viernes, 15 de noviembre de 2013

FUERTE CARGO DE CONCIENCIA









Bajás del colectivo como todas las tardes que volvés de trabajar, cruzás la placita y te internás en el barrio. A veces, llegar tiene un lánguido sabor a otros tiempos, entonces acomodás la percepción como para evitar las construcciones más modernas y en tus ojos se produce el milagro; es una tarde de invierno igual a esta, pero vos no tenés más de diez años. Te duele la garganta y el interior de las fosas nasales de tanto correr; estás jugando a la escondida y no sabés para donde corrió Laurita. Te encanta esconderte con ella, te gusta sentir como respira agitada cerca tuyo, ahogando risas, con ese perfume a limpita. No como vos que estás siempre sucio y olés a tierra y a humo, porque con los pibes se la pasan haciendo fogatas en el baldío. O tal vez sos más grande, tenés quince o dieciséis años y ya estás dando vuelta los horarios y las siete de la tarde, que hasta hace poco era el fin de la diversión, ahora es el comienzo de esa noche que promete tantas cosas.
Pero hoy tus ojos se niegan a soñar, quizás porque hace mucho frío y sólo pensás en apurar el paso para llegar pronto a tu casa. Anhelás el calor insípido de tu soledad.
Él único ser que te espera es tu enorme perro, aunque sin fiestas, con interés; no por vos, sino por la comida. Desde el día que te lo regalaron tenés la extraña sensación de que ese perro no es como los demás. En su mirada habita la indiferencia y la frialdad. Para vos ese animal es incapaz de querer o de hacerse querer. El único contacto afectivo que tienen en común es al llegar de trabajar, cuando él se te acerca casi amistosamente para que le dés de comer. Después de ese acto, entre ustedes no hay nada.
         Apenas asomado entre la bufanda y el gorro de lana, con las solapas del sobretodo levantadas, apretás las manos en los bolsillos y te maldecís por haber olvidado estúpidamente los guantes en la oficina. Mañana cuando abras el segundo cajón de tu escritorio van a estar ahí, riéndose de vos.
Al doblar la esquina, después de comprar los cigarrillos en el kiosco, esperás escuchar la nitidez de tus pasos contra el paredón de la fábrica; eso te gusta. A veces intentás silbar una melodía para aprovechar la acústica, pero ese no es tu fuerte.



