miércoles, 8 de abril de 2015

GALLO NEGRO












I


Desde la ventana de un primer piso, contemplaba la lluvia caer oblicua bajo la luz del farol de la esquina, sobre esa porción de empedrado desierta, por donde tarde o temprano aparecerían los que ya habían decidido su final. Su suerte estaba echada. Sólo le quedaba esperar. Sus enemigos, movilizados por el odio que él mismo se había encargado en provocar con tanta dedicación, lo encontrarían sentado en el alféizar de la ventana, fumando tranquilo.
Adentro de la habitación, recostada sobre la cama deshecha, una rubia oxigenada simulaba leer un diario de la semana anterior. En el desvencijado reloj de pared, el segundero martillaba sin prisa, multiplicando su eco en cada rincón de la habitación. Él jugaba con el cigarrillo entre los labios, dando largas pitadas que le encendían los ojos de un rojo sobrenatural.
Contemplaba detenidamente a esa perfecta desconocida, íntima y fugaz, que se revolvía deliciosa dentro del vestido negro contra las sábanas color sangre. Tan joven como salvaje, su cuerpo parecía deslizarse suavemente a través del hastío de la espera, inconsciente del peligro que representaba permanecer al lado de aquel hombre. Él por su parte, sabía muy bien que una rubia como esa, todavía en su estado natural, no le tenía miedo a nada. Y no se equivocaba.
Un extraño sentimiento, una repentina oleada de cariño, lo invitó a dejar la ventana y acercarse hasta ella para acariciarle la despeinada cabellera en un gesto ante el cual ella se arqueó como una gata, sonrió, y volvió a hundirse en las páginas del suplemento económico.
De vuelta en la ventana, el hombre cambió el arma del bolsillo del saco al cinturón, a la derecha de la hebilla, y apuró un largo trago de ginebra, mientras su mente se anticipaba a los acontecimientos. Todos lo querían ver muerto; policías y delincuentes. Él era el célebre Gallo Negro y en su prontuario figuraban catorce muertes, aunque ese número era un dibujo y la verdadera cantidad, nadie, ni siquiera él, la sabía.
Su verdadero nombre: Virgilio Iniesta. Debía andar por los cuarenta y cinco años, pero aparentaba doscientos. Alto, más huesos que carne, siempre encorvado, dueño de una fragilidad engañosa, que escondía detrás una destreza y agilidad sorprendentes a la hora de manejar el facón; Iniesta era uno de los últimos de su especie, testimonio de una época que llegaba a su fin junto con él.
Frente a la interminable lluvia de aquella espera, agradeció sinceramente a sus enemigos por esta última dosis de adrenalina y sobre todo, por la sagrada posibilidad de sellar su existencia con una muerte digna de varón. Había visto morir a muchos guapos en circunstancias denigrantes; acobardados por la vejez, destrozados por enfermedades; al cuidado de mujeres o de monjas, como niños abandonados; y eso si que era triste. En cambio él tenía la posibilidad de resistir, de dar batalla, de quedar en la memoria de todos. Era consciente de que estaba a punto de dejar esta vida, para pasar a ser una leyenda.
Afuera un coche negro, sin luces, dobló en la esquina, acercándose a paso de hombre. Él se hizo a un lado y se cubrió contra la pared, mientras observaba el lento avance del siniestro automóvil que se detuvo justo enfrente, del lado del paredón del ferrocarril.
Un tanto extrañado, apuntó a la altura de la cabeza de quién se atreviera a descender del vehículo, pero nada sucedió. El aroma inconfundible de la trampa, el perfume de la traición, se infiltró en el aire que comenzaba a tornarse irrespirable. Los faroles del auto se encendieron y apagaron dos veces. Detrás, el repentino sonido de los resortes de la cama le llamó la atención. Giró hacia adentro justo para ver que la rubia se había incorporado de un salto y arrodillada sobre el colchón, sostenía con las dos manos un calibre treinta y dos, apuntándole directamente al pecho. No tuvo tiempo de nada. Ella comenzó a disparar y no paró hasta vaciar toda la carga.
La rubia guardó el revolver todavía caliente en un bolso con ropas, preparado para huir. Afuera, el auto negro la esperaba bajo la lluvia, pero antes de salir del cuarto, se acercó al Gallo que yacía ensangrentado en el piso, lo miró con verdadero cariño, y se despidió con una sonrisa inocente y picaresca.
_ Chau, Gallo. Perdoname si podés.




II


No pudo escucharla. Su mente divagaba a través de imágenes confusas, en una especie de realidad onírica paralela, que aún lo sostenían en la ilusión de una extraña batalla final; caminaba por la penumbra de una calle solitaria, hacía frío, la noche era profunda. El empedrado a la luz de la luna, parecía un río quieto. Volvió su mirada con la antigua sensación de no estar solo. El charco amarillento de un farol lo atrajo como a una polilla, y allí se detuvo. Palpó el arma que llevaba en la cintura, aunque sabía que esta vez no le serviría de nada.
Bajo aquella luz amarillenta pronto se sintió vulnerable. Alrededor, la oscuridad parecía albergar un millar de ojos, quizás todos de un mismo ser.
Volvió a caminar, para no correr solo en la noche; eso lo hubiera hecho sentir aún más desesperado. Los interminables paredones de las fábricas abandonadas se cerraban opresivos creciendo por encima, cerniéndose como esa presencia que crecía constante y lo acechaba. Pensó en los demás, en la gente, y se preguntó sinceramente cómo podían dormir en una noche como esa. Él nunca lo había sido uno más de esa masa durmiente. Siempre había estado al margen de toda esa gente inconsciente a la que la muerte sorprendía todos los días, en cualquier momento, sin lograr intuirla, y sin oportunidad de luchar o siquiera intentar resistir.
El Gallo Negro miró hacia atrás en la calle desierta, esperando sorprender a quién fuera que lo estaba siguiendo desde hacía horas, pero se encontró con una visión que lo sacudió como un golpe. Vio todo su pasado; atroz, plagado de escenas de violencia, infestado por todos sus rincones de odio y de desprecio. Vio lágrimas de miedo al despuntar el alba; vio sus manos rompiendo y golpeando. Vio espejos monstruosos reflejando gritos desesperados; y todo eso, sin oír más sonido que el de la sangre golpeándole las sienes como un oscuro presagio. Pero a él esas visiones sólo le parecieron islas en medio del verdadero vacío; inmensas zonas de un pasado donde la nada se había apoderado de todo.
Ahora esa nada, como una fuerza arrolladora, crecía devorando sus hazañas, sus adorados momentos de euforia, sus desgracias con suerte, y toda su gloria personal. La nada avanzaba devorando, entre otras cosas, la imagen del rostro de su padre, la voz de su madre, el nombre de su mejor amigo, y hasta el aroma de la piel de la mujer que alguna vez amó.
Aunque no lo podía ver, sabía que su propio rostro iba perdiendo sus rasgos, su fisonomía; la consistencia. Esa fuerza arrolladora lo estaba borrando por completo en medio de aquella noche que ahora llegaba a su fin. Dejó de caminar y le hizo frente. Cerró los ojos para ver mejor y disparó seis veces. 





III


Las sombras iban y venían contra las paredes para luego estirarse hasta el techo. Un monótono murmullo gravitaba constante desde los pálidos rostros. Las huesudas manos del Gallo Negro, que yacía postrado en la misma cama de la pieza donde lo habían baleado, de a ratos señalaban hacia el cielo, más allá del techo, más allá de la tormenta. Estaba mal herido, tenía tres disparos en el pecho; dos en la zona del corazón. Los vecinos, siempre solidarios en las malas, se habían movilizado para llamar a un médico, pero sabían que todo esfuerzo era en vano.
El Gallo se revolcaba en su cama de dolor y de asco. No podía evitar escuchar como en los rincones de aquella pensión, parecía revelarse toda la historia de su vida mal contada. Le indignaba que le atribuyeran confesiones apócrifas declarando temores y arrugues que jamás existieron, pero lo peor eran los pseudo amigos del alma que habían aparecido a última hora, casi desconocidos para él. De vez en vez, se lo escuchaba balbucear que la rubia lo había traicionado y que ella le había disparado. En un principio nadie le creyó, todos pensaron que deliraba, ya que también se le oía decir algo acerca de la maquinaria de Dios y el fin del mundo. Pero lo cierto era que la rubia había desaparecido sospechosamente y que los disparos se habían efectuado desde el interior de la habitación y que, excepto ella, no había entrado nadie más a la pensión aquella noche.
El rostro transfigurado del Gallo Negro, por momentos, parecía estar en presencia de algo verdaderamente aterrador. Sus ojos, a pesar de las convulsiones, se clavaban en el cielo raso, esperando con valentía descifrar la respuesta al enigma más grande de todos: la muerte. Siempre la había buscado; la de él mismo y la de los demás. Quería saber hasta donde era capaz de provocarla, evadirla y resistirla.
Cuando llegó el doctor, todos los presentes leyeron en sus ojos el diagnóstico que ya sabían; el Gallo Negro se estaba muriendo. Un silencio sagrado, infinito, se expandió entre los presentes. Pero apenas dos o tres segundos después, ese silencio fue destrozado por dos individuos que irrumpieron como si entraran a un baño público.
Aunque no habían llegado en patrullero ni vestían uniforme, todos sintieron la misma repulsión que no dejaba lugar a dudas; eran policías.
El hombrecito de lentes y traje, se saco el sombrero y permaneció a un lado de la cama, sintiendo todo el peso de las miradas en la nuca. Miró al hombre alto de bigotes que había entrado con él y éste, con un austero arqueo de sus cejas, lo convidó a hablar.
_ El occiso es un tal Iniesta Virgilio, alias Gallo Negro_ dijo el perito a su superior.
_ ¿Qué occiso? ¡La puta que te parió! _ interrumpió el Gordo Cadena, mientras tomaba por las solapas al joven perito; a quién tuvo que soltar de inmediato, debido a la intervención del arma del inspector Ibarra.
_ ¡No estoy muerto! _ se oyó gritar al Gallo, mientras escupía en la cara del perito una mezcla de saliva, ginebra y sangre.
Y esas, fueron sus últimas palabras.



IV


Ahora, todas las noches de mi vida parecen ser la misma que sobre el final me atrapó a balazos en esta habitación. Hace un rato, más temprano, fui un pibe que adoraba recorrer las azoteas del barrio robando la ropa de los tendederos. Puedo recordarme con mis cómplices, Cadena y el Rusito, saltando de un techo a otro, sintiéndome amo y señor de las sombras.
Furtivo, siempre escapando. A veces los perros delataban mi presencia, otras veces sus dueños armados disparaban a la oscuridad de la noche, que por aquel entonces se reía a carcajadas. Si se me hace que fue hace un rato no más, cuando me quedaba horas enteras quieto y silencioso sobre algún tejado, abstraído al punto de desaparecer de este mundo, contemplando el movimiento de la ropa que colgaba de las sogas de los tendederos, como fantasmas habitados por una brisa clandestina, íntima...
Después la noche se puso más fresca. Usaba pantalones largos y ya no me gustaban esos juegos de andar saltando tapias y desafiando cornisas. No. Era un adulto, tenía veinte años y ahora desafiaba a otros hombres.
Me cargué a tipos de mi edad, de la edad de mi viejo, a policías y hasta llegué a trabajar por encargo. Nunca me importó nada, esa es la verdad. Y cuanto más lo pienso, más me doy cuenta de que lo hacía por placer.
Matar o morir. Sentir el poder como una presencia. Eso es lo que siempre busqué y por lo que sé, es lo que todo hombre desea. Los cobardes se esconden detrás del dinero para sentirlo, pero un hombre de verdad, debe provocarlo cada vez que cuadre. Porque un hombre es un hombre, aunque no tenga donde caerse muerto. Como yo, que me estoy muriendo en esta pensión roñosa. Pero siempre hice lo que quise y si estoy muriendo, es porque quise.
De esta vida ya no deseo nada... Nada... Entonces, ¿para qué prolongar este hastío? Pero lo que jamás me iba a imaginar era que ella, prácticamente una nena, se cargaría conmigo... Y bueno, seguro que se engolosinó con la posibilidad de traicionarme. Como a mí, siempre la movilizó la desesperación. A pesar de su corta edad, ella también estaba de vuelta, aburrida de la vida. No creía, como las demás mujeres, en el amor ni en esa gilería de la familia y el hogar. Por esa razón, me entendía perfectamente. Sabía que a un tipo como yo, después de cierta edad, tiene que jugarse las últimas fichas con la mayor elegancia posible. Por eso tenté a la muerte lo mejor que pude y la busqué como quien busca un bálsamo, una cura.
La rubia vio todo. Vio como organicé todo para que el golpe al banco fuera un éxito y como convoqué a mis peores enemigos para proponerles el negocio. Llamé al Polaco, quien me había hecho una emboscada a la salida del T.B.C, porque le estaba haciendo mucha competencia con mis chicas, que eran más jóvenes y trabajaban mejor que las polacas. Al viejo Canosa, a quien le corté la jeta para perdonarle la vida allá en el reñidero de la calle Granaderos, que ahora no sé como se llama. Al loco Rivera, siempre peligroso y traicionero. A Naftalina, el que nunca se apolillaba; buen campana, absolutamente necesario, con quien tuvimos ciertos entredichos. Y al Gordo Vicente, con el que siempre hubo pica, y que ahora anda con la Gitana, mi ex mujer.
La rubia vio todo eso y mucho más. Cuando desaparecí con la guita, estuvo conmigo todo el tiempo, y me consta que disfrutó hasta el orgasmo de la furia de todos mis enemigos. Deliraba de placer con mis guachadas. El último clímax lo alcanzó cuando aparecí en el barrio sin el dinero y fui un solo tipo, controlando a los nenes más peligrosos de la ciudad.
Sí. Los tuve meses sin decirles donde estaba la guita. Hice acuerdos con unos para traicionar a otros, de tal manera que ninguno se atrevía a matarme, porque en el fondo cada uno pensaba que estaba en complicidad conmigo. Me di el gusto de basurearlos, de amenazarlos, de usarlos; a ellos y a sus mujeres. Estuve con las mujeres de todos, eso sí, me aseguraba que fuera la mujer que amaban y no una puta cualquiera. Confieso que hubo quienes me facilitaron las cosas mirando para otro lado, sólo por la futura promesa de repartir el botín con ellos. ¡Qué ratas! Y yo disfrutando de cada segundo, porque sabía que podía ser el último y a la vez, el mejor de mi vida.
Ahora, agonizo en esta cama que parece una balsa a la deriva en un mar negro. Puedo ver un montón de desconocidos rodeándome y, entre ellos, una multitud de oscuras entidades. Allá arriba, no me espera nadie, sólo una desesperante profundidad. Dios debe ser una potencia aterradora... En mis oídos, suenan estruendos metálicos ensordecedores. Alucino engranajes gigantescos...  el fin del mundo.



