intenta esconderse de ellos, al contrario, mis compañeros salen a su encuentro; son Domini Canis, iniciados del fuego frío igual que nosotros.

El que va al frente de los dominicos extrae de entre su manto, algo verde resplandeciente, envuelto en una tela fina que deja ver su luminiscencia. Lo entrega de inmediato a uno de los nuestros y velozmente emprendemos una frenética retirada.

El resto es confuso. Sólo recuerdo que al final del túnel por el que anduvimos apenas unos instantes, salimos por entre unos riscos a la costa del Titicaca. Una zona muy familiar para mí desde niño, allá en Puno. Entonces en el mismo sueño me doy cuenta de haber hecho el trayecto inverso, de regreso. Mi mente lo asocia con una especie de regresión de adulto a niño. Pero yo sé que eso nada tiene que ver. La piedra verde es la piedra de Venus. Pude oír al monje que decía al cabecilla de los nuestros, cuando se la entregaba: “Esta es la gema donde se lee el Quañachoai”. El sueño tiene muchos elementos que todavía no logro descifrar, pero tengo la certeza de que es un buen augurio.

Uriel Katari, es el nombre completo del protagonista. Katari significa gran serpiente en aymara. Un apellido que me remite secretamente a los cátaros que habitaron en Argentina. Masacrados igualmente que sus pares de Occitania, un par de siglos después en manos de los sacerdotes golen.

Desde la óptica que nace directamente desde el vértice asimétrico de la noche primordial, veo el sueño del protagonista como una realidad total. Veo el túnel que sale a la costa del Titicaca. Me detengo en el éxtasis lo más posible antes de seguir escribiendo.

Mis maestros me enseñaron que los sueños son simbólicos y que jamás debo tomarlos tal cual se manifiestan, sino buscar su significado desde lo oblicuo. Porque aunque la secuencia onírica parece indicar que encontrando la piedra estaría cumpliendo la misión encomendada, de nada me serviría saber dónde está la piedra, porque soy incapaz de leerla; sólo los dioses y los atumurunas pueden. Mis guías dijeron que el libro se me iba a manifestar por medio de misteriosas revelaciones que el Espíritu me traerá desde lo abstracto, ordenadas especialmente para mí. Es una misión personal. Yo debo ser el filtro más fiel para trasmitirlo a los iniciados de mi generación.

Despierto allí mismo, a metros de la parada del bus que me dejó hace tan solo un par de horas atrás. Tengo frío y los huesos doloridos. Una parte de mí todavía percibe el sueño como una realidad en paralelo. Cuando el sueño toma preeminencia pierdo de vista este mundo, es como una vida dentro de otra. El fuerte viento del Titicaca sopla por momentos en medio de la tranquila noche cusqueña, y me trae la visión de las grandes rocas por donde salimos de las chincanas. Después de un rato de confusión, puedo manejarlo a voluntad y decido mantener viva la visión alternando con la vigilia. Ahora soy el hacedor de mi propio laberinto.

Camino por la ciudad como un vagabundo, y miro las estrellas que siempre he sentido como íntimas guardianas de mis noches más oscuras. Las siento como una parte exterior de mí mismo, con la que hasta puedo hablar llegado el caso, porque saben mucho más de nosotros que nosotros mismos. Las estrellas son ojos que me miran desde mi interior tan profundo como el cosmos. Mejor sería decir que me miro a través de ellas, y todas juntas son ese mismo órgano externo, increado, por el cual puedo verme desde afuera del tiempo y el espacio. Sólo hay que ubicarse estratégicamente del otro lado de cualquier estrella y el fenómeno ocurre por sí solo. Todas se hacen una y desde allí se puede ver todo en detalle.

Y esa es exactamente la maniobra que me rebeló Uriel, con el gesto de la estrella que desapareció para siempre en mi noche primordial. Usar una estrella como punto indiscernible, mediante el cual el Yo se reúne y gana cohesión. Entonces todo se aclara, porque tenemos una oportunidad de ver todo como es, sin el obstáculo de la reversión espiritual. Esta maniobra nos da un tipo de conciencia que ya es muy difícil de desarmar mediante la trampa del mundo. Es por eso que el protagonista es capaz de acceder al conocimiento directo, al punto que sus maestros saben que es capaz de descifrar un libro oral perdido en el tiempo.

Mis pasos avanzan decididos como si supieran mi destino, mi mente dice que estoy perdido, pero Yo sé que no. Cusco se va desplegando ante mí como un enigma a resolver. Siglos y siglos de historia se hacen presentes, puedo sentirlo en el aire. “Todo es posible en una noche como esta”, me digo en voz alta, asombrado de mí mismo y mi extraña situación. Muevo mi atención hacia el sueño del Titicaca sin cerrar los ojos, y ahora ante mí aparece una mujer bellísima. Mi sentimiento hacia ella es el más puro amor que jamás haya sentido ser humano alguno, pero la verdad es que no la conozco. No sé quién es.

