lunes, 14 de julio de 2014

EL HACHA



 


La casa es vieja, tiene los techos altos y a partir de cierta altura, las manchas de humedad se ciernen sobre las paredes como siniestros frescos. Una débil lamparita cuelga de un largo cable y desciende hasta el centro de la habitación, desde ese vacío que prefigura la avanzada noche exterior. Suspendidas, estáticas, las telarañas asoman a la luz evocando el ruedo del vestido de novia de la anciana que hace muchos años murió en ese mismo cuarto; en esa misma cama.
         A un lado de la cama, un armario apuntalado con antiguos libros de biología es la pobre escenografía ante la cual se desarrolla el drama. Desde hace horas están así. Sentados frente a frente, adoptando la misma postura; él sin siquiera notarlo, el otro imitándolo, a modo de burla.
Las piernas flexionadas pero tensas. Los brazos cruzados sobre el pecho, y la cabeza levemente echada hacia atrás para sostener la mirada firme, desafiante. Ya no hacen falta más palabras. El silencio cargado de odio y de desprecio, por momentos recae en una amarga frustración que pesa sobre los hombros y encorva las espaldas.
         Él jamás hubiera podido imaginar las verdaderas dimensiones de la traición ni mucho menos la insospechada identidad del traidor. Ahora por fin puede ver claramente quién es quién.
Frente a sí está quien, como suele suceder a las personas mezquinas, ofendido o amenazado por algo tan indefinido y obtuso que se vuelve insignificante al primer análisis, decidió comenzar esta guerra y no se detuvo hasta arruinarlo todo. Saboteando los sueños en común. Estropeando la confianza. Al principio de manera furtiva, no como una estrategia, sino por cobardía. Después con descaro. Pidiendo perdón, haciendo pasar por torpezas o desgracias, lo que había sido meticulosamente premeditado.
         Las pupilas centellean en la penumbra. Alrededor las imágenes se deforman bajo el efecto de la tensión. Él estudia la mirada en los ojos del traidor fríamente, sin compasión. Sabe que aquél no lo cree capaz de muchas cosas. El factor sorpresa está de su lado.
         Contra el parquet, la tosca silla en la que está sentado cruje y piensa en el hacha que esconde justo debajo. En sus latidos siente la anticipación de la victoria, y en su rostro se afirma la confianza. Pero del otro lado la reacción no se hace esperar. El ánimo cambia y el semblante se enciende de un coraje incomprensible. Se dobla la apuesta.
         A pesar de la última afrenta, no cede ni un instante en su propósito. Quiere terminar de una vez por todas con esa escoria. Las manos le sudan de ansiedad. Debe ser rápido y certero en el golpe. Tiene que ser un solo golpe. El hacha tiene la última palabra; el factor sorpresa. La silla vuelve a crujir. Y como si aquel sonido fuese una orden. La empuja hacia atrás. Toma el hacha con las dos manos y de un solo golpe cargado de furia, rompe en mil pedazos el espejo grande de la puerta del antiguo armario, donde se había estado mirando despiadadamente.











