Durante todo el día, la tormenta no había sido más que un
constante presagio. Una sucesión de truenos y relámpagos se alternaba dentro
del ámbito de mi cabeza, detrás de mis ojos y
en todo el espacio que hay entre mis oídos, anticipando a la verdadera
tempestad, que avanzaba como desde alguna lejanía interna; hasta que por fin se
desató.
En aquellos días, el sol
del verano daba paso a las estrellas sin más nubes que las de los gases
lacrimógenos en las plazas y el humo de los piquetes en las calles. Era el
diecinueve de diciembre del dos mil uno y la tormenta en las calles, estalló en
asombrosa sincronía con mi tormenta personal.
Recuerdo haber pensado
que mi extraña aflicción, simplemente se debía al cansancio y a la presión de
estar a cargo de la dirección del proyecto en el que había estado trabajando
los últimos meses: la ampliación del área precolombina del Museo de ciencias
naturales de La Plata. Una
veintena de albañiles y carpinteros, más un equipo de siete antropólogos a mi
cargo, habían sido quizás, demasiada presión para mí.
Era el proyecto más
importante de los últimos cinco años. Todo el departamento científico de
arqueología de la planta alta estaba trabajando en la clasificación y
restauración del material que habíamos conseguido. Pero justo cuando habían
llegado las más valiosas piezas y nos disponíamos a finalizar los preparativos
para la inauguración con visita presidencial incluida, cayó el presidente y el
país se convulsionó en saqueos, cacerolazos y represión. Las obras se
detuvieron y yo quedé solo, en un museo desierto, cerrado al público, en la
extraña compañía de tres momias recién llegadas desde Cuzco, todavía en sus
cajas cerradas.
Las
momias, un hombre y dos mujeres, habían sido encontradas en los años cuarenta
por el arqueólogo holandés Phillips Winkeldhorff, mientras recorría la zona de
Nazca observando los geoglifos recientemente descubiertos sobre la superficie
del desierto. Winkeldhorff recorría el extenso valle a lomo de mula, cuando las
vio allí sentadas en medio del desierto, con sus coloridas ropas ondeando al
viento. Al otro día, el arqueólogo hizo un llamado a Amsterdam y, horas
después, se las llevaba en una avioneta; primero a Bolivia y desde allí en otro
charter hasta el puerto de Valparaíso en Chile, donde fueron cargadas en un
barco de bandera holandesa. Los únicos que advirtieron la ausencia de las
momias fueron los lugareños que no solo las conocían, sino que además las
veneraban.
Según
los informes de la época, la salud mental y física de Winkeldhorff se deterioró
seriamente en los meses que siguieron a su hallazgo. En su entorno académico se
corría el rumor de una incurable adicción a cierta droga, mientras que otros se
inclinaban por achacarle la más cruda locura esquizoide. Para colmo, después se
supo que había vendido las momias a un coleccionista turco por muy poco dinero,
cuando el museo etnológico de Leiden le había prometido una suma mucho más
alta. Al parecer, no quiso o no pudo esperar el tiempo que requería la operación.
De
Turquía fueron llevadas a Alemania, y allí se les perdió el rastro por más de
veinte años hasta que volvieron a Holanda desde Grecia donde las habían hallado
flotando a la deriva en el mar; fue lo único que se pudo rescatar del naufragio
de un barco de contrabandistas.
Luego
de una extensa gira por los países bajos como parte de la colección del museo
nacional de Amsterdam, las momias fueron devueltas a Perú por vía
diplomática.
Después
de aquella larga travesía por el mundo de la clandestinidad y el mercado negro,
sin dudas que las momias pasarían a ser de las piezas más solicitadas en el
mundo de la antropología prehispánica. Sin demasiadas esperanzas, me contacté
con las autoridades correspondientes para realizar los trámites de rigor y así poder
traer las piezas para exponerlas, aunque más no fuera para la inauguración de
la nueva sala a mi cargo. No me interesaban tanto por su peculiar historia
reciente, no; yo quería estudiar más a fondo el extraño método de momificación
que se había empleado. Quizás, si tenía suerte, podría demostrar mi teoría al
respecto.
Pero,
poco a poco, se me fueron dando las cosas como para pensar en la posibilidad
real de conseguirlas como piezas permanentes. No lo podía creer. Inmediatamente
me moví como un reptil por secretarias y ministerios, aceché en los diferentes
círculos y fundaciones, hasta reunir las condiciones que me pedían desde Perú.
Para
concretar una operación de estas características, por lo general se tardaban
años. Los trámites eran interminables así como las protestas de aborígenes
denunciando la expropiación de su patrimonio cultural y eso sumado a la larga
lista de coimas que se debía pagar al condenado gobierno de turno. Sin embargo
a mí, por el contrario, me arreglaron todo en dos meses. No hubo protestas ni
coimas y acá todo fueron felicitaciones y promesas de proyectos de igual o mayor
envergadura en el futuro.
Con
todos estos temas resueltos, esperaba ansioso el día de la inauguración, pero
todo iba a dar un giro tan abrupto, que ni la más enfermiza de las mentes lo
hubiera podido concebir.
El
diecinueve de Diciembre, la noche que llegaron las momias, me quedé a trabajar
después de hora. Estaba completamente a solas clasificando una serie de urnas
funerarias que habían llegado en el mismo viaje, cuando un persistente malestar
que había sentido durante todo el día, aumentó gradualmente hasta que a eso de
las dos de la mañana, se intensificó de manera tal, que terminó por derrumbarme
al suelo. Caí lentamente, resistiéndome, sosteniéndome de lo que tenía a mi
alcance, pero el debilitamiento en mis extremidades era casi total. Sin perder
en ningún momento la conciencia, caí justo frente a las tres inmensas cajas de
madera que como por un extraño efecto de la luz, se transfiguraron en tres globos
color ámbar.
Froté
mis fatigados ojos y todo se esfumó. Experimenté la nada que rodea todo lo que
conocemos y me sentí acechado por su extraña influencia. Era el fin del mundo
en su versión personalizada, lo que para mi mente asustadiza y terrenal, no
podía ser otra cosa que la muerte.
Los
confines de mi ser se dilataban indefinidamente y adquirían una curiosa
condición permeable a esa nada que, a su vez, se cernía allá en mi impensado
horizonte.
Primero
fue un parpadeo de luz a la distancia, luego un temblor y después, la furia
inusitada. Fui arrollado por algo más grande que cualquier fenómeno al que me
pueda referir. Mis átomos se separaron y me fusioné con eso y desaparecí.
Después de un lapso de tiempo imposible de medir sin caer en subjetividades,
logré abrir los ojos y ahí, sentados frente a mí, pude ver a tres aborígenes
cantando algo por lo bajo, como para sí mismos.
Me
miraban fijamente, y el poder de sus inquietantes ojos me absorbía creando un
vórtice que rompía con el concepto de tiempo y espacio. Alrededor de aquellas
figuras, podía ver un desierto inmenso recorrido por líneas trazadas en la
tierra incorruptiblemente seca, que a su vez obedecían a corrientes de agua que
surcaban el aire en todas direcciones, a uno o dos metros por sobre sus
cabezas.
Nazca.
Luego
volvieron a aparecer las cajas cerradas ocultando sus antiguas momias, y en mi
cabeza, ya instalada, la tormenta en todo su esplendor.
De
día no percibía más que un ruido blanco constante y bajo que no interfería con
los sonidos que me llegaban desde afuera, pero por las noches antes de dormir,
podía apreciar todos los detalles de su magnitud. Las ráfagas azotaban mis
inexplorados espacios interiores con tanta furia, que me hacían pensar en
atroces consecuencias: mi razón anegada incapaz de realizar la operación más
sencilla, mis recuerdos lavados para siempre por la impersonal pericia de las
aguas mentales y la posibilidad cada vez más real de la locura.
Durante
esas noches recuerdo haber vivido en las oscuras entrañas del museo como un
ermitaño. Me alimentaba como podía y dormía en una bolsa de dormir. Salir no
era una tarea fácil, allá afuera estaba la otra tormenta; muchos negocios
habían sido saqueados y ahora, sus dueños se atrincheraban en las azoteas con
armas largas, esperando un nuevo ataque. La gente, reunida en las esquinas,
permanecía protestando toda la noche y los enfrentamientos con la policía, se
habían extendido hasta los barrios más alejados. Dentro del museo, podía ver
como los gases lacrimógenos se filtraban por los altos ventanales de las
galerías laterales creando una atmósfera densa, irreal.
Con
ese escenario como marco, las tres cajas todavía sin abrir, gravitaban a través
de los siglos hacia mis insignificantes horas, conteniendo en su interior los
cuerpos de un sacerdote Mochica y sus dos esposas brujas.