Doblo inesperadamente en una esquina y me hundo en la oscuridad total de una estrecha calle. Y allá arriba, puedo ver la inconfundible esquina de Quricancha. Comprendo entonces que se están abriendo todos los caminos oblicuos, y eso era de esperarse. No debo flaquear ante nada. Quizás todo este despliegue sea necesario para que se me revele el libro. Sentado contra una rojiza pared colonial, tomo instintivamente mi chuspa y empiezo a mascar coca. Necesito afirmarme en el centro de mi ser y desde ahí tomar las riendas de mis acciones a seguir. Entonces viene a mí todo el significado de la palabra Quañachoai; el centro secreto. Pronto descubro que mi viaje a Cuzco, es un viaje al centro, al ombligo del mundo, y en otra capa de significación, es el centro de mi ser.

Y aquí en Cusco, debajo de Santo Domingo, en las entrañas de Quricancha, están las cuevas que conducen a todos los puntos del antiguo imperio. Estoy en el centro mismo, justo encima de donde convergen todas las chincanas; ese debe ser el punto físico que representa el centro secreto. Allí nos entregaban la piedra de Venus en el sueño, ese mismo sueño en el cual todavía puedo ver a la bella mujer mirándome expectante con sus cabellos al viento, con el sagrado Titicaca de fondo. Entonces comprendo que debo acceder a las chincanas y para eso necesito entrar a la iglesia. Aunque no pretendo encontrar la piedra de Venus, todas las señales me están indicando ese sitio, quizás alguien o algo, me esté esperando allí para narrarme el libro.

Uriel accediendo al centro secreto físico de su mundo, es la representación perfecta en tiempo real de mi diario devenir. Una constante iniciación, una prueba tras otra, enfrentadas a consciencia y con la certeza de estar volviendo a mi esencia, a mi verdadero estado del ser. Ese estadio inmutable, donde no entran más las vacilaciones de la mente ni las amargas penurias del alma.  En mi caso no se trata de las chincanas de Coricancha, sino de mi centro atómico. Desde mi contacto con Uriel, el conocimiento primordial comenzó a llegar en grandes cantidades de información abstracta. Aun así, esa información es perfectamente comprensible por mí. Tuve que decodificarla con una parte de mí totalmente indivisa; anterior a la dualidad. Esa maniobra me ubicó en alfa, y fue entonces cuando comencé a percibir las esvásticas girando en todo mi cuerpo. Descubrí en mi interior vastedades tan grandes como en un cosmos privado, íntimo, y en él mi energía vril girando en esvásticas doradas. Desde allí pude oír la imperiosa palabra que plasma su impronta en nosotros. El kundalini que replica el logos demiúrgico apresándonos en la rueda del deseo y la reencarnación. Pero en el centro secreto yace la matriz primordial. Hacia allí se dirige Uriel para encontrar el libro; el registro de lo verdadero. Libro de caracteres increados que reverberan en símbolos anteriores a cualquier grafía.  

De pronto la obscena visión de esa iglesia montada sobre el templo sagrado de Quricancha, me resulta insoportable. Y como si de un rescate emocional se tratara, corro calle arriba con los ojos empañados de lágrimas, trepo la primera valla que encuentro a mano y salto dentro de Santo Domingo. Trepo una pared alta de piedra Inca con demasiada facilidad. Nada me detiene. Mis oídos están embotados, no escucho nada más que mis latidos y mi respiración. No puedo oír si alguien grita o algún perro ladra. Nada me detiene. Y como un loco avanzo buscando con un sentido que desconocía hasta este instante, las secretas escaleras que llevan hacia abajo; hacia el centro.

La monotonía de un pasillo a oscuras con claustros a diestra y siniestra, se extiende sin interrupciones muchos metros delante de mí. Avanzo sigiloso, para que los monjes no escuchen mis pasos. Los imagino en su interior a cada uno de rodillas rezando a su imaginario dios. Encuentro una puerta más estrecha que las demás, la abro y la oscuridad interior exhala un prometedor vaho a humedad y tierra. A ciegas entro y descubro tanteando con mis pies que se trata de una escalera descendente. Es muy estrecha, debo girar para bajarla sosteniéndome de las barandas como una escalera de mano con una leve inclinación. Es interminable. Cada tantos escalones espero encontrar por fin el suelo, pero no. La tenue luz que se filtra desde el pasadizo de los claustros, apenas me deja ver de dónde se agarran mis manos.    

Mis ojos poco a poco se van adaptando a la oscuridad y me van revelando lo que parece ser una cripta de nichos de más de veinte metros de profundidad. Allá abajo puedo ver un piso ajedrezado, pero todavía me falta un trecho. Un resplandor ambarino enciende las losas de las tumbas cerca del suelo, parecen haber velas encendidas en algún otro sector todavía oculto a mi vista.