Eugenio J. Cáceres

domingo, 13 de abril de 2014

FALUYA




Pasamos toda la noche en una casa abandonada a un lado de la ruta por donde debía pasar la caravana con los americanos. Ahora el sol asoma por detrás de los pozos incendiados. No tenemos nada. Familia, hogar, dinero, todo eso, no son más que palabras para nosotros. Todo quedó bajo los escombros de la ciudad bombardeada. Pero la resistencia, de la que hoy formo parte, lleva siglos de lucha incansable contra todo tipo de enemigos; en realidad para nosotros siempre fue el mismo. 
No peleamos por dinero, ni por petróleo, ni siquiera por un territorio. Peleamos porque lo llevamos en la sangre, y jamás nos hemos rendido ante nadie.
Esta tierra es tan antigua como nuestra raza. Somos los mismos que bajaban de la montaña sagrada para hacer justicia en nombre del pueblo contra sus reyes y señores. Hoy como entonces, el Viejo de la Montaña aún nos llama a la guerra santa. Lo puedo ver allá en lo alto, detrás de los pozos ardiendo, donde el cielo resplandece en un amanecer más. Lo veo arengándonos a la batalla para morir en plena gloria; pues ese es el destino de todo hombre que se precie de tal.
Durante la espera fumamos hachís, por eso nos llaman chiítas, pero siglos atrás éramos conocidos como los asesinos del Viejo de la Montaña.
Yo cargo una ametralladora de pie con dos correderas. Es muy pesada, por esa razón me muevo poco, y en los ataques soy el primero en quedar al descubierto, a merced de las balas de los infieles. ¡Alá es grande! Él aún me permite estar entre sus guerreros. Por eso no me resguardo cuando me disparan. No sería digno de un mártir. 
Cuando estamos en el fragor de la batalla, gritamos el nombre de Dios, y nos referimos a Él todo el tiempo, para que la muerte nos lleve con su nombre en nuestros labios. Y si quedamos vivos, festejamos nuestra victoria bailando en el lugar de la batalla, para alegrar nuestras almas con la derrota del infiel. 
Salimos de la casa a esperar la caravana a ambos lados de la ruta. Tenemos el corazón lleno de gozo. Queremos que vengan de una vez. Este es el momento. En nuestras venas arde el antiguo sentimiento de la guerra con todo su furor.
A lo lejos aparece el convoy. Aunque se disfrazan de civiles, en realidad son comandos, cuerpos de élite, con mercenarios de todos los países del mundo que vienen a hacer en una semana, el dinero que en sus países les tomaría años ganar. Todo ese dineral, sólo por masacrar nuestras aldeas y así garantizar la seguridad de los magnates del petróleo.
Pero ellos saben que Faluya resiste, y por eso no vienen solos. Desde lo alto, allá donde el Viejo de la Montaña blande su espada al cielo, una flota de Apaches se abren como un abanico sobre nuestras cabezas devastando la casa donde habíamos pasado la noche. Por esa razón fue que nos apostamos a un lado de la ruta, donde no nos pueden bombardear, porque ellos necesitan la ruta más que nosotros. Ellos transportan insumos y personal para los pozos, nosotros ya no tenemos nada que transportar a ningún lado.
Cuando los helicópteros desaparecen detrás, volvemos a nuestros puestos que ahora arden y humean. A lo lejos avanza la fila de vehículos militares y civiles. Nuestras oraciones crecen y se transforman en plegarias, estamos a un paso de la inmortalidad. El convoy se detiene a unos cincuenta metros porque advierten que entre los escombros hay hombres que alzan sus armas invitando al invasor a combatir. El convoy vacila, y luego avanza a paso de hombre, lo que es aprovechado por nuestros guerreros para correr hacia ellos en una carga gloriosa. A pecho descubierto, avanzamos. Ellos no saben si retroceder o combatir. Ya estamos encima. Nuestras ráfagas alcanzan a los primeros vehículos. Mueren sin luchar, porque en realidad no saben por qué luchan. Uno de los nuestros, con su turbante típico de Basora y sus sandalias en las manos, avanza hasta el tercer auto y se inmola estallando junto a sus enemigos.
Soldados de todos los colores, blancos, negros y amarillos, descienden y huyen disparándonos, como si con sus balas pudieran conjurarnos como a demonios. Ya en retirada, lo único que pueden ver detrás es a un montón de fantasmas surgidos de entre los escombros y las llamas, cantando con verdadera alegría alrededor de la caravana diezmada.
Las noticias alrededor del mundo, apenas mencionarán el incidente como un atentado más en un camino de las afueras de Faluya, con el lamentable saldo de una veintena de civiles muertos, y varios heridos. Y por supuesto, nada dirán de la enorme gesta de esa resistencia y sus mártires. Tampoco se mencionará que a los civiles atrapados en los vehículos del convoy, mientras sus mercenarios huían para preservar su integridad física para otra batalla, fueron rematados por ellos mismos, con fuego amigo, como ellos le llaman. Cuando sus Apaches volvieron a la zona y encontraron el convoy detenido en medio de la ruta con un puñado de mujaidines festejando con sus armas en alto alrededor, abrieron fuego sobre ellos matando a todos, inclusive a los técnicos y empresarios que viajaban a tomar sus puestos en los pozos de petróleo, que desesperados asomaban sus manos por las ventanillas pidiendo clemencia. Inutilizando además la ruta por completo. Tampoco dirán, porque no lo saben, que es imposible aniquilar a esos guerreros. Miles de años de lucha naciendo sólo para encontrar la gloria al morir hicieron el milagro; hoy son inmortales. Por eso es que su pueblo a pesar de todo, celebra. Celebra porque sabe. Sabe que viven eternamente los mártires de la resistencia en Faluya.          














