El tercer viernes de cada mes desde el otoño
hasta el fin del invierno, a eso de las doce de la noche, hacemos la milonga de
los muertos.
Hace ya nueve años que soy el contrabajista de la orquesta de don
Roberto Maciel. Con don Roberto hemos tocado en toda clase de tugurios,
cabarets para turistas, quilombos clandestinos, fiestas en casas de reconocidos
mafiosos, pero en un cementerio, nunca. Tocar para gente muerta es un extraño
privilegio que nos ha deparado, paradójicamente, la vida. Roberto Maciel
falleció hace tres años de muerte natural, a los ochenta y cuatro años de edad.
Según su voluntad, seguimos tocando con el mismo nombre de siempre pero al revés.
Antes era “Don Roberto Maciel y su orquesta” y ahora es “La orquesta de don
Roberto Maciel”, y por suerte, nos siguen contratando de muchos bailes.
Varios meses después de su muerte, la
viuda, doña Catalina, una anciana inteligente y lúcida que no aparenta los más
de ochenta años que tiene, vino a un ensayo y nos contó que la noche anterior
se le había aparecido don Roberto. Inmediatamente le creímos; ella no iba a
andar inventando una cosa así. Podíamos ver en sus ojos la emoción que le
provocaba aquel acontecimiento. Y ella que nunca venía a los ensayos, ni
siquiera cuando vivía su marido, se quedó a escuchar y después nos invitó a
almorzar para contarnos la historia. _Resulta que estaba en la cocina
escuchando la quiniela _comenzó diciendo la anciana, abarcándonos a todos en su
mirada_. Serían las diez de la noche, cuando abrió la puerta de calle como
siempre que volvía del café, con su llave. Me saludó con un abrazo, la piel
parecía de hielo. Si no fuera porque me sostuvo entre sus brazos, hubiera ido a
parar al suelo. Yo estaba por llamar a una ambulancia para mí, pero Roberto no
me dejó. Y fue ahí que me contó todo. “Parece ser que Roberto se les
reveló a los ángeles que lo llevaban al cielo _continuó diciendo doña Catalina
mientras nos servía una picada con vermut_, y se negó a abandonar sus dos
amores: su mujer y el tango. Los ángeles no le pudieron decir que no y tuvieron
que atender a sus solicitudes, sin apartarse demasiado de lo que manda el quía
de arriba. Ustedes dirán, ¿Cómo es que ese viejo atorrante se ganó el cielo? Es
la misma pregunta que le hice yo y me dijo que allá nos juzgan solamente por
una o dos acciones en la vida. Estas acciones definen nuestra verdadera
naturaleza como seres humanos ante una especie de tribunal. Una especie de
comité de disciplina, un tribunal de faltas como en la A.F.A. Y según como
hayamos actuado en esas ocasiones es como somos en realidad. De esta manera se
pone en evidencia nuestra esencia. “A Roberto le gustaba el escabio, el juego y
antes de conocerme a mí, era un mujeriego. Nunca pisó una iglesia y cuando
íbamos a algún casamiento, él esperaba afuera, en la puerta. Tampoco se puede
decir que era un ejemplo en sus modales _dijo y nos miró con un gesto de
deliciosa complicidad_. Hasta hace poco si alguno lo miraba medio feo se iba a
las manos y siempre fue muy mal hablado. “Así que eso de rasgarse las
vestiduras rezando y de andarle escapando a los placeres, es puro verso. A
Roberto le dijeron que se había ganado el cielo por haberle salvado la vida a
un pibe: “Era uno de esos días en que la lluvia no da respiro _continuó con un
tono más intimista_, todo el barrio estaba inundado. Él volvía de lo de
Angelito, cuando escuchó un grito y vio a un pibe en el momento justo en que el
remolino formado por una boca de tormenta se lo tragaba. Aunque ya andaría por
los sesenta y pico por ese entonces, no dudó ni un segundo. El chico ya había
desaparecido bajo el agua, cuando Roberto se zambulló sin fijarse en que él
también podía ser chupado. Se agarró del borde y lo buscó a ciegas hasta que
chocó con un brazo. Lo sacó y lo trajo a casa desmayado, sangrando por un corte
en la cabeza. Después lo cargó en la camioneta y lo llevó al hospital. El pibe
se salvó... y por ese acto se ganó el cielo.” Concluyó doña Catalina como si
hubiera terminado de contarle un cuento a unos chicos.