Según
los informes, los científicos habían llegado a la conclusión de que esas tres
personas habían muerto al mismo tiempo. Todos, en el ámbito académico,
coincidían en que se trataba de un envenenamiento con alucinógenos. Yo no lo
creía así; yo tenía otra teoría.
Mi
teoría resolvía los dos misterios que planteaban estas singulares momias; el de
la muerte simultánea y el de la técnica de momificación. Los científicos que
las estudiaron en Perú, sólo se atrevieron a decir extraoficialmente que el
proceso de momificación, al parecer, había comenzado en vida.
Yo,
Augusto Mendoza, flamante licenciado en antropología, tenía una corazonada.
Para mí la solución al enigma de la momificación había que buscarla fuera de
los cánones tradicionales. No había rastros de cortes o incisiones ni habían
sido removidos los órganos internos. No hubo evisceración ni tampoco se aplicó
el bálsamo de tolú, pero sin embargo habían soportado cientos de años de
intemperie. Es cierto que se podría tratar de una momificación natural a causa
de la sequedad y el frío del clima del lugar, pero en ese caso, no habrían
conservado su postura original. En el momento en que las encontraron estaban
sentadas erguidas, con sus piernas pegadas al pecho, y solo las cabezas se
inclinaban levemente hacia delante. En el caso de una momificación natural, los
cuerpos habrían caído hacia delante desde la base del tronco, sobre las
piernas. Para mí, la única técnica posible en este caso en particular era la
automomificación.
La
automomificación se empleó en China durante miles de años incluso hasta el
siglo veinte. Sólo sería cuestión de demostrar que ingiriendo determinados
alimentos resinosos durante mucho tiempo y reduciendo voluntariamente la cantidad
de grasa y agua en el cuerpo humano, se puede lograr una posterior conservación
cadavérica casi perfecta sin recurrir a los métodos de intervención externa. La
cuestión más difícil de este asunto era asimilar el hecho de que la persona
debía comenzar los preparativos en vida, varios años antes, y luego entrar en
un estado muy avanzado de concentración y no salir de él hasta morir. Esa era
mi carta, mi as de espadas. A nadie se le había ocurrido y causaría un
verdadero revuelo con sólo insinuarlo. Me divertía pensando en las caras de mis
colegas, cuando me dispusiera a explicarles en medio del regio recinto del aula
magna, mi asombroso descubrimiento. Esta era una oportunidad inigualable, todo
era excitación y osadía, no me podía quejar, salvo por un detalle; la tormenta.
La
constancia de aquél infernal aguacero en mi interior era insoportable. Azotaba
en todos mis estados y aunque no me inclinaba por la superstición, esto tenía
un inmundo tufo a maldición. Sinceramente, en mi cabeza la idea de la maldición
estaba tan asociada a los faraones egipcios, que tardé demasiado en aplicarla a
mi caso. Pero ya no tenía dudas de que al holandés le había pasado lo mismo, y
quizás al turco y… ¿a cuántos más? Si no, ¿cómo se justificaba que después de
tantos viajes y miles de dólares de costo, las momias hubieran vuelto a su país
de origen prácticamente gratis? No, no era un tardío intento de reparar un daño
histórico. No, todos ellos, uno a uno, presintieron algo o quizás fueron
víctimas de lo mismo que yo y se deshicieron de ellas lo antes posible. Esto
explicaba las increíbles facilidades que me habían dado para traerlas.
Después
de haber tomado en cuenta la posibilidad de estar ante un fenómeno tan extraño
como maléfico, releí cuidadosamente los documentos que llegaron junto con las
momias y noté que sólo se limitaban a contar la historia conocida, la del
holandés y los distintos puntos que tocaron desde los años cuarenta hasta los
noventa, pero la otra no, la parte que les correspondía contar a los aborígenes,
había sido omitida deliberadamente. Yo sabía que aquellas momias eran el centro
de una leyenda muy importante para los pueblos Mochica, Nazcas y Chimú, y como
tal, debía haber perdurado hasta nuestros días. Estaba claro que en algún tramo
de esa leyenda se hablaría de la suerte que correrían los que osaran
profanarlas, pero sospechosamente evitaron mencionar el tema.
No
tenía dudas de que se trataba de una maldición de terribles consecuencias,
porque a pesar de que las momias estuvieron durante todos esos siglos a la
vista de todos en medio del desierto, ningún habitante de la zona se atrevió a
tocarlas.
Sólo
había una persona afuera del entorno involucrado en el encubrimiento que me
podía ayudar y esa persona era un célebre antropólogo del Perú, ya retirado,
Don Jaime Arana, discípulo del padre de la arqueología peruana Don Julio Cesar
Tello.
Arana
se había retirado de la profesión debido a las profundas limitaciones que la
elite académica imponía obstinadamente al progreso y la investigación. Aunque por
aquel entonces solamente lo conocía a través de sus libros, cuando me enteré de
la decisión que había tomado, un extraño impulso me llevó a comunicarme con él
por correo electrónico. El profesor Arana, a los pocos días me contestó y allí
nació nuestra esporádica y distante amistad.
Entre
otras muchas cosas, Arana me confesó que las respuestas a los más grandes
misterios del hombre estaban ahí, frente a nuestras narices, pero que los
centros de estudios, en su gran mayoría, funcionaban como una muy eficaz
policía para mantenernos en una confortable ignorancia. “Se supone que los
investigadores no debemos contradecir los postulados ya establecidos_ decía
Arana en su carta_, en realidad debemos trabajar para reafirmarlos, no podemos
ser ingratos con los pioneros que tan abnegadamente han fundado universidades
basadas en los conocimientos de tal o cual iluminado ni mucho menos podemos
contradecir a la iglesia católica y sus preceptos, pues son necesarios para
mantener a los pueblos tranquilos, sin insidiosas dudas ni herejes que vengan a
replantear lo que dice la sagrada Biblia. Por esta razón y no por otra, es que
abandono mi carrera y dejo mis cátedras, me niego a ser parte de esta farsa, me
niego a enseñar lo que no se puede sostener ni un minuto más”.
Yo
era un recién egresado de la facultad y no podía creer que el mismísimo
profesor se dignara en contestarme. En
realidad, no esperaba más que una fría circular, enviada por su secretaria a la
prensa y a los colegas de las distintas cátedras explicando, sin mayores
detalles, la razón de su alejamiento de las aulas y de la investigación. Pero
en su lugar, me había llegado un mensaje personal, íntimo, que me tocó
profundamente en la forma de encarar en el futuro mi carrera.
Leía
y releía las palabras una y otra vez y notaba que se dirigía a mí, en varios
párrafos me llamaba por mi nombre. “Augusto, _me decía_ según leo, usted es un
hombre joven que está dando sus primeros pasos en este campo de la
investigación. No deje de buscar más allá de lo que dicen los libros, usted
estudió y aprobó sus calificaciones para lograr el tan ansiado título, bueno,
ahora yo le digo que se olvide de todo y empiece desde cero. La humanidad es un
maravilloso misterio”.
Aunque
confieso que me esforcé, jamás pude desprenderme del conocimiento adquirido,
pero después de varios años de tratar con él, me volví más osado para
desentrañar la historia y aprendí a tener siempre más de una visión sobre el
mismo tema.
Hacía
más de dos años que nuestra comunicación se había interrumpido, pero sabía que
podía reanudarla en cualquier momento y ese momento había llegado; tenía una
consulta extra profesional (un tanto traída de los cabellos) para hacerle y
corría el riesgo de que el viejo Arana, después de todo, me aconsejara ver a un
psiquiatra.
El
primer mensaje se lo envié el veintitrés de Diciembre y en él, después de
saludarlo por las fiestas, le conté acerca de la ampliación a mi cargo en el
museo y, recién sobre el final del mensaje, mencioné la adquisición de las
momias del sacerdote mochica y sus compañeras, que habían dado la vuelta al
mundo.
La respuesta me llegó el veinticinco
y no había ningún saludo navideño en ella:
“Me
temo que estás en medio de una situación muy grave, Augusto. Debes tomar muy en
serio lo que te voy a decir: esas momias son sagradas y tú estás cometiendo un
sacrilegio. Entiéndeme bien, hablar de fantasiosa superstición en este caso
sería suicida. No hay nada más real que un chamán como ese.
“No quiero que te
confundas, yo no creo en las maldiciones, pero sí creo en el poder de ese
sacerdote mochica que custodiaba el puquial en Nazca. Él manejaba el poder de
las tormentas y de esta manera aseguraba abundantes cosechas para su gente. En
el ojo de agua o puquial, convergen ciertas corrientes energéticas que conducidas
debidamente por la voluntad de un sacerdote, producen las precipitaciones
necesarias en los sitios donde se encuentran los sembrados. Dice la tradición,
que los espíritus que moran en el valle les permitieron dejar sus cuerpos para
que pudieran volver a ellos y realizar su valiosa tarea en cualquier época.”