Por fin logro posar mis pies sobre las baldosas negras y blancas, que a medida que avanzo van trazando un endiablado diseño, como recortándose en triángulos para luego unirse con las demás en forma inversa. Su efecto me causa un vértigo extraño. Mis piernas se aflojan faltas de voluntad, y caigo de rodillas ante el mismísimo altar de Satanás. No puedo interpretar otra cosa. Ese macho cabrío con una antorcha perenne ardiendo entre los cuernos es una representación del dios de todas estas almas que todavía yacen en sus abominables tumbas. Y ahora las veo salir como lenguas heladas de sus nichos, para acercarse a mirarme con asombro y desdén. Me rodean. Detrás del macho cabrío una sombra gigante crece hasta las negras alturas del techo, y abre sus ojos como brasas. Mi debilidad física y anímica es total; me maldigo por no haberme librado de ambas cadenas antes de enfrentar este desafío. Pero ya es tarde.

La noche oscura del alma es la ante sala de la noche primordial, sin una no es posible la otra. La oscura noche del alma suele durar vidas enteras, hasta que uno comprende su esencia y siente que toda aquella desesperación se convierte en una calmada desesperanza, y cuando la acepta, entra en un delicioso estado de melancolía. Sólo desde allí se puede acceder a la noche primordial.  

No es nada fácil transitar la oscura noche del alma, porque estamos en manos del enemigo íntimo. Y ese nos conoce tanto que puede hacernos todo el daño que se proponga. No hay escondite ni refugio donde guarecernos. Estamos a su merced. Pero todo corresponde a una fina ingeniería energética, y la verdad es que somos nosotros mismos afilándonos para no fallar ante el desafío que tanto esperamos enfrentar. Somos nosotros desde afuera de la materia guiándonos con mano férrea a salir de la trampa. Para eso aceptamos nacer en el infierno mismo con verdadera alegría, porque sabemos que de ahí, tarde o temprano, vamos a salir victoriosos. Porque somos iniciados en el camino inverso, de retorno, y ya nada nos detiene en nuestro andar, porque vimos la luz verde esmeralda del Quañachoai; el centro secreto; el origen, donde yace nuestro verdadero ser, fuera de la esclavitud del engaño. Nadie en su sano juicio renunciaría a intentar esta hazaña, una vez comprendido esto.

La noche primordial es nuestra percepción desde el mundo, de aquella noche increada de realidad infinita. Para las almas sensibles, es la muerte; yo la recuerdo desde antes de nacer.

Ahora Uriel está en una prisión tan antigua como la misma humanidad, y en su celda transita la oscura noche del alma. Se siente abandonado, perdido, y aterrado. Los golen proyectan sus sombras sobre la psiquis del iniciado incesantemente, para romperlo, dividirlo, y así lograr que su Yo no comande nunca más sus acciones subversivas al orden establecido por los sacerdotes de la materia. Antes de llegar al selbst físico terrestre, el Cuzco, donde gravita fuera del espacio y el tiempo el Quañachoai, deberá enfrentar al fantasma del umbral de este mundo. Porque Uriel tiene la misión de encontrarlo así, afuera, para que adentro se trace el mismo destino. Y en el punto donde se unen todos los puntos, unir su hallazgo a su iniciación interior. Una tarea de titanes, una misión sólo para héroes y semidioses.

Deambulo a ciegas por el negro calabozo donde me metieron los sacerdotes. La celda parece no tener fin, porque camino y camino y no encuentro sus límites. Hay paredes, sí, pero no son cerradas, siempre tienen una nueva abertura o pasadizo. La única claridad de referencia viene desde la puerta, pero unos metros más adentro, la oscuridad es impenetrable y a medida que me alejo, la sensación de encierro y terror, crece. No creo que exista una salida. Pero igual quiero explorar este lugar. Algo me dice que más que celda es una mazmorra llena de trampas. Es obvio que ellos esperan que yo haga exactamente lo que estoy haciendo, para luego disfrutar viendo en cuál de ellas finalmente caigo. Por momentos siento que el terreno desciende bruscamente y mis pies comienzan a vadear un agua helada. Las paredes son de piedra, parecen pertenecer al templo Inca; no son coloniales. Cansado de dar vueltas y siempre aparecer de nuevo ante la ambarina luz de la puerta de la celda, me siento en un rincón a descansar. 

Entonces realineo con el sueño del Titicaca. Estoy sentado en una piedra junto al agua, mirando hacia la entrada de la cueva por donde habíamos llegado desde Cusco, y surge fuerte el recuerdo de los Domini Canis entregando el Quañachoai a uno de los nuestros. Claro, los Domini Canis están infiltrados en esta misma Orden, aquí mismo, en este edifico, y a estas alturas ya deben estar al tanto de mi suerte. Ellos siempre están en contacto con los atumurunas, porque aunque de distintas razas, son lo mismo espiritualmente.

La mujer del lago toma mi rostro entre sus manos y me sostiene firme frente a sus enormes ojos negros. Quiero besarla pero un frío intenso me detiene. Es como si todo mi ser fuese de hielo, y de algún modo sé que el siguiente estado es la piedra. El frío proviene de sus ojos, de algo muy profundo que sin embargo se refleja en sus pupilas con un resplandor verde esmeralda. Entonces comprendo que estoy contemplando la piedra de Venus a través de sus ojos. Y aunque el frío intenso es el de mi propia muerte, no dejo de mirar. Empiezo a recordar quién soy, pero me es imposible expresarlo ni siquiera como pensamiento. Sus ojos ahora son chincanas que se abren a mi paso con gran velocidad. Estoy volviendo a Cusco, desciendo a las mazmorras de Santo Domingo. Allí está mi cadáver tirado en una celda. Lo observo por un instante. Es evidente que es una cosa más entre las cosas. Poco y nada tiene que ver conmigo. Eso es tan insignificante como cualquiera de las antiguas piedras que ahora le sirven de cripta. Sigo el descenso vertiginoso entre las cuevas cada vez más pequeñas, hasta dar con la fuente misma del resplandor esmeralda.