Después del paredón está el baldío. Todo cambió a su alrededor, pero esa fracción de inmensidad sigue allí, intacta, virgen, acechándote desde lo atemporal. A veces, cuando hay pibes jugando en la canchita, te quedás un rato a mirar. Te reconforta saber que la tradición sigue intacta a través del tiempo. Pero cuando está solitario como ahora, te estremece y te absorbe una especie de temor sin fundamentos. Escudriñás el cañaveral del fondo con desconfianza, porque sabés que en un lugar como ese se puede esconder lo imposible; eso que acecha a los niños en la oscuridad y a las gentes simples del campo por las noches.
Un bulto se mueve más adelante entre las altas matas de pasto. Te paraliza. No te animás a seguir caminando. Eso se mueve cerca del paredón que da a la esquina y amenaza con cortarte el paso. En tu mente acomodás las cosas pensando que seguramente se trata de un perro. Si, no puede ser otra cosa que un perro hambriento y enfermo,  y por lo tanto,  muy peligroso. Disfrazás al miedo de prudencia y decidís dar un rodeo para evitar cualquier inconveniente. Pero justo cuando vas a bajar a la calle, escuchás una voz que se proyecta desde los matorrales directamente a tus nervios. El pánico no te deja percibir con claridad lo que dice el susurro, pero no tenés dudas que se trata de una mujer; una anciana.
La anciana está recostada contra la pared y sólo cuando se incorpora un poco, alcanzás a ver sus facciones. Ella vuelve a hablar con voz temblorosa y por fin sus palabras llegan nítidas hasta tus oídos, “tengo hambre y mucho frío, una ayuda por favor”. Conmovido por la situación buscas en tus bolsillos, pero casi inmediatamente le hacés un gesto de impotencia, dándole a entender que no tenés nada. Seguís caminando aunque en tus bolsillos se dejan oír unas pocas monedas que seguramente vas a necesitar mañana para pagar el colectivo.
Nunca te destacaste por ayudar a los demás. El sufrimiento ajeno no es un asunto tuyo. Aunque te considerás sensible, no vas a hacerte cargo de la situación de un extraño. Es como una especie de impedimento físico que no te permite actuar en consecuencia. Entonces aparece la reconfortante idea de Dios y le rogás que por favor se apiade de esa mujer. Tenés la absoluta certeza de que te escucha siempre. A eso le llaman fe. Porque  te juzgás un gran creyente y en consecuencia delegás todo a tal punto en ese rumor al que todos llaman Dios, que ni siquiera te das cuenta que vos sos el único que tiene la posibilidad real de ayudar a la anciana. Dios ya debe estar al tanto de todo; de tu impedimento, de tu voluntad y de tus ruegos. Pero de ella, de su frío y de su hambre, al parecer no.
Seguís caminando, pero ahora tus pasos resuenan opacos, culpables. Te repetís mentalmente que tus escasas monedas no hubieran podido sacar a esa mujer de la situación en que estaba. 
Llegás por fin a tu casa, la llave está tan fría que te hace doler los dedos. Una vez adentro tu perro te recibe ya no con su acostumbrada indiferencia, sino que esta vez parece contemplarte con desprecio. Es como si estuviera amonestándote por lo que hiciste; o lo que no hiciste. No puede ser, pensás, un perro no puede estar al tanto de esas cosas. Pero ese pensamiento no te tranquiliza y te apresurás a calentar la comida que le tenés preparada en la heladera.
De repente una violenta racha de viento te sobresalta mientras las gotas heladas comienzan a golpear en tu ventana como los huesudos nudillos de la anciana pidiendo entrar. La lluvia es atroz. Sabés que es demasiado castigo para una mujer de esa edad y tu conciencia grita “¡tenés que hacer algo!”. Estás tan alterado que pensás en salir a llevarle una manta y algo de comer, pero una vez más te dejás llevar por esa tenaz indiferencia y encendés la tele para despejarte un poco. Le das la comida a tu perro en la cocina para que no se moje y, no sin dificultad, te desentendés del asunto.
¿No debería ser más importante un ser humano que cualquier animal? Claro, seguramente hay alguien ahí afuera mucho más predispuesto que vos a ayudar; hay gente que se dedica a eso. Pero, ¿Y si nadie sabe de esa anciana excepto vos?
Te cocinás lo de siempre, un poco de carne con papas y te dejás llevar por la prepotencia del televisor. Comés apurado, estás cansado, querés acostarte y dormir; la noche allá afuera es un abismo.
Entrás al sueño bruscamente, directamente a ese averno que tanto te gusta, aunque ya estás aburrido de encontrar siempre lo mismo. Tus músculos, tus nervios y tendones, se contorsionan allá en el cuerpo que se sacude en tu cama presa de un terror intenso. Sentís que algo roza tus frazadas desde los pies hasta terminar en tu cara. Despertás sobresaltado. La habitación está helada. En la oscuridad te preguntás si se apagó la calefacción o si te olvidaste alguna ventana abierta, pero no, la estufa de gas está al máximo y la ventana está cerrada igual que la puerta que da al comedor.
Sentado en la cama, asistís con horror a un imposible desfile de imágenes que deambulan por el aire como gélidas bocanadas de vapor, intentando sin éxito formar figuras antropomórficas. Accionás la perilla del velador varias veces hasta que por fin tu razón advierte que se trata de un corte de luz. Salís de la cama y te dirigís a la cocina a buscar velas, pero cuando vas a abrir la puerta de la habitación, sentís que algo golpea con violencia desde el otro lado. Es tu perro, tu querido perro, que gruñe como una bestia infernal a la vez que se lanza contra la puerta una y otra vez. Sabías que alguna vez esto iba a suceder, pero nunca que lo haría como un agente desatado por tu propia conciencia. Confundido das la vuelta pensando en escapar por la ventana, pero algo aún más extraño te detiene. En la penumbra alcanzás a ver tu silueta en el espejo grande que perteneció a tu madre. Te acercás como hipnotizado por una deformidad que se adivina en tus contornos. La realidad se mezcla con la atmósfera del sueño reciente y los golpes de tu perro suenan como desde algún remoto lugar en el tiempo. Ahí, en el espejo, la imagen que se adivina no es la tuya. Es más pequeña y parece agazapada. La espectral luz de un relámpago te saca de la duda; es la anciana. Azotada por la lluvia, temblando por el frío, te mira mientras su rostro se deforma en un interminable rictus de desesperación hasta desencajar la mandíbula. El espejo se rompe, la ventana se abre y el agua te alcanza con sus agujas frías. Sabés que esto no puede ser otra cosa que la ira de Dios.
La culpa golpea desde tu interior con la misma insistencia que tu perro se arroja contra la puerta con la intención de derribarla. Hasta que por fin lo logra. No te queda más opción que escapar. Saltás por la ventana y salís a la intemperie, tu perro sale detrás y te alcanza. Muerde con furia inusitada. Tus esfuerzos por zafar de sus dientes te lastiman aún más y gritás con todas tus fuerzas. Y aunque la noche es un torbellino de ráfagas y truenos, hay alguien ahí afuera que te escucha pero no te puede ayudar. Está agonizando. Apartás al animal por un momento y lográs incorporarte, pero esta noche tu suerte está echada; la tierra hecha fango se abre debajo de tus pies y te engulle cerrándose después como si jamás hubieses existido. En el lugar, tu perro se queda escarbando con insistencia maligna mientras que, allá en el baldío, la muerte se apiada y rescata a la anciana del frío, del hambre, y de la cruel indiferencia de los demás.