“¿No
te has preguntado por qué estas momias mochicas han sido halladas tan lejos de
su pueblo en pleno territorio nazca? En Nazca y más precisamente en el puquial,
existe una extraña cualidad energética que está relacionada con el elemento
agua, que favorece el contacto con inteligencias de otros mundos. En los
desiertos es donde se puede tratar con el agua como entidad, separada de su
elemento, así como el alma del ser humano sólo se puede encontrar lejos de la
materia. Estos brujos fueron enviados por su gente para convencer a los dioses
para que se dignaran a llorar allá en sus tierras. Son, por así decirlo, sus
representantes ante las fuerzas que dirigen el agua en todos sus diferentes
estados.”
“Nadie durante todo este lamentable episodio
de más de medio siglo escuchó a la voz más autorizada. Nadie escuchó a los
indios. Ellos dijeron todo el tiempo que por respeto a la tradición de su
pueblo, había que llevar a las momias a su lugar de origen y colocarlas a cada
una en el mismo sitio en que las encontraron. Solo había que hacer una
ceremonia antes de entrar en el valle sagrado y caminar por las figuras en el
suelo para poder salir y listo. Pero no, cuando por fin volvieron al Perú, las
autoridades se deshicieron de ellas lo antes posible. Actuaron como niños,
tuvieron miedo de que les cayera la maldición. Estaban aterrados por lo que le
había pasado al holandés que las robó. Dicen que se volvió loco, pero para mí
se metió tanta heroína con el dinero que consiguió gracias a la venta,
totalmente en negro, de las valiosas momias, que su inescrupulosa mente
reventó. También se hablaba de un naufragio en el mediterráneo y de cómo una
avioneta que pasaba acertó con el lugar del siniestro al divisar tres cajas
flotando plácidamente bajo el sol. Para mí y para nuestro pueblo, todo eso no
tiene ningún misterio, nadie sale airoso después de meterse con la poderosa
voluntad de un nagual por más muerto que parezca. Por eso te digo que esas
momias deben ser devueltas al valle. Es el lugar al que pertenecen y por el
cual murieron.”
“Augusto,
no puedo creer que hayas sido tan imbécil. Hazme caso por lo que más quieras y
prométeme que las vas a devolver al desierto. Yo me puedo contactar con los
jefes de las tribus de la zona para arreglar todo.”
No
hacía falta que dijera nada más. Esas cajas contenían en su interior a un grupo
de brujos que habían logrado vencer al tiempo y a la misma muerte en beneficio
de su pueblo y yo estaba participando de un horrible sacrilegio. La tormenta no
era más que la consecuencia directa de haberme puesto al alcance de ese poder,
todavía latente, capaz de manejar el elemento agua a un nivel energético.
Durante la noche del
veinticinco, mientras dormía en el suelo sobre una manta, mi tormenta se
intensificó.
Desperté aturdido, me levanté y caminé por las salas
contiguas para restablecerme un poco. Hacía mucho calor y la humedad lo
impregnaba todo; estaba empapado.
Descendí las escaleras
hasta la planta baja, donde está la sala XII de zoología. Podía distinguir a mi
derecha la ominosa silueta del murciélago de la india o perro volador, cuyos
artificiales ojos, seguían mis movimientos con siniestra malicia. Los blancos
colmillos de los monos aulladores brillaban en la penumbra y las estáticas
garras de un yaguareté se extendían hacia mí silenciosas, mientras que allá en
el fondo podía ver las enormes osamentas de los saurios como gigantescos
fantasmas fluorescentes. Doblé al azar y, aunque no las vi, sentí a mi lado las
vitrinas infestadas de arácnidos gigantes, cucarachas y langostas, hasta que
tomé por un pasillo negro sin siquiera un hilo de luz que lo iluminara.
Donde terminaba el
pasillo pude localizar con el pie un escalón bastante alto que debía bajar,
cuando lo hice, noté que el suelo sonaba arcilloso bajo mi pisada. Me incliné y
con la punta de mis dedos comprobé lo imposible; el piso era un pedregal de
tierra dura, cubierto por una fina capa de arena. Instintivamente miré hacia
atrás buscando rehacer mis pasos, pero una negrura espesa me impidió ver la
entrada del pasillo que recién había transitado. Quise subir otra vez el
escalón, pero allí no había nada ni siquiera podía encontrar con mis manos las
paredes donde suponía que estaban.
Por primera vez desde
hacía varios días, la tormenta parecía haberme dado una tregua. Apenas oía
algunos distantes truenos apagados que mis latidos doblaban en volumen e
intensidad. Ya no sentía la humedad y el calor de hacía un rato, un viento frío
y seco me pegaba en la cara. Miré hacia arriba buscando el techo y frente a mis
ojos, apareció el más deslumbrante cielo nocturno que jamás haya visto. Las
estrellas parecían el fuego blanco de mil almas que flotaran ahí nomás, sobre
mi cabeza. Sentí ganas de tocarlas. Extendí mis brazos, hipnotizado por aquella
monumental visión, y cuando estuve a punto de alcanzarlas, un sonido heló mi
sangre; unos pasos se escurrieron sigilosos a mis espaldas. No estaba solo.
Estaba en compañía de tres pares de llameantes ojos felinos que refulgían en la
oscuridad. Se dispersaban a mí alrededor a la velocidad de la luz. Se movían
arriba y abajo vertiginosamente, como en una especie de danza. Sabía que
aquello no podía ser otra cosa que una alucinación producto de mí cada vez más
pronunciada locura, pero me asombraba, y hasta diría que me entusiasmaba,
descubrir lo real y vívida que podía llegar a ser.
En una maniobra donde
puse a prueba mi sobriedad mental, decidí utilizar toda mi fuerza de voluntad
para volver a ubicarme en la parte del museo donde debía encontrarme. Tenía que
estar dentro de la biblioteca, en la planta baja y si seguía caminando hallaría
la puerta que daba a la sala XVIII; la reconstrucción del templo de Aksha. Pero
no funcionó. Seguí caminando a la deriva en medio de una inverosímil noche estrellada,
rodeado por esos ojos que aparecían y desaparecían en la oscuridad.
Detuve mi infructuosa
marcha. En cuclillas estudié por segunda vez el suelo y movido por el instinto
más básico y feroz, tomé una piedra de buen tamaño y la arrojé en dirección al
primer par de ojos que vi. La piedra, fuera de mi mano, pareció romper la tela
de la que estaba hecha aquella noche, abriendo una negrura aún más profunda y
abismal, al tiempo que el estruendo de un descomunal rugido hizo vibrar cada
uno de mis tensionados nervios hasta el límite.
Parado allí, exaltado
por el terror, pude ver que a mí alrededor se armaba otra vez la visión del
museo; tan irreal como la anterior. Cuando reconocí el sector de la planta baja
donde me hallaba, me dirigí a las escaleras y subí. A medida que me acercaba al
departamento de arqueología, donde había estado durmiendo y trabajando estos
últimos días, escuché un estertor grave y constante. Al entrar allí, noté que
el sonido provenía de las cajas de las momias. Lo último que recuerdo es haber
visto a través de las pequeñas aberturas entre las tablas de madera, las
sombras de tres enormes felinos que se movían dentro, emitiendo ese sonido que
era como un siniestro ronroneo; hasta que uno de ellos rugió y yo perdí el
conocimiento.
Al otro día, una mujer
del personal de limpieza me encontró tirado en el suelo tan pálido y frío, que
pensó que estaba muerto. Gritó y lloró, hasta que desperté para asustarla aún
más. Ofelia me pegó una y otra vez con el escobillón, tanto que tuve que sacar
fuerzas de donde no tenía para defenderme. Una vez que pude desarmarla, le
expliqué que me sentía mal, que tenía que ver a un médico. Más comprensiva,
Ofelia se disculpó y me insistió para que me vaya y me haga ver lo antes
posible.
Una
vez en la calle, deambulé sin sentido por horas. Pensaba en mi mala suerte. Mis
compañeros antropólogos, no venían a trabajar hacía varios días ni me llamaban
por teléfono. Seguramente estarían tan desilusionados como yo y para colmo, la
incertidumbre social en la que habíamos caído, no cesaba de agravarse.
Anochecía
cuando por fin me decidí a volver al museo. No sin dificultad, había conseguido
algo de comida y una gaseosa para subsistir un día más. Una vez adentro,
mientras comía, sentado a la PC
de la recepción, escribí una carta para el profesor Arana. Esta vez, gracias a
la franqueza de su anterior misiva, me animé a contarle acerca de la tormenta.