_Has encontrado el centro_ oigo una voz potente con todo mi ser_, y has hallado el libro. Guarda estas palabras porque te pertenecen.

“Quañachoai.

El libro perdido de los diez reinos del Tahuantisuyo.

El viaje a Cusco puede durar horas, o toda una vida...” 

Y este relato comienza otra vez pero desde una perspectiva más grande, porque ya no soy su protagonista. Mientras las palabras se repiten ahora plenas de significado y gracia, mis ojos cegados por el verde resplandor alcanzan a ver del otro lado a alguien más que a su vez está accediendo al Quañachoai. Intento aclarar mi vista un poco para verlo mejor. Es un hombre con anteojos que escribe en un ordenador. Parece estar transcribiendo lo que recibe con un gran esfuerzo de concentración. Su rostro refleja un agotamiento extremo. El hombre hace una pausa, se quita los anteojos y me mira.

Ya debe ser madrugada. Llevo escribiendo horas sin parar. Siento que tengo una buena historia para desarrollar todo el conocimiento abstracto que me llega desde mi centro secreto. La habitación a oscuras gravita alrededor como si estuviera poblada de extrañas energías. La luz del monitor me encandila. Me quito los anteojos, levanto la vista y ahí está, es él, Uriel Katari. Mirándome intensamente, su rostro iluminado de verde

 

  

 

 

 

 

Eugenio J. Cáceres

martes, 22 de diciembre de 2020

LA RED AZUL

 







 

 

Ella hizo una pausa en lo que estaba diciendo y miró por sobre mi hombro izquierdo. Pensé que algún conocido había entrado al bar. Reprimí el impulso de darme vuelta y decidí esperar a que, fuera quien fuera, se dejara ver por nuestra mesa. No estábamos hablando de nada en particular; en realidad hacíamos tiempo para no volver a la oficina antes de hora, así que no había ningún hilo que retomar. El silencio entre nosotros le agregó dramatismo al asunto, y ella no dejaba de mirar fijamente hacia el mismo punto.

_Tenés algo oscuro que se asoma por detrás de tu hombro izquierdo. Dijo sin sacar la mirada; ahora se veía aterrada.

_ ¿Qué? _ pregunté y giré lo más rápido posible, pero no pude ver nada más que una columna totalmente blanca y detrás el bar con su habitual movimiento.

_No es un ser o fantasma, es como un pozo. Un túnel. ¡Es re loco eso!

_Negra, ¿qué tomaste anoche?

_Nada. Bueno, a veces puedo ver un poco más allá de lo normal. No me pasa siempre, pero cada tanto tengo visiones y como ves, tengo la mala costumbre de no callármelas. Un día me van a internar en un loquero_. Dijo intentando esbozar una sonrisa.

_No te persigas. Pero te podés imaginar que me sorprende mucho lo que decís _dije y la verdad era que no me sorprendía en absoluto. Más bien me confirmaba lo que ya sospechaba; estaba metido hasta el cuello_. No conocía tu lado vidente.

_Sí, lo tengo. Y no quiero atrofiarlo, así que cada vez que veo algo fuera de lo común, trato de darle la importancia que se merece.

_ ¿Todavía lo ves?

_Si le presto atención, sí_. Dijo y ladeó la cabeza para echar otro vistazo. Asintió.

_Entonces voy a tener que tomarlo en serio.

_Verlo me hace sentir una especie de escalofrío, como si estuviera viendo lo que causa tus ataques de pánico. De lo que están hechos, ¿entendés?

_Sí _dije y tuve que evaluar las implicancias totales del asunto. Ahora la duda era si le contaba o no. La Negra era una mina muy curiosa, seguro iba a querer todos los detalles. Un verdadero peligro para su salud mental y física, porque sabiendo lo inquieta y lanzada que es, tarde o temprano iba a querer ver por sí misma más de lo aconsejable.

 Se hizo la hora y tuvimos que salir para la oficina. En realidad trabajábamos en distintas empresas, que tienen sus oficinas en el mismo edificio. Esa misma tarde después del trabajo, comenzó a sondearme por celular, mandándome insistentes mensajes. La tenía preocupada mi estado mental, y ahora se sumaba también eso que había visto detrás de mi hombro.

Mi casa seguía siendo un infierno, casi no podía dormir. Las pesadillas se extendían a la vigilia y la vigilia a los sueños. Los límites entre los mundos estaban dañados, y los había dañado yo mismo. Sabía muy bien qué era esa sombra que la Negra podía ver con tanta nitidez.

