_ ¡Juan! _ Retumbó una voz varonil en el silencio de la
habitación a oscuras. El muchacho, entre sueños, no reconocía la voz como la de
su padre ni la de nadie conocido. Un pánico ancestral estremeció su mundo, que
por aquel entonces no era otra cosa que un desierto interminable; gris el
cielo, gris la tierra.
_Juan_ Repitió la voz imposible del Anciano de los Días que
se asomaba a la vida de aquel joven de diecinueve años, como a tantos hombres
en el pasado, en la más absoluta intimidad.
_ Juan, despierta y escucha ¡Has sido elegido, regocíjate!
Bendito seas entre los tuyos.
El joven se incorporó ya consciente de que algo único le
estaba sucediendo. Recordaba haberse dormido rezando entre lágrimas, en una de
sus frecuentes crisis existenciales, que gracias a su precoz sentido común,
asociaba a esa conflictiva etapa de la vida que estaba atravesando; la
adolescencia.
Fijó su mirada en la penumbra, pero allí no había nada.
Miró la ventana cerrada, la luz de la calle se filtraba a través de la
persiana. Nada.
Desconcertado, bajó de la cama, se arrodilló a un costado y
se puso a rezar. Después de dos Padrenuestros, la voz resonó otra vez en su
oído interno.
_ ¡Bendito seas!
Juan, regocíjate. Prepárate para ser un siervo agradable a los ojos del
Señor.
_ ¡Señor! _ Gritó Juan en la soledad de su cuarto y rompió
en un llanto mezcla de gratitud y temor. Aquel temor reverencial,
paulatinamente se fue transformando en el más puro terror, ante el cual no
cabía más alternativa que la sumisión absoluta.
_ ¡Señor! _ Repitió Juan y escuchó atentamente el silencio
vacío esperando una respuesta. Pero Dios ya no contestó, sin embargo él aún sentía
su poderosa mirada omnipresente en todas las cosas. El alma le vibraba llena de
una sublime alegría.
Así fue que al día siguiente transmitió a su familia,
previa reseña de lo ocurrido, la firme determinación de ingresar a un seminario
para ser sacerdote católico. Su familia, aceptó la decisión con estoica
resignación ya que eran fervientes católicos y no dudaron ni por un segundo lo
que Juancito les había contado con lágrimas en los ojos. “El señor se mueve de
maneras misteriosas”, pensaban para no inquietarse respecto de la salud mental
de su hijo.
Sus días en el seminario, transcurrían en una especie de
sopor místico que el mismo ámbito contagiaba a los internos y se movía entre
sus arrobados espíritus con todo el poder de la fe. Él sinceramente pensaba que
todos sus compañeros habían sido llamados en medio de una experiencia
sobrenatural como la suya. Aunque, a veces, una especie de arrogancia le hacía
suponer que con los demás solo habían hablado mensajeros menores, ángeles o
quizás algún santo, pero nunca Dios mismo en persona. La realidad distaba mucho
de sus expectativas y con el tiempo fue descubriendo que la verdad era que
nadie de entre los seminaristas ni siquiera entre los sacerdotes, había tenido
una experiencia como la suya.
Durante aquellos años obedeció a sus superiores con la
misma pasión con que había obedecido a esa voz que había irrumpido en su habitación
para cambiarle la vida para siempre, y en un espontaneo gesto de humildad,
había decidido no referir a sus compañeros nada al respecto, entre otras cosas,
para no desalentarlos. Para que no se frustraran por no haber escuchado todavía
la voz inefable del Señor. Cada vez que se tocaba el tema, él solo se limitaba
a decir que el llamado lo había sentido en lo más profundo del corazón. Poco a
poco, su inocultable entusiasmo fue ganando el favor y la simpatía de todos.
De la nueva camada de seminaristas, Juan se había destacado
casi desde el primer día. Una beatífica luz le iluminaba la mirada durante las
oraciones, una sonrisa amanecía con él y se quedaba, inseparable, hasta última
hora. Nada lograba ensombrecer su ánimo ni nadie igualar su energía, a tal
punto, que era el último en acostarse después de recorrer los pasillos
apagando las luces de los claustros de todos sus compañeros desde afuera, con
un “que Dios te bendiga, buenas noches”. Desde adentro sólo respondían los
trasnochados que se habían quedado leyendo la Biblia o rezando con el librito
de las oraciones, pero en la mayoría de los casos su saludo ya no era
contestado, porque en su interior, los futuros sacerdotes dormían
profundamente.
Se podría decir, que Juan fue el puntal anímico de aquel
grupo que recibió las dotes, casi sin tropiezos ni deserciones. Sólo un
incidente empañó la magia de esos días y fue el mismo Juan quien sacó adelante
al hermano caído.