La
respuesta me llegó esa misma noche y me pedía que ingresara en el messenger a
la medianoche hora de Perú y así lo hice.
Augusto Mendoza dice: Hola profesor, ¿Cómo está usted?
Jaime Arana dice: Bien, gracias. Lamento mucho lo que está sucediendo en tu país, espero
que salgan adelante pronto
Augusto Mendoza dice: Gracias profesor, como buen pueblo latinoamericano, siempre hemos
estado luchando contra estas adversidades.
Jaime Arana dice: En lo que respecta a lo que me cuentas de ti, no es ni más ni menos
que la prueba de que esos brujos están vivos y en plena facultad de sus
poderes. Tú eres la prueba, piensa, eso es un gran privilegio para cualquier
investigador.
Augusto Mendoza dice: Disculpe, pero estoy muy lejos de sentir que este infierno sea un
privilegio.
Jaime Arana dice: Los investigadores y estudiosos de todas las épocas han pasado
infiernos y la mayoría no eran tan románticos como el tuyo. Hablo de hogueras,
torturas y cárceles. Y con respecto a momias, hubo cientos de arqueólogos
enfermos de por vida o muertos en el acto, por el sólo hecho de inhalar los
gases de una tumba recién abierta. A eso no le podemos llamar maldición, aunque
en el momento en que sucedieron, esa era la explicación más convincente. De
igual manera, lo que tú padeces no es una maldición, sino que es la
consecuencia de algo a lo que todavía la ciencia no llegó ni va llegar a
descubrir si continúa en su actual rumbo.
Augusto Mendoza dice: Profesor, estoy dispuesto a hacer lo que usted me sugirió. Deseo
reparar el daño que se ha hecho.
Jaime Arana dice: Más te vale, de lo contrario esos pumas van a devorar tu energía vital
hasta dejarte más séquito que los pellejos de sus inquietas momias. No, en
serio, me alegro que te hayas decidido a hacerlo, a pesar de lo importante que
son para tu colección.
Augusto Mendoza dice: Para mí, aunque la visión de los pumas fue aterradora, no le puedo dar
un valor real a lo que vi.
Jaime Arana dice: Son pumas. Él fue uno de los Chamanes más poderosos de su época y como
bien sabrás, todo chaman de cualquier parte del mundo, en este caso un chaman
americano, tiene su animal de poder, que es el animal más cercano a la
naturaleza del brujo por afinidad. El chaman, después de toda una vida de
brujería, es capaz de transformarse completamente en su animal de poder y
acechar a sus enemigos e inclusive burlar los designios de la muerte mediante
su animal de poder. Por esa razón, los pueblos veneraban a estos hombres. Por
sus conocimientos que curaban a la gente, y por ser más fuertes que la misma
muerte, al igual que el nazareno en tiempo de los romanos. Son pumas sagrados,
pumas con espíritus de hombres dioses; por ende mucho más peligrosos que un
puma real.
Augusto Mendoza dice: Ahora veo, son más que reales, son sagrados...
Jaime Arana dice: Bueno, ya, no quiero que dramatices demasiado esto para que no
enloquezcas. Fíjate que puedes hacer para traerlas pronto y comunícamelo, yo
estaré preparando todo aquí para recibirte. Y no pienses ni por un segundo, que
voy a dejar que alguien se interponga en nuestra tarea. Ahora te dejo, pues
mañana a primera hora viajo a Lima por unos asuntos personales. Confío en ti muchacho.
Augusto Mendoza dice: Así lo haré. Además, por fin voy a poder conocerlo personalmente.
Jaime Arana dice: Así será, Adiós
Augusto Mendoza dice: Hasta pronto
Apagué la máquina y quedé otra vez en compañía de mi
tormenta personal. Yo también tenía que descansar, así que sin demorarme en
interminables reflexiones, me dirigí hacia las escaleras para subir a la planta
alta. Sin demasiada prisa, me interné en la oscuridad y el silencio del museo;
un silencio forzado, artificial, que cuando echaba un vistazo hacia los
costados y veía esas figuras estáticas, que se multiplicaban por miles en las
sombras, parecía como si en cualquier momento todo el lugar fuera a estallar en
escalofriantes chillidos y monstruosos estertores.
Al otro día me dediqué a iniciar los trámites para
viajar a Perú cuanto antes. Mi idea era hacerlo para después de las fiestas de
fin de año, aunque ni yo ni nadie en este país tuviéramos ánimos de festejar
nada; quería evitar el feriado. Conseguí un vuelo de carga para las momias, que
salía el veintiocho a la noche, del aeroparque y llegaba a Lima a la mañana
siguiente. Yo viajaría el primero de Enero a la tarde, desde Ezeiza. Arana, al
tanto de todo, se quedaría en Lima para esperar los bultos.
Ahora, con la mitad del dilema resuelto, me faltaba la
otra mitad, la que me intrigaba como antropólogo. En estas escasas horas que me
quedaban debía intentar resolver el enigma de la extraña técnica de
momificación. Si tan solo se me hubiera ocurrido preguntarle al profesor,
quizás me hubiera dado una pista acerca de mi corazonada.
En la soledad que me encontraba, me iba a ser
imposible llegar a cualquier conclusión seria. Para esta investigación
necesitaba al personal científico del museo, casi en su totalidad; además, me
habían aconsejado no someterlas a nuevos estudios.
Esa misma noche, la última noche de las momias en el
museo, una curiosidad insana se apoderó de mí. Merodeé alrededor de las cajas,
temblando a causa del terror que me provocaba la sola idea de abrirlas. Las
experiencias por las que había pasado los días anteriores, me acobardaban.
Después de pensarlo una y otra vez, por fin tomé
coraje, pero inmediatamente la tormenta se intensificó dentro de mi cabeza
nublando mi vista por completo. Aturdido, tuve que desistir. No pude. No tenía
sentido, además en unas pocas horas las momias estarían viajando. Era en vano
desembalarlas, quizás en Perú pudiera echarles un vistazo.
La mañana del veintiocho, negros nubarrones cubrían el
cielo. Mientras cargábamos las cajas en el camión, todo indicaba que habría
complicaciones. En mi auto, a la distancia, las acompañé hasta el aeroparque y
una vez allí, me encargué personalmente de coordinar las maniobras para
trasladarlas al avión. Cinco minutos después que se confirmara la partida del
vuelo, hablé con Arana por teléfono y le dije que quedaban en sus manos.
“No te preocupes por nada que aquí los gastos corren
por cuenta de los que la otra vez se lavaron las manos_ me contestó riendo_. Los asusté con el cuento de denunciarlos ante
la U.N .E.S.C.O y
un par de sandeces más, y no soportaron la presión. Uno de los brujos más
importantes de la zona nos va a acompañar en nuestra tarea, te espero para el
año nuevo.”
Era la primera vez que hablábamos y aún así, por el
extraño efecto de haberlo leído, la voz del profesor y sobre todo, su tonada,
me sonaban familiares.
No me extrañó que el avión despegara en medio de un
verdadero diluvio, tampoco me sorprendió que mi tormenta se apagara a medida
que esa lluvia crecía y envolvía al avión que se alejaba.
Maravillado por aquella colosal demostración de alta
Magia, volví a mi casa después de mucho tiempo.
Mi casa. Juro que no hubiera regresado allí por nada,
pero necesitaba mi pasaporte... y algo de ropa, además ella se había llevado
todo lo de valor... así que para mí aquel era un lugar devastado del cual había
que escapar. De ella no sabía nada, pero suponía que había vuelto a Córdoba,
con su madre. Era lo mejor que podía hacer.
Cuando llegué, mis ojos se enfrentaron a una realidad
indignante; mi casa había sido tomada por desconocidos. Eran no menos de tres
familias, amontonadas en los dos ambientes que alguna vez llamé hogar. Había
tantos chicos correteando por la vereda, que parecía un jardín de infantes. No
intenté nada, no estaba con fuerzas para luchar por el territorio. Solo me
limité a pedirles si podía recoger mis cosas, mis papeles y mis libros y me
fui. En dos cajas y un bolso, entraba todo lo mío.
De una manera o de otra me tenía que ir. El contrato
de alquiler ya había caducado hacía dos meses, y hacía otros tantos que ni ella
ni yo pagábamos siquiera las expensas. Esta gente se iba a quedar con nada.
Para mi una tumba, una bóveda. ¿Quién quiere pelear por una tumba?
De regreso al museo, me sentía tan aliviado, que mi
Citroën, por momentos se despegaba del pavimento y se elevaba unos centímetros.
Yo y mi Citroën, nada más. Pensaba. Me sentía libre, así como en ese mismo
instante debían sentirse los antiguos espíritus del sacerdote y sus compañeras,
volando en medio de su milenaria tempestad, de regreso al valle sagrado.