A la Negra la había enganchado por mi lado poético. Un día le leí unos versos y flasheó. No lo podía creer. Me confesó que nunca se había imaginado esa faceta en mí. Desde entonces nos estábamos viendo esporádicamente, pero aunque había simpatía y cierta afinidad, no concretábamos nada. En realidad yo creía que no le gustaba físicamente. Pero la verdad era que había algo en ella que me intimidaba a la hora de encarar para tener algo más. Y eso era que estaba buenísima, y algo en mí automáticamente la descartaba por esa razón. Seguramente tenía una miríada de hombres atrás, mucho mejor posicionados que yo para lograr sus objetivos. Esperaba que en cualquier momento se apareciera con un novio fachero y con plata, en una moto enorme. Era una mina para eso. Le decían Negra por su pelo y sus ojos, aunque su piel era extremadamente blanca. Su cuerpo era escultural, más de vedette que de modelo, aunque también lo hubiera podido ser. Andaba por los treinta años, pero su actitud era de eterna adolescente que jugaba a ser mayor. A pesar de su belleza no era para nada creída, y eso aumentaba más su encanto.

De todos modos no pensaba desistir en mis intentos, lento pero seguro, yo pensaba entrar en su vida hasta ganar primero su atención, luego su cuerpo, y por último su corazón. No tenía nada que perder. Lo cierto era que mis poemas en su momento, no la habían enganchado tanto como ahora el misterio de esa sombra que acechaba detrás de mi hombro. Pero yo no podía usar semejante aberración a modo de cebo; era criminal.

La aberración a la que me refiero, había empezado de manera casual una noche de insomnio. Me hallaba fumando acodado en la ventana interna del segundo piso de mi casa, que da a la pared del fondo que pertenece a otro edificio mucho más alto, y a mi derecha, podía ver parte de la casa de al lado. Era una casa abandonada muy antigua, de dos plantas, con un patio trasero devenido en selva de arbustos y malezas. De noche siempre atrapaba mi atención esa porción de oscuridad apenas iluminada por la luz de la luna; me trasladaba a otro Buenos Aires. Íntimamente buscaba que esa época se plasmara en mí hasta manifestarse como un estado de ánimo. Buscaba constantemente estados del ser afines a lo poético, para así mantener mi inspiración. Había perfeccionado una especie de acecho sobre esos estados, los cuales hacían brotar versos, que luego yo sólo debía trasladar al papel. Permanecer en ese estado poético, a mi entender, suponía sostener una permeabilidad máxima con respecto al mundo. Absorber del mundo lo más posible, procesarlo y transformarlo en poesía. Ese era todo mi afán por aquellos días.

Aquella noche mis ojos se paseaban por la casa de al lado buscando atrapar algo de su pasado esplendor, nueva y alegre, o en su ocaso, quizás signado por la tragedia, pero nada se me revelaba más que el azul efecto de la luz lunar sobre el techo y la copa de sus enmarañados arbustos. Después de la última pitada, arrojé el cigarrillo calculando que cayera del otro lado de la medianera, como un explorador. Fue entonces cuando vino a mí con fuerza la idea; tenía que entrar a esa casa.

Por el frente que daba a la calle era imposible, estaba tapiado con chapones altos, y además estaba muy expuesto. La calle era bastante transitada incluso de noche. La única que me quedaba era saltar la medianera y meterme por el fondo. La idea vino tan fuerte, que esa misma noche tomé la decisión de hacerlo.

Serían las dos de la mañana cuando ya vestido con un pantalón de gimnasia viejo y un grueso buzo con capucha, armado con mi linterna en el bolsillo del canguro, salté el muro de dos metros y medio que separaba mi casa de su vecina oscura. Lo primero que noté al pisar del otro lado, fue el cambio de temperatura. La vegetación mantenía un microclima húmedo y fresco, cargado de un balsámico olor a hierbas. Pronto el suelo bajo mis pies se volvió resbaladizo y muy difícil de transitar debido a las capas de frutos caídos reventados, y el colchón de hojas podridas por la humedad del fango del suelo. La densidad del follaje era tal que con el haz de la linterna apenas alumbraba un estrecho pasadizo de no más de un metro. Mi temor a los insectos grandes como arañas y demás, vino a mí en el momento menos oportuno. Mis pasos se negaban a avanzar, pero algo me decía que volverme sin explorar esa casa entraba en la categoría de fracaso. Uno a cierta edad ya no se recupera de fracasos como esos. Quedan para siempre como una marca. “Quise hacerlo y no me animé”, no suena nada bien después de los treinta años. Así que preferí seguir adelante y llevar mi experiencia al terreno de lo épico ¿qué era la vida sin intentar romper sus límites?

Sólo debía conservar la calma e intentar controlar el miedo. Siempre hay algo de adrenalina cuando uno se aventura más allá de lo aconsejable. Pero una casa abandonada además podía esconder otros seres; humanos en algunos casos. Linyeras, locos, posesos. Podía haber de esos y de los otros. Los que uno no quiere ver y por eso se protege de ellos en todas esas absurdas rutinas de la vida diaria.