V


El ataúd fue arrojado a la fosa sin disimular la prisa que el aguacero provocaba en los sepultureros. Dos o tres pares de personas acurrucados bajo paraguas destrozados por el viento, le dieron el último adiós.
Los días que siguieron, la lluvia no paró y en el barrio se desató una guerra de bandas por el botín, que según se comentaba, estaba en poder del viejo Canosa, quien había convencido a la rubia para amasijar al Gallo.
El bar donde paraba la banda del viejo fue el centro álgido del conflicto. Allí las balas destrozaron los cinco billares que sirvieron de improvisada trinchera para aguantar el sorpresivo ataque del Polaco y sus muchachos. Pero la ofensiva se vio truncada cuando apareció la policía, al mando del inspector Ibarra, a quién le habían garantizado de la aseguradora del banco, una buena suma si recuperaba el botín.
El viejo se escapó a Córdoba con la rubia a buscar la plata que el Gallo supuestamente había escondido en una casita que tenía en las sierras. Pero cuando llegaron y movieron las baldosas bajo las cuales debía estar la bolsa de tela verde con el dinero, no encontraron nada. Ahí mismo, sin mediar palabras, Canosa hundió la daga en el pecho de la rubia dieciocho veces. El viejo calculó, en su frialdad sin límites, una puñalada por cada año que había vivido hasta ese día aquella “muñequita”, como a él le gustaba decirle en la intimidad, a la que luego había destrozado tan metódicamente.
Cinco días después, de vuelta en el barrio, al viejo lo acribillaron una mañana saliendo de la panadería. Algo así, a plena luz del día, sólo podía ser obra de la gente de Ibarra, quién al parecer le estaba jugando en contra a la aseguradora, porque el banco le había prometido parte de la plata cuando cobraran el seguro. Esta parecía la opción más acertada para Ibarra, ya que en realidad nadie sabía donde estaba el dinero y el Gallo se había llevado el secreto a la tumba.
Otros, como el loco Rivera, pensaron que quizás el Gallo le había dejado el dato a su ex mujer y por consiguiente, a la banda del gordo Vicente. Por ese lado, se desató una tremenda serie de enfrentamientos que provocaron tantas muertes, que hubo noches en las que por el cordón de la vereda se vio correr regueros de sangre, en vez de agua podrida. Y todo el tiempo, detrás de la oscuridad sin ley de los callejones, durante todas esas emboscadas, en las miradas, parecía filtrarse el brillo siniestro de los ojos del Gallo Negro, disfrutando con verdadero placer de la masacre mutua de todos sus enemigos.



VI


En las más oscuras profundidades, el Gallo Negro vadea las aguas más salobres y nada lo detiene. Sus ojos se pasean holgazanes por sobre las túnicas escarlatas de los abominables sacerdotes del dolor y de la muerte, y no se detiene ni un segundo a contemplar su situación. No. Sigue adelante como un autómata.
Cuando atravesó las ciénagas de su pasado, su estupidez no le permitió saber dónde estaba. Luego se dejó ir. Fue deriva, mar y navío, todo junto. Y así fue como ignorando que se hallaba cara a cara con los más poderosos y perversos seres de todos los confines, jugó sucio y tendió trampas, sólo porque era lo único que sabía hacer, y por supuesto, perdió. Pero nada de eso lo detuvo.
En algún momento, pensó que su suerte era consecuencia de alguna maldición ancestral de la cual ninguno de su estirpe podía escapar. Pero eran sólo delirios de grandeza. Jamás existió tal estirpe.
Hizo amistad con las sombras y se habituó a los mugrosos túneles con facilidad. Lució orgulloso sus cadenas, como si se tratara de un bizarro trofeo. Y las levantó amenazante hacia los diminutos rayos divinos que se filtraban a través de la inefable maquinaria. Y como un eterno fugitivo siguió, sin detenerse, el camino descendente.
Ahora el cielo amarillo y bajo lo asfixia, porque adolece de irrealidad. Sólo existe encima de su cabeza, más allá, no hay nada. El tiempo se comprime y se dilata como la respiración de un dormido egregor víctima de alguna insana pesadilla. Allí, el Gallo se arrastra sin rumbo por el fétido lodo que embarra su presente, sin siquiera sospechar por un instante que lleva ya varios días muerto.



VII


En los fondos del cementerio donde sólo se animan los perros cuando hay luna, algo se mueve entre las penumbras y la niebla. Unas manos temblorosas consagran una daga en nombre de una oscura entidad. La pálida desnudez de un joven cuerpo femenino impregna el éter con sus vibraciones por entre las lápidas, mientras sus diestras manos se preparan para el sacrificio. Un seco estertor y la sangre cae sobre el campo santo desde el negro plumaje de un gallo degollado.
La mujer desnuda ríe histérica y se acuesta sobre la flamante tumba de Virgilio Iniesta, mientras desde el paredón del fondo se abalanzan sobre ella una asqueante multitud de seres incorpóreos, atraídos por la lujuria que despierta su cuerpo desnudo, junto con la sangre tibia del suelo.
_ ¡Mierda! _  Una voz ronca atraviesa los dos metros y medio de tierra hasta la superficie, donde penetra el oído interno de la nigromante que inmediatamente deja de reír y jadear en medio de su oscuro orgasmo.
_ ¡Ah! Ahí estás Gallito, que fácil que sos_ dice la bruja, mientras se viste apresurada.
Allá abajo, una copia barata, una especie de deforme doble, se desprendió a los tirones del cadáver que ya presentaba un color violáceo. La húmeda tierra recibió al nuevo cuerpo del Gallo y sus nuevos sentidos acusaron placer al contacto con el humus. A medida que atravesaba aquel elemento, su fantasma se iba condensando gracias a una fuerza que lo impulsaba hacia arriba.
El Gallo terminó su increíble camino ascendente a través de las antiguas entrañas de la tierra, después de horas. Cuando por fin cruzó los límites de su propia tumba, la claridad grisácea de una mañana cargada de lluvia, lo recibió de vuelta a la vida.
_ ¡Mierda!_ Volvió a exclamar el grotesco ente que ahora era su ser.
Observó los alrededores sin lograr reconocer en qué lugar se encontraba. En realidad no tenía por qué saber que se hallaba en un cementerio ni que llevaba sepultado más de un mes. Pero algo sospechaba. Giró sobre sí mismo y logró leer la lápida nueva, recién cincelada y volvió a putear. Insultó a Dios y al diablo por igual, su frustración no tenía consuelo. Sólo después de un rato, vio las rojas gotas de sangre que trazaban un camino desde la blanca tumba hasta el cuerpo degollado del gallo sacrificado en el ritual. Una especie de vórtice en el tiempo lo succionó unas horas hacia atrás en esa misma noche y logró presenciar parte del ritual. Vio las escenas como un espectador ausente, lejano, y pudo reconocer a la bruja, pero no así el nefasto móvil de su negra ceremonia. Ella era su ex mujer, la Gitana.
El mismo vórtice lo escupió de vuelta al presente, confundido, frustrado por la imposibilidad de recuperar su descanso eterno y ya no dudó en saciar la sed que lo abrazaba, hundiendo su lengua en los charcos de sangre mezclados con el barro de los alrededores del ave inmolada. Como en un ensañamiento de su incontrolable memoria, ahora con volición propia, sonaron insistentemente en su cabeza las últimas palabras que él mismo había dicho en vida “¡No estoy muerto!”.




VIII


La Gitana salió del cementerio con una inexpresiva sonrisa que no demostraba en absoluto la intensidad de las sensaciones que había vivido momentos antes. Aquella sonrisa ocultaba todo de la mirada suspicaz del sereno que la había dejado entrar, previo pago de una suma de dinero. ¿Pero qué podía saber aquel encargado, de la complejidad de una experiencia como la suya? Su limitado entendimiento jamás le permitiría imaginar más que perversiones menores, que no irían más allá de la simple necrofilia; algo prácticamente infantil comparado con el nivel de perversión que se requiere para despertar a los muertos.
Él, en su tumultuoso interior, piensa que ella algún día se lo va a pedir y se excita. Ya se imagina cavando con el sol de noche a un lado y esa mujer suspirando del otro, pendiente de todos sus movimientos. Y cuando el sonido de la pala contra la madera retumbara en medio de la noche, ella con los ojos clavados en sus músculos sudados, casi sin poder disimular la sombra del deseo asomando en sus pupilas, le suplicaría que lo hiciera con cuidado. Luego él lo abriría para ella con la delicadeza que requiere la situación y desde adentro, un crisol de gases se abriría paso a través del polvo y la palidez del flamante cadáver, allá abajo, resaltaría dando ese toque especial que a él tanto le gustaba. Pero si se trataba de un cadáver añejo, lo blanco de los huesos junto con el cuero reseco, darían la apariencia de una extraña gema preciosa dentro de su estuche. Una joya que sólo un entendido podría apreciar. Y después, por supuesto, la dejaría sola con su amado, porque el amor es eterno...
Abrió el candado del portón, la saludó cortésmente y se despidió con un “cuando guste, ya sabe, a sus órdenes”, “gracias don Emilio” contestó ella y salió taconeando segura y satisfecha.
Había oído con claridad la voz de ultratumba del Gallo y eso era lo que había venido a hacer, había venido a despertarlo. Pronto volvería y hablaría con él, pero por el momento todo había salido bien y su orgullo de bruja estaba satisfecho.
Cuando llegó a su casa, el gordo Vicente, con el pucho en la boca le preguntó “¿Y?” A lo que ella respondió con una fuerte carcajada, mientras se arrojaba en la cama, a su lado, exhausta.
“Lo tenemos, gordo, lo tenemos”. Dijo y se quedó profundamente dormida.




