El
Gato buscó refugio en la pensión de la esquina. Lo venían buscando por una
deuda que, más que deuda, había sido un afano. No se le había pasado por la
cabeza, que Víctor pudiera salir vivo de aquella fiesta entre putas, chorros y
drogas demasiado pesadas; adulteradas con el infame propósito de matar a Víctor
de un pico, y quedarse con la guita.
En la lechería le dijeron al Gato, que Víctor andaba por el barrio haciendo un
quilombo bárbaro y que nadie sabía si estaba festejando algo con sus amigos o
si andaba sacado por la euforia de la venganza. Lo cierto era que desde que se había dejado ver otra vez, había
causado más muertes que en toda su vida. Al parecer, estaba eliminando uno por uno a todos
los que habían estado en esa fiesta, dejando al Gato para el final, y así causar más pánico en el traidor.
El Gato le explicó al Gordo, el dueño de la pensión, lo que estaba pasando. El
Gordo lo escuchó con mucha calma recostado plácidamente sobre el mostrador, y
sin inquietarse demasiado, le dijo que él no iba a andar escondiendo a un
garca.
Salió de la pensión transfigurado por el miedo, la calle se le había puesto
amenazante y no podía entrar en ningún lado. A Víctor lo habían visto por el
sauna y también por la placita, donde dicen que encontró al Negro tomando una
siesta panza arriba, con la lengua afuera, y se la cortó con sus propios
dientes para luego comérsela con verdadero deleite arriba de un árbol.
El Gato solo tenía dos opciones, esconderse o enfrentarlo. La segunda
representaba una muerte segura, así que por amor a su reventada vida de
atorrante, se escabulló entre los cajones de botellas de la parte de atrás de
pizzería al paso, cerca de la estación. Se sentó detrás de una fila de cajones
de gaseosas vacías, de esas que ya no se hacen más, donde las telarañas
garantizaban un poco de seguridad. Por allí solo pasaba la gente que iba al
baño, y aunque estaba empezando a llover, lo reconfortaba el calor de la pared
que daba al horno.
Después de un lapso de tiempo indeterminado, sintió la inconfundible voz de
Víctor entrando con sus amigos.
El Gato no tenía salida. En cualquier momento alguno de ellos iba a tener que pasar
al baño y aunque estaba bien escondido, cuando hicieran el camino de retorno,
quedaría al descubierto.
Estaba sumergido en estos pensamientos, cuando vio a Víctor encarar el pasillo
lentamente, husmeando el aire como si presintiera que allí estaba oculto su
viejo amigo. Ronroneó algunas palabras ininteligibles y se metió en el baño,
donde siguió estudiando todos los rincones.
No lo pensó ni un segundo, en su columna vertebral sintió que había solo una
posibilidad de huir y así lo hizo. Se agazapó en el lugar y cuando Víctor se
disponía a salir, el poder de una indescriptible tensión en todo su cuerpo, lo
ayudó a saltar varios metros hasta una estrecha pared, que daba al lavadero del bar vecino. Cometió el terrible error de detenerse en lo alto para ver qué hacía Víctor. Este no sólo lo había visto, sino que además ya se había lanzado tras él, pero
en cuanto el Gato lo tuvo encima, lo recibió con un
acertado manotazo que lo hizo volver al suelo.
El Gato encaró los techos a toda velocidad, se metió por los más tortuosos
pasadizos y efectuó los saltos más osados, pero aún así, Víctor lo seguía a
escasa distancia. Llegó a una cornisa ubicada en una esquina y ya no quedaban
más opciones que la calle. Se lanzó y aunque cayó bien, sufrió los golpes que le
propinaron unos tipos que pasaban. Encaró la avenida, esquivando con gran agilidad los
autos. Una vez en la otra vereda, se detuvo para ver si Víctor aún lo
seguía. Y sí, ahí estaba, acechándolo desde la vereda de enfrente. Parecía indeciso de cruzar, pero en un arrebato de furia
se precipitó clavándole la mirada como un verdadero depredador, hipnotizando al
Gato de tal manera que este no pudo moverse de donde estaba. Pero justo en el momento en que preparaba sus garras y sus dientes, para lanzarse sobre su víctima, las enormes ruedas de un colectivo detuvieron la persecución, y
todo el frenesí de la venganza.
Eugenio J.Cáceres
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