Una de esas noches mientras recorría las habitaciones
despidiéndose de todos, desde el interior del claustro donde dormía el hermano
Gabriel, ciertos estertores atípicos llamaron la atención de Juan, quien se
detuvo ante la puerta unos segundos antes de apagarle la luz. En vez de darle
las buenas noches, Juan se acercó más a la puerta y como si le confesara un
secreto a la veteada madera dijo “estoy por apagar la luz”. Adentro el sonido
siguió y entonces Juan, elevando un poco el tono de su voz le preguntó si se
sentía bien a lo que Gabriel no respondió. Juan, preocupado, ya que él estaba a
cargo de las urgencias nocturnas que pudieran surgir y recientemente había
ocurrido un caso de apendicitis grave que de no ser por su acertada
intervención, el joven podría haber muerto, decidió entrar y asegurarse de que
todo estaba bien. Pero no estaba preparado para ver lo que vio. Gabriel se
estaba masturbando, agazapado en un rincón. Lo que más impactó a Juan, fue que
lo hacía de rodillas, como si rezara ante la imagen de una revista en la que
sólo pudo distinguir figuras de hombres. La revista estaba parada sobre una
pila de libros grandes, lo que le daba la apariencia de improvisado altar
pagano. Libros entre los cuales Juan no podía siquiera imaginar que se
encontrara la Biblia. Pero así fue, quedaron grabadas en sus retinas las
doradas letras en el lomo del último libro sobre el cual se sostenía la
revista; “El Libro del Pueblo de Dios” se leía.
Aunque Juan estaba sumamente contrariado, sabía que a esa
edad la carne es débil, no comunicó a las autoridades el hallazgo y decidió
ayudarlo por su cuenta. Lo primero que hizo fue quemar las revistas y juntarse
a rezar con Gabriel cada noche, a la hora crítica en que la tentación agitaba
la sangre del seminarista.
Habiendo recibido las dotes sacerdotales, lo único que le
quedaba era esperar para saber cual sería su misión para la obra de Dios.
Cuando por fin recibió la carta del obispado, aún sin abrirla, sintió una
emoción inmensa. Su futuro estaba por revelarse. Allí, en ese sobre, estaba su
destino escrito de puño y letra por Monseñor Ginnelli; la mano que había
elegido Dios para manifestar su voluntad. Y su voluntad era depositar en Juan,
la responsabilidad de dirigir el servicio sacerdotal de urgencia de toda la
diócesis, con cinco parroquias y siete capillas a su cargo y una oficina propia
en la catedral.
Una prueba difícil, pero sin dudas gratificante, como todas
las pruebas que el Señor solía poner en el camino a todo buen cristiano.
Cuando entró por primera vez a la que iba a ser su oficina
en el edificio anexo de la Catedral, se encontró con el padre Darío, quien
dejaba el cargo para dirigirse al sur, donde lo habían destinado. El padre
Darío estaba exultante de alegría y Juan lo entendía perfectamente.
_Le deseo la mejor de las suertes_ dijo el padre Darío_ y
le aseguro que la suya es una hermosa misión espiritual.
Dejó sobre la mesa una carpeta con nombres y direcciones
que, según dijo, era conveniente tener siempre actualizada. Se trataba de las
personas cuya muerte era inminente y cuyos familiares ya se habían comunicado
con el servicio para tener todo coordinado. Juan le agradeció, le deseó suerte
y se abocó de lleno a su tarea.
En aquellos primeros días, Juan sentía esa mezcla de
entusiasmo contenido y osadía, que había sentido durante sus años como
seminarista, sabiendo que el mismo Padre Eterno lo había convocado en persona,
sin intermediarios. Recorría los pasillos y galerías del seminario haciendo
ondear los pliegues de su sotana, de manera tal, que estos parecían prolongarse
en estelas sobre el aire que brillaba a la luz del sol, traspasando los
ventanales en forma de rayos, como en una nimia evocación de las tantas
manifestaciones de Jehová en el antiguo testamento.
Bajaba y subía escaleras sin ningún apuro. Se detenía en
todos los detalles y se daba al lujo de abandonarse a la contemplación. Nada
agitaba su alma. La Iglesia, ahora su madre y esposa, lo sostenía en el camino
correcto y él sólo tenía que servirle con toda devoción. Este era el ánimo que
llevó a Juan a esmerarse tanto en su tarea de coordinador del servicio
sacerdotal de urgencia.
La oficina estaba ubicada en un codo de la construcción que
daba a la esquina, donde habían tapiado las ventanas con material, por el
peligro que representaban los frecuentes accidentes automovilísticos por el
cruce de la avenida y una calle muy transitada. Sin ventanas, aquél esquinado
espacio, alto como una capilla, presentaba un color celeste pastel en las
paredes que contrastaba con el blanco del techo. El escritorio de madera
oscura, maciza, gravitaba en el centro de la habitación, como un navío a la deriva. El antiguo teléfono negro en el
centro del mueble, apenas era acompañado por una pila irregular de papeles y
una enorme carpeta forrada con papel araña azul. La etiqueta decía:
S.S.U.
Diócesis
Santa Catalina.
Al lado de cada apellido ordenado alfabéticamente, había
una detallada información del moribundo y su estado de salud desde la última
visita. En algunos casos, se podían encontrar breves transcripciones de partes
médicos juntos con la fecha y hora, en rojo.
Después de haber organizado las distintas delegaciones para
asumir el funcionamiento para todo el año, no le restaba más que esperar. Solo,
en silencio, en aquella opresiva oficina, leyendo y releyendo con avidez las
sagradas escrituras.
Después de días, justo en el momento en que su mente corría
ciega hacia la peligrosa pregunta, ¿Qué estoy esperando? Por primera vez, la
todavía desconocida campanilla del teléfono, sonó.
_Servicio sacerdotal de urgencia ¿Quién habla?