IX


El Gallo Negro, transformado en una especie de horrenda gárgola, recorrió con la mirada los alrededores de su propia tumba. Intentó reconocerse mirándose las manos y lo que vio, le dio la pauta de que fuera lo que fuese que le estaba sucediendo, era grotesco y aterrador. Sus manos eran garras imposibles de enderezar como lo hacen las manos humanas y su piel presentaba una palidez verdosa que resaltaba por debajo la transparencia de sus venas hinchadas.
Gruñó y salió corriendo, y en su loca carrera a través del fango donde el cementerio se transforma en un baldío, sintió que sus pies y sus piernas también habían mutado en unas extremidades más largas y potentes, que aceleraban su carrera a una velocidad vertiginosa, tanto, que justo antes de estrellarse contra el paredón del fondo, de su espalda se abrieron dos alas, y sin ninguna dificultad, salió volando.
Transformado en aquella gárgola espantosa, volvió a recorrer los techos del barrio y sintió una profunda añoranza por sus días de juventud. El intenso vigor que ahora lo movilizaba, le ayudó a revivir sus largas noches de soguita, y la noche le volvió a sonreír, no sin cierta perplejidad.
Los perros de las casas al verlo volar de un techo a otro como una enorme cucaracha, se alejaban silenciosos, y algunos, más nerviosos, no podían evitar emitir un llanto agudo, que sus dueños no tardaban en reprimir a los gritos. Durante toda aquella noche se dedicó a disfrutar de sus nuevas facultades. Entre otras cosas, descubrió que su vuelo era corto, de no más que unos cincuenta metros, y en altura, con dificultad llegaba a los cinco metros, por eso sus constantes recaladas en los techos y cornisas siempre a la altura de los cables. También descubrió que se podía quedar pegado a las paredes gracias a la condición prensil de sus extremidades.
Después de revolotear durante horas dentro de la infernal niebla que se espesaba anticipando el amanecer, tomó el suficiente coraje como para acercarse al vidrio de una ventana para verse reflejado. Quería saber cómo lucía en su nuevo cuerpo. En realidad sospechaba que quizás fuera lo bastante afortunado como para no reflejarse y entonces se hiciera realidad aquel viejo sueño dorado de la invisibilidad. Pero lamentablemente hubo reflejo. Desde el vidrio lo miraba una criatura lánguida de ojos grandes y amarillos como de felino, piel gris verdosa sin ningún tipo de pelaje, orejas puntiagudas y una boca pequeña, desdentada.
Pegado a los bordes de aquella ventana siguió estudiando su fisonomía casi sin asombro, con una especie de resignación que le pareció vagamente conocida. Era la misma sensación que había tenido hacía muchos años, al reconocerse por vez primera frente a un espejo. En esa ocasión, también se había encontrado con un ser deforme y desdentado, y había conservado una extraña calma, quizás debido a la subyugante fuerza de la curiosidad, que no le dejaba lugar a ninguna otra sensación.
Abstraído sin poder interpretar del todo lo que estaba viendo, prestó atención al resto de su cuerpo; fibroso, increíblemente flexible; podía tocarse las orejas con los pies. Al balancearse un poco, podía ver las membranas escamosas de sus alas plegadas en su espalda que colgaban inertes como un trozo de cuero viejo atravesado por cientos de nervaduras. Su color y contextura le trajo a la memoria la raída lona del toldo del almacén de la esquina de la casa de su infancia, en la calle Rincón.
Pensativo, en medio de tantas nuevas sensaciones, el Gallo no se había percatado que desde adentro de la habitación lo estaba mirando una mujer paralizada por el miedo. En ese momento él sintió la necesidad de abrir sus alas para estudiarlas en el reflejo del vidrio, pero tenía dificultad para evocar el intento de volar. Cuando estaba a punto de desistir, casi sin saber cómo, sus alas se desplegaron súbitamente ante su propio estupor. Eran tan grandes y aterradoras que en la noche se escucharon dos gritos desquiciados. Uno, el de la señora dentro de la casa, que lo había estado contemplando desde la oscuridad interior,  y el otro, más potente, parecido a un graznido; el del propio Gallo Negro, que salió volando, esta vez escapando de sí mismo.




X


No quisiera que el sol me atrape así, en estas condiciones. Siento pudor, vergüenza, qué sé yo. Además, intuyo que sus rayos podrían destrozarme. Esta piel parece demasiado frágil para soportarlo.
Desde estas alturas no logro distinguir las calles, no sé en que barrio estoy, pero no debe ser lejos del cementerio.
Es increíble. Me boleteó una nena y me resucitó una bruja; si es que a esto se le puede llamar resucitar. Y ahora no tengo la menor idea de qué voy a hacer.
... de vuelta en los techos como cuando era pibe, ¡qué lo parió!
Quizás, además de volar, tenga más poderes especiales. Es cuestión de explorar... Por ejemplo, cuando me abandono al vuelo no tengo que pensar a donde ir, mis alas solas me llevan. Es como si ellas supieran qué hacer. Lo más extraño es que esa sensación me resulta conocida, como si ya la hubiera experimentado antes, pero ¿cuándo?
Tengo que buscar un refugio. Una casa abandonada no estaría mal. Una casa oscura y húmeda como una tumba. Si tan solo pudiera volver a mi tumba...
Sabía que la muerte era terrible, pero nunca hubiera imaginado que fuera algo tan atroz y humillante. Mejor sería volver al sueño que estaba soñando y quedarme allí para siempre. Era casi tan real como esto, pero por lo menos, no estaba tan consciente de mí mismo como ahora.
Esta lucidez es espantosa. Necesito una ginebra, o al menos algo que provoque en mí, el equivalente a su efecto cuando escabio. Toda mi vida borracho y ahora, cuando todo se transforma en una locura y nada tiene demasiado sentido, me encuentro tan desesperantemente sobrio, que no dejo de analizar todo. Y lo peor es que gracias a eso, me doy cuenta que pierdo de vista mi personalidad, no recuerdo mi naturaleza y termino siendo tan solo un testigo. Termino siendo un espectador sin discernimiento, sin oportunidad de modificar las cosas.
Da pavura esta situación. Por momentos, siento que algo inconcebible se obstina en desintegrarme poco a poco. Yo no soy de acobardarme ante nada ni nadie, pero lo que me desconcierta es exactamente eso, no tener a nadie con quien agarrármelas. Nada que desear, porque nada puedo obtener. No sé dónde se halla mi cura o mi alivio. No tengo por qué luchar.
No estoy muerto, estoy más que muerto. ¿Pero cómo es posible que la brujería de la Gitana funcionara de esta manera? Así que toda esa payasada de gualichos y conjuros eran cosa seria... pero, ¿quién podía saberlo? Nunca imaginé que por codicia se pudiera interrumpir el descanso de los muertos tan impunemente. Esa bruja me tiene agarrado y sabe muy bien que el dinero no significa nada para un finado.
¡Ganaste Gitana, estoy en tus manos!




XI


Aquellas palabras resonaron en un sin fin de paredes negras de humedad, veteadas de musgo, y se perdieron hacia el este, donde una claridad amenazaba con terminar con la oscuridad y el silencio.
A medida que la luz del sol se insinuaba en el horizonte definiendo las formas, liberándolas de su vaguedad anterior, la figura del Gallo Negro se volvía más y más etérea. Hasta que en un momento, sus alas, ya casi invisibles, se desplegaron involuntariamente una vez más, emprendiendo el vuelo de regreso a la tumba.
En el primer contacto con la tierra, sintió su fuerza desintegradora invadiendo los permeables límites de su ser. Después, la negrura y el silencio se volvieron más y más opresivos, hasta que al final, reconoció la tibia madera del cajón, que se cerraba sobre él otra vez y lo abrazaba con su condición más temida, la asfixiante.
Tras un intenso ataque de pánico, en el que una descarga de verdadero terror se abatió sobre el Gallo con su feroz aguijón, fue rescatado por su propio ángel. Un ángel con unas alas muy extrañas.




XII


Me quedo mirando fijo las mórbidas vetas del tablón desde adentro, desde donde jamás debe ser visto. Cuando de pronto, una brisa con aroma a lluvia, filtra un tango lejano, y en sus alas, me elevo y me dejo llevar.
Vuelvo a mi infancia. Soy otra vez el pibe aquél que no quería saber nada del mundo de los grandes. Ese que se reía de la muerte y de la vida, porque se sabía ajeno a esas cosas, y a la vez, superior.
Ahora corro por entre los patios y azoteas, con una enorme sonrisa maliciosa en el rostro, esquivando perros y viejas con escobillones.
Es una siesta de esas que parecen interminables, que si a uno le preguntan, quizás no recuerda cuando comenzó. Hace calor, y el sol se agranda como en una lupa a través de las nubes cargadas de lluvia.
Salto al descampado donde estaba la canchita de los Canosa, y lo atravieso levantando una larga línea de polvo que se queda un rato suspendido en el aire, mientras encaro para los pasillos. Ahí nadie podría encontrarme, ni aunque te buscaran todo el día. Es una especie de enorme conventillo plagado de pasillos, del tamaño de dos cuadras. Un verdadero laberinto inexpugnable, hasta para sus habitantes.
No sé muy bien de qué me escapo, pero me gusta la sensación. Alguien me llama por mi apodo, es Chaco, un pibe de la otra barra, los Canosa.
_ ¡Gallo!, ¿qué te mandaste ahora?
_Nada, nada_ digo y es la pura verdad, porque no tengo idea qué fue lo que hice para correr de esa manera.
_ ¿Seguro?
_Sí, seguro_ digo y dejo de correr.
_Mirá que yo ya tengo bastantes quilombos con la policía, para que vengas vos a meterme en más problemas. ¿Sabías que mi viejo está engayolado?
_No. No sabía.
_Hace un par de semanas. Lo agarraron con un camión robado. Y ahora tengo a mi viejo y a mi tío, en Caseros.
_Qué macana...
_No importa. Vení, tenemos que hablar_ dijo Chaco mientras me invita a subir a un lúgubre altillo en desuso ubicado entre dos casas, pero que nadie lo reclamaba como propio. Y ahí había quedado, abandonado, para que los chicos lo usaran como fuerte, y lugar de reunión.
_Si es por algo que te hicieron los grandes, yo no tengo nada que ver_ le digo. Nuestros bandos estaban siempre enfrentados por culpa de los más grandes. Porque entre nosotros, los chicos, había amistad, y sólo nos dejábamos llevar por nuestras rivalidades a la hora de desafiarnos en algún partido de fútbol, barrio contra barrio. La pantera, así le decían de antaño a mi barrio, contra los Canosa; un clásico en el que se enfrentaban en un mismo día las tres categorías: los chicos, los grandes y los mayores. En esos días hasta en la comisaría hacían sus apuestas y en varias cuadras a la redonda, se revolucionaba todo.
_Tranquilo Gallito, que con vos, no pasa nada_ dice y con un gesto de mentón, señala hacia arriba, hacia el altillo.
Subo detrás de él por la escalera espiral. Tengo que pisar con mucho cuidado, porque aunque el armazón de latón parece bastante sólido, los peldaños son de madera y están casi todos podridos.
Una vez arriba, la negrura del interior nos recibe con su olor a humedad y tierra. Cuando se acomoda mi visión a esa penumbra, logro distinguir un bulto grande, que en un principio me parece una montaña de escombros. Pero un momento después, veo el inconfundible brillo de dos ojos, como de gato, que me miran desde el rincón.
_ ¿Y eso qué es? _ pregunto.
_Es lo que te quería mostrar. No sé qué es, pero es horrible, mirá_ dice Chaco, mientras enciende un fósforo para iluminar el lugar.
_Parece un perro pila_ dice.
_ ¿Un perro qué?
_Pila. Son perros sin pelos en el cuerpo_ y enciende otro fósforo.
_Nunca vi ninguno_ le digo sin poder entender todavía, la comparación que hace de eso que yo estoy viendo, con un perro.
­_Acá no hay. En el Chaco y en Santiago son de lo más común.
_Pero igual, te digo, que eso no es un perro.
_Ya sé que no es un perro, perejil. Los perros no hablan y eso, el otro día, me habló.
_¿Eso habla?
_Sí, habla como en susurros, es un asco. Pero eso no es todo, descubrí que tiene unas alas muy raras.
La criatura hace un movimiento brusco, como un aleteo, que nos asusta y salimos corriendo. De un salto bajamos la escalera y no paramos de correr hasta la esquina.
_Gallo, de esto no se tiene que enterar nadie, ¿entendés? _dice todavía jadeando y me mira raro, como si no confiara demasiado en mí.
_ ¡Pero si nadie me va a creer!
_Por eso mismo. Es mío. Yo lo vi primero.
_ ¿Y por qué me lo mostrás?
_Por lo que me dijo el otro día, cuando le pregunté cómo se llamaba. Me dijo que se llamaba Iniesta, como vos. Virgilio Iniesta, me dijo. ¿No será un pariente tuyo engualichado? Porque, querés que te diga, eso es un viejo al que le hicieron un lindo trabajo.
No sé qué decir. No logro explicarme por qué dijo mi nombre. Quiero desentrañar de qué se trata esta broma. Si es que es una broma.
_Esa cosa dijo mi nombre y apellido completos_ balbuceo incrédulo.
_Yo sabía tu apellido porque lo oí en la escuela, pero no sabía que también te llamabas Virgilio.
_Me llamo Virgilio. Chaco, ¿no será otra de tus jodas, no?
_ ¿Qué joda? _pregunta indignado, y se sienta en el cordón de la vereda, metiendo los pies descalzos en el agua podrida del verdín.
_Yo no jodo con estas cosas Gallo_ dice y me mira serio, como un adulto pensativo.
_No sé. La verdad, no entiendo nada_ digo, atacado por una melancolía de origen desconocido. Pero, a la vez, me doy cuenta, y no sé muy bien por qué, de que eso que había visto ahí en el altillo, era muy probable que fuera yo, en algún ominoso futuro. Pero, ¿cómo podía ser cierto algo tan descabellado?
_Yo lo único que sé, es que a ese viejo lo dejaron así con brujería_ dice Chaco rompiendo el silencio de la tarde, que nos envolvía con su antigua tela incandescente_. Eso es brujería pura, y de la más fea. Lo sé, porque mi vieja hace trabajos como esos. Pero nunca me dejó verla, yo lo sé por mi tío. A ese le gusta hablar cuando escabia, y un día terminó contándome los daños que hacía mi vieja, y te digo que era muy brava.
Ahora tengo ganas de volver a subir para ver mejor a la cosa, pero sé que Chaco no va a querer. Un perfume de respuesta se filtra por entre la vívida visión de mi niñez, y sé, sin lugar a dudas, que es todo parte de lo mismo.
_Chaco, ¿no te das cuenta? ¡Mirá!_ le digo, queriendo abarcar con mis brazos la totalidad del barrio, nuestra niñez y esa afiebrada tarde de verano_ ¡Todo es brujería!
Pero se ríe sin entender lo que le estoy diciendo, y yo vuelvo a tener la incómoda sensación de estar muerto... pero no tanto.




