“ Como cuando el herido Satán
se apoyó sobre su lanza,
inmediatamente por todos lados
corrieron muchos y poderosos
ángeles en su ayuda”
Aleister Crowley, “777”
El día se había
detenido en el crepúsculo como en una reverencia. La batalla había sido
sangrienta y el vapor de los cadáveres que anegaban el llano, ya se levantaba
por sobre las armaduras.
Él caminaba entre un bosque de lanzas que se erguían desde los
cuerpos sin vida de sus guerreros. En su mirada, todavía habitaba el furor de la lucha,
y en su mano, aún latía la espada.
Vencedores, los
sarracenos, abandonaron el campo de batalla contemplando al guerrero con
respeto e incomprensión. En señal de derrota, él desgarró de su pecho el manto
blanco con la cruz. Luego, desafiante, levantó su mirada y rugió blasfemias
contra Dios.
Ese Dios, no
era el mismo que el de esas hermosas tribus del desierto ni el que hablaba en
su propio corazón. Sentía en lo profundo de su alma, que aquello que verdaderamente
movilizaba la sangre de sus venas, era algo mucho más sagrado que toda aquella
farsa de concilios y anatemas. Él tenía otra fe, otra creencia. Él creía en el
ingobernable poder que lo empujaba a ser el primero en las cargas contra el
enemigo. Creía en el calor de las aldeas en llamas después del saqueo. En el
sabor del vino y su deliciosa embriaguez. En la dicha de cantar bajo las
estrellas, acompañado por el perfume de una mujer o de varias.
Ya no quería servir al Papa ni
a la iglesia de Roma. Detestaba la hipocresía de los que lucían sus hábitos entre
la opulencia de los botines de guerra, lejos de Palestina y de los que
heroicamente poblaban el reino de Jerusalén. Su coraje merecía otro destino.
Entonces fue que imploró a Baphomet, la potestad de comandar sus ejércitos; los
que siempre ganan.