Evitando pinches y latigazos de traicioneras ramas, logré acercarme a lo que parecía ser la entrada trasera de la casa. Una puerta doble bastante bien conservada era el primer verdadero obstáculo entre todos sus secretos y yo. Para mi total sorpresa, apenas la toqué cedió sospechosamente fácil. Como si alguien desde adentro hubiera acompañado mi empuje con un leve tirón. Lo llegué a sentir así, como un tirón, quizás un tanto más fuerte que mi empuje. Una de sus hojas se trabó en una baldosa levantada así que sólo pude abrir la mitad. Entré de costado paseando mi linterna por la amplia cocina de enormes ventanales por los que los arbustos más fuertes del exterior, habían logrado ingresar sus ramas más altas.

El haz de mi linterna comenzó a fallar, así que la apagué, calculando que le quedaba poca batería y la iba a necesitar para volver a mi casa; un imprevisto que marcaba mi inexperiencia total para este tipo de exploraciones. De inmediato noté una extraña luminiscencia azulada que iluminaba, a medias, la estancia. Era la luna entrando por las ventanas. Pude distinguir otras puertas y una sala más adelante. Avancé a tientas pisando con cuidado ya que las baldosas de la cocina dieron paso a un movedizo suelo de parqué. Fue entonces cuando mi vista se adaptó a la penumbra y pude ver por primera vez, la red azul. No parecía ser un efecto óptico que estuviera sucediendo en mí, sino que era algo externo, al punto que cuando extendí mi mano en el aire para comprobar el fenómeno, pude ver como una infinita cantidad de líneas azul eléctrico la atravesaban para luego salir del otro lado. A partir de ese momento los recuerdos de esa noche se vuelven borrosos. Lo único que sé es que volví sin usar la linterna, y que salté la medianera con mucha más agilidad que la primera vez.

Por esos días mi vigilia fue cambiando paulatinamente en algo más complejo. Por ejemplo, recuerdo entrar a un banco para hacer un trámite y ser subyugado por su arquitectura de un modo físico nunca antes experimentado. Sentir sus dimensiones en mi ser como una especie de miedo, o mejor sería decir, de pánico. Ver sus terminaciones, ángulos y detalles, como algo definitivamente maligno, al punto de tener que salir de ahí sin haber realizado la operación. O sentir las calles del microcentro, transformarse en el fondo de un abismal laberinto del cual nadie puede salir. Sentir la frustración de ese encierro asfixiante a pesar de estar en una esquina cualquiera, un mediodía a pleno sol.

_ ¿Sabés qué es eso?_ Preguntó la Negra mientras me hacía un análisis express, durante los quince minutos que nos tomábamos para hablar después del almuerzo en el bar_. Ataques de pánico.

_ ¿Y eso con qué se come?

_Generalmente con un psiquiatra y medicación.

_No. Ni loco.

_ ¡Ja! Esa es la siguiente fase. De ahí al loquero ¿Y desde cuándo sentís esa clase de miedos?

Por algún extraño motivo, sentía que mi incursión a la casa abandonada no debía revelarse. Era tabú. Lo cierto era que me debía una o dos exploraciones más para confirmar lo vivido y saber si tenían relación entre sí.

_Hará un par de días…

_Algo te traumó. Algún sueño o algún tema no resuelto que surgió a la superficie disparado por algo. Fijate.

_Sí Negra, quédate tranquila que no creo que sea nada grave.

_Bueno, y la próxima que pegues de esa falopa, convidá_ dijo riendo_ ¡Así por lo menos quedamos flasheando los dos! 

Creo que fue esa misma noche que decidí volver a meterme en la casa abandonada. Debía conjurar los demonios del miedo lo antes posible. Dejar pasar más tiempo parecía ser de algún modo peligroso.

Compré un overol gris y dos linternas nuevas; una grande y otra de bolsillo. Unos guantes de esos con los dedos recortados, y terminé mi atuendo de explorador calzándome mi casco de ciclista.  

Era una noche sin luna, con densos nubarrones que amenazaban descargar su furia antes del amanecer. Calculé que tendría al menos una hora antes de que se largara a llover. La linterna alumbraba muy bien, así que el patio ya no me pareció tan grande y peligroso. Una vez franqueada la puerta de la casa, el potente haz de luz revelaba un interior más opresivo. Las dimensiones no seguían las convenciones estéticas de una época, ni tampoco parecían funcionales para la vida cotidiana. Había algo obtuso en esos pequeños ambientes, que parecían estar diseñados sólo para esconder otros. Cada tanto detrás de alguna puerta aparecía una escalera, pero todavía no me animaba a explorar la parte superior, aunque imaginaba una continuidad de ambientes sin sentido como en la planta baja, ya que las escaleras eran numerosas, y todas diferían en su altura. Algunas tenían apenas unos peldaños y otras ascendían en espiral hasta perderse en la negrura de arriba.   