XIII


A los pocos días, la Gitana fue a lo del Pai Silva, famoso en el barrio y sus alrededores. Nadie se animaba a acercarse demasiado a su templo, que en realidad era una casa antigua con galería, y si lo veían pasar por la calle, cruzaban de vereda. Decían que se dedicaba a profanar tumbas y a adorar al mismísimo demonio. La Gitana era su más esmerada discípula y como tal, era igualmente temida.
El Pai la recibió como siempre en la cocina de su casa y tomaron mate como dos viejos amigos.
_Desperté al Gallo, Pai_ dijo la Gitana mientras chupaba de la bombilla del mate haciendo ruido.
_ Mirá hija, lo que hiciste es algo muy serio. Es mucha responsabilidad haber despertado del descanso a una persona y por lo que sé, el Gallo debe ser flor de kiumba_ dijo el Pai.
_ Sí Pai, es por eso que vengo a verlo.
_ Bueno, yo te voy a ayudar, pero me tenés que prometer que en cuanto puedas, lo vas a dejar ir de vuelta a donde estaba. Se puede volver muy peligroso para vos y para mí, un kiumba te puede secar en cualquier momento. Así que no te tenés que descuidar para nada y apenas consigas de él lo que estás buscando, dejálo ir.
_ Sí Pai.
_El viernes, después de la reunión, vas a venir a buscarme sin que nadie te vea y vas a traer otro gallo negro. Lo vamos a traer otra vez y lo vamos a tener por acá hasta que le saquemos el dato; pueden pasar días enteros hasta que afloje. En esos días vamos a tener que estar en una constante vigilia, con ayuno y abstinencia._ El Pai le hablaba con extrema seriedad, como para darle el dramatismo adecuado a la situación. Él sabía que si les salía bien el asunto, se salvaban para siempre; había mucho dinero oculto por ahí, en algún lado y al parecer no estaba en manos de nadie.
Durante aquellos días, la Gitana durmió mal y poco. El viernes amaneció lluvioso, después de un par de días en los que sol se había animado tímidamente a asomar su necesaria fisonomía. El gordo Vicente, esa mañana, le había pegado y para el mediodía, ninguno de los dos se acordaba por qué.
En el patio de atrás, bajo una imperceptible llovizna, se paseaba el gallo negro que ella había comprado a pedido del Pai. El animal era imponente, tenía un porte majestuoso y cantaba con elegancia. La Gitana, a través de la ventana, lo observaba con desconfianza. Eso parecía más que un simple animal, quizás se hallaba sugestionada por el poder que ejercía su sangre sobre su difunto esposo, pero creyó ver en sus ojos una cualidad casi humana. Por un momento, en esos ojos pareció brillar la despiadada mirada de Virgilio Iniesta, pero lo que más le asombró, fue una inesperada ola de cariño por el difunto. Inmediatamente se sacudió esa sensación como un perro y se alejó de la ventana, a la vez que un aguacero comenzaba a borrar el paisaje exterior.
Esa noche, la lluvia cedió el protagonismo a un viento frío que lamía el barro de los charcos empantanados y golpeaba con furia las puertas y las ventanas. Al final de la calle, justo antes de las vías, el enloquecido sonido de los atabaques se trenzaba en dura lucha con el silbido del viento entre los álamos.
A eso de las diez, todos los participantes de la reunión salieron a hacer unos despachos en la esquina opuesta a donde se encontraba estacionado el auto donde estaba la Gitana junto con el gordo Vicente, ocultos en la parte más oscura de la cuadra. El grupo dejó algunas ofrendas y luego se dispersó en silencio. El Pai se quedó hablando con dos mujeres un rato y después caminó lentamente de vuelta a su casa; vestía una túnica rojo sangre, lo que a la Gitana le pareció muy apropiado para la ocasión.
Después de unos minutos, la Gitana se despidió del gordo y bajó del auto, abrió el baúl y sacó la jaula donde estaba el gallo. El Pai la estaba esperando en el porche de entrada. Se saludaron en voz baja, había en todos los gestos y movimientos, cierta clandestinidad, como si se estuvieran escondiendo de alguien o de algo. El Pai sospechaba, y estaba en lo cierto, que la policía lo tenía vigilado y que hasta le habían infiltrado gente en el templo. Entraron directamente a la parte de la casa que se usaba como templo, allí todavía ardían las velas y los inciensos y en el aire flotaba una densidad particular que la Gitana conocía muy bien. Se trataba de las entidades que permanecían en el lugar como perdidas, una vez que la ceremonia terminaba y los médiums se retiraban. Esas entidades se quedaban alrededor de las velas que les habían dedicado o simplemente se paseaban dentro del círculo donde se condensaba la energía de los feligreses.
El Pai, sin preámbulos, sacó el ave de la jaula y comenzó a llamar al Gallo Negro en voz alta. La Gitana también se plegó al llamado, pero ella lo llamaba por su nombre.
_ ¡Virgilio!_ gritaba ella.
_ ¡Gallo!, ¡Gallito! _ gritaba él.
Luego el pai, con un movimiento rápido sacó una daga que llevaba en una vaina debajo de la túnica, tomó al animal y lo degolló ahí no más, en el medio de templo. La cabeza cayó al suelo y la sangre brotó a borbotones desde el cuello del gallo que aún aleteaba, mientras el pai, que lo sostenía por las patas, dibujaba en el aire con su cuerpo extraños signos. Por un momento se pudo ver en el aire, entre plumas negras y sangre, un perfecto pentagrama de un tenue color verde, transparente, suspendido a dos metros del piso. Luego, dejó al animal muerto en el piso y se acercó a la Gitana, le pasó la mano ensangrentada por la frente e inmediatamente cayó en trance.
_ ¡Mierda!_ exclamó la entidad que había invadido el cuerpo de la Gitana. La voz sonaba claramente masculina.
_Soy el Pai Silva y te llamé para que nos des una información muy importante.
_ ¿Así que vos sos el imbécil que le enseñó a esta puta a romperle las pelotas a la gente muerta? _ El Pai sonrió con deleite. Indudablemente se trataba del Gallo Negro.
_Bueno si, pero si colaborás conmigo te dejo descansar en paz para siempre, tenés mi palabra.
_Tu palabra no vale ni cinco guitas.
_Yo te traje, yo te puedo dejar ir.
_ ¿Qué querés de mí?_ preguntó Virgilio Iniesta, deformando ostensiblemente la voz de la Gitana, que ahora se encorvaba como solía hacerlo el Gallo. El rictus de su rostro se había endurecido y en los ojos se había albergado una dureza impropia de una mujer.
_Mirá, yo creo que vos sabés bien por qué te hicimos venir. Queremos saber dónde escondiste la plata.
_La tiene la rubia, en Córdoba.
_No me mientas, allá no encontraron nada y por eso el viejo Canosa la mató.
_ ¡Ja! Bueno, bien merecido lo tenía esa pendeja.
_Sí, como quieras, pero la guita ahí no estaba. ¿Dónde está?
_La debe tener el viejo y para fingir que no la encontró, la mató. Y ustedes se la creyeron.
_¿Pero si el viejo volvió más loco que nunca y se agarró a los tiros con todos buscando la plata?
_Bueno, no sé, arréglense con él. Yo ya te dije lo que sabía, ahora dejame volver a donde estaba.
_No Gallo, hasta que no veamos el dinero, vos te quedás acá, bien despierto.
_¡Te vas a arrepentir, vos y la vieja esta! _ gritó la voz que salía de la Gitana y presa de un feroz impulso se arrojó al suelo y comenzó a lamer la sangre del animal inmolado. El Pai intentó evitarlo, pero ella tenía más fuerzas que él. La dejó hacer por un momento y luego expulsó al ente con agua bendita que había robado de la catedral la noche anterior.




XIV


El ente, expulsado, chantajeado, deambuló errante a través de la substancia misma de la noche, presa de un odio que ardía en su interior y se retroalimentaba con el fuego del  rencor. Aun permanecía en su ser la increíble sensación de haber habitado en el cuerpo de una mujer; de su ex mujer. Durante todo el tiempo que permaneció incorporado, la opresiva tibieza de su naturaleza femenina le había provocado una asfixia leve y pareja; desesperante. Era como ser aplastado por una masa acuosa, casi inconsistente.
La idea de la venganza tomó una dimensión desproporcionada en la deforme psiquis del Gallo Negro. Nadie iba a jugar así con él ni vivo ni muerto. De un techo a otro, practicaba su grotesco vuelo amparado por los espesos bancos de niebla, mientras el agradable sabor de la sangre en sus fauces se mezclaba con una nueva dosis de odio en su alma.
Una especie de curiosidad incontenible lo demoraba en cada ventana entornada del barrio. Ahora, podía espiar los sueños de toda la gente. Eran imágenes y sonidos cautivantes, habitados por sensaciones de una complejidad abrumadora.
Extasiado por su nueva capacidad, revoloteaba en los sueños ajenos como una enorme polilla sin consistencia física. Pero su cuerpo de gárgola quedaba afuera, colgando inerte, pegado a la pared junto a la ventana; sus alas húmedas de rocío, brillando en la oscuridad.
Poco a poco fue habituándose a infiltrar la psiquis de las personas cada vez con más pericia. Él no lo sabía, pero esta nueva capacidad se la había obsequiado el Pai en su afán de mantenerlo a su alcance. Sin querer, le había enseñado a invadir vidas ajenas y esto representaba un peligro que ni el Pai ni la Gitana habían previsto. Pronto amanecería y el Gallo ya no sería capaz de volver a la tumba; ni tampoco quería.
Cuando los rayos del sol de la mañana dieron en su piel verdosa y transparente, sintió un ardor intenso que lo obligó a protegerse dentro de un altillo abandonado. Allí se sintió mejor. Pero la paz duró muy poco. Porque un pibe lo descubrió, y comenzó a jugar con él como si fuera su mascota. Le trajo lauchas para comer, y un balde con agua por si tenía sed. Aquella compañía le resultó muy difícil de soportar. Cuando el Gallo se dormía, lo despertaba picándolo con una rama, y lo peor era que la luz del día le provocaba un debilitamiento extremo que lo paralizaba, al punto de no tener fuerzas ni para luchar contra un pibe de doce años.
“Y ahí viene de nuevo, con otro más. La tortura va a ser doble”, piensa el Gallo, mientras se prepara para lo que está por venir. Pero en ese momento, por primera vez en su travesía post morten, el Gallo fue capaz de vislumbrar por un segundo, su verdadera situación; perdido en el tiempo, casi a punto de sucumbir bajo el asfixiante peso de habitar dos veces el pasado, desde el presente; extinguiéndose solo, lentamente, una y mil veces.
Para cuando los críos por fin lo dejaron por unos minutos, el agonizante Gallo reunió el resto de energía fantasmal que le quedaba, y aprovechando el amparo de una espesa nube que se había instalado debajo del sol ardiente, salió y se metió en la primer puerta abierta que vio. Quería ver si su instinto lo llevaba a buscar refugio desplazando de su cuerpo, en plena vigilia, a alguna desprevenida víctima, y de esta manera podía volver a la vida en todo su esplendor. Y así fue.