Estábamos todos mudos, nadie se atrevió a
hacer ningún comentario. Ella nos explicó que todo esto no se tenía que dar a
conocer más allá de los que estábamos allí, porque a pesar de ser algo tan
fuera de lo común, pertenecía a la intimidad de la familia y a sus amigos de
toda la vida. _Hubo entre Roberto y los ángeles, muchos intercambios de ideas y
opiniones con respecto a los divinos designios de la vida y de la muerte
_continuó diciendo la viuda_. Se consideraron varias opciones como por ejemplo
la necesidad de satisfacer ambas demandas a la vez, ya que las personas por lo
general pedían la posibilidad de estar con sus seres queridos de vez en cuando,
pero ustedes se imaginarán que eso de volver a dirigir la orquesta era un
pedido un tanto excepcional. “Bueno, a pesar que lo del tango se les había
puesto cuesta arriba, discutieron todas las posibilidades hasta que al final le
permitieron organizar una milonga el tercer viernes de cada mes, por la noche,
durante la mitad más fría del año. El lugar va a ser la parte de atrás del
cementerio, en la galería para nichos que está en construcción. Roberto me dijo
que ya arreglaron con el sereno, que al parecer está acostumbrado a estas
cosas. Hay que tirarle unos pesos; de eso yo me encargo. _ ¿Ya arreglaron?
¿Quienes? _preguntó el gordo Di Prieti, el principal bandoneón de la orquesta y
amigo de la pareja desde la juventud. _Ahí va otra gordo _contestó exultante
doña Catalina_ ¿Adiviná a quién se encontró Roberto caminando entre las tumbas
como un dandy por Florida? _ Eh... no sé ¿A quién? _ ¡A don Atilio Ruíz! _
Pero, ¿don Atilio también está vivo? _No gordo, los dos están muertos, pero por
amor han logrado que de vez en cuando les permitan volver. _ ¿Y va a venir a
cantar? _No, ya no canta. Roberto dice que cuando lo intenta, desafina
espantosamente, pero los dos quieren volver a oír el sonido de los fuelles.
Atilio Ruíz había sido el cantante de la orquesta durante más de veinte
años, después de su violenta muerte ya no se reclutó a ningún otro
cantante. Don Atilio apareció una mañana baleado, en
su auto, cerca de Puente Alsina. Su muerte para la prensa siempre fue un
misterio, pero los más allegados sabían muy bien lo que había ocurrido. Esa
mañana se casaba la mujer de su vida. La mujer a la que había conquistado con
imprudentes serenatas y apasionados encuentros furtivos, a pesar de que su
padre, un gallego imposible, se oponía. Decía que Atilio era un calavera, que
andaba en vaya a saber uno qué cosas y que además le llevaba más de veinte años
a su hija. Se opuso a tal punto, que la obligó a casarse con el hijo de un
diputado amigo de la familia. Atilio le propuso a ella fugarse mil veces, y mil veces
estuvieron a punto de hacerlo, pero ella, llegado el momento, nunca se animaba. La
mañana del casamiento era la última oportunidad y Atilio estaba dispuesto a
todo; estaba armado y su plan era raptarla del auto camino a la iglesia. Ella
había juntado coraje para jugarse por su verdadero amor, pero él no apareció y
tuvo que casarse igual, a pesar del incontenible llanto que todos se esforzaron
en interpretar como la emoción de estar viviendo el sueño de su vida, y las
náuseas, que bien podían pasar por nervios, pero que eran de puro asco. Después
de la ceremonia, por teléfono, alguien que ella conocía muy bien le dio la
noticia: Atilio había sido asesinado a quemarropa en su auto, cerca de Puente
Alsina. No hizo falta que le dijeran nada más. Su padre seguramente se había
confabulado con el diputado quién, mediante sus oscuros contactos con matones y
delincuentes, se encargó del trabajo sucio. Ella no pudo soportar tanto dolor y
se mató esa misma tarde con un revolver de la colección que ostentaba su padre
en una vitrina. El novio, en un exceso de melodrama pidió que la sepultaron con
el vestido de novia. Ella es la novia que se ve por las noches en el cementerio
y que con el tiempo se convirtió en una de las más famosas historias de
aparecidos. Lejos de los prejuicios de su familia, ahora ella se encuentra con
Atilio para continuar un romance que ni siquiera la muerte se atrevió a
interrumpir.
El tercer viernes de julio a las diez nos
encontramos todos, los músicos y doña Catalina, con el sereno en una florería
cerca de la esquina del cementerio por donde está la entrada de autos y coches
fúnebres. Según el sereno, para no despertar sospechas, debíamos entrar por los
fondos de la florería, saltando una pared no muy alta. Entre el sereno y yo,
ayudamos a pasar la tapia a doña Catalina. Luego todos saltaron sin mayor
dificultad, menos Di Pietri que cayó medio mal, nada grave, sólo un raspón que
el gordo se empeñó en exagerar.