El primero de Enero, festejé el año nuevo en la sala
III. Bebí champagne y brindé a mi salud, con verdadero deleite. Después, me
acosté pensando en el viaje a Perú y en la importante tarea que debía realizar
con el viejo Arana. En mi cabeza, ya no había tormentas ni en mi corazón,
heridas. Una beatífica sensación de paz me envolvió hasta que me dormí.
Desperté a eso del mediodía y preparé mis cosas para
viajar. Las cajas con mis cosas quedaron en la planta alta, solo empaqué tres
mudas de ropa, un poncho de vicuña y un sombrero, para soportar las duras
inclemencias del desierto. El Citroën lo dejé en el estacionamiento del museo y
salí en un remis, hacia el aeropuerto de Ezeiza.
El avión despegó a las cuatro de la tarde. Un cielo
límpido, atravesado por largas nubes blancas, reproducía una bandera argentina
fragmentada, que se multiplicaba a sí misma en todas direcciones. Mis ojos se
cubrieron de lágrimas en una silenciosa despedida y quizás, a causa de mi estado
de abandono místico, vi la obra dispersadora del viento contra esas nubes,
encarnando a aquellos que, en la plaza, hacía apenas unos días, levantaron sus
armas contra la gente.
Durante el vuelo, leyendo el diario, me enteré que las
cosas seguían igual o mejor dicho, cada vez peor. Ya había perdido la cuenta de
los presidentes que el congreso (corrupto hasta la médula) se obstinaba en
nombrar para ver si podían perpetuarse en el poder. Ellos, los mismos que nos
habían hundido en el caos. Y lo lograron, como siempre, a cualquier precio. No
importaba nada, se comportaban como verdaderos mercenarios de los bancos
extranjeros. Una azafata se acercó con una sonrisa para preguntarme algo y su
semblante cambió, al ver las lágrimas que se asomaban en mis ojos. Una revista,
entre las que traía en la mano, me sorprendió. “La maldición de las momias
peruanas” decía el sugestivo titular de una prestigiosa publicación del ámbito
científico. Ella preguntó si me sentía bien a lo que respondí asintiendo, sin
hablar. Extendí mi mano y tomé la revista. Ella volvió a fingir su sonrisa
habitual y siguió su estrecho camino hasta donde terminaba el fuselaje.
La ilustración de tapa era una foto en primer plano
del rostro de una momia adulto. Por un momento, quizás debido a lo alterado que
me encontraba emocionalmente, pensé en que se trataba del caso de mis momias
mochicas, ya que habían sido noticia en el noventa y nueve (año en que estaba
fechada la revista), cuando llegaron a Perú desde Holanda. En aquellas notas se
hablaba del mercado negro de momias internacional y se especulaba acerca de la
técnica que se habría utilizado para momificarlas, pero nada decían acerca de
una maldición. Por esa razón, me precipité en las páginas centrales donde debía
estar la nota de tapa, pero el informe muy poco tenía que ver con las culpables
de mi extraña experiencia. Hablaba, eso sí, de momias peruanas, pero en este
caso se trataba de la vergonzosa manipulación a la que habían sido sometidas
gran parte de las momias halladas en la laguna de los Cóndores, actual laguna
de las Momias. Su descubridor, el arqueólogo peruano Federico Kauffman Doig del
Instituto de Arqueología Amazónica, exploró el yacimiento y se encargó del
exhaustivo censo de los casi trescientos bultos allí mismo, a pesar del difícil
acceso, ya que se encontraban en cuevas que hacían las veces de tumbas, a lo
largo de toda la escarpada pared de una montaña en medio de la selva, en la
localidad de Leymebamba.
El arqueólogo comunicó el hallazgo al gobierno peruano
y solicitó fondos y medios para iniciar tareas de conservación in situ, porque
sólo la humedad y altitud de esas cuevas, garantizaban una óptima conservación.
Meses después, mientras el gobierno demoraba los
fondos y como siempre derivaban unos en otros las responsabilidades, Sonia
Guillén, presidente del centro Mallqui de conservación arqueológica, se
trasladó al lugar con sus estudiantes y se llevaron doscientos veinte bultos
para luego amontonarlos en la habitación de una casa común, so pretexto de
protegerlas de los saqueadores furtivos. Aquel saqueo había sido un
emprendimiento financiado por el Discovery Channel.
Meses después, un grupo de estudiantes estadounidenses
visitaron la casa donde las tenían, haciéndose pasar por admiradores del
trabajo de la Guillén ,
y lograron filmar con una cámara oculta el interior de las habitaciones donde
se hallaban las momias, envueltas en sacos de harina. Los estudiantes
denunciaron ante la prensa de su país, que en el suelo, entre las bolsas,
habían visto y fotografiado excremento de ratas. A este hecho, Kauffman lo
calificó como un acto de vandalismo irreparable y a su vez, la Guillén , haciendo gala de
sus contactos en el poder, demandó a Kauffman en un millón de dólares por
calumnias e injurias y prosiguió con el saqueo. Tanto es así, que prometió
trasladar ciento veinte momias para presentarlas en un show televisivo
auspiciado por el museo etnológico de Viena, en Austria. El espectáculo, se
anunciaba como la mayor cantidad de momias juntas jamás vistas en un programa
en vivo. Pero a medida que se acercaba la fecha del viaje y el posterior acto
circense, las momias comenzaron a mostrar signos de evidente deterioro. Y así
fue, que cuando se dieron a la tarea de abrir los fardos, se encontraron que
las momias, al menor contacto, se volvían polvo. Ante la prensa, los
estudiantes americanos se refirieron a este episodio como la venganza o
maldición de las momias, porque debido a esto se suspendió el degradante show y
además quedó en evidencia la
Guillén y el Discovery Channel. Por esa razón, habían
titulado así la nota de tapa. Lo cierto era que otra vez me encontraba con
momias peruanas protagonizando una historia de expropiación y negligencias.
El avión aterrizó en Lima a las nueve de la noche. En
el hall me estaba esperando con mi nombre escrito en un papel, un anciano de
gafas, muy refinado, vestido todo de blanco; pantalón, camisa y sombrero.
_ ¡Augusto! ¿Cómo estás compadre? ¿Cómo estuvo ese
vuelo?
_ Bien profesor, gracias.
_Ahora vamos a ir a mi casa, mi mujer nos está
preparando algo de comer y mañana a primera hora partimos con los bultos para
Nazca. ¿Qué te parece?
_No hacía falta que su señora se molestara, pero
dígame, ¿donde están las momias?
_En el museo de la Magdalena , aquí en
Lima._ dijo y agregó_ Te quedarás a dormir en casa. Nada de hoteles.
_Pero yo había reservado uno_ mentí_ no quisiera
invadir su casa, soy un perfecto extraño.
_Que extraño ni que nada, tú vienes conmigo.
El profesor, por su aspecto, me daba la impresión de
un hombre bastante conservador, todo lo contrario a lo que había demostrado en
su carrera profesional, pero cuando salimos y vi que su auto era un Jeep
gigante con patonas y techo con luces pantaneras, me sorprendió gratamente.
La casa del profesor era estilo colonial, tenía
paredes carmesí y patio lateral con parras y flores de todo tipo y un aljibe.
Comimos frutos de mar y hablamos de bueyes perdidos. Nada de momias en la mesa
ni en presencia de doña Sofía; había sido el acuerdo durante el camino del
aeropuerto a la casa. Después de la exquisita cena, Sofía me comunicó que
habían acondicionado una habitación, para que pasara la noche. ¡Por fin iba a
dormir en una cama después de más de diez días! ¡Qué experiencia inolvidable,
hundirme en esas frescas sábanas blancas y abandonarme al más elemental de los
sueños!
Al otro día, a eso de las siete, escuché la voz del
profesor ofreciéndome el desayuno, a la vez que abría la antigua puerta de
doble hoja de par en par. Desayunamos jugo de arándano y tostadas. Siete y
media, salimos en su Jeep al museo de la Magdalena.
Estacionado junto a la puerta, estaba el enorme camión
de la empresa de carga que se especializaba en piezas de museo, con sus
empleados fumando impacientes en la vereda. El profesor, habló con uno de ellos
unos instantes y luego entraron atravesando el hall central, hacia donde se
encontraban las tres cajas. Los empleados, a la orden del profesor, procedieron
a cargar las cajas en una pequeña grúa para transportarlas al camión. Lo hacían
con demasiada prisa, como si quisieran estar lo menos posible en contacto con
las momias. Arana lo advirtió y detuvo las maniobras en el medio del hall.
“Muchachos,
este es un trabajo extremadamente delicado y no puedo permitir errores. La
verdad es que no puedo creer que profesionales como ustedes y su empresa, se
dejen llevar por infundadas supersticiones. Por favor, todos los movimientos
deben ser precisos.”