XV


La casa parecía deshabitada, pero a lo lejos una radio A.M. parloteaba las noticias. No se detuvo ni en la cocina ni en el comedor, siguió su paso decidido y se metió detrás de un armario, en la habitación más oscura, donde las persianas estaban reconfortantemente bajas. Allí se dio cuenta de las verdaderas dimensiones de su cuerpo alado. Era un cuerpo extremadamente delgado, aunque bastante alto. Rogando que nadie viniera a abrir las persianas, el Gallo Negro se quedó muy quieto, como dormido.
Después de un lapso de tiempo en el que se sintió a punto de desfallecer de languidez, un hombre entró en la habitación y se sentó en la cama a tomar mate y leer el diario. El Gallo no lo pensó ni un instante, su condición era desesperante, no le quedaba otra alternativa que intentar la maniobra que había aprendido durante la noche.
Evocó en algún sitio de su ser, la misma sensación que lo guiaba a invadir sueños y la adaptó a la vigilia de aquel despreocupado ser humano. La tarea le fue sorprendentemente fácil, el Gallo solamente se dejó llevar por el inconmensurable deseo de volver a saborear un matecito. Sentado en la cama sin saber si quiera el nombre de la persona en quien se había incorporado, acercó la bombilla y chupó. El agua caliente le quemó la lengua y lo hizo lagrimear. Ojeó sin leer las páginas de La Nación y algo, ahí detrás del armario, lo inquietó. Tuvo el impulso de ir a ver si su aletargado cuerpo de gárgola aun permanecía allí, pero en vez de eso, se acercó por el frente y empujó el mueble contra la pared; nada se interpuso. Alertada por el ruido del mueble, una mujer gorda entró en la habitación.
_ ¿Carlos? ¿Qué pasó? ¡No me digas que se metieron otra vez esas ratas de mierda!_ gritó en un tono extremadamente agudo y sin esperar una respuesta, fue a buscar un escobillón y comenzó a golpear debajo del mueble insistentemente.
_ ¡Carlos, no te quedés ahí como un imbécil! ¡Vení a ayudarme querés!_ volvió a gritarle la gorda, que no podía creer que su Carlos siguiera tomando mate como si no la escuchara. Entonces el Gallo se cansó, se levantó de la cama y fue hasta donde estaba ella, le sacó el escobillón y lo partió en dos.
_ Hoy, no me jodas. Yo sé lo que te digo_ dijo el Gallo sin levantar la voz, pero esa no era su voz ni la de Carlos. Era una voz profunda, casi gutural.
_ Dios mío Carlos, ¿qué te pasa? Debés haber enloquecido.
_ No enloquecí, después te explico. Andá a hacer algo y durante el resto del día, ¡no quiero que me jodas!
_ ¡Ah no! A mi no me vas a hablar así. No señor. Ahora mismo me vas a explicar que está pasando acá y no me mires así. Yo no te tengo miedo.
_ Bueno, vos lo quisiste_ dijo el Gallo y de los pelos la paseó por toda la casa aplicándole, de vez en cuando, uno que otro sopapo. La gorda gritaba en una mezcla de indignación y sorpresa; su Carlos jamás se había atrevido a reaccionar de esa manera.
Carlos era un típico marido trabajador y sumiso, agradecido de todo lo que su mujer hacía por la casa. Pero que no le había podido dar hijos y él se sentía en falta por eso. Ella se lo echaba en cara siempre y así, poco a poco le fue perdiendo el respeto, hasta un grado tal, que sólo un hombre profundamente enamorado lo puede resistir. Pero el Gallo no tuvo piedad y le dio una paliza que duró más de una hora. En el fondo de su alma, el Gallo estaba descargando su propia frustración, pero en un nivel más cotidiano sentía que estaba haciendo justicia en la anónima vida en la que se había metido. Ahora no sólo era un intruso, era un héroe. Carlos se lo iba a agradecer.
Cuando el Gallo se cansó de empaburar a la gorda, la encerró con llave en el baño. Después fue a la cocina y recalentó lo que encontró en la heladera, sacó de un estante una botella de vino tinto. Toda esa orgía de sensaciones, lo exaltaron de placer y se sintió pleno de vida. Salió al patio y se acostó en el pasto, bajo el sol del mediodía. Sabía que lo que estaba haciendo era una hazaña para un alma en pena, pero lo cierto era que él nunca se había resignado a serlo.
Saciado de vida, dejó la casa y salió a caminar por la calle hasta la noche cuando, él lo sabía muy bien, volvería a cambiar su condición.




XVI


Pobre gorda, ¡qué paliza! Ahora, cuando éste vuelva a su casa, quizás sea respetado como debe ser. Seguro que se desloma laburando y la muy guacha lo trata como un trapo de pisos. Espero que escarmiente. Yo, por lo pronto, voy a seguir disfrutando de esta tardecita, caminando por el barrio con la cara de este gil.
¿Quién lo hubiera dicho? Lo que son los designios del destino... Mi venganza, ahora es totalmente posible. Es más, es tan simple como incorporarme en alguien cercano a quien yo quiera voltear y en cuestión de nada,  simplemente hacerlo.
Ahora que lo pienso, Dios debe ser una especie de ideal a medida de cada uno de nosotros. Dios es la esencia de nosotros mismos, así, tal cual somos. Es uno mismo a la máxima expresión. ¿Y qué tiene que ver la moral con esto? Nada. Por ejemplo: Dios, en mi caso, siempre me ha bendecido con el placer de ver caer la sangre de mis enemigos. Quizás, esto sea una especie de purgatorio o el mismo infierno, pero para mí se está volviendo una especie de paraíso personal.
Lo malo de meterse en el cuerpo de alguien es que vuelvo a sentir el cansancio típico del cuerpo humano con sus músculos y huesos; después de haber experimentado la ingravidez de mi cuerpo alado, el cansancio se vuelve un hastío insoportable. Además ya pude sentir casi todo lo que quería volver a sentir, aunque sólo faltó una buena cepillada, pero estoy seguro de que no va a faltar ocasión.
A Carlos lo voy a dejar acostado en un banco de la plaza y voy a abandonarme a la noche que recién comienza, con verdadero deleite. ¡Chau Carlitos, suerte! Espero que te avives y aproveches el regalito que te hizo el Gallo. Me tengo que ir, pero a decir verdad, esa mina necesita un par de palizas más. Yo que vos, esta noche vuelvo armado. ¡Chau Carlos, saludos a la gorda!

La ingravidez, ¡qué deliciosa sensación! Qué curioso, estoy apenas unos metros por encima de las copas de los árboles de esta plaza llena de gente y nadie me ve, parecen un montón de hormigas ciegas. Es extraño, porque ese pibe del altillo sí me veía, y parecía no tenerme miedo. Pero no pienso volver ahí, además, ya que estoy acá, voy a hacer algo que siempre quise hacer. Voy a copar el campanario de la iglesia, quiero ser una gárgola como Dios manda. Por ahí, quizás, me encuentro a otro como yo y hacemos amistad.




XVII


El seco aleteo del Gallo Negro, se confundió con el batir de las palomas que se acomodaban en las copas más altas de los árboles de la plaza y en el campanario de la iglesia. Su aparatoso vuelo fue corto pero preciso, sin dificultad pasó por entre las columnatas y se perdió en las sombras interiores del campanario. Allí se quedó adherido a la campana, que apenas hizo un leve balanceo producto del peso del cuerpo alado del Gallo.
Desde donde estaba podía contemplar los techos del barrio como en su niñez. De pronto, ante sus ojos alucinados vio, o creyó ver, a dos chicos saltando de un techo a otro bajo la luz de la luna. Frotó sus ojos con el dorso de su garra y volvió a enfocar ese sector, pero ya no vio nada.
Ahogado por un súbito sentimiento de melancolía, el Gallo, pegado a la campana de la catedral, dejó escapar un largo sollozo con vestigios de aullido. En un principio, fue algo más parecido a una especie de graznido gutural sostenido que él iba perfeccionando a medida que los repetía como para sí, en un volumen moderado, para luego intentarlo un poco más fuerte. Así hasta lograr un aullido largo y lastimero, que le causó mucha satisfacción.
La noche parecía volver a sonreír una vez más. El Gallo Negro, allá arriba, en el campanario, se estaba divirtiendo de verdad. Y aunque el aullido era tremendamente forzado, él jugaba al hombre lobo como un niño. Aullaba un rato y luego se callaba de golpe para oír su propio eco en los viejos paredones de la fábrica, o contra la fachada de la escuela. Después, extendió sus alas sólo para contemplarlas de reojo por sobre los hombros. Intentaba disfrutar el momento, sin pensar demasiado, pero sabía que estaba en manos de otros. Nada le garantizaba que aquel momento de paz fuera a durar lo suficiente, y esa melancolía que lo acechaba, parecía venir a devastarlo todo. Entonces volvió a emitir su lúgubre imitación de aullido, para que esta vez se amplificara en el magnífico interior de la iglesia a oscuras.
Pronto una cabeza calva asomó desde abajo, por el sector donde se encontraba la escalera que subía al campanario. Era el cura, que frotaba sus desorbitados ojos, para borrar el error perceptual que creía estar sufriendo.
_ ¡Señor, soy tu siervo! No me abandones en esta hora_ oró el padre Marco, al ver que esa cosa que aullaba posada sobre la vieja campana, ahora lo contemplaba con la mirada llena de un odio infinito.
_Lo único que me faltaba... _comentó el Gallo.
_¡Estás en la casa de Dios, y en su nombre te expulso! ¡Vade retro Satán! _ imprecó el padre, que no sabía de dónde había sacado las fuerzas para decir aquello.
_Dios no existe. Sólo existe el mal y su eterna consecuencia, el sufrimiento_ dijo el Gallo que no sabía muy bien por qué decía lo que decía, pero lo hacía sentir mejor; como siempre cuando peor se portaba, mejor se sentía, y agregó_ ¡además, a mí no me expulsa ni vos, ni Dios, ni nadie!
_Padre Nuestro que estás en el cielo... _rezaba el pobre cura, que no podía creer que esa cosa lo desafiara en su propia iglesia. Un lugar sagrado, tan seguro y pacífico. Y lo que más lo afectaba era que aquello hubiera aparecido en el campanario. Justo en el campanario, su refugio del mundo. El sitio donde él se confesaba con su Padre. Allí dónde él contemplaba a Dios en el sol y en las estrellas. El campanario era su lugar preferido de toda la iglesia, para encontrarse con él mismo.
_ ¿Querés ver como tus plegarias no sirven para nada? _dijo el Gallo, extendiendo su espantosa garra en un gesto amenazante.
_Dios te salve María....
_ ¿Sabés quién soy yo?
Y ante semejante pregunta, la misma que le habían formulado al salvador en el desierto, se sintió acobardado. No podía ser que a él lo pusieran en semejante prueba. Sabía muy bien que no estaba preparado para algo así. Su fe tenía altibajos.
_Tu nombre es legión_ se animó a afirmar tímidamente Marco. Y esto desató la furia del Gallo Negro que ahora, tomado por el mismo demonio, se sentía a sus anchas.
_ ¡Ninguna legión! ¡Yo me la banco solo, gil de cuarta!
Por un momento, el padre reconoció esa manera de hablar. La reconoció de la calle, de los malandras, como él les decía. Qué curioso, pensaba Marco, que el demonio elija una forma tan vulgar para expresarse.  Según tenía entendido, el diablo siempre había sido capaz de dominar todos los idiomas, y a través de los siglos, se había presentado en todas las ocasiones como un verdadero erudito, culto y sofisticado. Por eso le extrañó que, en este caso, el maligno se inclinara por el llano argot de la calle.
_ ¿Desde cuándo el demonio habla en lunfardo? _ se atrevió a preguntar en tono sarcástico el padre, creyendo estar tratando con un diablito de poca monta y por lo tanto, inofensivo; de esos que aparecían en los tantos libros que había estudiado en el seminario, que se hacían pasar por cabeza de legión, pero que en realidad no eran más que una especie de duende.
_El lunfa fue ideado para el mal. Y todos los que lo hablamos, siempre andamos robando y matando porque sí. Por eso yo hablo así_ y le pareció tan malo su propio argumento, que se tentó de risa y estalló en una feroz carcajada.
El cura subió los tres escalones que lo separaban de la campana, pero el Gallo se soltó y revoloteó, todavía riendo, por dentro del campanario, para luego asirse al techo, lejos del alcance del padre Marco. En realidad, el Gallo temía que le arrojara agua bendita, como ya le había sucedido antes, cuando el pai Silva lo expulsó. Pero no vio ninguna botellita en las manos del cura.
Desde el techo, al ver a aquel curita envalentonado, no tanto por la fe como por su propia suspicacia, le dio por escupirle una larga porción de babas que había estado regurgitando todo el tiempo. Para cuando esta llegó a la redonda calva del padre Marco, el Gallo ya lo estaba bautizando.
_En nombre de tu hermana, tu vieja, y todas las putas de este barrio sagrado, yo te bautizo hijo. ¡Estás condenado!
Y otra carcajada resonó en el campanario.
El padre Marco, se limpió aquella extraña sustancia gris con un pañuelo blanco, y decidió efectuar ahí mismo, sin Biblia y sin crucifijo, un exorcismo de urgencia.
El padre Marco frunció el ceño y acometió contra el Gallo en una larga letanía en latín, que parecía tener el efecto de exaltar el espíritu del cura hasta dimensiones extravagantes.
Desde lo alto, el Gallo lo contemplaba como a un insecto. Y pronto se sintió víctima de esas palabras que no entendía, pero que sospechaba terribles, como las que habían dicho para traerlo contra su voluntad desde la misma muerte. Entonces decidió terminar de una vez con esa farsa del héroe y el villano, del bien y el mal. “Qué tanto, si es todo lo mismo”, pensó, y se arrojó sobre Marco, clavándole las enormes garras en el cuello. El padre no opuso ninguna resistencia física, lo que facilitó mucho la tarea del Gallo, que se dedicó a despedazar el tórax del cura para ver brotar la sangre caliente sobre la carne roja y mortal; demasiado mortal. Tan mortal, que cuando el Gallo lo vio expirar bajo sus garras, lo único que sintió fue envidia.
_Morir... qué placer... quién pudiera_ dijo.




