Pasamos
toda la noche en una casa abandonada a un lado de la ruta por donde debía
pasar la caravana con los americanos. Ahora el sol asoma por detrás
de los pozos incendiados. No tenemos nada. Familia, hogar, dinero,
todo eso, no son más que palabras para nosotros. Todo quedó bajo los escombros
de la ciudad bombardeada. Pero la resistencia, de la que hoy formo parte,
lleva siglos de lucha incansable contra todo tipo de enemigos; en realidad para nosotros siempre fue el mismo.
No peleamos por dinero,
ni por petróleo, ni siquiera por un territorio. Peleamos porque lo llevamos en
la sangre, y jamás nos hemos rendido ante nadie.
Esta tierra es tan antigua como
nuestra raza. Somos los mismos que bajaban de la montaña sagrada para hacer justicia en nombre del pueblo contra sus reyes y señores. Hoy como entonces, el Viejo de la Montaña aún nos llama a la guerra santa. Lo puedo ver allá en lo alto, detrás de los pozos ardiendo, donde el cielo resplandece en un amanecer más. Lo veo arengándonos a la batalla para morir en plena gloria; pues ese es el
destino de todo hombre que se precie de tal.
Durante la espera fumamos hachís, por eso nos llaman chiítas, pero siglos atrás éramos conocidos como los
asesinos del Viejo de la Montaña.
Yo cargo una ametralladora de pie
con dos correderas. Es muy pesada, por esa razón me muevo poco, y en los ataques soy
el primero en quedar al descubierto, a merced de las balas de los infieles. ¡Alá es grande! Él aún me permite estar entre sus guerreros. Por eso no me
resguardo cuando me disparan. No sería digno de un mártir.
Cuando estamos en el fragor de la
batalla, gritamos el nombre de Dios, y nos referimos a Él todo el tiempo, para
que la muerte nos lleve con su nombre en nuestros labios. Y si quedamos vivos,
festejamos nuestra victoria bailando en el lugar de la batalla, para alegrar
nuestras almas con la derrota del infiel.
Salimos de la casa a
esperar la caravana a ambos lados de la ruta. Tenemos el corazón lleno de gozo. Queremos que vengan de una vez. Este es el momento. En nuestras venas arde el antiguo sentimiento de la guerra con todo su furor.
A lo lejos aparece el convoy. Aunque se disfrazan de civiles, en realidad son comandos, cuerpos de élite, con mercenarios de todos los países del mundo que vienen a hacer en una
semana, el dinero que en sus países les tomaría años ganar. Todo ese dineral, sólo
por masacrar nuestras aldeas y así garantizar la seguridad de los magnates del
petróleo.
Pero ellos saben que Faluya
resiste, y por eso no vienen solos. Desde lo alto, allá donde el Viejo de la Montaña blande su espada al cielo, una flota de Apaches se abren como un
abanico sobre nuestras cabezas devastando la casa donde habíamos pasado la noche. Por esa razón fue que nos apostamos a un lado de la ruta, donde no nos pueden
bombardear, porque ellos necesitan la ruta más que nosotros. Ellos transportan
insumos y personal para los pozos, nosotros ya no tenemos nada que transportar
a ningún lado.
Cuando los helicópteros
desaparecen detrás, volvemos a nuestros puestos que ahora arden y humean. A lo lejos avanza la fila de
vehículos militares y civiles. Nuestras oraciones crecen y se transforman en
plegarias, estamos a un paso de la
inmortalidad. El convoy se detiene a unos
cincuenta metros porque advierten que entre los escombros hay hombres que alzan
sus armas invitando al invasor a combatir. El convoy vacila, y luego avanza a
paso de hombre, lo que es aprovechado por nuestros guerreros para correr hacia
ellos en una carga gloriosa. A pecho descubierto, avanzamos. Ellos no
saben si retroceder o combatir. Ya estamos encima. Nuestras ráfagas alcanzan a
los primeros vehículos. Mueren sin luchar, porque en realidad no saben por qué
luchan. Uno de los nuestros, con su turbante típico de Basora y sus sandalias
en las manos, avanza hasta el tercer auto y se inmola estallando junto a sus
enemigos.
Soldados de todos los colores,
blancos, negros y amarillos, descienden y huyen disparándonos, como si con sus
balas pudieran conjurarnos como a demonios. Ya en retirada, lo único que pueden ver detrás es a un montón de fantasmas surgidos de entre los escombros y las llamas, cantando con verdadera alegría alrededor de la caravana diezmada.
Las noticias alrededor del mundo,
apenas mencionarán el incidente como un atentado más en un camino de las
afueras de Faluya, con el lamentable saldo de una veintena de civiles muertos,
y varios heridos. Y por supuesto, nada dirán de la enorme gesta de esa
resistencia y sus mártires. Tampoco se mencionará que a los civiles atrapados
en los vehículos del convoy, mientras sus mercenarios huían para preservar su
integridad física para otra batalla, fueron rematados por ellos mismos, con fuego amigo, como ellos le llaman. Cuando sus
Apaches volvieron a la zona y encontraron el convoy detenido
en medio de la ruta con un puñado de mujaidines festejando con sus armas en alto
alrededor, abrieron fuego sobre ellos matando a todos, inclusive a los técnicos y empresarios que viajaban a tomar sus puestos en los pozos de petróleo, que desesperados asomaban sus manos por las ventanillas pidiendo clemencia. Inutilizando además la ruta por
completo. Tampoco dirán, porque no lo saben, que es imposible aniquilar a esos guerreros. Miles
de años de lucha naciendo sólo para encontrar la gloria al morir hicieron el milagro; hoy son inmortales. Por eso es que su pueblo a pesar de todo, celebra. Celebra porque sabe. Sabe que viven
eternamente los mártires de la resistencia en Faluya.
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