sábado, 16 de octubre de 2010

Baphomet



“ Como cuando el herido Satán
 se apoyó sobre su lanza,
 inmediatamente por todos lados
 corrieron muchos y poderosos
 ángeles en su ayuda”

Aleister Crowley, “777”






        El día se había detenido en el crepúsculo como en una reverencia. La batalla había sido sangrienta y el vapor de los cadáveres que anegaban el llano, ya se levantaba por sobre las armaduras.
       Él caminaba entre un bosque de lanzas que se erguían desde los cuerpos sin vida de sus guerreros. En su mirada, todavía habitaba el furor de la lucha, y en su mano, aún latía la espada.
       Vencedores,  los sarracenos, abandonaron el campo de batalla contemplando al guerrero con respeto e incomprensión. En señal de derrota, él desgarró de su pecho el manto blanco con la cruz. Luego, desafiante, levantó su mirada y rugió blasfemias contra Dios.
Ese Dios, no era el mismo que el de esas hermosas tribus del desierto ni el que hablaba en su propio corazón. Sentía en lo profundo de su alma, que aquello que verdaderamente movilizaba la sangre de sus venas, era algo mucho más sagrado que toda aquella farsa de concilios y anatemas. Él tenía otra fe, otra creencia. Él creía en el ingobernable poder que lo empujaba a ser el primero en las cargas contra el enemigo. Creía en el calor de las aldeas en llamas después del saqueo. En el sabor del vino y su deliciosa embriaguez. En la dicha de cantar bajo las estrellas, acompañado por el perfume de una mujer o de varias.
Ya no quería servir al Papa ni a la iglesia de Roma. Detestaba la hipocresía de los que lucían sus hábitos entre la opulencia de los botines de guerra, lejos de Palestina y de los que heroicamente poblaban el reino de Jerusalén. Su coraje merecía otro destino. Entonces fue que imploró a Baphomet, la potestad de comandar sus ejércitos; los que siempre ganan.

 


 


EUGENIO J. CÁCERES