           








                                                          




EUGENIO J. CÁCERES

jueves, 12 de septiembre de 2013

EL VERDADERO AUTOR DE MIS RELATOS







Las páginas en blanco se lucen altaneras y esta vez estoy desconcertado. Anteriormente mi trabajo se había reducido a copiar a las apuradas lo que me dictaba el verdadero autor de mis relatos: un conejo blanco, de aproximadamente dos metros y medio de altura, si contamos las orejas, que ahora permanece a mi lado en un incomprensible silencio.

Al principio me dictaba desde el patio trasero a través de la ventana cerrada, aunque yo estuviera profundamente dormido. Por esa razón, sus relatos se perdían en lo que en realidad para mí no eran más que sueños extraños y recurrentes.

Pero un día por fin se decidió a entrar. Destrozó todo a su paso. La ventana, el equipo de audio, una lámpara de pie, una mesa de luz, y lo que es peor, con su irrupción terminó por estropear mi ya malograda cordura.

Desde entonces, casi todos los días, a eso de las siete de la mañana, me despierta con una amigable patada o simplemente me hace saltar de la cama con el estruendo que produce al introducir su desmesurado cuerpo por la ventana; a pesar de que siempre le dejo la puerta del patio abierta.

Físicamente, además de torpe, es violento. Suele golpearme con demasiada frecuencia para que no me distraiga de mi tarea. Pero eso sí, jamás eleva el tono de su voz. Siempre mantiene el tono relajado y profundo de locutor de F.M. o actor de telenovelas de los setenta.

Sobre sus costumbres, las que más me llaman la atención son su inclinación hacia el relato fantástico y esa desconcertante adicción al mate amargo. Se ceba un mate tras otro durante toda la mañana mientras me dicta esas historias, siempre en primera persona, que no dejan nunca de sorprenderme. Aborrezco el mate, no así sus relatos, los cuales me resultan apasionantes.

Ahora está detrás de mí, apoyado contra la mesada de la cocina. Lo puedo ver en el reflejo de la ventana cerrada, mateando en silencio, con sus enormes orejas chocando contra el techo. Su silencio es una especie de desafío. Quizás espera que esta vez escriba algo por mi cuenta. Es muy difícil saber qué es lo que quiere, porque siempre que le pregunto cualquier cosa, lo único que recibo como respuesta es un tremendo manotazo. Sólo me queda dejar que pase el tiempo hasta el mediodía, cuando comienza a perder tamaño y consistencia. Entonces espera que yo vaya al baño o que me distraiga preparándome algo de comer, y desaparece.