XVIII


En ese momento, en otro turbio rincón del suburbio, el Pai y la Gitana reanudaron la accidentada sesión de la noche anterior. Inmolaron otro gallo negro sobre el suelo del patio de tierra y en ese mismo instante, en la cúpula del campanario de la iglesia, resonó un poderoso bramido, un lamento gutural inconcebible, que se escuchó a más de diez cuadras a la redonda.
Los ojos de la Gitana giraron hacia arriba y hacia atrás, cuando el Gallo, todavía gritando, entró en su cuerpo a través de la glándula pineal. El final de aquél interminable grito estalló en la garganta de la Gitana, que luego cayó al piso desvanecida.
_Hola Gallo, soy el Pai Silva, tenemos que hablar.
De pronto, la Gitana abrió nuevamente los ojos y de un salto se puso de pie. El Pai, un tanto aturdido por la demostración de poder de la entidad, optó por tomar el asunto por las riendas. Levantó en sus manos el gallo muerto, todavía chorreando sangre, lo acercó al rostro transfigurado de la Gitana y le volvió a hablar.
_Mirá Virgilio, si te portás bien conmigo, es tuyo.
El Gallo, aunque no entendía de brujería, pensó que aquél manojo de plumas negras y roja sangre, quizás tuviera el poder de concederle la libertad. Entonces su actitud cambió.
_Bueno, como veo que me tenés bien agarrado, te voy a decir la verdad. La guita está enterrada conmigo en el cajón allá en el cementerio_ dijo el Gallo a través de los labios de su ex mujer.
_ ¡No te creo Gallo de mierda! ¿Tan gil pensás que soy? No me voy a comer esa, no señor. Y decime, ¿cómo pudiste hacer una cosa así? Es imposible.
_Yo sabía que me iban a matar por el dinero y le dije a un amigo de fierro, que por lo que sé no habló a pesar de que Ibarra lo debe haber picaneado, que en un momento de distracción metiera la bolsa del dinero debajo de la mortaja. Y así lo hizo, te lo puedo garantizar. Yo le había dicho que se lo quedara para él, pero que esperara más de un año para sacarlo y que no lo compartiera con nadie.
_Yo sólo te digo una cosa. La Gitana y yo estamos dispuestos a todo y no vamos a tener piedad con un tipo como vos, aunque sé que en la condición que estás, ya podés experimentar algo de nuestro veneno. Pero puede ser peor, infinitamente peor. Si mentís, te juro que te mando al quinto infierno, sin escalas.
_Estoy diciendo la verdad, andá al cementerio y vas a ver. Vas a volver millonario_ dijo el Gallo entre carcajadas, y luego se arrojó al suelo, revolcando el cuerpo de la Gitana sobre la sangre hecha barro. Después abandonó el cuerpo a voluntad, dejando a la Gitana con un imparable ataque de risa, que cuanto más la horrorizaba más fuerte se volvía.
El Pai estaba desconcertado, veía que la entidad había ganado mucha confianza y se manejaba casi en forma independiente. Había que actuar rápido, antes de que el Gallo se convirtiera en una verdadera pesadilla.
Cuando la Gitana recobró la compostura, le preguntó al Pai qué había averiguado, pero el Pai le mintió y le dijo que lo tenían que volver a intentar otro día, porque el Gallo se había negado a cooperar otra vez. Por alguna razón, el Pai Silva sospechaba que el dato era cierto y decidió no compartir ni un centavo con la médium.




XIX


Todavía riendo, el Gallo Negro atraviesa un sin fin de mundos fantasmas. Su infinito es tan opresivo como irreal. Se pasea por un montón de visiones sin sentido, pero sabe que no es un sueño. Es esa deformidad que lo succiona y lo escupe, para luego volver a succionarlo otra vez y así.
El Gallo Negro no tiene más opción que transitar por todo aquello intensamente. Vuelve a ser una sombra entre las sombras o un espectro sin forma en medio de alguna de esas trampas que le pone la más absoluta nada en su camino, y gracias a que su ser experimenta una gran ductilidad y se adapta perfectamente. Muta en lo que sea, pero sin proponérselo. No posee voluntad, por eso actúa como en un sueño.
Y en ese sueño, sin embargo, él puede detectar la presencia de ciertas visitas. Seres que siguen sus movimientos desde los más recónditos sitios, con el inconfundible brillo de la conciencia en sus ojos. Al Gallo lo frustra no poder detener los constantes vórtices que se forman en la misma sustancia del sueño, para luego llevárselo como un suspiro, hacia otro lugar.
Una configuración parecida a la realidad, lo detiene en seco en medio de su desconcertante devenir. Busca orientarse olisqueando el aire, y esa cualidad olfativa le ayuda a reconocer que se encuentra en un lugar que alguna vez le fue demasiado familiar. Pero no sabe si está recordando vívidamente o si se halla en el presente. Lo único que sabe, o más bien, presiente con gran seguridad, es que algo está por acontecer. Algo, es muy vago, pero cuando uno pierde tan fácilmente la perspectiva del mundo, algo, se convierte en todo. Lo inmediatamente posible, es lo que prevalece.
_Bienvenido_ dice una voz susurrante del otro lado de una puerta  entreabierta. El Gallo entra y saluda.
_Buenas_ dice, como si ya nada fuera capaz de sorprenderlo.
La habitación está en penumbras, pero el Gallo sabe que está llena de gente.  Es la habitación de la pensión donde vivió apenas se fue de su casa, a los dieciséis años, con la cuarta parte de la guita de otro asalto memorable.
Aquella vez había sido un camión de caudales, blindado y vigilado por tres tipos. Él, a pesar de su edad, fue una pieza fundamental para efectuar el golpe. Por eso recibió una parte del botín exactamente igual a la de los demás, que eran adultos avezados en el hampa.
El asunto era sencillo, y casi sin ningún riesgo para el Gallo. Tenía que fingir ser atropellado por el camión, lo mejor posible. Pero aquel intrépido pibe se tiró prácticamente debajo del vehículo, de manera tal, que resultó herido de verdad. Si no lo hubieran visto tan mal, no habrían bajado a ver si lo podían atender, y ahí fue cuando le cayeron los demás. Aunque en el barrio se cuenta que el primero que los apuntó y les dijo que eso era un asalto, fue el pibe, que lastimado y todo, sacó un arma de entre sus ropas y con una gardeleana sonrisa les explicó que si no cooperaban, eran boleta.
Para cuando la vista se le acostumbró a la oscuridad del cuarto, pudo distinguir a otra gárgola como él, más pequeña, y de algún modo más vieja, o debería decir más antigua, sentada en la cama.
_ ¿Así que vos sos el famoso Gallo Negro? _preguntó la gárgola.
_El mismo que viste y calza. ¿Con quién tengo el gusto? _dijo el Gallo en tono sarcástico.
_ ¿Qué gusto, idiota?
_ ¡Qué carácter!
_Yo que vos, no me haría tanto el vivo.
_Perdón. Corrijo mi impertinencia, ¿a quién debo el honor, la gracia?
_Te voy a decir una cosa campeón, no te vengas a hacer el pesado acá, porque estás de visitante.
_ ¿Qué visitante, si yo viví acá durante años?
_Deberías bajar el copete y afilar la puntería, porque estás tan perdido, que ni siquiera lo podrías imaginar.
_Este cuarto y yo tenemos tantas historias juntos... ¿Pero qué sabrás vos?_ dejó escapar el Gallo.
_Me imagino. Historias que a mí sólo me harían reír.
_ ¿Y a mí qué carajo me importa que a vos te haga reír?
_Eso es puro sentimentalismo_ replicó el otro_. Este no es tu cuarto.
_ ¿Cómo que no?
_No. Eso es lo que vos crees que estás viendo, pero eso siempre les pasa a los novatos. Yo te digo que estamos muy lejos de tu pensión. Lejos en el tiempo y en el espacio. Esa pensión no existe más, olvidate. Cruzaste el límite, caíste al abismo como un cascotazo y te tragaron las profundidades, como a todos nosotros.
_ ¿Y vos quién sos? ¿Hace cuánto estás acá?
_Yo soy el Siete Vidas, y estoy acá desde que se inauguró_ dijo la otra gárgola y se echó a reír.
_No estoy para bromas_ comentó el Gallo amargamente.
_ ¿Y yo qué? ¿Estoy de fiesta? _dijo el otro. Luego se puso de pie, y de un salto, se paró a escasa distancia del Gallo que quiso retroceder, pero sus músculos no le respondieron.
_ ¡Yo estoy acá hace siglos, ¿me entendés?! _y el Gallo pudo advertir que sus propias alas se habían desplegado en señal de alerta, debido al efecto del brusco movimiento de la otra gárgola al acercarse.
_Disculpame, pero lo que pasa es que no entiendo nada_ dijo el Gallo, superado por la situación.
_Eso es muy lógico. Pero si querés te lo explico en dos segundos. Lo que sucede es que estás listo, fuiste. Estabas muerto, pero tu ser pesaba demasiado y el único vuelo que pudieron remontar tus alas, fue el descendente. Más que vuelo, diría yo, caída libre. Y bueno, ahora sos uno de los nuestros.
_ ¿De los nuestros? Yo no veo a nadie más acá.
Sintió el vuelo rasante y helado de una de esas sombras que poblaban el aire, y vio como abría de un tajo toda la habitación con su estela, que dejó ver detrás, una inmensidad escalofriante. En aquella inmensidad pudo distinguir negros precipicios rodeados de cañadones, en cuyas cornisas, se amontonaban  una multitud de seres de aspecto repulsivo. La mayoría tenían una piel grisácea con escaso pelaje, pero otras ostentaban una armazón negra y brillante como las alas de las cucarachas.
_ ¿Y ahora, qué pasó Gallito? ¿Te cagaste en las patas? _le gritó la otra gárgola en el oído, mientras él apenas si podía concebir lo que estaba viendo.