_ Hola Padre, Lidia Fernández_ Dijo la trémula voz de una
anciana del otro lado de la línea.
_Buenas noches, señora _ Dijo Juan.
_ Padre, mi marido se puso muy mal y desde hace una hora se
agravó y tengo miedo que no pueda recibir el sacramento_ Y mientras la anciana
decía estas palabras, Juan ya había encontrado en la carpeta azul, la dirección
de donde lo estaban solicitando.
_Ya estoy saliendo para allá. Adiós.
_Gracias, pero... _ Sin dejarle terminar la frase, Juan ya
había colgado. No era mala educación, pero el sacramento era lo más importante.
Cuando llegó a la antigua casa con galería lateral, la
anciana lo estaba esperando en la entrada.
_Pase Padre, por acá.
Adentro, Juan pudo sentir el ambiente lúgubre, un tanto
espeso, que antecede a la muerte. Desde la habitación en penumbras, el estertor
entrecortado por tremendos ataques de tos, le dieron la pauta de la situación
del moribundo.
Apenas se recortó contra la luz que entraba por la puerta
la importante silueta del Padre Juan, el viejo se irguió como pudo y comenzó a
insultarlo presa de una ira descomunal. Juan, enseguida pensó en la posibilidad
de una posesión demoníaca; algo que solía ocurrirles a algunas personas
próximas a la muerte, cuando el demonio cree que puede llevarse un alma porque
le pertenece. Pero, por supuesto, Juan había sido preparado para una situación
como esa y aunque fuera la primera vez que veía un fenómeno de estas
características, se sentía confiado y seguro de sí mismo.
El viejo no parecía insultar a Juan como persona, sino a lo
que él representaba en aquel momento allí. La anciana tomó por el brazo a Juan
y lo sacó de la habitación. Compungida le dijo que lamentaba mucho lo que
estaba sucediendo, pero que ella sentía la necesidad de que su marido reciba el
último sacramento a pesar de su negativa.
_Con el padre Darío ya nos había sucedido antes, pero él
tenía la esperanza que en el último momento su corazón se ablandara y sintiera
deseos de descansar en la gloria del Señor. Lo que pasa es que está grave hace
ya varios años y cada vez que llamo al servicio es la misma historia, se pone
como loco y hasta pareciera que se niega a entregar su alma y descansar en paz.
Juan no sabía qué pensar al respecto. Vagamente había
entendido que la anciana deseaba que su marido se convirtiera en la hora final,
pero también había notado notó en ella cierta urgencia para que el viejo dejara
de aferrarse a la vida.
_Señora es necesario que usted me diga sí su marido recibió
todos los sacramentos._ Dijo Juan.
_Todos Padre; bautismo, comunión, confirmación, matrimonio.
Lo que pasa es que con los años se volvió más y más escéptico._ respondió Lidia.
Volvieron a la habitación donde el viejo ahora se quejaba
amargamente de unos dolores. Parecía no quedarle más que un par de minutos de
vida. Esta vez ni siquiera había advertido la presencia del sacerdote a su lado, junto a la cama.
Entonces Juan comenzó orar. Siempre ante la duda había que
rezar para que el Señor iluminara el entendimiento y el corazón, además el
moribundo parecía necesitar más que nunca de la misericordia divina. En ese
momento, el viejo volvió a abrir los ojos y otra vez estalló en un incontenible
ataque de ira.
_ ¡Pero la puta que lo parió!, ¿Por qué no se van Dios y la
santa Iglesia a la mismísima mierda? ¿Eh? ¡pollerudos! ¡Déjenme morir
tranquilo! _Gritó el moribundo antes de
sucumbir a un violento ataque de tos.
Juan hizo oídos sordos y siguió rezando por el enfermo
abnegadamente toda la noche. Durante todas esas largas horas, el viejo sufrió
lo indecible, pero no sucumbió al dolor en ningún momento y cada vez que Juan
le ofrecía confesar todos sus pecados, el viejo reunía sus pocas fuerzas para
volver a insultarlo.
Juan, por fin, a la mañana siguiente se fue un tanto
contrariado. Sabía que había piedras en el camino, pero que a pesar de todo
nada lo debía detener. Después de su trascendental experiencia y su posterior
conversión, ninguna adversidad seria lo suficiente como para hacerlo
retroceder.
Después de varios días, otro llamado sonó en la solitaria
oficina resquebrajando el frío de tanto mármol y silencio.
_Servicio sacerdotal de urgencia, hola ¿Quién habla?
_Adolfo Saenz Larragui. Necesito la presencia de un
sacerdote a la brevedad. De esta noche no paso._ Se oyó un resoplar
entrecortado en la línea y después una pausa. En ese momento, Juan comprendió
la gravedad de la situación.
_Cálmese señor, dígame su dirección, por favor._ Y se
apresuró a anotar en la libretita que llevaba siempre consigo en el bolsillo.
_9 de Julio, 1534.
_Ya salgo para allá._ Y sin esperar respuesta alguna,
colgó.