Creo que su preferencia por mí, se debe a mi actual condición de desempleado. Esta situación es ideal para que le pueda dedicar el tiempo suficiente a sus escritos, cuyas hojas ya forman una pila ingobernable. Hasta el momento no me dijo qué hacer con ellos. Quizás pretenda que los publique y los de a conocer a través de mi nombre. Tal vez sueñe con ganar premios o con ser un best seller. Pero la verdad es que redacta muy mal y lamentablemente yo, aunque quisiera, no podría ayudarlo con eso, ya que mi conocimiento es muy limitado; sólo tengo secundario completo y al parecer, en las horas de lengua y literatura, no prestaba la suficiente atención.

En la radio A.M. mal sintonizada, se repiten las noticias una y otra vez como desde alguna lejanía interna. Me mantengo en silencio ante las hojas en blanco, mientras él ya va por la tercer pava. Me absorbe la actualidad nacional donde lo inaudito es rutina, donde lo impredecible se filtra en cada detalle de nuestra vida. Tan inverosímil como lo es mi propia vida; sometido por un conejo de felpa con aires de escritor.

Tengo que pensar cómo salir de este atolladero. Me propongo escribir algo en su estilo; sólo se me ocurre ser obsecuente. Miro por sobre mi hombro y ahí está, contemplándome, como una gran incógnita blanca de dos metros y medio.

En mi mente se enciende una idea que parece dar con la respuesta, y entonces él, como si estuviera leyendo mis pensamientos, asiente con un leve gesto y la confirma. Es él quien protagoniza mi próximo relato; el primero verdaderamente mío. Relato que al parecer estoy terminando, y que en nada se aparta de su estilo, de su género preferido: la ficción. 




                                                                                                Eugenio J. Cáceres  

miércoles, 7 de agosto de 2013

CHATARRA





           
            Los pesados carros de los botelleros entorpecían el tráfico de las nueve de la noche sobre el Camino Negro. Esperaban en fila para entrar al depósito por el portón grande de la esquina. Como siempre, el enano se deslizaba con destreza por sobre la chatarra organizando el acceso de los carros que se amontonaban para pesar sus cargas en la balanza. Él compraba las cargas para luego venderlas a fábricas donde eran recicladas. Su descomunal feudo estaba amurallado por un paredón de más de cuatro metros de altura, y por encima, los fierros viejos se asomaban como ominosas cumbres.
        El enano vivía solo. Su única compañía era un ovejero sin nombre que lo seguía para todos lados. No le gustaba la gente, quizás debido a ese sombrío rencor que se le había pegado, como la grasa debajo de las uñas, después de tantas burlas y crueldades sufridas desde la infancia. Él a veces sentía que Dios, ese Dios alto que había creado al hombre a su imagen y semejanza, les imponía defectos físicos a algún que otro elegido, sólo para que sus divinas criaturas, los perfectos, tuviesen de qué reírse.
        Una vez descargado el último carro, cruzó el Camino Negro en su pequeña bicicleta, a buscar a sus caballos que pastaban a orillas del arroyo. En ese momento comenzó a levantarse una espesa niebla desde las contaminadas aguas, que esta vez presentaban un excéntrico color anaranjado. Desató los tres caballos del improvisado palenque, tomó las riendas con una mano y se dispuso a cruzarlos de vuelta aprovechando la luz roja del semáforo. Luego de llevarlos hasta el fondo, cerró el portón y volvió a la parte techada bajo la cual había construido con chapas y otros materiales reciclados, una pequeña casa a su medida. Apagó algunas luces y encendió otras, después destapó una botella de vino tinto y comenzó a cocinar un bife de hígado con papas.
       