Adentro la oscuridad era imperfecta, el
cielo gris brillaba resaltando los contornos de las cruces en los techos de las
bóvedas y tan solo unos metros más adelante, la visión se volvía engañosa. Allí
los miedos que no nos habíamos atrevido a formular ni siquiera a nosotros
mismos, nos invadieron a todos por igual. Estábamos en medio de un cementerio
en plena noche yendo al encuentro de personas muertas. Aquel terror básico que
experimentábamos en nuestra niñez, estaba latente en lo más íntimo de cada uno
de nosotros aguardando el momento indicado para volver. Y estalló apenas
segundos después de caer en la cuenta de lo que estábamos haciendo. Angelito,
uno de los violinistas de la orquesta, cayó presa de una crisis de nervios y
comenzó a gritar a todo pulmón como jamás oí gritar a un hombre. El gordo Di
Pietri salió corriendo derecho hacia la salida, allá como a cien metros, donde
se veían las luces de la calle. Yo por mi parte, habiendo cargado con doña
Catalina primero y con mi contrabajo después, no pensaba sucumbir al miedo. Me
amparaba en la sana actitud de Lucho, el pianista, que después de consultar su
reloj, nos advirtió que se estaba haciendo tarde y necesitaba ver en qué
condiciones se encontraba el piano que le había conseguido el sereno.
Lucho actuaba como lo hacía siempre que
íbamos a tocar y yo trataba de imitarlo. Sentado sobre una fría tumba de
mármol, hablaba del viejo piano de cola que le habían prometido. Decía
que era un Leipzig de una escuela cerca de allí. Abrazado al estuche de su
bandoneón, se nos unió el flaco Paredes. Se lo veía bastante aturdido. Con él
venía el pibe, el segundo violín, que se sacudía involuntariamente en un
temblor que no era de frío. A Doña Catalina se la podía oír en algún sitio de
esa inquietante penumbra tratando de calmar a Angelito. Sus voces se filtraban
por entre los panteones y por momentos nos llegaban con una extraña nitidez. La
viuda estaba risueña, como una adolescente en medio de alguna travesura.
Recordé que ella y el gordo tenían más de un par de bromas pesadas como
antecedentes, y por un momento pensé que se estaban mandando una de las suyas
con el gordo, pero era imposible que hicieran algo así.
Después de un largo silencio en el cual me
hundí en un sin fin de especulaciones, Angelito y Catalina, aparecieron delante de
nosotros, a unos metros de donde estábamos sentados. Lucho les preguntó por el
gordo y ella nos dijo que el sereno lo había ido a buscar. Después de un
momento los vimos aparecer a la distancia. El gordo había sido convencido, como
un chico, con una enorme barra de chocolate que el sereno le convidó para
calmarlo. Una vez que estuvimos todos reunidos, el sereno se puso en marcha por
una de las calles interiores. Casi no lo veíamos, lo seguíamos solamente
guiados por el sonido de su voz que nos contaba historias de otros casos como
el de don Roberto. _El fenómeno se da en fechas que son especiales por algún
motivo para el finado. Según tengo entendido, Don Roberto apareció para el
aniversario de casamiento, ¿no? _La viuda y el Gordo asintieron. Los demás no
lo sabíamos_. Bueno, ¿Se acuerdan del mago Fisher? Para fines de agosto se
arma un picado con ex jugadores y algunos hinchas de Lanús que descansan acá
adentro. Según tengo entendido, lo hacen para esa época del año rememorando
aquella gloriosa gesta en que ascendieron a primera. Aunque también se los
puede ver en las noches más frías del invierno, porque les gusta jugar en la
escarcha.
“También son muy famosas las apariciones
de la novia. A ella se la puede ver temprano por la mañana y cuando no hay
mucho sol, se queda hasta el mediodía. Pero por las noches anda con un tipo y
no sé si me creerán los que les voy a decir, pero más de una vez me pareció
escuchar que hacían el amor escondidos en el panteón alfombrado de los curas
del Euskal Echea.” “Y las monjas, que murieron por un escape de gas en el
convento en el que vivían, a veces salen a rezar a la iglesia del cementerio en
pleno día y para no asustar al cura, aprovechan los momentos en que toma una de
sus numerosas siestitas. La verdad es que después de tantos años uno se
acostumbra a estas cosas. Por eso lo de don Roberto no me extrañó para nada, es
más, me alegró porque siempre me gustaron sus discos y cuando podía, con mi
señora, íbamos a verlo a algún baile”.