Era una de esas casas estilo inglés de principios del siglo
pasado. Por fuera lucía un tanto descuidada, en lo alto de sus paredes, grandes
grietas cubiertas de musgo descendían hasta que se perdían en un espeso
remolino de enredaderas salvajes. Juan entró sin llamar, las puertas estaban
sin llaves. Todo el aspecto sombrío de su fachada, revelaba el opresivo
ambiente interior apenas habitado por aquel ser agonizante, que lo esperaba
sentado en una cama con respaldar de bronce y rosario gigante colgado sobre la
cabeza.
_ Padre, no tengo fe y me estoy muriendo._ dijo el anciano
apenas lo vio.
_Algo de fe debe quedar en tu alma para que hayas tenido
fuerzas para llamarme._ dijo Juan.
_Usted no entiende nada, no sabe lo que es estar muriéndose
y no tener ni siquiera una estúpida fábula en que creer. Lo envidio, no sabe lo
que daría por lograr una paz como la que debe habitar en su alma de creyente y
sacerdote.
_ Bueno, si usted deja entrar a Cristo en su alma, esa paz
estará con usted para siempre...
_ No es tan fácil, yo ya sé demasiado y nadie me puede
convencer a mí con un cuento para chicos.
_No es un cuento, si usted lograra abrir su alma...
_Justamente de eso se trata, ¿de qué alma me habla? Yo no
soy más que este despojo de vísceras infestadas y huesos carcomidos. Sólo puedo
creer en mi realidad, en lo que siento; dolor e incertidumbre. Ustedes hablan
de un tipo que vivió hace dos mil años en Palestina ¿yo qué tengo que ver con
eso? Yo vivo acá y me estoy muriendo acá. Allá no sé, pero acá no hay profetas
ni carrozas de fuego y por lo que sé, jamás las hubo.
_Usted está en una situación muy delicada y yo le
recomendaría que no pensara más en esas cosas. Es para peor. ¿Por qué no reza
conmigo y se entrega al Señor?
_ ¡Porque estaría mintiendo! ¡A usted! ¡A mí mismo!
_Deje en manos del Señor sus dudas.
_Pero no se da cuenta que eso es imposible, para mí su
Señor no existió nunca, fue un invento de un par de vivos, llámense escribas,
terratenientes, etc. En definitiva; el poder. Así se aseguraron que sus
explotados se resignaran a su destino de sufrimientos y sacrificios para ir al
Cielo. Claro, cómo no van a existir injusticias en el mundo, si su propio
Salvador también las padeció. Y esos tipos, siempre viviendo a costillas de los
demás… y su Vaticano, manejando el dinero de la mafia y bendiciendo armas. ¿Se da cuenta?
_Lo que veo es una fuerte negación, pero a la vez, sus
ganas de creer me dicen que su alma tiene salvación. Déjeme orar por usted.
_ Mejor dígame cómo hace usted para creer en semejante
pavada.
_Orar no es ninguna pavada, orar es hablar con Dios.
_ ¿Sabe que me gustaría?
_ ¿Qué?
_Que me deje solo. Usted me irrita. Yo pensé que un hombre
de fe me podría convencer con sabiduría, con argumentos válidos, pero usted
sólo quiere ponerse a rezar. Usted sólo quiere alardear que habla con Dios en
sus oraciones, y todo eso no es más que el fruto de su exaltada imaginación,
justificada por la complicidad de otros tan auto engañados como usted, que se
jactan de ser los dueños de la verdad. Y yo que me estoy muriendo, yo que estoy
a un paso de saber La Verdad, tengo que soportar que uno tan o más ciego que
yo, me quiera hacer creer que habla con Dios.
Juan no podía creer lo que escuchaba. Creció en una familia
de creyentes y había estudiado desde niño en colegios católicos, a su alrededor
nadie jamás dudó ni por un segundo de la existencia de Dios, de Jesús, de la
Virgen y de todos los Santos. Las blasfemias que el anciano profería eran
demasiado para él. Tuvo que reconocer en lo más profundo de su ser, que no
estaba preparado para lidiar con situaciones como esa y por primera vez desde
que le habló el mismo Dios, dudó y el mundo tembló bajo sus pies.
_Deje de rezar por mí y explíqueme cómo es posible que un
hombre con dos dedos de frente, se la pase hablando de cosas que no ve y
asegurando cosas que no sabe._ Un estertor pareció tensar el hilo de vida del
cual pendía el viejo, hasta el límite de cortarse. Juan se preparó, pese a
todo, para darle el sacramento; siempre estaba la posibilidad de un sincero
arrepentimiento a último momento y una unción llena de fe, pero nada de eso
sucedió. Las amargas sentencias del viejo y las oraciones que, por momentos,
hasta a Juan le parecieron ridículas, se prolongaron hasta el amanecer.
Juan, abatido, se retiró dejando al anciano durmiendo y
volvió a la oficina. Pensó en quedarse en la iglesia para la misa de ocho, como
un buen ejercicio para renovar la fe y sacudirse aquella negra noche de sus
espaldas y de su alma. Así que se quedó en la oficina, ordenando sus ya mil
veces ordenados papeles.
Se disponía a pasar la dirección de la casa donde había
estado de su libreta a la carpeta azul, cuando vio que ya estaba anotada con la
letra del padre Darío. “Saenz Larragui, Adolfo, 9 de Julio 1534” y en la columna
de visitas, más de tres el último semestre y otras tantas el año anterior. Su
corazón volvió a latir en paz, al parecer, desafiar la fe de los pobres
principiantes era el último pasatiempos de aquel viejo. Pero esa paz no duró
mucho, a los diez minutos volvió a sonar el teléfono. Era Lidia Fernández que
decía que esta vez sí, el marido se le iba. Pero no fue así.