         Algo ahí afuera se movió. El inconfundible sonido de la chatarra interrumpió su cena. El enano se asomó a su ventanita y escudriñó el engañadizo claro exterior, donde la luna caía a pique sobre los montículos, evocando figuras abstractas en sus contornos mutilados. Él conocía muy bien ese sonido. Sabía que los fierros seguían acomodándose solos durante la noche. Pero este sonido en particular le pareció distinto, como de un ser vivo. Eso se parecía más a la torpeza de los enormes ratones que suelen cruzar desde el arroyo, y que a simple vista parecen cuises. Tuvo ganas de salir con la linterna y el treinta y dos, a probar puntería con lo que fuera que se estuviera moviendo ahí afuera. Pero tenía hambre y sueño, así que prefirió terminar la cena y acostarse a dormir. No quería pensar en ratas, ni en fantasmas, tampoco en aquél recurrente sueño de la chatarra; ya no quería pensar en nada.
        El enano dormía suspendido en una negrura espesa que amenazaba con atraparlo para siempre. Crecía con cada latido y su ritmo lento y amortiguado, resonaba en las paredes de su sien, mientras afuera los fierros se estremecían y se transfiguraban en algo más. En algo que nunca existió en este mundo. Algo que se pierde entre las mismas partículas de lo no creado. 
        El átomo oscuro animó a la materia inerte como en un siniestro experimento y el enano escuchó su propia risa desde afuera, entre sueños. La luna desapareció detrás del paredón del oeste y en medio del reptante caos, se desató el horror en la fulgurante mañana. Hubo un pequeño derrumbe desde lo alto de un montículo. La carcaza de una chimenea al rodar se había enredado en la cadena de una moto, que antes de llegar al suelo había enganchado dos aspas laceradas, junto con una triple conexión de caños que escupían agua podrida con óxido. Entonces la cadena ajustó mejor las partes, y parodiando un rudimentario sistema nervioso, intentó algunos espasmódicos movimientos en el lugar.



       A eso de las siete el enano ya estaba mateando en la puerta esperando a los camiones. Después de haber juntado algunos fierros que yacían extrañamente esparcidos cerca de la entrada.
        Sobre el ripio de la calle de tierra apisonada, soplaba un viento tibio que se mezclaba con el humo del fuego recién encendido en la parrilla de enfrente. El enano se desperezaba mientras sus ojos adormilados se posaban sobre el destartalado camión del Chino, que se sacudía obscenamente bajando la banquina del Camino Negro. Cuando el Chino detuvo el camión frente a la entrada, no pudo evitar que su panza se moviera al ritmo de los estertores de la risa que le provocaban los saltitos que daba el enano para llegar a las numerosas trabas del portón. De reojo, el enano lo puteaba. Porque aunque no lo había visto, sabía que siempre hacía lo mismo. 
Con la mano le hizo señas para entrar y cuando lo tuvo al lado, se paró sobre una pila de cajones de gaseosas, para que lo viera desde la cabina sin tener que asomarse socarronamente, mirando hacia abajo como si se tratara de un insecto.
        _ Buen día_ dijo el Chino conteniendo la risa.
        _ Sí, buen día _ contestó el enano.

       