Mi exploración transcurría en la más absoluta tranquilidad, tanto que en un momento encontré una pequeña biblioteca y me puse a revisar varios libros. Apoyado sobre una antigua cómoda, abrí aquellos viejos tomos, que sin embargo estaban bien conservados. Encontré mucha literatura nacional, Borges, Sábato, Mujica Lainez, Quiroga, Abelardo Castillo. Estaba tan a gusto que completé páginas enteras, saltando de uno a otro. En otro estante, más arriba, había libros en alemán, inglés, portugués, francés. Los autores que pude reconocer: Kipling, Joyce, Schopenhauer, Pessoa, Boudelaire… y varios traducidos al español como A. Crowley, Gustav Meyrink, Eliphas Levi, Giovanni Papini. Una maravilla. Quería quedarme a vivir allí, pero pronto percibí por el rabillo del ojo, que unas sombras se movían alrededor. Apunté mi linterna revisando los rincones, pero enseguida detecté la fuente de mi alarma; unos silenciosos relámpagos habían comenzado a parpadear allá afuera.

Dejé los libros, prometiéndome volver, quizás armado de una caja e ir llevándome los más interesantes. No pensaba robarlos, sino más bien trasladarlos a mi casa para leerlos y luego devolverlos a su lugar. Tomé por el camino por el que recordaba haber llegado hasta el pequeño desván con su biblioteca, pero no encontré la puerta que daba a la cocina y luego al patio. Rehíce mis pasos, esta vez con más cautela, y detecté que la puerta por la que había ingresado a esa estancia, ahora estaba entornada; de ahí mi confusión. Seguramente el viento que ya se empezaba a levantar la había movido. Su color de madera oscura, casi no se distinguía de la negrura de una puerta abierta. La abrí, alumbré adentro y ahora sí pude reconocer los pasos que debía seguir para encontrar la salida. Me disponía a cruzar la sala que me separaba de la cocina donde se veían con claridad los destellos de los relámpagos, cuando sentí que el parqué del suelo se movía como en olas, tan fuertes que no pude dar ni dos pasos sin caer. La linterna rodó lejos y se apagó o desapareció en otro cuarto. No podía ser. Parecía un terremoto, pero en Buenos Aires no hay terremotos. Traté de incorporarme a la vez que sacaba mi linterna de bolsillo. Ahora todo se movía. Las puertas se azotaban, los muebles cimbraban haciendo sonar vidrios y cristales, las maderas del suelo y del revestimiento de las paredes, rechinaban. La ínfima luz que emitía mi linterna de bolsillo de nada sirvió para poder orientarme y salir. Avancé a gatas en línea recta hacia adelante pero fue en vano, porque luego comprendí que me estaba metiendo de nuevo en las habitaciones internas. Fue entonces cuando vi por primera vez aquellos fantasmas; etéreos, casi románticos. Salían de las paredes, del techo, bajaban por las escaleras, o sólo se quedaban estáticos detrás de las puertas que se golpeaban una y otra vez. No pude ni siquiera pensar en huir, me quedé sentado allí mismo, en el suelo, admirado por toda la belleza de ese caos. Eran como esculturas de cementerio, sin alas. Un fuerte sentimiento de nostalgia se abatió sobre mí, y sentí pena por no haber nacido en otra época, donde la magia era una posibilidad real, donde lo oculto convivía con lo cotidiano, como en esa casa tan próxima a la mía y a la vez tan distante. Mis lágrimas llegaron junto con la lluvia torrencial, y la calma volvió al interior de la casa junto con la red azul, que se desplegó de tal modo, que desarmó una a una las visiones espectrales que aún gravitaban por el aire.

Esa noche, de vuelta en mi casa, no pude dormir. Escribí versos sin parar hasta entrada la mañana. No registraba con mi mente nada de lo que escribía, fluía solo. Desde algún rincón de la casa de al lado, todavía emanaban sutiles lenguas de fuego frío que me llegaban con visiones de otros mundos. Cuando al otro día, me puse a leer los versos, no podía creer la belleza que expresaban y la calidad de la métrica. Metáforas impensadas, nuevas. Rimas exactas y a su vez, complejas. La influencia de esa casa era algo único. Debía ingeniármelas para aprovecharla al máximo, porque era evidente que estaba destinada para mí. La había descubierto yo. Era mi secreto tesoro.

La siguiente vez, la casa me recibió con una andanada de violentas presencias invisibles que apestaban a azufre. No pude ni siquiera acercarme a la biblioteca. Todo volaba por el aire como en un infernal Poltergeist, y el aire estaba tan cargado por aquella inverosímil red azul, que tuve varios episodios de asfixia. Emprendí la retirada antes de tiempo, y aunque tuve la sensación de que la casa, como un organismo vivo y consciente, me había rechazado, una vez en casa tuve otro episodio de inspiración poética. Esta vez fueron los versos más negros y fatídicos, que jamás hubiera podido concebir con mi impronta romántica. Estos eran versos malditos. Sacrílegos. Pero aun así, brillantes. De una confección única. Busqué entre los poetas malditos alguno cuyo estilo se pudiera comparar con aquellos versos que habían emanado de la infestada aura de la casa abandonada, y no encontré ninguno.