Luego de repetirse varios llamados como ese, la mayoría
falsas alarmas y casi siempre de las mismas personas, por fin hubo un deceso.
El hombre, un creyente. Se confesó, Juan lo ungió y abandonó este mundo como
Dios manda. Pero fue recién después de varias semanas, que aumentó
considerablemente el requerimiento de sus servicios. Se trataba de verdaderos
enfermos terminales a quienes, en la mayoría de los casos, logró hacer que se
arrepintieran de sus pecados, justo a tiempo para recibir el sacramento.
Escuchó con lágrimas en los ojos confesiones sentidas y sinceras, y vio en la
mirada final, un brillo de esperanza que lo reconfortó y lo hizo volver a creer
en su capacidad para tan delicada función.
Con el correr de los días se fueron presentando más y más
unciones, y sus conversiones seguían siendo exitosas. Algunos de esos casos,
suscitaron comentarios en las más altas esferas de la diócesis. Fue por esos
días, que el obispo mandó a llamar a Juan a su oficina.
_ Juan, me han informado que tu tarea al frente del
servicio sacerdotal es ejemplar y quería felicitarte. Estamos muy contentos con
tu dedicación.
“A veces, Dios nos pone a prueba y esa prueba es en sí
misma, el premio. Por esa razón, siempre hay que estar dispuesto a sacrificarse
cada día más y ser verdaderamente digno de ese premio. Tu función en la Iglesia
es esa prueba y estás sirviendo bien al Señor, así que espero que en adelante
sigas en constante progreso personal y espiritual.”
Los ojos de Juan brillaban con la más pura luz del alma,
mientras sus oídos alcanzaban a registrar algo acerca de un considerable
aumento en el presupuesto.
El obispo le dio la bendición y despidió a Juan que estaba
en un estado de bienaventuranza total. Algo aleteaba en su corazón con fuerza,
a tal punto, que apenas salió de aquella oficina, se puso en marcha para darle
al servicio un nuevo concepto, mucho más moderno, totalmente informatizado.
La idea del 0-800 se le había ocurrido esa misma noche
entre oración y oración, mientras rezaba agradeciendo por el voto de confianza
que había recibido del obispo. El nuevo proyecto no lo discutió con nadie, ya
que se sentía con suficiente autoridad para tomar decisiones por sí mismo.
Al día siguiente, los sacerdotes que trabajaban bajo su
supervisión recibieron las nuevas instrucciones acerca de cómo debía funcionar
el servicio en adelante. Las directivas eran tomadas con alegría y un poco de
desconcierto, por lo novedoso del asunto. Pero en el fondo todos imaginaban que
la sugerencia había venido del propio obispado y ninguno se atrevió a
cuestionar nada al respecto.
A los dos días además de un aviso clasificado en el diario
local, se podía ver en las paradas de colectivos y en las estaciones de tren,
los carteles de un sobrio color lila y letras amarillas:
Servicio Sacerdotal de Urgencia
Santa Catalina
Santa Catalina
0800-UNCIÓN
A los pocos días, una cantidad de llamados
hicieron colapsar el precario sistema que se había instalado en las oficinas de
la catedral. Lo peor fue que la mayoría de esos llamados se trataban de bromas
pesadas. Direcciones inexistentes, personas que gozaban de excelente salud,
departamentos de mujeres que anunciaban en el rubro 59. Y lo peor del caso era
que los sacerdotes no podían desatender a ninguna llamada, ya que se podría
tratar de un caso real.
El caos fue total. En el obispado, no podían explicarse de
donde había sacado el padre Juan, aquella descabellada idea. Por esos días
recibió otra carta del obispado, esta vez firmada por el Padre Alfonso, quién
había dado varias cátedras en su curso y quien se había ganado el afecto
incondicional de todos los seminaristas, en la que ahora amonestaba gravemente
a Juan llamándolo, entre otras cosas, necio, irresponsable y culpable de haber
puesto a la Iglesia en ridículo, rebajando al servicio sacerdotal de urgencia y
su santa misión, a la altura de un vulgar aviso clasificado. En la carta,
además se daba la terminante orden de cancelar el proyecto y se lo citaba para
que se presentara ante las más altas jerarquías de la diócesis después de las Pascuas de la Resurrección.
Juan sintió todo el peso del fracaso, había defraudado a la
iglesia y al mismo Dios que había hablado en su corazón. La cuaresma lo
arrebató en una orgía de dolor y abatimiento, languideciendo a causa del
intenso ayuno que se había impuesto. Su habitación, que antes desbordaba de fe y
alegría, se había transformado en su celda de penitente. Allí, encerrado, lavó
con lágrimas su alma y rezó más que nunca antes en su vida.