Los empleados, haciendo un evidente esfuerzo,
disminuyeron la marcha y extremaron los cuidados. Una vez cargadas las cajas en
el camión, me senté otra vez junto al profesor en el Jeep y partimos. La mañana
limeña era clara, casi transparente. En la radio A.M el pronóstico anunciaba
una máxima de treinta y cinco grados. “En el desierto nos está esperando un
brujo muy importante de la zona, el único calificado para recibir a estas
momias” dijo el profesor. “¿Él también es un puma?” Pregunté. “Si, es un puma”
contestó.
En el trayecto, Arana comenzó a hablar y en sus
palabras pude deducir que, antes de decírmelas, las había meditado mucho.
“Bueno, como tú
bien sabes, el sol es Dios, el dador de vida y… tiene sus altibajos. Decir
altibajos sería una blasfemia, si fuéramos tan susceptibles como las actuales
grandes religiones, que no son otra cosa que diferentes personificaciones de
este antiguo drama celeste. Pero yo tengo que hablar claro y sin ambages. El
sol muere y renace. Este fenómeno, inevitable, llevó a que en todo el mundo
prevalezca hasta el presente, la leyenda del Dios que muere y resucita”.
“Se dice que el sol está vivo cuando posee actividad
interna, esto lo representan esas esvásticas que encontramos desde la India hasta Bolivia. Esta
cualidad solar, otorga a la humanidad el conocimiento directo de todas las
cosas, un estado de conciencia distinto al que nosotros conocemos. Durante esos
períodos, los hombres viven en paz entre sí y en su interior se desarrolla la
espiritualidad de un modo natural. Cuando el sol muere, queda quieto por miles
de años y aunque sigue siendo un factor de vida en la naturaleza, en el hombre
se produce una involución espiritual muy marcada y con ella la consecuente
decadencia del género humano; reina la guerra y el materialismo, bueno, la
historia conocida. Este misterio es representado año tras año en las distintas
consecuencias que provocan las estaciones; la muerte en el invierno (infierno)
y la resurrección de toda la naturaleza en primavera... Es extraño como la
naturaleza representa, a distintas escalas, ese mismo misterio”. Reflexionó un
tanto perplejo, como si todo aquello le sorprendiera.
El camión transitaba por las calles céntricas de Lima
a escasa velocidad, detrás, en el jeep todo terreno, Arana no hacía siquiera
pausas, en su extraña plática.
“Augusto, es menester que nosotros, los antropólogos
responsables, tomemos un camino paralelo a la ciencia oficial y saquemos a la
luz, la verdadera historia de nuestro continente. Grecia y Egipto y la Mesopotamia,
sólo fueron intentos de reconstruir un paraíso perdido de civilización y
espiritualidad, donde los gobernantes y el pueblo compartían la misma sabiduría.
Ese paraíso, estuvo ubicado aquí, en América y a él se referían en las leyendas
como la Atlántida.”
“Eran diez enormes tribus, con millones de habitantes
cada una, y todas respondían a un gobierno central que estaba emplazado en
Tiahuanaco. En su apogeo, esta civilización, influenció a todo el planeta con
su profundo conocimiento. Para que te des una idea de la antigüedad de la que
hablo, en algunos dibujos tallados en las piedras de los templos, puedes ver
mastodontes o mamuts, llamas con dedos en vez de pezuñas y tigres dientes de
sable.”
“Esta civilización brilló mientras el sol estuvo en
actividad hasta hace unos diez mil años, cuando entró en una noche cósmica.
Luego el hombre cayó en la involución, a la vez que el planeta se convulsionó
por los efectos de la inactividad solar. Hubo grandes inundaciones en todo el
globo, ese fue el diluvio universal. En Egipto, por ejemplo, el agua cubrió la
pirámide de Keops hasta unos metros antes de llegar a la punta, donde todavía
se puede ver el revestimiento en caliza con que estaba recubierta en su
totalidad. Y hete aquí otra corrección a la historia oficial: las pirámides son
anteriores al diluvio; fenómeno que terminó con casi toda la raza humana y con
millares de especies animales, además de anterior al propio Egipto como hoy nos
lo pintan; recuerda que en ella no se ha encontrado inscripción alguna que
cuente su historia, y Ramsés lo único que hizo fue mandar a restaurar la
esfinge y de paso darle a su rostro los toques que imponían la moda del
momento. Aquí en América, las aguas cubrieron la ciudad sagrada o sea, la
capital de la Atlántida ,
hoy oculta en el fondo del Titicaca. Luego, en los siglos que siguieron a esta
catástrofe, para colmo de males, la cordillera todavía en plena formación se
elevó aún más, y con ella todo el altiplano boliviano como hoy lo conocemos. La
parte más grande del imperio del Atl- Antis, se hundió bajo las aguas. Los
pocos sobrevivientes que quedaron fueron los navegantes, que luego se
refugiaron en las cuevas de las montañas más altas, hasta que el clima exterior
dejó de ser hostil. Los Urus se instalaron en casas flotantes de totora en
medio del lago Titicaca, para no abandonar su ciudad sagrada hasta que las
aguas bajen. Esta tribu, hoy desaparecida, se alimentaba y vestía únicamente
con totora, sus balsas y sus casas también eran de totora. Se dice que la
sangre de esta gente era negra, como el color de la sangre de los antiguos
seres humanos”.
Arana hizo una pausa cuando nos acercamos a una
rotonda. Parecía no dar lugar a preguntas de ningún tipo, me tenía atrapado
como a uno más de sus alumnos y lo único que quería era que continuara con su
visión de la prehistoria Americana. Solo una vez que tomamos una autopista de
peaje, siguió hablando en un tono aún más solemne.
“Hace muchos miles de años, aquí en América, los
pueblos vivían en paz con sus semejantes. El ser humano dominaba todas las
posibilidades espirituales desde la infancia. Eran brujos, todos brujos. Podían
hacer viajes corporales a la velocidad de la mente y comunicarse entre sí, sin
el uso del lenguaje y la escritura. La realidad de estos hombres era una
perpetua comunión silenciosa, tan abstracta para nuestra mente actual, que
sería imposible cualquier interpretación de aquel estilo de vida. Nada de
materialismo ni conflictos de poder. Todo en armonía.”
“La leyenda que cuenta Platón acerca de la Atlántida , la cuenta
como una moraleja acerca de donde nos lleva el pernicioso afán de poder. Y lo
cierto es que algo de eso hubo, pero al revés, consecuencia de la muerte del
sol, cayeron en el abuso de poder de la brujería y se produjo una especie de
guerra de todos contra todos, mientras que el planeta, a su vez, se
convulsionaba bajo los efectos negativos del sol. Dos o tres mil años después,
los que quedaron quisieron reconstruir aquel reino desde el conocimiento, pero
ya no estaban dadas las condiciones para que sucediera naturalmente, así que
sólo una o dos personas por tribu se dedicaron a reconstruir el vínculo perdido
con el conocimiento verdadero. Esto fue lo que después se conoció como
chamanismo.”
“El chamanismo fue la primer intención seria y
efectiva de devolverle a nuestra alma, la capacidad de reconstruir el ancestral
vínculo con el espíritu que nos habita y todo lo sabe. De ahí, que estos seres
extraordinarios, después de dedicar sus vidas por completo a lo espiritual,
logren una conexión directa con la naturaleza, al punto de ejercer la medicina
desde hace miles de años, sin laboratorios y con más efectividad que la
medicina moderna. O sea que en tiempos de sol quieto, el verdadero conocimiento
quedó en manos de los brujos de todo el mundo. Después vinieron las sucesivas
deformaciones del culto solar, personificado según la cultura local en
cuestión. Ya sabes que en la mayoría de los casos, esta supuesta divinidad, se
la pasa aclarando que es más poderosa que la divinidad del vecino.”
“Fíjate que todos los avatares han venido a hablarnos
de un paraíso perdido y de los valores que nos acercan a él en nuestra vida,
pero estos chamanes de masas, nunca negaron que la condición actual de la
humanidad era una perversión de algo que alguna vez estuvo en estado puro. A
ese ideal se le llama cielo o nueva Jerusalén y a su actual perversión,
infierno (invierno cósmico). ¿Si no, por qué a pesar de los superpoderes de la
omnipresencia divina o como quieran llamarle, vivimos como vivimos, en medio
del dolor y prisioneros del odio y de todo lo malo que te puedas imaginar? Esa
es una contradicción contra la que las religiones han tenido que inventar todo
un mundo, en el que las vicisitudes no son más que una especie de laberinto que
funciona como un sistema de pruebas, donde el todopoderoso nos deja en manos
del mal, para ver si somos fieles a él. Porque él, que todo lo sabe, no es
capaz de saber lo que nosotros sentimos por él y entonces duda y se vuelve
cínico como un marido celoso.”