A la noche siguiente, mi incursión estaba llena de negros presagios para mí, porque mi propia casa había comenzado a resultar acechante, como si estuviera cobrando vida propia. Pero mi afán literario no me dejó pensar en las consecuencias que todo aquello podría tener en mi vida diaria, sino que me empujó a saltar la tapia una vez más, como un adicto en busca de una dosis que linde con la muerte.

Apenas entré, me asaltó un abatimiento físico totalmente ajeno a mí. Se condensaba contra las paredes un silencio hostil, una constante amenaza, como si la locura me observara desde las sombras como un depredador indolente y frío. Y yo quería dejarme devorar; a eso había venido.

Parado allí en la semioscuridad, con mi linterna apagada, un sopor antiguo y lúgubre me fue envolviendo. Era como un tiempo muerto en medio de un sueño. Un constante presagio de pesadilla. Mi cuerpo estaba laxo, sin voluntad. Algo me decía que si me atrapaba la red azul en esas condiciones sería fatal. Intenté moverme y avanzar, pero fallé no una, sino varias veces. Fue entonces que vi por el rabillo del ojo, cómo una puerta se abría y un ser gris, enorme, grotesco, con el rostro en un rictus desesperado, avanzaba hacia mí tan lentamente que me revolvió el estómago. Había un desfasaje en su desplazamiento que atentaba directamente contra mi razón. Parecía estar diseñado para destruir la cordura. Vomité justo a tiempo para ver la red azul desplegándose mientras ese inmenso y desesperado ser, me abrazaba con fuerza. No pude ofrecer ninguna resistencia. Su abrazo dejó una depresión negra que se quedó para siempre en mí.

Amanecí tirado ahí, entre medio de la sala grande y el pasillo que daba a la cocina. No tenía fuerzas para encarar el patio y menos para saltar la pared, así que decidí buscar una salida a la calle. No fue difícil bordear un patio lateral y colarme por entre dos tablas flojas del frente tapiado.

Una vez en casa intento recuperarme con un café, pero no puedo. Paso las horas tirado sin dormir, totalmente incapaz de salir de la ingravidez de mi cama por mis propios medios. Ya no quiero abandonar este paraíso de poesía sin límites y belleza fuera de lo humano, atrapado por la embriagante tristeza del abrazo de aquel ser la noche anterior, acumulando pilas de escritos que sobrepasan todo lo que alguna vez soñé con plasmar en un papel.

Tomo el celular. Los audios de la Negra se disparan uno tras otro. Después de haber visto aquella sombra sobre mi hombro izquierdo, ayer durante el almuerzo, mi ausencia de hoy en la oficina disparó todas las alarmas en ella. Alcanzo a balbucear “Negra no vengas, ya es tarde” como única respuesta, sabiendo que el efecto iba a ser todo lo contrario, porque en realidad quiero que venga. Quiero mostrarle mis escritos, mis nuevos poemas. Quiero saber qué opina. Qué siente. Y sobre todo, si cree que vale la pena perder una vida insulsa y gris, para vivir en la constante oscuridad que trae consigo la magia. Oscuridad que ahora va ganando todos los rincones de mi habitación, transformándolos en vórtices de una negrura infinita. Digo infinita porque en cada esquina se condensa algo que parece no tener fin. Sé muy bien que estoy perdido. Lo que fuera que moraba en la casa abandonada, ahora se está instalando en la mía. Sonrío.

Algo pugna por entrar desde la penumbra del techo. Es un bulto hecho de esa misma negrura infinita, y como si el vacío fuera su masa, lentamente va tomando forma y volumen dentro de mi realidad. Desde un rincón del piso, veo asomarse unos ojos de reptil. Puedo oír su siseo. Y sin embargo, nada temo, porque ya soy parte de esa red azul que lentamente va colmando todos los espacios.

Oigo el portazo de un taxi, el taconeo hasta mi puerta y el timbre.

_ ¡Pasá, está abierto! _mi voz es apenas audible para mí, pero de algún modo ella obedece a su instinto y abre. Entra. Escucho que tira sus cosas sobre la mesa ratona, y corre buscando mi habitación, pero va para el lado de mi estudio.

_ ¿Dónde estás?

Justo cuando voy a incorporarme un poco para responderle, veo como de todos los rincones salen enormes tentáculos de esa materia oscura, preparándose para atrapar a su presa. Ella por fin da con la puerta de mi habitación y horrorizada por mi aspecto entra corriendo sin advertir el infierno que acecha desde todos lados; o quizás no lo ve. Instintivamente saca su celular para llamar un doctor, supongo, pero no llega a hacer nada. Desde lo alto, algo negro y eléctrico se enrosca en su pierna y la levanta hasta el techo como a una muñeca de trapo. Y allí queda, colgando, con el rictus congelado en un grito mudo. Nada puedo hacer. Eso que ha despertado, que ahora es parte de mí, debe alimentarse. Eso debe seguir existiendo, y su premisa es el hambre. Hambre infinito y primordial, para que no se interrumpa nunca el éxtasis. Éxtasis que sólo es posible experimentar, cuando uno se mece para siempre en la mágica ingravidez de la red azul.         

 

 

 

 

Eugenio J. Cáceres