     EUGENIO J. CÁCERES

domingo, 26 de enero de 2014

"911"





911






Despierto sentado en esta escalera al pie de una puerta color óxido. No recuerdo nada. Parece ser el lado de atrás de algo. Todo indica que debo haber tomado alguna droga de diseño con capacidad de extrapolación espaciotemporal incluida entre sus efectos. Enfrente, detrás de lo que parecen depósitos abandonados a medio construir, un gigantesco edificio con forma de hongo da la sensación de querer techar esta parte de la ciudad. Está lleno de ventanas; de esas con cortinas de rollo de departamento barato. La pregunta dónde estoy, se impone a otra que debería ser la principal pero que sin embargo me niego a formular y es ¿Quién soy?
No recuerdo ni siquiera qué me despertó, o si estuve realmente dormido. Que estaba inconsciente, eso es claro. Y aún sigo en ese estado, con la única diferencia de que se me abrieron los ojos y ahora percibo. Percibo luz diurna en un cielo uniforme y gris plomo. Percibo mucha actividad en ese edificio, porque tiene pasillos exteriores como balcones que se unen por escaleras, casi al azar, sin ningún patrón definido. Me detengo analizando el sentido que podrían tener esos caprichosos diseños, y puedo ver gente que los transita. Están demasiado lejos para ver sus detalles, pero usan guardapolvos azules. Hacia mi izquierda las construcciones no son tan masivas, pero sus estructuras me son totalmente llamativas.  Aunque ya más cuadradas que el hongo, parecen cubos apilados sin mucho esmero. En algunos casos veo grandes estructuras apoyadas sobre casas  endebles, y hasta diría yo, precarias. En otros veo tanques tubulares rematados en bloques de hormigón, y todas estas edificaciones, llenas de escaleras y pasillos externos unidos por puentes de todos los tamaños.
Hasta el momento la calle había permanecido desierta, pero aparece doblando por la esquina a mi izquierda, un vehículo muy extraño. Parece un auto sin ruedas, que se deslizara sobre la cinta asfáltica de algún modo. El chasis de latón de un color crema despintado llega hasta el piso, no se ven ruedas, aunque por el sonido a pisada neumática las debe tener, sólo que dentro de su estructura. El vehículo es cilíndrico y termina en una especie de pollerita vinílica llena de inscripciones verde fluorescente. Parecen caracteres chinos, pero algo me dice que no lo son. Me distrae del espectáculo un hombre que pasa por la vereda de enfrente. Intento incorporarme un poco de mi posición pero no encuentro el comando de mis movimientos. No es ningún tipo de parálisis porque al despertar recuerdo haberme incorporado hasta quedar sentado, pero ese movimiento no fue volitivo. Ahora que quiero pararme, mi voluntad no afecta a ninguno de mis músculos. Emitir sonido con mi voz, también es imposible. Me causa alivio saber que respirar es automático porque si de mí dependiera, ya no podría seguir haciéndolo.
El hombre se detiene frente a una especie de cabina pequeña de no más de un metro y medio de altura y uno de ancho. Allí se agacha y con bastante dificultad se arrodilla en su interior. Ahora puedo ver un acolchado plástico en el piso y dos concavidades estrechas al frente, donde el hombre introduce sus brazos. Por último se inclina hacia adelante apoyando la frente en una almohadilla especialmente diseñada para que calce, y se enciende una pantalla que abarca todo el fondo de la cabina.