 La mañana gris transcurrió sin demasiado movimiento. Al mediodía justo cuando el hambre ya lo mortificaba, llegaron tres camiones juntos a comprar. Una vez despachados, por fin pudo cerrar. Ya muy tarde. Y almorzó ofuscado, como siempre.
  Después de las tres, el enano se tiró a hacer una siesta en la butaca de atrás de la carrocería de un Falcon sin ruedas ni motor. No pudo conciliar el sueño fácilmente, dormitaba alerta a todo como un animal. Su diminuta aura se agitaba invadida por extrañas vibraciones, como si la misma nada, el vacío, mordisqueara sus contornos.
        Cuando sus párpados por fin se cerraron, allá afuera, entre la chatarra, otros ojos se abrieron. La visión es al ras del suelo. No hay una buena definición en los colores. Se ve la mano de un niño jugando entre los fierros, pero ese chico no tendría que estar ahí. No. Porque ahora empieza la siniestra danza de la chatarra. Los ojos se encandilan hasta la locura y después todo es confuso. Algo se agita violentamente, la mano se engancha en un alambre de púas que se cierra enrollándose como una trampa y en el depósito retumba un grito que se filtra en el sueño del enano y casi lo despierta. Pero no. Sigue durmiendo mientras el cuerpo del niño es triturado bajo el peso de esas afiladas puntas que se hunden y cercenan. El particular olor de la sangre atrae al ovejero. En la visión aparece el hocico inquieto acercándose demasiado a la sangre que gotea entre el feroz amasijo. Eso  ahora está expectante. Desde arriba. Y desde el imposible centro de un vórtice maligno de voracidad incontenible, vuelve a atacar. La visión se estanca en el rojo de los párpados aún cerrados del enano; es el sol que se empeña en taladrarle los ojos, reflejando su brillo con calculada malicia sobre el cromado de una llanta.
  Al despertar, pudo escuchar tenues sonidos entre los fierros. Eran pequeños golpes imposibles de localizar. Se levantó y casi sin abrir los ojos, cruzó a los caballos a pastar a orillas del arroyo que esta vez estaba repleto de espuma. Los ató y se quedó allí, contemplando los blancos copos que se levantaban por el aire para luego volver a caer. Dirigió su mirada hacia el oeste y más allá del suburbio, presintió la noche. Sintió miedo y tuvo ganas de escapar, pero ¿de quién? ¿de qué?
          Atravesando el Camino Negro de regreso, notó a su lado la ausencia del ovejero. Lo buscó alrededor, silbó varias veces, pero enseguida desistió; ya iba a aparecer. Una vez adentro, encontró chatarra esparcida por todos lados, pero estaba demasiado adormilado para andar acomodándolas. Puteó a los gritos para que oyera quién hubiera osado entrar mientras dormía la siesta. En su interior culpó a los chicos que paraban en la otra esquina, aunque sabía que le tenían tanto miedo, que ni siquiera se atrevían a pasar por la puerta. Cuando pasaban, lo hacían corriendo. Pero había pibes que en su afán de demostrarles a los demás su valentía, llegaban a meterse y a robarse cosas a modo de trofeo. Entre esos chicos, entrar al corralón era el desafío máximo.
       


          Oscuras nubes acechaban al sur desde el sur, y la luz del sol pasaba oblicua por sobre los techos de las casas. El asfalto reseco, sediento, el verdín estancado, todo, parecía anhelar la presencia del agua.
        Dentro de los límites de su feudo, el enano veía estirarse las sombras, alargándose hasta unirse sobre los rojizos valles de óxido. La lluvia inminente le erizaba la piel, como cuando en su niñez, alguien (no recordaba quién), le hablaba del fin del mundo. Sólo guardaba en su memoria los increíbles rastros de esa voz. ¿Por qué no recordaba nada más? Sería cuestión de hacer un esfuerzo. Alguna vez debía intentarlo y animarse a entrar en esa galería espectral que anida en lo profundo de la mente. En ese ruinoso sueño sin fin donde gobiernan los resabios de la razón. Sería cuestión de encarar de una vez por todas su pasado, y visitar ese lugar donde acechan los recuerdos como pesadillas. O si no, quizás, podría usar el treinta y dos y terminar con todo... quizás...
    No, lo mejor sería dejar de pensar tanto y salir a la puerta a tomarse unos amargos.
_ ¿Dónde se habrá metido el ovejero? _ se preguntó, sin querer, en voz alta.


