La casa
es vieja, tiene los techos altos y a partir de cierta altura, las manchas de
humedad se ciernen sobre las paredes como siniestros frescos. Una débil lamparita cuelga de un largo cable y desciende hasta el centro de la
habitación, desde ese vacío que prefigura la avanzada noche exterior. Suspendidas, estáticas, las telarañas asoman a la luz evocando el ruedo del vestido de novia de la
anciana que hace muchos años murió en ese mismo cuarto; en esa misma cama.
A un lado de la cama, un armario apuntalado con antiguos libros de biología es la pobre escenografía ante la cual se desarrolla el drama. Desde hace horas están así. Sentados frente
a frente, adoptando la misma postura; él sin siquiera notarlo, el otro imitándolo, a modo de burla.
Las piernas flexionadas pero tensas. Los brazos cruzados
sobre el pecho, y la cabeza levemente echada hacia atrás para sostener la
mirada firme, desafiante. Ya no hacen falta más palabras. El silencio cargado
de odio y de desprecio, por momentos recae en una amarga frustración que pesa
sobre los hombros y encorva las espaldas.
Él jamás hubiera podido imaginar las
verdaderas dimensiones de la traición ni mucho menos la insospechada
identidad del traidor. Ahora por fin puede ver claramente quién es quién.
Frente a sí está quien, como suele suceder a las personas
mezquinas, ofendido o amenazado por algo tan indefinido y obtuso que se vuelve
insignificante al primer análisis, decidió comenzar esta guerra y no se detuvo
hasta arruinarlo todo. Saboteando los sueños en común. Estropeando la
confianza. Al principio de manera furtiva, no como una estrategia, sino por cobardía.
Después con descaro. Pidiendo perdón, haciendo pasar por torpezas o
desgracias, lo que había sido meticulosamente premeditado.
Las pupilas centellean en la penumbra.
Alrededor las imágenes se deforman bajo el efecto de la tensión. Él estudia
la mirada en los ojos del traidor fríamente, sin compasión. Sabe que aquél no
lo cree capaz de muchas cosas. El factor sorpresa está de su lado.
Contra el parquet, la tosca silla en la
que está sentado cruje y piensa en el hacha que esconde justo debajo. En sus
latidos siente la anticipación de la victoria, y en su rostro se afirma la
confianza. Pero del otro lado la reacción no se hace esperar. El ánimo cambia
y el semblante se enciende de un coraje incomprensible. Se dobla la apuesta.
A pesar de la última afrenta, no
cede ni un instante en su propósito. Quiere terminar de una vez por todas con
esa escoria. Las manos le sudan de ansiedad. Debe ser rápido y certero en el
golpe. Tiene que ser un solo golpe. El hacha tiene la última palabra; el factor
sorpresa. La silla vuelve a crujir. Y como si aquel sonido fuese una orden. La empuja hacia atrás. Toma el hacha con las dos
manos y de un solo golpe cargado de furia, rompe en mil pedazos el
espejo grande de la puerta del antiguo armario, donde se había estado
mirando despiadadamente.
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