XX


Con el sabor amargo de aquella pesadilla, donde el averno se abría detrás de la imagen del cuarto de la pensión de mi juventud, caigo en otra más vívida y apremiante.
Esta vez soy adulto. Puedo reconocer en mí, el constante mal humor que me caracteriza, y aunque es extraño, eso me hace sentir un poco mejor. Todavía me queda una vaga conciencia de gárgola en algún lugar, pero decido ignorarla y adentrarme en el nuevo escenario que me engulle dentro de sí.
La panza del cielo rojizo y bajo, roza los techos de chapa. Las casas, en algunos casos, tienen dos pisos, pero todas cuentan solamente con tres paredes, abiertas hacia los pasillos, como si quisieran evitar cualquier tipo de intimidad.
Hay música fuerte por todos lados, vendedores ambulantes y putas. Las putas me ofrecen sus favores, según ellas dicen, gratis. La verdad es que son tan viejas y feas que es imposible sentirme tentado por la oferta. Además, seguramente se trata de algún chamuyo para hacer caer a los más giles, quizás con fines de afano, o tal vez, de algo peor... vaya uno a saber.
Camino internándome en el barrio que se hunde en el terreno, dejando la ruta de donde yo vengo caminando como el punto más alto de todo el lugar. Más tarde va a ser fácil ubicarme para volver. Pero, ¿a dónde?
Llego a un bar que con sus mesas y sillas, corta la calle más adelante. El lugar está lleno de gente. Las mujeres están un poco mejor que las que había visto en los pasillos, pero no mucho. Siguen ofreciéndose gratis a todos los hombres, y los que aceptan, van detrás de un gran vidrio oscuro en un costado, donde se ven las sombras de las parejas haciendo lo suyo. Me extraña que semejante espectáculo se presente en un lugar donde los que atienden las mesas, son  chicos de diez u once años, no más. Igual, a estas alturas, ya no estoy para andar escandalizándome por cualquier cosa.
Se acerca un pibe y le pido una cerveza fría. Da un giro sobre sus talones y se va caminando, haciendo la parodia de un monstruo o algo así. Se me ocurre sonreír ante la gracia, pero me da la sensación de que ese pibe no está bromeando, algo realmente le impide moverse bien.
Una espesa bruma gris lo impregna todo y eso es lo que hace aún más intenso el calor.           Las caras, alrededor, hablan de un ambiente turbio, denso, con un constante peligro de bronca inminente; de esos que a mí siempre me gustaron. Pero esta vez, siento que estoy tan lejos y tan solo, que no puedo sentir lo mismo que antaño. Algo me dice que acá no me conviene meterme en quilombos.
Como la espera se estaba haciendo demasiado larga, decido ir a buscar la cerveza al mostrador, pero justo cuando me estoy por levantar de la mesa, aparece el pibe con un vaso de vodka sin hielo en la mano. Me levanto y dejo la mesa. El pibe se queda mirándome con los ojos exageradamente abiertos. No sé si quiere que le pague o qué, entonces le explico que lo que yo quiero es una cerveza, pero parece no escucharme.
Tomo el vodka de un solo trago y al pibe lo dejo ahí, como petrificado, y me acerco a la barra. Pero antes de dedicarme a beber esa cerveza que tanto se hace desear, tengo que ir al baño. Paso por el costado de la barra y detrás, descubro un ambiente enorme. Aunque el tinglado no es muy alto, es amplio, se extiende hacia los costados tanto que no alcanzo a ver su fin, y está lleno de divisiones hechas con mamparas de madera de dos metros por dos metros. En ese sector hay mucha actividad. Veo pasar a varios hombres desnudos caminando; algunos fumando, otros bebiendo directamente de la botella. Dentro de esos compartimentos, amueblados sólo con una cama, hay mujeres desnudas que a medida que paso me invitan, siempre gratis, adoptando alguna pose sexual. Pero cuando se dan cuenta que no estoy interesado, gimen lánguidamente, o emiten chillidos que me erizan la piel.
En los pasillos también hay vendedores ambulantes. Me acerco a uno para ver qué vende y puedo ver figuras en madera con imágenes de santos y mártires, pero mal hechas a propósito. La imagen de Buda tiene orejas y hocico de cerdo. Un crucifijo muestra a Jesús en un desesperado gesto de dolor, exagerando el tamaño de los clavos para aumentar el efecto.
El imperioso llamado de la naturaleza le resta importancia al asunto, y me saca violentamente de mis pensamientos. Busco un lugar donde orinar, pero no encuentro ningún baño, así que elijo uno de esos cuartos deshabitados. En medio de aquella rojiza oscuridad, apenas si logro distinguir los contornos de las cosas. Cuando mi vista hace el arreglo y se acostumbra a la tenue luz, puedo distinguir justo a mi lado a otra persona, orinando. Lo extraño es que lo hace hacia arriba y, como si fuera un bebedero de plaza, bebe de a sorbos su propio orín.
_Es muy buena para el organismo, ¿querés?_ pregunta el tipo, y sin darme tiempo a responder que no, apunta el chorro directamente a mi boca, de manera tal, que el líquido tibio y salado llega hasta mi lengua. Me echo hacia atrás puteando y escupiendo, y para cuando me recupero y me dispongo a matarlo a trompadas, ya no está.
Termino de orinar ahí mismo, entre ataques de bronca y de risa por igual.
Ahora siento una presión en toda mi cabeza y mis piernas se aflojan. Seguro que al vodka le pusieron algo. Busco un compartimento con una cama vacía donde caer, y cuando la encuentro me acuesto y me abandono al sueño.
Sueño con una ciudad surcada por canales infestados de agua podrida, con arpías tan gordas que no pueden alzar el vuelo, y una suerte de líder viscoso que nos arenga desde lo alto, como un Dios de los desechos.
Despierto empapado en la misma cama que ahora tiene un fuerte olor a permanganato. Desde el pasillo, mirándome con expresión enigmática, hay una mujer desnuda totalmente afeitada. Al levantarme noto que yo también estoy desnudo. Busco mi ropa alrededor, pero no hay nada. Atino a preguntarle a ella, pero ya no está.
Salgo sin preocuparme demasiado y camino lentamente observando todo. Al pasar por otro cuarto vacío, descubro unas ropas sobre la cama. Son un pantalón negro y una camisa roja, perfectamente doblados y planchados. Me los pongo y me quedan bien. Pero no hay zapatos, así que tengo que andar descalzo.
No quiero volver al bar. Sigo caminando hacia el fondo, buscando una supuesta salida trasera. La cantidad de divisiones es interminable y por momentos, el griterío de esas mujeres es ensordecedor. A medida que avanzo, el espectáculo se vuelve cada vez más asqueante. Algunas mujeres están tan esqueléticas, que se mantienen hechas un ovillo en las camas y dudo que puedan levantarse y caminar.
Llego hasta lo que parece ser el fondo, porque el techo termina, pero allá adelante las divisiones siguen aún al aire libre.
Una vez afuera el griterío cesa. Sólo se oye un lamento apagado de vez en cuando. La niebla es azul y tiene un perfume a humedad lejana, a infancia, que me resulta demasiado familiar.
El chapoteo de una mujer que se arrastra detrás de mí, me saca del pequeño éxtasis. Me mira directamente a los ojos y me aterra. Salgo corriendo alejándome de ella, pero más adelante, en la semi oscuridad, puedo adivinar más mujeres agazapadas interrumpiéndome el paso.
Al observar mejor, me doy cuenta que no están agazapadas, sino que son deformes, con deformidades tales, que inmediatamente se me revuelve el estómago. Parecen haber quedado entumecidas en posiciones sexuales. Una gatea boca arriba con las piernas abiertas mostrando su enorme vagina que se mueve con voluntad propia. Otra anda en cuclillas, otra de pie, pero agachada hasta el suelo. El terror aumenta en mí hasta que se rompe una barrera y siento que ya estuve en un lugar así alguna vez; me resulta horriblemente familiar.
Entonces una opresiva tristeza termina por derrumbarme ahí mismo. Caigo de rodillas, con la piel erizada por el asco y lloro como un niño. Ahora, esas lúgubres formas me rodean, me excitan, me muerden, y me chupan. En las manos todas tienen jeringas y se inyectan mutuamente un líquido color rosa. Y varias me inyectan también a mí por distintas partes de mi cuerpo.

Eso...


Eso despierta en medio de la interminable noche,
terrible,
implacable,
sin forma acecha.
Se filtra en la sangre,
crece como un recuerdo.
Es la energía ódica viciada sacudiendo nuestro sistema nervioso.
Es el espíritu santo de todos los mundos sumergidos.
Conmueve desde la oscuridad y el miedo.
Es frío,
amargo al paladar
y asfixia.


Despierto con la mujer afeitada sentada sobre mi pecho, tapándome la boca y la nariz con las manos. Un segundo después escupe una especie de siseo y sale corriendo.
Muy dolorido, me incorporo con dificultad y sigo caminando. Ahora les tengo un miedo mortal a esas mujeres. Busco encontrar a algún ser humano normal. Después de caminar más de cien metros todavía al aire libre, llego a lo que parece ser el final de los dominios del bar, donde comienzan a elevarse incontables montañas de escombros.
Mis propias pulsaciones me aturden. No coordino mis movimientos y en mi mente, las esperanzas de volver ya no son siquiera un recuerdo.
El cielo, si es que a esa farsa se le puede llamar cielo, despierta en mí una alarmante sensación. Y me invade un sentimiento un tanto siniestro, que me corrompe en una personalidad nueva.
Al acecho, adopto una pose animal y me lanzo en una loca carrera por entre lo que parecen ser ruinas de antiguas casas. Hay restos de paredes con azulejos y cañerías rotas. Arde en algún lugar de mí el imperioso deseo de matar, de matar para sentir el terror de la víctima. Para respirar el poder de un alma nueva en mis pulmones y experimentar lo sagrado, desde el más bajo instinto animal. Entonces creo que soñé con una cacería humana. Con una orgía de carne y de sangre, donde viví todo el fervor de la gloria personal y oí, entre los gritos de las víctimas, a la bestia profiriendo una por una todas las profecías. Visité los submundos que se alimentan de la carroña humana y como una atroz coincidencia desperté allí. Allí mismo donde estaba, bañado en sangre ajena, vibrando con un extraño vigor.




XXI


_ ¡Uh! Gallo, ¿qué hiciste? ¿Estás loco? _ Sonó la extraña voz de la otra gárgola, en su cabeza.
El Gallo miró alrededor, pero no vio a nadie cerca. Estaba solo en medio de una negrura sin fin.
_Lo que hiciste estuvo muy mal para un recién llegado_ volvió a resonar la voz de la otra gárgola_. ¿Qué es eso de andar destrozando a los demás así porque sí?
El Gallo se observó las manos manchadas de sangre y comprendió que otra vez era una gárgola. De pronto la negrura se abrió como un telón horizontal, y resurgió el espantoso averno que había visto antes, y junto a él, reconoció al ser que le hablaba, que ahora se comportaba como una entidad pequeña y sumisa, temerosa del poderoso Gallo, que ostentaba aún entre sus garras, fragmentos de alas y piernas de aquellas criaturas, que se amontonaban en los precipicios.
La opresiva densidad de ese mundo al Gallo se le hacía cada vez más inaudita, hasta que se volvieron a activar desconocidos engranajes y nuevamente, su ángel vino al rescate. Esta vez lo sacó de allí y lo llevó de vuelta a la infancia. A alguna infancia, no importaba cuál; era una emergencia.

La luz de una lamparita de cuarenta ilumina apenas el almacén. Es viejo, tiene estantes hasta el techo; están llenos de paquetes de yerba y botellas. El mostrador es más alto que yo. Afuera hay empedrado, parece Barracas. Enfrente hay un paredón alto blanqueado por la luna.
Dos señoras me reciben con un fuerte sentimiento de compasión. No sé que pensar, me quedo mirándolas embriagado por el perfume que se desprende de ellas y llega hasta mí en suaves oleadas. Pero, un momento después, cuando salgo de mi asombro inicial, comprendo que acabo de ser abandonado por mis padres en la puerta de ese lugar, apenas segundos antes.
La cruenta frialdad con que me habían dejado allí, no me había dado tiempo a reaccionar. Entonces viene a mí el recuerdo de mi madre diciéndole a mi padre “vamos, no lo mires”, y a mi padre, mirándome por última vez con una inexpresividad final, terminante.
De esa manera me quedo solo, en ese almacén, con esas dos mujeres que son muy buenas. La más buena de las dos, está en silla de ruedas y para que no me preocupe, me ofrece caramelos almibarados.
El almacén es angosto y alto, pero en el fondo, detrás de una puerta doble de madera oscura que se oculta a medias por una pesada cortina verde, casi negra, hay un ambiente más alto y un poco más ancho, compuesto de pequeñas habitaciones abiertas hacia el centro, divididas por columnas, con pisos y paredes de madera. Entrepisos irregulares se alternan desde los cuatro costados conectados por escaleras de mano. Todos esos niveles tienen barandas, parece un albergue para niños. Allí sólo hay camas. Está vacío, el único chico soy yo.
De repente, en ese momento, un sentimiento me envuelve poderosamente. Paz, en su más pura y simple expresión. Una paz que arrastra siglos y siglos de pena, de dolor, pero que lo cura todo. Una paz que no se logra sin haber sufrido antes, una paz católica y triste, muy triste.
Esa tristeza ahora es mi refugio. Hace horas que estoy acá solo, contemplando algún rincón o simplemente espiando el almacén, donde nunca entra nadie a comprar y las dos mujeres permanecen congeladas, como secas marionetas esperando una orden para volver a moverse. Una orden mía.
Después de tratar de recordar el rostro de mis padres sin poder lograrlo, me doy cuenta que ese chico no soy yo, sino que estoy viviendo algo que le pasa a un chico en algún lugar en este momento. O quizás, se trate de un chico en alguna otra época. Lo que sucede, es que ya no estoy seguro de nada.
Quiero escapar. Salgo a la calle. Las mujeres no me lo impiden. Se quedan ahí, quietas; ni siquiera me siguen con la mirada. Camino hasta la esquina y me detengo sin saber dónde ir. Las calles desiertas parecen conducir hacia algo siniestro, algo imposible de definir, pero que está acechando un poco más allá. De pronto, la intemperie me resulta asfixiante, como si con sólo adentrarme en ella unas cuadras, pudiera quedar atrapado en ese lugar, para siempre.
Miro hacia atrás y esa luz mortecina, esa luz de almacén, me abraza desde lo más hondo de la melancolía. Esa luz se parece a la luz de mi alma, que alumbra tenue el otoño de una calle en penumbras.
Vuelvo demorándome en las veredas, contemplando el aire de otro tiempo en mi presente, viviendo un pasado ajeno. Las mujeres, me reciben con el mismo entusiasmo que la primera vez, pero yo noto en sus miradas una inexpresiva frialdad que me hace sentir desesperadamente solo. Están actuando su papel, pero sin tantas energías como al principio. Ya dejan traslucir en sus gestos forzados, una mueca vacía que me aterra.
Ahora la visión se pierde y la constante fluctuación de mi ser, me lleva a través de una marea de instantes superpuestos. Allí, la ingravidez me atrapa con su encanto y no me puedo resistir. Ya no recuerdo quién soy. Mi mente, reposa en el lugar silencioso donde todos intuimos que se sitúa el alma, y allí descanso, libre de interpretaciones, como una abstracción. Algo.