        Contra las amarillas luces del Camino Negro, la intensidad del aguacero hacía las veces de descolorido telón de fondo a la escena: las ruedas de los carros se hundían en el barro de la entrada y los botelleros azotaban a los caballos empujándolos a realizar un último esfuerzo para no quedar empantanados. El enano iba y venía de la balanza al portón, protegido por un piloto negro con capucha, bajo el cual se veía como una especie de duende de la chatarra. Sólo era visible desde lo alto de los carros, gracias a las botas Pampero amarillas con las cuales trepaba las estrechas cornisas de esos montes de hierro, aluminio, y cinc, a pesar de los torrentes de agua que bajaban por sus laderas, como enloquecidas cascadas.
        Después de despacharlos a todos con la misma eficacia de siempre, cerró el pesado portón y se internó en aquella inquietante soledad. Esa oscuridad, ahora plagada de truenos y presagios, era su único refugio. El útero donde se amparaba del mundo. Porque se sabía una especie de no nato, un feto para los demás. De alguna manera sentía que aún se estaba gestando y que ese amasijo de fierros retorcidos, era la placenta de la cual se estaba alimentando la verdadera vida.
          Ahora el enano duerme arrullado por el escándalo del agua contra las chapas del tinglado. Sueña que está afuera, en la tormenta, esperando algo. Lentamente en un proceso ajeno a su voluntad, su ser se extiende hasta abarcar todo el lugar, y si se estira un poco, le es posible asomarse por arriba de los paredones y contemplar el exterior. Después del éxtasis inicial, vuelve su poderosa atención sobre los fierros que al contacto con esta, efectúan torpes movimientos como enfermizas criaturas recién nacidas.
            Las propiedades del agua en su fluidez favorecen el fenómeno que aumenta sin control: un amontonamiento se separa del resto y se ensambla estremeciéndose como un insecto patas para arriba, luego se arrastra o camina. Desde lo alto, otra agrupación amorfa rueda con velocidad. Otra salta sobre si misma a medida que se agranda enganchando más partes. Pero el sublimado ser del enano está demasiado entretenido para ver los fierros que ahora trepan por las paredes, valiéndose de ganchos como arácnidos. O los que se cuelgan de los cables de la luz y suben al techo de su propia casa, dejando a su paso un babeante rastro de aceite quemado.



        El enano despertó aterrado, se levantó sin encender la luz y a tientas buscó el revolver que guardaba debajo de la cama. Lo tomó con cuidado, estaba más pesado que nunca. Encaró la puerta desencajado, la abrió dispuesto a disparar, pero no pudo ver nada allá afuera. Sólo la lluvia.
        Sabía que era inútil, porque lo que lo había despertado esta vez, no había sido provocado por un gato ni por una rata, sino que había sido otra de esas pesadillas. Pesadillas de las cuales sólo recordaba fragmentos. Fragmentos como los que se habían unido para trepar a su inmunda casucha y que al despertarlo a causa del sonido de esos imposibles pasos sobre el techo de cinc, se separaron estrepitosamente cayendo sobre las chapas. Pedazos de un sueño pavoroso; el recurrente sueño de la chatarra. Pedazos. Abominables piezas que ahora yacían inertes, ocultando en el interior de sus montículos, los cadáveres lacerados de un niño y un perro. Cadáveres que fueron encontrados a la mañana siguiente por la policía, después de haber retirado el cuerpo sin vida del enano, que se había disparado en la cabeza con un revolver calibre treinta y dos.