Un frenético ataque de risa le hizo mover apenas el
volante, pero a más de cien kilómetros por hora, fue un sacudón que me dejó
temblando. Fue entonces cuando por fin me animé a hacerle la pregunta.
_ ¿Y por qué me cuenta todo esto profesor?
_ Por una razón muy importante hijo, no te apresures.
“El sol entró en actividad preparto en los años
sesenta, en mil novecientos sesenta y dos, creo, y es ahora, en el dos mil, que
está naciendo después de milenios de deambular en las sombras. El chamanismo
llegó hasta nuestros días gracias a una fuerte tradición oral y al conocimiento
transmitido en forma de experiencia directa. Ya sabes, el conocimiento se
transmite al que esté más apto para recibirlo. Ellos conocían la condición del
sol y por esa razón nunca intentaron masificar su conocimiento. Si lo hubieran
intentado, este se habría perdido, como sucedió en todas las grandes
religiones. Con el tiempo apenas quedaría la fábula de una leyenda que en
realidad era una alegoría, y su principal función social, se vería reducida a
reafirmar la identidad de una nación o de varias, con respecto a las demás.
Ellos, sabían bien que hasta que el sol no volviera a nacer (la segunda venida
de Cristo, según los católicos), el hombre seguiría enceguecido, incapaz de
vivir sin causar injusticias a sus semejantes.”
“Hay chamanes que han conservado sus cuerpos mediante
momificación y han estado viviendo en alguna otra dimensión durante siglos o
milenios, para tener un lugar físico donde alojar su espíritu despierto en
vida, y por lo tanto, imperecedero, cuando el sol volviera a nacer. Uno de
estos grandes chamanes es ese sacerdote mochica, quien junto a sus dos mujeres,
se quedó en Nazca para garantizar las lluvias en su pueblo y para así conservar
en la memoria de sus descendientes, las increíbles hazañas de poder que eran
capaces. Ellos, para su gente, son el testimonio de que la magia existe, y por
herencia es parte de su patrimonio. Así que te imaginarás si es importante la
tarea que estamos por realizar.”
_ La verdad es que viéndolo así... _ respondí
pensativo.
“La mayoría de las momias del mundo tienen ese mismo
fin. A veces se trata de un intento simbólico de sus familiares o su pueblo,
para que resucite en representación de su cultura en ese dorado futuro lejano.
Se han momificado reyes y príncipes, por ejemplo en Egipto, pero dudo que estos
hayan sido chamanes de verdad. Lo que sucedió fue que a raíz de ver a los
brujos y los sacerdotes prepararse toda una vida para vencer a la muerte, los
monarcas ansiosos por demostrar que eran hombres de poder, ordenaron que se les
practicaran los mismos preparativos después de la muerte. En cambio aquí en
América, tú puedes encontrar momificados desde un rey o emperador hasta un
sacerdote, pasando por una tejedora, un pastor o un orfebre. Y estoy en
condiciones de decirte que en la mayoría de los casos eran brujos consumados
que están tan vivos como nuestro sacerdote. Esto se dio así en este continente,
porque el conocimiento no se desvirtuó tanto y como tú sabes, hasta los Incas
que reinaron un par de siglos antes de la llegada de los españoles, adoraban al
sol como los antiguos de todo el mundo y su religión se basaba en prepararse
para el día del glorioso renacimiento.”
“Hay algo que muy pocas personas saben con respecto a
las momias americanas y esto es que las personas que poseían el conocimiento
suficiente para trascender la vida convencional, los brujos, llegado el fin de
sus días, por decisión propia o por causas naturales, buscaban el mejor lugar
para morir y si tenían suficiente poder y el lugar les era favorable, el cuerpo
se conservaría lo suficiente para poder presenciar el renacimiento del sol.
Lógicamente que este cuerpo no se regenera jamás ni tampoco el espíritu que lo
habite va a pretender mirar a través de la cuenca de los ojos ni caminar como
la momia de Boris Karloff, pero tú has tenido una muestra de que estos seres
habitan sus cuerpos semiconservados. Esos cuerpos son el lugar desde donde
pueden experimentar el mundo, son el refugio que necesita todo ente incorpóreo
para anclar en este plano de existencia. Además es allí, en el cuerpo
momificado, donde el ente se reencuentra con su personalidad humana. Ya que
para vencer a la muerte, estos brujos dejan de ser humanos.”
_Al ver las dudas que se planteaban con respecto a la
técnica de momificación del sacerdote mochica y sus mujeres, pensé en exponer
la teoría de la automomificación al estilo de los sacerdotes chinos._ Comenté.
_Estabas bien cerca, te felicito, pero a diferencia de
los chinos, en América no se trataba de un entrenamiento físico ni de una dieta
específica, sino que era un desafío espiritual. Lo que hacían los chinos era
una hazaña dentro de lo humano, porque ellos se quedaban después de muertos en
sus cuerpos gracias al poder de concentración que lograban durante su vida
monástica. Pero los chamanes, sin dietas basadas en corteza de pino ni
ejercicios físicos torturantes, lograron algo mucho más sofisticado. Ellos mediante
el entrenamiento espiritual, lograron en una misma vida, ser seres de más de un
mundo habitable. Mundos en los que el tiempo no existe. Por esta razón, la
muerte humana sólo se carga al cuerpo temporal, pero no al brujo en sí. Ellos
simplemente dejaban su cuerpo en una cueva o en medio del desierto y este se
conservaba gracias al inmenso poder de su voluntad y de su magia. Es cierto que
las condiciones climáticas que ellos elegían para dejar sus cuerpos ayudaban a
la conservación, pero con eso solo, no bastaba. La diferencia con los chinos,
es que los brujos americanos pueden salir del cuerpo y vivir vidas
extrahumanas, y a la vez volver a este mundo cuando así lo deseen. Mientras que
los chinos no pueden salir del ámbito de su cuerpo momificado y si este por
alguna razón se deteriora demasiado, mueren. En cambio estos chamanes,
descendientes directos de los atlantes, no mueren. Son inmortales. Conocen la
verdadera naturaleza del universo; un asunto imposible de transmitir oralmente
ni por escrito. Solo mediante la experiencia directa se puede llegar a concebir
semejante realidad.”
La ruta atravesaba pueblos cada vez más pequeños,
donde el colorido de las paredes de las casas que habíamos visto durante el
trayecto se transformaba en un solo color; el de la tierra. Y la tierra, a su
vez, se disolvía en fina arena anticipando el desierto que se abría inmenso
allá adelante.
Arana habló por radio con el chofer del camión y este
encendió las balizas al tiempo que aminoraba la velocidad. Hacia el este
alcancé a ver un camino sin pavimentar que se hundía en línea recta, en la más
desquiciante planicie. El camión bajó la banquina y se detuvo por completo.
Arana estacionó el Jeep a un costado, junto a una puerta lateral.
Eran las diez y media de la mañana cuando los
operarios bajaron del camión y abrieron la puerta lateral del furgón. Yo no
sabía dónde estábamos ni el propósito de aquellas maniobras, la expedición
estaba a cargo del profesor y al parecer tenía todo cuidadosamente sincronizado
desde antes. Me acerqué y sin interferir en las tareas, contemplé al profesor
demostrándole mi incertidumbre. Arana me miró amablemente dándome a entender
que todo estaba bajo control. Con un leve gesto de su mentón, me señaló el
camino y al mirar en aquella dirección, vi la polvareda que levantaba una Pick
Up que avanzaba a gran velocidad hacia nosotros. No hacía falta que me lo
explicara. El camión no podía transitar el tramo del camino que faltaba y para
eso debíamos traspasar las cajas a la camioneta.
Cuando la camioneta disminuyó la velocidad, a unos
cien metros de donde estabamos, Arana me apartó a un costado y me dijo que el
que venía en la Chevy
era Gervasio Méndez, el brujo más importante del lugar.
Aparentaba unos cincuenta años, aunque no tenía una sola
cana, era alto y moreno, tenía el pelo bastante largo y usaba un tocado de
plumas de águila en la vincha. Cuando bajó a saludarnos noté que estaba
descalzo y que su única vestimenta era un pantalón Wrangler azul, prelavado.
Intercambió unas palabras con el profesor, en un
dialecto que yo jamás había escuchado y luego se acercó a mí con una cálida
sonrisa en el rostro.
_ Augusto Mendoza_ me presenté.
_Gervasio_ dijo mientras estrechaba mi mano.
Los operarios se dispusieron a bajar las cajas para
ubicarlas en la camioneta y como ya había sucedido antes, lo hicieron con
demasiada prisa.