El hombre opera con las manos sobre la pantalla, siempre con la frente apoyada en una posición similar a la que adoptan los fieles en una iglesia cuando se hallan en profunda oración. Parece ser un cajero automático de despiadado diseño. Ojalá pudiera comunicarme con ese hombre, para saber dónde estoy y qué es todo esto.
El hombre finalmente se incorpora y sigue su camino para desaparecer de mi vista al doblar por la esquina de la derecha. Sólo entonces reparo en esa esquina. Un gran velo de humo blanco o quizás niebla, impide ver más allá.
Mi ropa es una especie de mameluco azul, demasiado estrecho para mi volumen corporal. A pesar de mi extraña vestimenta soy yo. De eso no hay dudas. Pero cuál yo. El de los sueños. El de los viajes astrales. El de las sobredosis, o el que aún no ha nacido; el muerto.
Reconozco que me resulta familiar esta sensación de saberme muerto. Ido. Terminado. Apenas presenciando un residuo de consciencia, mezcla de recuerdos inconexos con abstracciones de imágenes nunca vistas, antes de desvanecerme para siempre, o hasta el próximo chispazo de energía cósmica que queda atrapada en sí misma buscando una salida hacia adentro, y atrapado en sus continuos vórtices vuelvo a desplegar en una nueva emanación o mundo creado, o sea artificial, hasta agotar mi carga.
En el edificio con forma de hongo comienzan a encenderse de a poco sus luces interiores. El gris del cielo ya es casi negro. Y me aterra el sólo pensar que la noche me va a atrapar acá tirado. El silencio ahora es total. ¿Me habré quedado sordo? No, porque escucho una especie de motor o generador en algún lado, no muy lejos. 
Estos momentos de eternidad ilusoria presagian algo, eso lo sé. Tengo experiencia en esto de escapar de un mundo hacia otro y puedo oler que estoy en un limbo. Un espacio intermedio. Un nodo desierto, sin vida ni consciencia. Puras imágenes oníricas. Un nodo que siempre se puede atravesar airoso; sólo lleva un poco de adrenalina y una buena medida de temple. Hay trampas espacio temporales aún peores que la muerte.
La noche revela en el cielo bajo, las luces de algo artificial y estacionario allá arriba. Es una estructura compleja, apenas visible entre las nubes. Algo me dice que eso es una iglesia y estallo en carcajadas, porque no tiene nada que ver con una iglesia. Eso es un interminable enjambre de cubos transparentes como habitaciones vacías, apenas iluminadas por tubos fluorescentes en la mayoría de los casos defectuosos, que parpadean por intervalos irregulares. Eso, sea lo que sea, debe ser un error. No puede estar ahí suspendido ocupando casi todo el cielo. Quizás sea una imagen de otro mundo convergente filtrándose en este. A diferencia de todo lo demás parece estar generando energía propia. _Quizás encuentre la forma de llegar hasta allá_, pienso mientras intento desesperadamente que esa niebla se acerque hacia mí. _Este lugar es la antesala del final, es lo último… Quizás me disuelva a tiempo esta vez.
Desde la esquina opuesta a la niebla que ahora avanza lentamente por intermedio de mi voluntad, aparece otro de esos extraños vehículos. Se detiene y bajan unos tipos sin cara, de uniforme amarillo. Se paran frente a mí y los oigo hablar entre ellos. De algún modo puedo interceptar sus voces.
_Es un 911_ dice uno de ellos haciendo vibrar el vacío de su rostro. Y el otro replica_ procedan señores_. Entonces todos sacan sus armas y disparan. Siento los impactos. Me abandono a la muerte. Lo último que veo es la iglesia asomando allá arriba, entre las nubes. Puedo oír sus carcajadas. Ahora arrojan mi cuerpo junto a los demás en la patrulla y arrancan  a toda velocidad en dirección hacia la niebla.  




Eugenio J. Cáceres