Para el viernes Santo, estaba dispuesto a morir en la cruz
si era necesario. Desvelado por la angustia, Juan se paseaba por los pasillos
del seminario a altas horas en la penumbra como un alma en pena, añorando la
elemental felicidad que había experimentado entre esas mismas paredes, no hacía
mucho tiempo atrás. Sus pasos resonaban huecos en las galerías tristes, cuando
un sonido fuera de lo común le erizó la piel. Era una respiración animal que
parecía provenir de todos lados. Juan presintió la abominable presencia del
maligno como una coagulación de la misma oscuridad. Más adelante, las enormes
cortinas moradas de los ventanales se agitaron como con vida propia, allí
parecía estar la misma bestia agazapada en un rincón para saltarle encima y
terminar de devorar lo quedaba de su atormentada alma. Paralizado por el
terror, Juan experimentó una súbita ola de coraje cuando supo que ya no tenía
nada que perder y al mismo tiempo tuvo la fuerte sensación de que ésta sí era
una verdadera prueba. Se refugió en su profunda fe y sacó fuerzas para caminar
hacia eso que acechaba en la oscuridad, con valentía. Mientras lo hacía, notó
que las cortinas se estremecieron para luego aquietarse. El sonido cesó. Ahora
el diablo parecía temer sus decididos pasos. Juan sonrió por primera vez en
varios días. Descorrió la cortina y lo que vio lo sumió en el más básico
horror. Era el Padre Alfonso de rodillas abrazando el cuerpo desnudo de Pablo,
el más joven de los seminaristas.
Un grito ahogado, una maldición y el llanto de Pablo,
rompieron el silencio que ascendía desde los mismos infiernos. Juan corrió a su
cuarto desesperado cerrando con fuerza los ojos para borrar la imagen que se
había plasmado a fuego en sus retinas. Detrás, sin correr para no alarmar al
resto de los estudiantes, el padre Alfonso lo siguió hasta su habitación.
Golpeó la puerta varias veces hasta que Juan por fin abrió.
_ Juan, todos somos iguales ante Dios y somos tan pecadores
como cualquiera_ Dijo el padre Alfonso, con voz firme, sin perder la compostura
ni la autoridad. Permanecía de pie, en el medio del cuarto; las manos juntas a
la altura del pecho no parecían un ruego, sino más bien el gesto de alguien que
reúne todos sus recursos en un solo instante desesperadamente.
_ Nosotros somos servidores, aspirantes a Santos y por lo
tanto, más conscientes que nadie de nuestras propias faltas. Si ni siquiera
nuestro Señor estuvo libre de ser tentado. Ser tentado es ser probado, y
fracasar es una de las dos alternativas que existen. Para nosotros caer en la
tentación es más doloroso que para alguien que no consagró su vida a Dios.
“Juan, el amor es la fuerza más poderosa del mundo y cuando
aparece, es como un don del Señor, un regalo. En nuestra más tierna infancia
amábamos a nuestra madre como hoy amamos a la Iglesia y es verdad que hemos
renunciado a las cosas del mundo, pero yo jamás pude dejar de amar con todo mi
corazón a todos ustedes, mis seminaristas. Lo que viste detrás de esa cortina es
amor, en exceso, pero amor de verdad. Yo ya estoy condenado desde el momento en
que ese influjo embriagador me atrapó, arrastrando conmigo al más inocente y
puro de mis estudiantes. Soy débil, tengo que caer para aprender. Para saber
realmente cuánto arden las llamas.”
_Pero, Pablito debe sufrir más aún, _ repliqué_ debe estar
afligido y confundido.
_Yo voy a encargarme de eso, debo reparar el daño que le
causé. Dios ya nos perdonó a todos. Ahora por favor, es necesario olvidar este asunto y dormir. Hasta mañana, y que la luz de la comprensión nos
ilumine y experimentemos en nuestras almas el perdón, que es el testimonio vivo
del amor divino.
Y Juan se quedó solo, en el cuarto a oscuras, en medio de
la noche más larga de su vida. Acostado en su cama, la duda fue tan grande que
llegó a sentir vértigo, nauseas, ataques de pánico y espasmos provocados por un
intenso frío interno.
El alba lo encontró a punto de desmayar del dolor. En la
primera misa no pudo controlar las lágrimas, pero cuando le preguntaban qué
sucedía, Juan callaba y les sonreía dando a entender que no era nada
importante.
Para el mediodía, a la hora de comer, Juan esperaba ver en
que estado se encontraba Pablito y hablar con él. Pero su corazón dio un salto
cuando vio entrar al comedor a Pablito, sonriendo sereno, del brazo del padre
Alfonso.
Esa misma tarde Juan corrió a confesarse con el padre
Arturo y decidió pedir consejo acerca de lo que debía hacer al respecto. El
padre Arturo lo escuchó en silencio, y cuando Juan terminó de contarle lo
sucedido, sólo se limitó a despedirlo con la lacónica frase “cada uno debe
ocuparse de sus propias faltas y no juzgar a los demás, solo Dios tiene esa
facultad”.
Contrariado, pensó que lo mejor sería callar y no denunciar
nada a nadie. Al fin de cuentas quién era él sino un pecador más, que a duras
penas intentaba no caer en las infinitas trampas de Satán.
El lunes posterior al domingo de Pascuas, a Juan lo
esperaban en la oficina principal del obispado. Eran las nueve menos cinco
cuando llegó a la cita. En el interior, sentados a una gran mesa de roble, estaban el Obispo Francisco Martínez y sus dos secretarios, a quienes Juan no
conocía. El obispo era un hombre calvo, flaco y alto, lucía una cruz imponente
en su pecho y una sotana escarlata. Toda su figura le daba un aire ceremonial,
hasta en sus gestos más triviales. Sin mediar siquiera un saludo, el Obispo lo invitó a sentarse en una silla, ostensiblemente más baja que la que
ocupaban ellos del otro lado de la mesa.