A la luz del sol, pude entrever los bultos en el
interior de las cajas. Sólo ese vistazo bastó para que una corriente del más
elemental espanto me sacudiera el cuerpo. Sentí la irrefutable realidad del
poder de esos seres como algo vivo, eterno.
Por un momento vi la tempestad y vi los pumas y
escuché aquel rugido como un trueno. Tuve ganas de arrojarme de rostro al suelo
para adorarlos, porque eran lo más sagrado que había conocido en mi vida. Don
Gervasio y Arana me miraron un tanto extrañados hasta que, los dos a la vez,
parecieron comprender lo que me estaba sucediendo.
Los empleados del camión ya habían terminado su
apresurada descarga y este retomaba la ruta de vuelta a Lima, cuando me di
cuenta que solo quedábamos Don Gervasio, Arana y yo, para hacernos cargo de las
tres momias. Subimos a la cabina en un silencio total, parecían estar afectados
por mis extrañas oleadas de terror y misticismo.
Tomamos por el camino que se extendía a través del
desierto, esta vez a una velocidad moderada. Por fin, Don Gervasio rompió el
silencio y dijo estas palabras:
“Hoy es una fecha histórica, hoy vuelve a tronar sobre
mi pueblo la tormenta sagrada.”
_Tú lo dices Pachacamac_ dijo el profesor dirigiéndose
con ese nombre a don Gervasio.
La planicie, después de la increíble plática del
profesor, me parecía el ominoso fondo de un mar tan antiguo como fantástico. En
mi mente, podía sentir toda la magia aún latiendo en aquel desolado paisaje.
Ahora, la historia americana, tenía un significado distinto para mí y pensaba
que miles de años de civilización y cultura en contraposición a quinientos años
de colonia y barbarie evangelizadora, sembraría en la mente y el corazón de
nuestros hijos, la poderosa semilla de la libertad. La libertad, esa que entre
españoles y portugueses, junto con los nuevos conquistadores sajones, se
encargaron de hacernos creer que no nos pertenece. Claro, a ellos no les
conviene que un pueblo infinitamente más sabio vuelva a sus raíces. Sin ir más
lejos, puedo citar el ejemplo de esos antropólogos de UCLA o cualquier otro
supuesto templo del saber moderno, que cuando investigan a una cultura
prehispánica, oficializan una visión miope, sobre la cual forman las bases de
sus posteriores estudios, totalmente errados. Siempre me llamó la atención que
estos pseudo eruditos se refirieran a nuestras culturas con más autoridad que
nosotros mismos. Y cuando un chaman o brujo de alguna tribu les dice que ellos
son un jaguar o un cuervo, lo toman como una más de las ridículas
supersticiones primitivas. Y si un grupo de hombres ataviados con plumas bailan
en el medio del desierto para entrar en contacto con los elementales del agua,
ellos simplemente se ríen escépticos diciendo “esta tribu realiza un ritual muy
antiguo en el que piden a los dioses que hagan llover, pero lo cierto es que en
esta zona hace cientos de años que no se registran precipitaciones.” Ellos no
saben lo que está haciendo en realidad esa gente, porque no saben lo que es un
ojo de agua o puquial, no saben la relación que tiene esa gente con las fuerzas
naturales. Habría que ser más ignorante que estos egresados de Harvard, para
rezar en el medio del desierto para que llueva, cuando allí no hay plantaciones
ni animales que necesiten agua; ni siquiera pobladores. Pero como no se pueden
explicar qué demonios hacen estos individuos cantando allí, lo mejor que se les
ocurre pensar es que están repitiendo como autómatas, un ritual inservible,
esperando que lloren los dioses en uno de los sitios más áridos del planeta. Así
ridiculiza a nuestros pueblos más antiguos la ciencia oficial impuesta por
estos intrépidos aventureros vestidos a lo Indiana Jones.
Me sacó de aquella reflexión, una deliberada
disminución en la velocidad con la que veníamos transitando. Don Gervasio, con
desconcertante suavidad, salió del camino y tomó hacia el norte por el medio
del desierto, donde ya no había ningún camino. El terreno presentaba algunas
zonas irregulares y a la distancia podía ver alguna que otra línea recta
subiendo una loma. Estábamos en pleno valle sagrado.
Anduvimos unos cinco minutos más, cuando Don Gervasio
detuvo otra vez la camioneta y apagó el motor. Los tres descendimos en un
silencio total y cuando quise hablar, ellos me sugirieron con gestos que no lo
hiciera.
Desatamos las cintas y sogas con que habían sido
aseguradas las cajas al furgón y luego las bajamos, una por vez, tomándonos
todo el tiempo del mundo. Cuando estuvieron las tres cajas en el suelo, Don
Gervasio comenzó a cantar en dialecto, a la vez que hacía sonar los chas chas
de pezuñas de cabra que se había colocado ajustados alrededor de los tobillos.
Bailó y cantó durante mucho tiempo. Sólo se detenía
para mirar el cielo y luego seguía su ritual con más fuerzas que antes. Era
pleno medio día. El sol se había estacionado allá arriba, como para quedarse.
Con un leve gesto, casi imperceptible para mí, Don Gervasio nos indicó que
procediéramos a abrir las cajas. Él tomó unas hojas de coca y las arrojó en una
grieta natural del suelo y siguió cantando emitiendo intermitentemente
chillidos agudos que me helaban la sangre.
El profesor y yo nos encargamos de la primera caja,
parecía no importar el orden. Desclavamos las maderas de uno de los lados y la
sacamos por completo. Adentro quedó a la vista un bulto de medio metro de
altura, envuelto con hermosas mantas hasta la cabeza. Don Gervasio nos indicó
que aún no lo sacáramos, entonces abrimos las otras dos cajas de la misma
manera.
Una vez abiertas las otras dos cajas, Don Gervasio
tomó uno de los bultos con tanta violencia que no me dio tiempo a detenerlo.
Había sacado al sacerdote y ahora lo elevaba por sobre su cabeza, mientras
bailaba y festejaba. Una alegría inexplicable nos invadió a todos, estallamos
en gritos más desaforados que los que había proferido hasta ese momento Don
Gervasio. El sol allá arriba hizo un ademán, y pronto unas nubes negras
cubrieron el cielo del desierto.
Arana y yo tomamos los bultos que pertenecían a las
inseparables compañeras, cada bulto no pesaba más de seis o siete kilos y la
posición en que se encontraban, con las rodillas pegadas al pecho, hacía
bastante fácil la tarea; era como cargar a un chico de cuatro años.
Llorando de alegría seguimos a Don Gervasio, que
caminaba adelante, transitando con cuidado por una línea que seguramente nos
llevaría al ojo de agua. Las líneas comenzaron a aparecer por todos lados y se
enmarañaban por tramos en los que dudaba por cual seguir.
Las nubes oscuras se arremolinaron por sobre nuestras
cabezas y los truenos hicieron temblar el terreno bajo los pies. Adelante,
apareció una inmensa duna de arena de más de doscientos metros de alto, que
contrastaba con la dura tierra pedregosa de los alrededores; el ojo de agua.
Don Gervasio se detuvo y colocó al sacerdote en el
suelo mirando en esa dirección, hacia el puquial. Lo mismo hicimos nosotros con
las mujeres, situando a una de cada lado del brujo. En ese momento la tormenta
se desató con toda su furia, pero el agua, como si tuviera voluntad propia, caía
hasta unos centímetros antes de las cabezas de las momias y se enrollaba sobre
sí misma sin llegar a mojarlas. A nosotros nos mojó hasta la cintura y las
únicas gotas que llegaron a la tierra fueron las que se deslizaron desde
nuestra ropa. Don Gervasio, para no mojarse, se había acostado en el suelo,
boca abajo. El profesor y yo, hicimos lo mismo. El viento, como una mano
invisible, tomó las mantas que cubrían las cabezas de las momias y descubrió
sus largas cabelleras azabache que ondearon triunfales otra vez, a pesar de los
siglos. El aterrador rictus de sus mandíbulas caídas era un estático alarido
salvaje de libertad y a través de las cuencas de sus ojos, nos miraban con
altivez, mientras nosotros, simples mortales, las contemplábamos desde abajo, postrados,
como en una reverencia. Esos brujos estaban ahí, con nosotros, disfrutando de
su tormenta otra vez.
Y allí quedaron, de vuelta en su valle sagrado, con
aquellas imposibles ráfagas circulares coronando sus cabezas, sentados sobre el
duro suelo del desierto como poderosos monarcas cuyo trono fuera el mismo
mundo.
EUGENIO J. CÁCERES
Gracias por compartir!!! :3
ResponderEliminarEspero que hayas disfrutado de la lectura Fav. Besos !!
Eliminar