Al ver las tumbas en tierra, me intrigó
saber como harían para salir de esos más de tres metros de profundidad. Supuse
que el sereno los debería ayudar de alguna manera y cuando se lo pregunté, me
dijo que sólo los que estaban en bóvedas o en panteones podían salir. _En
algunos casos también pueden salir los que están en nichos no muy altos, pero
los que están en tierra no pueden_. Me pareció una explicación forzada, quizás para no tener que entrar en detalles que a él mismo se le escapaban. _Pero entonces existe la vida después de la
muerte... _reflexionó el pibe en voz alta. _Un recreo de vida en medio de la
muerte _respondió oscuramente el sereno.
El cementerio a esa hora y escuchando
aquellas historias, parecía dilatarse hasta cubrir distancias escalofriantes.
Yo tenía la impresión de haber estado caminando en círculos porque ahora
estábamos otra vez en una zona de altas bóvedas como las que había en el lugar
de donde partimos. Sobre algún techo o detrás de alguna labrada puerta de hierro,
pude ver sombras furtivas y oscuras presencias acechantes. Por un momento,
varios de nosotros pudimos ver recortada contra el cielo gris,
la increíble figura de un ser alado que se perdía en las alturas. Una especie
de pavor reverencial nos afectó a todos y ya no sentimos miedo. En su lugar,
sentimos una nostalgia negra por todo aquello. Como si se pudiera sentir
nostalgia por la muerte, como si se pudiera añorar ese abismo que aún no
conocemos.
Después de atravesar la parte más vieja
del cementerio donde las grietas de las tumbas se abrían como fauces, y la
maleza nos rozaba las piernas con sus manos huesudas, llegamos por fin a una
galería para nichos en construcción. El sereno entró primero y probó sin éxito
mediante varios interruptores encender la luz. Consternado nos juró que había
hecho las conexiones esa misma tarde, y que funcionaban todas. Tanteando en la
oscuridad, nos acercó unas sillas y luego se fue a la garita a buscar velas.
Acostumbrados a la penumbra de los escenarios, aquella negrura no era
impedimento para que sacáramos nuestros instrumentos y nos dedicáramos a
ajustar la afinación antes de tocar. Los fogonazos de los encendedores que
usábamos para ver los detalles que escapaban a la mecánica de nuestra memoria,
nos devolvían sombrías instantáneas, y los sonidos amplificados por la acústica
del lugar, se deformaban en un amontonamiento obsceno, sacrílego. Doña Catalina
permanecía parada en la puerta de la galería mirando dramáticamente hacia
afuera. Por la entrada del otro lado, donde había una gran pila de bolsas de
arena y una escalera de mano apaisada franqueando el paso, aparecieron un
hombre y una mujer. Nadie los conocía. Buscando una explicación, todos miramos
al sereno que volvía con un candelabro de seis velas en cada mano. Él solamente
se limitó a comentar que seguramente serían invitados y con gran cortesía, en
voz exageradamente alta, les pidió que se acercaran. Avanzaron unos metros,
sortearon la escalera y se sentaron en un tablón que había sido colocado allí para
tales fines. Oímos un sollozo del lado opuesto y luego apareció doña Catalina
del brazo con don Roberto. Lucía mejor que muchos de nosotros. Nos saludó a la
distancia y se quedó mirándonos con una gran sonrisa en el rostro. Lucho
comenzó a tocar “Milonguero triste” probando el piano que le habían conseguido,
mientras todos contemplábamos un blanco espectro que se acercaba como flotando
por entre las tumbas más lejanas. Era ella, la novia. Su vestido blanco
manchado de sangre ennegrecida a la altura del cuello, despedía una luminosidad
que formaba un exquisito aura a su alrededor. Era joven, de facciones suaves y
atractivas. A pesar del orificio de bala en la sien, se veía fabulosa. A su
lado, chamuyándola bajito, venía don Atilio Ruíz, el gorrión del suburbio. La
pareja de extraños se unió a las otras dos parejas en el centro de la galería y
se abrazaron delicadamente para bailar. Don Roberto, desde donde estaba, ya
abrazado a doña Catalina, le indicó a Lucho que se detuviera. Luego, con una
seña nos marcó el comienzo y nosotros, por supuesto, arrancamos con un
vals.
Eugenio J. Cáceres
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