_Padre Juan, _ dijo el Obispo_ me veo en la desagradable
situación de tener que informarle que ha sido separado de su cargo al frente
del servicio, debido a las desastrosas consecuencias de su proyecto para modernizar
el área. Tiene plazo hasta el jueves para reorganizar el servicio como usted lo
encontró y entregarle la oficina al nuevo director del servicio que será
designado en pocas horas más.
_Pero yo quisiera... _ balbuceó Juan.
_Usted fue citado para escuchar mi sentencia y no tiene
derecho a ningún tipo de defensa_ lo interrumpió el Obispo_ y si quiere más
detalles, debería saber que el mismo monseñor Ginnelli decidió esta sentencia,
porque se siente sumamente defraudado por usted, al igual que todos nosotros.
Acto seguido, el Obispo Martínez se puso de pie, y le
señaló la puerta que permanecía abierta detrás de Juan. Pero Juan no se
levantó, los miró a todos, uno por uno y dijo:
_Es mi deber aceptar tal castigo, sé que mi falta fue grave
y pido perdón, pero tengo algo mucho más grave que informarles y mi alma no
estaría en paz si así no lo hiciera.
Martínez volvió a sentarse y con un gesto lo invitó a
hablar. Juan miró la puerta y quiso cerrarla, pero no se animó. Al ver esto, el
Obispo le dijo que hablara sin miedo, que entre esas paredes no había nada que
ocultar a nadie. Juan, más nervioso que cuando escuchaba la dura sentencia, se
aclaró la garganta y en su mirada todos pudieron ver que la consternación
torturaba su interior.
Al borde de las lágrimas, Juan les contó lo que había visto
el viernes Santo en el seminario. Los nombres de padre Alfonso y Pablito,
resonaban amplificándose debido a la acústica del amplio despacho, alarmando
los oídos del Obispo y sus secretarios, y hasta los del mismo Juan que los
pronunciaba. El brillo del sol contra el enorme ventanal que había a un costado
de donde estaban sentados, parpadeó, y Juan creyó ver el aleteo apresurado de
los ángeles, que escapaban espantados por lo qué él acababa de decir. Y esta
vez ya no era el Obispo, sino Francisco Martínez en persona, el que se levantó
de su ornamentado sillón y corrió a cerrar la puerta. Cuando volvió a sentarse
frente al acongojado Juan, tenía la mirada perdida, vacía.
_ ¿Usted sabe lo que está diciendo? _Vociferó indignado.
_Yo sé muy bien lo que vi_ contestó Juan con valentía_ y el
padre Alfonso también, porque me siguió hasta mi cuarto para hablar conmigo de
lo sucedido.
_Y ¿Qué le dijo Alfonso a usted?
_Que él era débil, y que lo que yo había visto no era más
que la consecuencia de su excesivo amor por sus seminaristas.
Francisco Martínez se puso de pie, golpeó la mesa y sus dos
secretarios se estremecieron al unísono.
_ ¿Y usted pretende que nosotros le creamos semejante
barbaridad? _ Exclamó_ Usted es un cínico que no sabe qué hacer para quedar
bien parado después de la estupidez a la que rebajó nuestro servicio
sacramental. ¿A ver, dígame cómo piensa probar lo que dice? ¿Acaso mandó poner también cámaras
ocultas filmando en las galerías?
_La verdad está de mi lado, yo sé lo que vi._ Dijo Juan y
echó a llorar de puros nervios.
_Hace bien en llorar. Espero que esas lágrimas sean de
arrepentimiento._ soltó el Obispo con un gesto de timador callejero_ porque si
no, lo voy a tener que sancionar con la excomunión.
A Juan se le heló la sangre y le zumbaron los oídos, tanto
que no pudo escuchar cuando el Obispo le preguntaba si él le había contado todo
esto a alguien más.
_ Me confesé con el padre Arturo.
_Y él, ¿Qué le dijo?
_ Que yo no debía juzgar a nadie y que esa era una facultad
inherente a Dios._ Contestó Juan como si estuviera rindiendo un final oral.
El Obispo, o mejor dicho Francisco Martínez, se rascó la
calva y acto seguido, su rostro se transfiguró en algo decididamente maligno.
En un movimiento que a Juan le produjo verdadero terror, echó el crucifijo de
su pecho hacia su espalda y se abalanzó sobre la mesa, acercando su cara a la
de Juan.
_ ¿Sabe una cosa? Usted ha sido excomulgado, usted no
pertenece más a la Iglesia. Yo mismo voy a promover su separación definitiva
ante Monseñor Ginnelli.
Y así fue como esa misma tarde, el padre Juan tuvo que
dejar los hábitos. Aunque clamaba y clamaba al cielo, esa voz que lo había
llamado por su nombre aquella vez, no contestaba. Pensó por primera vez en su
vida, que sin dudas todo había sido un sueño. Muy vívido, pero un sueño. Sabía
mejor que nadie que su fe no era tan fuerte en realidad, y esta sensación lo
desesperaba, porque ya no le quedaba nada de qué aferrarse. Porque en su mente
se generaba un abismo inconmensurable por el cual sólo se podía caer.