XXII


Allá, en el corazón del suburbio, la guerra no había cesado. Ahora el más furioso de todos era el inspector Ibarra, que estaba cada vez más cerca de cobrar lo que le había prometido el banco y por consiguiente, no le interesaba que apareciera el dinero. Pero si aparecía, él lo tenía que hacer desaparecer aunque más no fuera un par de meses. Así que ahora no se conformaba con inventar causas, arrestar y torturar a quien él creyera que sabía algo, sino que le entraba a los tiros a los que se negaran a cooperar.
Por su parte, el loco Rivera se había unido con el Polaco contra el gordo Vicente. A todo esto Ibarra quería saber por qué estaban tan seguros de que el gordo sabía algo y concertó una reunión con el Polaco y el loco, en la comisaría.
Los llevó por la fuerza, una mañana y los quiso hacer hablar por las malas, pero no lo consiguió. Entonces decidió largarlos a las pocas horas y hacer correr la voz en el barrio de que habían pactado colaborar con la policía en la búsqueda del dinero, logrando de esta manera que todas las demás bandas se les volvieran en contra. Ibarra hizo esto para sacarse de encima a las dos bandas que, según él, estaban más cerca de la verdad. Y después se dedicó a vigilar al gordo Vicente, que ahora más tranquilo y sin rivales a la vista, quizás se confiara y comenzara a gastar más de la cuenta o hiciera algún misterioso viaje. Lo dejaría actuar y hasta le cubriría las espaldas si fuera necesario, y una vez seguro de haber localizado el dinero, se encargaría de él.
Al loco Rivera lo apuñalaron en la cancha, fue gente de su misma banda que indignados por los rumores, decidieron matarlo y elegir un nuevo líder que no fuera buchón de la policía. El Polaco se tuvo que ir a Uruguay porque acá ya no podía confiar en nadie.
Ibarra esperaba tener el dato para esta misma noche, cuando el perito recibiera los informes de los infiltrados en la banda de Vicente y en el terreiro del pai Silva.
_Disculpe señor_ dijo el joven perito entrando a la oficina de Ibarra, que a esas alturas estaba habitada por el inspector y una asfixiante nube de tabaco, que giraba alrededor de la lámpara de pantalla que iluminaba el desordenado escritorio, abarrotado de expedientes y prontuarios_. Tengo el informe que pidió.
_Déjelo ahí, en un momento lo leo.
El perito se quedó mirándolo inquieto como un caniche a su amo, a lo que Ibarra fingió no darse por enterado. Seguramente el cerebrito ese quería salirse con una de sus brillantes teorías, o descubrimientos paralelos, como le llamaba él a sus estúpidas investigaciones que, por cierto, nunca habían resuelto nada y siempre lo habían complicado todo.
_A ver, ¿qué pasa?  ¿Por qué se queda ahí parado? ¿Tiene algo para decir que valga la pena?
_Señor, me pidieron los agentes que le explique yo con mis palabras, porque temen que usted no entienda alguno pormenores de los informes.
_Eso es muy probable, soy tan idiota que no alcanzo a entender a una manga de principiantes. A ver dígame cuáles pormenores_ soltó Ibarra fastidiado.
_Y… Por ejemplo, detalles técnicos sobre espiritismo y esas cosas.
_No veo relación entre el espiritismo y el botín de un robo a un banco.
_Bueno, ahí está el asunto, señor. Los agentes dicen que es muy probable que se esté usando el espiritismo, para saber el paradero del botín.
El inspector Ibarra lo miró por sobre los anteojos, levantando las cejas, con muchas ganas de matarlo. En primer lugar, quería matar a ese imbécil, y después a los agentes que había mandado a investigar.
_Escúcheme, ¿usted me está tomando el pelo?
_No, señor...
_Yo estoy esperando este informe, que es el que tiene en vilo a todo el departamento y usted me viene con semejante estupidez. ¡Debería ponerlos a todos en la calle, a dirigir el tránsito, por inútiles!
_Lo que sucede, es que el pai Silva y la Gitana, la ex del autor del robo, parecen haber hecho contacto con el muerto y por medio de chantajes, le quieren sacar el dato. A ella la vieron en el cementerio, de noche. Y según le contaron en confianza al agente que tenemos infiltrado en el terreiro de Silva, parece que hay una fija.
El inspector se mantuvo en silencio para no insultarlo. Pero sin embargo, algo en todo aquello no le parecía tan descabellado, pero claro, sus agentes no lo adivinarían nunca.
_Si usted me permite, yo no desestimaría ningún dato, por extraño o improbable que parezca_ agregó el perito.
_No. No lo desestimaría, pero no por toda esa idiotez que usted habla. Eso es una fachada. El gordo sabe que estamos atrás de ellos y como debe andar cerca del asunto, nos quiere despistar con eso del espiritismo. Lo están haciendo para tapar algo, y algo que sí tiene que ver con el cementerio, ¿se da cuenta?
El perito se sentó en la silla frente a Ibarra y le extendió el informe.
_Aquí tiene lo de la mujer en el cementerio. Sobornó al sereno para pasar la noche junto a la tumba de su ex marido.
_ ¿Ve lo que le digo? Allí no están haciendo brujería.
_ ¿No entiendo? Acá en el informe dice que la Gitana bailó desnuda y mató un gallo, y esparció la sangre por todo alrededor de la tumba, y que...
_ ¿Pero ustedes nunca ven más allá de sus narices? El dinero debe estar en los alrededores de donde enterraron al Gallo Negro. Algún secuaz. ¿Quién sabe? O también lo pueden haber escondido en el cajón, junto al cuerpo. Para que sólo lo pueda recoger alguien de confianza, después de un tiempo prudencial.
_Exhumando los restos para cremarlos... _agregó el joven.
_O simplemente, sobornando al sereno.
_Ahora entiendo señor. Pero aún así, debemos esperar a que ellos actúen.
_No se crea. Nosotros podemos averiguarlo antes. Podemos hablar con el juez, para hacer que nos autorice una exhumación oficial alegando asuntos de balística, ¿se da cuenta? Y así, de esta manera, llegaríamos antes que ellos, lo que resulta aún más beneficioso para todos nosotros. Recuerde que el seguro se está por cobrar en estos días.
_No entiendo, señor.
_No importa pibe, andá nomás, andá. Y que no me pierdan de vista a esos dos. Mañana, a primera hora, hablo con el juez.




XXIII


La Gitana, con el vestido embarrado, volvió a su casa a altas horas de la noche. El gordo Vicente la estaba esperando en la puerta. Alguien había venido a decirle que el Pai no era de fiar y que en realidad quería estar con su mujer, a lo que no hubo que agregar mucho más para que el gordo se imaginara el resto. “Seguro que esos dos además de hacerme los cuernos, me están ocultando lo que averiguaron para después escaparse con la guita. ¡Qué romántico! ” Pensaba el gordo en el porche de la casa, mientras las horas avanzaban escandalosamente.
Cuando la Gitana un poco temerosa entró, el Gallo Negro estaba escondido adherido a la pared exterior, junto a la ventana de la cocina; no quería perderse detalle de la inminente paliza. Había aparecido allí sin proponérselo, y poco a poco iba recordando los detalles de la sesión de donde ella venía. Para él habían transcurrido varias vidas y sin embargo, en el barrio era la misma noche y tan solo habían pasado una o dos horas desde que había estado incorporado en su ex mujer.
Ella pasó derecho hacia el baño para sacarse las ropas sucias y darse una ducha, pero el gordo la detuvo en el camino y sin mediar palabras le asestó un tremendo golpe que la arrojó contra un mueble de donde cayeron un montón de adornitos de colores. Ante el estruendo y el estallido de adrenalina, el Gallo no pudo contenerse y se introdujo en el cuerpo del gordo Vicente, dispuesto a terminar el asunto por su cuenta. El gordo quiso resistirse a la posesión, pero fue inútil, en dos segundos, ya estaba mirando todo desde afuera sin poder interceder.
Ella gritó con todas sus fuerzas para ver si los vecinos llamaban a la policía, pero en el barrio nadie se metía en los problemas familiares de los demás.
_ ¿Sabés quién soy? Preguntó el Gallo por segunda vez en la misma noche. Pero esta vez, al ver el extraño brillo en la mirada del gordo, la Gitana lo reconoció.
_Virgilio, ¿sos vos?
_Virgilio Iniesta, encantado._ Se presentó el Gallo formalmente. Ella sabía que era el fin.
_ No Gallo, te dejamos en paz, le pido al Pai que te dejemos libre, pero no me mates Gallito, ¡por favor!
El cuerpo del gordo todavía conservaba la furia propia, a la que ahora se le sumaba la del Gallo. La golpeó con los puños cerrados, como si golpeara a un hombre, hasta desmayarla. Entonces, totalmente excitado por lo que iba a hacer, fue a la cocina y buscó un cuchillo lo suficientemente grande, y la descuartizó. Primero separó la cabeza, a la que tomó por el cabello y aprovechando que aún conservaba los ojos abiertos, le habló.
_ ¿Y ahora? ¿Qué pasó Gitanita? _ decía el Gallo vibrando con una mezcla de odio y verdadera alegría_ Siempre fuiste una arpía conmigo y nunca te hice nada. Nada. Debés ser la única persona que en vida perdoné y así me fue, fuiste la más puta. Y ahora, ¿sabés que voy a hacer? Voy a alimentar a los perros del barrio con tus huesos y tu carne.
Con aquella pericia que había adquirido en sus años de matarife en el frigorífico La Negra, separó el cuerpo en partes. Primero a la mitad, después lo fue trozando y una vez que tuvo el cadáver reducido a un montón de carne amorfa, salió a la puerta de calle. No hizo falta que ensayara su silbido agudo especial para perros, no. Ya se acercaban de todos lados los perros al trotecito, de costado, moviendo nerviosamente sus colas.
Al Gallo le deleitaba verlos pelear por los pedazos a esas desesperadas criaturas, capaces de fingir simpatía ante quien les daba de comer y a la vez, comportarse como verdaderos lobos salvajes entre sí.
Y así estuvo, hasta que le quedó solo un puñado en la mano y la cabeza a un costado, en el medio del charco de sangre fresca. Entonces decidió que era hora de que el gordo viera con sus propios ojos, lo que había hecho.
Abandonó el cuerpo y volvió a su ser alado triunfante, habiéndose vengado de los dos, pero todavía faltaba algo muy importante. Faltaba recuperar la libertad, y para eso, había que tratar directamente con el Pai Silva.




XXIV


El Pai, para ese entonces, ya había movido sus contactos para poder entrar al cementerio y profanar la tumba de Virgilio Iniesta esa misma noche. Le había hecho llegar al sereno una buena suma de dinero y la promesa de participar del botín que debía estar en el ataúd.
Las primeras luces de la mañana clareaban el campo santo, cuando las apresuradas paladas del Pai y el sereno, se hundían esperanzadas en busca del codiciado dinero.
Desde las insospechadas alturas, el ser alado del Gallo Negro observaba la inverosímil escena de su propia exhumación.
El Gallo dejó que siguieran con su macabra tarea. Una extraña clase de morbo le impidió interrumpirlos. Quería ver el estado de su cuerpo corrompido. Quería ver el despiadado efecto de la muerte en su cadáver.




XXV


¿A qué Dios debo este aberrante privilegio? Ya puedo escuchar el sonido de las palas contra la tapa del cajón donde yacen mis restos. Y hasta puedo sentir la genuina felicidad de esos dos idiotas... claro, todo es justificable cuando se trata de dinero. Pero les tengo noticias. No todo es dinero. Después de la muerte hay vida, o algo muy semejante a la vida, y ahí la guita no tiene ningún sentido.
Por ejemplo, estas alas... ¿Qué precio tienen? Son impagables. Si estos giles supieran, dejarían de correr tras la zanahoria. En su lugar, buscarían desentrañar los secretos de la muerte, que es el más grande de los desafíos que se puede encarar desde la misma vida, que es tan solo un preludio. La vida pierde sentido cuando uno ignora a la muerte. Siempre lo sospeché, por eso la provocaba todo el tiempo, en los demás y en mí mismo.
Pero sólo ahora lo sé. La miserable ceguera del hombre, a veces trasciende hasta los negros confines de la muerte. Por esta razón, comprendo que la respuesta debe hallarse todavía más allá. Lejos de todo lo que es posible conocer, allá donde habita lo desconocido; donde nos espera la lucidez total.
Esa lucidez tiene un precio muy alto. Un precio que nadie está dispuesto a pagar, pero que ahora yo vislumbro como una posibilidad real, precisamente porque ya no tengo nada qué perder.
Allá abajo, el sereno se afana por sacar los clavos con cuidado de no romper la madera, pero el otro, desesperado, lo empuja a un lado y empieza a golpear la tapa con la pala de punta.
El sereno, un tanto perplejo, se sienta a un lado. Está exhausto. Y yo veo la oportunidad con una claridad abrumadora. Este es el momento. Entro en su cuerpo sin ningún problema y contemplo plácidamente, como el pai Silva arranca las tablas y las tira por el aire.
Para cuando se disipa la polvareda gris sobre la superficie del pozo, aparece mi propio rostro, blanco, seco, las cuencas de los ojos vacías, el cabello revuelto y largo, la piel de los labios encogida de manera que los dientes finos y amarillos quedan al descubierto en una maléfica sonrisa, parecida a la sonrisa que ahora se asoma en la faz del sereno provocada por mi propio deleite, al oír la exclamación del Pai que se revuelve desesperado.
_ ¡Acá no hay nada! _Grita, para que el sereno lo oiga.
_ ¿Está seguro? _le digo intentando reprimir una carcajada que se me escapa sin querer.
Incrédulo el Pai se queda mirándome sin poder creer que el idiota del sereno se estuviera burlando de él; el Pai Silva; terror de vivos y muertos; amo de los espíritus. Pero cuando escruta un poco más en la mirada del sereno, reconoce el fulgor de otros ojos. Demasiado tarde.
_ ¿Gallo? _pregunta incrédulo. Justo a tiempo para ver la pala de punta golpeando en su frente. No hace falta más. Cae hacia atrás sobre el cadáver que lo recibe sonriente, como ahora sonrío yo.

El poder de la maldición que me tenía atrapado, se diluye lentamente, como la negrura de esta noche infame que se extendió más allá de los confines de mi propia vida. Saboreo esta victoria a pura venganza, con el ajeno corazón latiendo de alegría, y comienzo a echar tierra sobre el bizarro espectáculo que aparece en el fondo de la fosa. En mi alma, ya puedo sentir la inminente presencia de eso que me espera ahí no más, fuera de este cuerpo: la verdadera muerte, la muerte eterna.






       EUGENIO J. CÁCERES

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