Mientras empacaba sus pocas pertenencias, un cambio radical
afectó todo su cuerpo empezando desde su mirada. Una frialdad inusitada se
apoderó de su ser y ya no le importó nada de él mismo ni de la Iglesia ni de
Dios. Se sintió solo, despojado, pero a la vez libre y poderoso.
Un seminarista pecoso le preguntó por qué se iba y Juan no
le respondió. Apenas sonrió levemente cuando el joven, ante su imperturbable
silencio, le explicó que como había escuchado que el padre Alfonso era el nuevo
director del servicio sacerdotal de urgencia, quería saber si lo habían
destinado a otro lugar, o si lo habían asignado para dar misa en alguna
iglesia. Juan no se sorprendió, no se indignó ante la designación de Alfonso ni
nada parecido, pero sonrió con una mirada tan impersonal, que espantó al joven
seminarista que salió corriendo.
No tenía sentimientos. Pensó que debía ser una especie de
sistema de defensa que poseía la razón para soportar casos extremos. Así de esa manera, a
pesar del increíble dolor uno no cae en la locura, ¿o sí?, ¿o acaso eso no era otra cosa
que la prueba de que estaba volviéndose loco; o quizás lo estuvo siempre, desde
antes de haber creído escuchar aquella voz?
_ ¡Basta, Juan! No te atormentes_ Resonó la voz del Anciano
de los Días, tan fuerte, que él supuso que pronto todos correrían a ver qué
sucedía en su recámara. Pero no fue así, y otra vez la idea de la locura se
cernía sobre él como una sombra.
_ ¡Feliz el que teme al Señor y sigue sus caminos! _Tronó
la voz.
_ ¡Señor! _Gritó Juan a todo pulmón.
Un silencio glacial, se condensó en el aire y
Juan se sintió extrañamente ridículo. Pensó para sí que aquello era el colmo,
que si el mismo Dios le estaba hablando, él debía dejar automáticamente el
escepticismo de lado. Y como él jamás había sido escéptico, debía de estar en
pleno éxtasis. Pero no, quizás debido al doble golpe que le había dado la vida,
y la Iglesia, ahora sospechaba hasta de esa voz otrora sagrada.
Y si no, ¿Por qué siempre ese extraño silencio evitando el
diálogo directo?
_Señor...
Juan contemplaba la nada en que se había convertido todo,
buscando ver dónde se había averiado de tal manera su racionalidad, su cordura.
Como un ciego, tanteó en el aire con sus manos extendidas buscando ayuda. Ya no
tenía fe, la había perdido para siempre.
_ ¿Quién es el que oscurece mis designios con palabras
desprovistas de sentido? _ Preguntó la
voz.
_Señor _miró hacia el blanco techo_, creo que estoy enloqueciendo_ dijo como para
sí.
No sentía nada de lo que debía sentir en esa situación. Nada
de lo que había sentido aquella vez en su casa. Y otra vez el silencio como una
falla, una interferencia.
_ Yo soy el Señor tu Dios.
Aterrado, Juan percibió algo horrendo detrás de esa voz.
Sus palabras, entonadas con grandilocuencia, sonaban como un mal actor
dándose aires.
_ Mi manto cubrirá a los impíos y exterminaré a los
idólatras porque no creen en mí. Yo lo arrasaré todo, hombres y bestias. A los
pájaros del cielo y a los peces del mar; extirparé a los hombres de la faz de
la tierra_ continuó diciendo esa voz, que parecía estar recitando de memoria. Entonces Juan reconoció en Él, al indefendible Dios del antiguo testamento, con sus ataques de ira y
sus memorables matanzas. El señor de los ejércitos. El irascible Dios, celoso y
humano, que moraba en una tienda allá en el Sinaí, era el parecía estar comunicándose a su cada vez menos confiable subconsciente.
Claro, eso lo explicaba todo. No era él ni el mundo, sino
Dios, el que estaba completamente loco.
_ ¡Jesús! _ Juan clamó desesperadamente por el hijo,
mientras aquella voz seguía delirando y hablando de sí mismo.
_ ¡Cíñanse las armas y espántense! Yo ordené a Moisés para
que no tuviera clemencia con los Madianitas ni con sus mujeres ni con sus niños.
Yo maldije a los Amorreos hasta diez generaciones. Desde Cades a Moab
desenvainé mi espada y las convertí en ruinas. En Sijón asolé sus santuarios y
humillé su enorme soberbia consagrándola al exterminio. Yo soy tu Dios, el
único, el que... _
Y Juan no quiso escuchar más, tapó sus oídos con las manos,
aunque sabía que era inútil. Salió de su cuarto y corrió escaleras arriba. En
la terraza, el sol lo recibió con su embriagante luz y Juan sonrió por última
vez en este mundo.
Abajo, en la calle, los transeúntes cerraron sus ojos con
fuerza para no ver el horrendo espectáculo de Juan, arrojándose al vacío desde
la terraza. Nadie quiso ver. Nadie se atrevió siquiera a contemplar por un segundo, como los magníficos rayos de roja sangre que surgían alrededor de su destrozada cabeza, formaban una aureola que lo santificaba sobre la gris avenida.
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