Eugenio J. Cáceres

martes, 5 de marzo de 2013

EL CIELO SOBRE NUEVA DELHI







Desde el aire, por sobre los techos de las casas, el viejo Avatar transita sus últimas horas sobre este mundo, recorriendo la ciudad a la altura de los palomares que a su paso, se desgarran en oscuras bandadas. Es una mañana caliente y gris como tantas otras. Tantas, que le parece haber vivido sus ciento cuarenta años, en un solo e intenso día gris.
Allá abajo, Nueva Delhi parece un cementerio abarrotado de nichos abiertos esperando a sus inquietos moribundos. Allí todo se mueve al ritmo irregular de las desafinadas cítaras de los músicos callejeros, donde las campanillas de los carros y las bocinas de los autos, se mezclan con los cánticos que acompañan alguna temprana procesión.
Arrebatado de compasión y agradecimiento, el Santo posa sus ojos sobre los matices ocres de la ciudad amada, queriendo guardarlos para siempre en su memoria. Pero sabe que es imposible, porque le espera un presente absoluto, subyugante, como el de los recién nacidos. Sabe que, un poco más arriba, sobre el cielo de Nueva Delhi, existe la colosal morada donde habitan los Dioses. Hacia allí se dirige, libre al fin de la influencia de la gravedad de este mundo y de toda la densidad de la materia.
Llegando al Delhi financiero, las altas torres de cristal, le obligan a ganar altura. Desde un quinto piso, a una somnolienta secretaria le parece ver algo a la distancia. Deja el café a un lado y se calza los anteojos para ver de lejos. Maravillada, presencia el vuelo del anciano que sin vehículo alguno, erguido como si estuviera de pie, con su barba y sus cabellos blancos arrollados en trenzas ondeando por el efecto del viento, avanza entre los edificios. No lleva más vestimenta que un manto anaranjado ajustado a sus caderas, y su torso desnudo, se ve misteriosamente iluminado por un resplandor ambarino.
Un taxista que lee una historieta apoyado en el capó de su auto estacionado en una esquina, levanta la vista y detrás de unos colosales carteles de publicidad, ve al Santo que lentamente se desplaza por el aire. De inmediato sube al auto y después de lidiar con el arranque, lo sigue a toda velocidad por el centro de la ciudad. A pesar de que por momentos lo pierde, no se rinde y acelera tomando todos los atajos que conoce. La visión lo abstrae a tal punto, que al sobrepasar a unos carros en una avenida, casi golpea los cuartos traseros de una vaca sagrada.
Un semáforo en rojo y su consiguiente marea de personas, bicicletas, motos y autos, lo detiene. Abre la puerta y baja para seguirlo aunque más no sea con la mirada mientras se aleja en dirección al aeropuerto, desapareciendo detrás de los edificios.
En el tablero electrónico del hall central del aeropuerto el reloj marca las diez y media. Parados en el medio de la sala mirando ansiosamente hacia las puertas automáticas, hay cuatro jóvenes vestidos con impecables trajes occidentales; son los cuatro discípulos del Avatar. Lo están esperando. Están vestidos de esa manera por un expreso pedido del viejo, que varios meses atrás, les mandó a confeccionar cuatro trajes a medida en una de las mejores tiendas de la ciudad. No tuvieron más remedio que acceder a usarlos, ya que según les dijo, eran para una ocasión especial, una despedida. Después de casi veinte años bajo su tutela, el anciano ya los había acostumbrado a sus desconcertantes excentricidades.
Esos cuatro jóvenes de grandes ojos negros y piel cobriza, son los herederos de una de las ramas del conocimiento más antigua de la India y tienen por delante la apasionante tarea de conservarla y hacerla perdurar en el tiempo. Conocen el secreto y caminan sin temores por la senda del filo de la espada, porque pertenecen a la escuela donde se forman los Dioses. Esta mañana es especial, en el interior de cada uno de ellos existe una inusitada cantidad de sentimientos encontrados. Saben que el viejo los citó allí para despedirse y también saben que desde que entró en Samadhi su comportamiento es cada vez más extraño. Ingenuamente creen que se trata de un viaje a algún lejano lugar para recluirse en soledad los últimos años que le quedan de vida como es la costumbre de muchos Santos. No saben que se trata de otro viaje, uno más osado e increíble.
Desbordantes de energía, la mirada de los cuatro no se aparta de la entrada principal ni por un instante. La puerta automática se abre presurosa para dejar salir a un maletero que empuja un gigantesco carro cargado hasta arriba de mochilas y equipos para caza mayor y menor, pero cuando está a punto de cerrarse detrás, la puerta duda y se vuelve a abrir sin que nadie se aproxime. Los discípulos se miran entre sí mientras una leve sonrisa se les dibuja en los labios. Se acercan unos pasos y a la distancia ven la inconfundible silueta del maestro, que viene caminando sin prisa. La puerta lo espera y sólo una vez que se encuentra varios metros dentro del hall, se cierra.
El viejo, sin detenerse junto a ellos, sigue caminando hacia la puerta donde se aborda el ómnibus que traslada a los pasajeros hasta el avión. Alrededor nadie parece verlo. Sale a la pista de aterrizaje, se detiene y se vuelve para mirar a sus discípulos con los brazos extendidos imitando las alas de un avión. Se ríe y ellos saben que se está burlando de la moderna idea de volar. El viejo señala hacia arriba con gran solemnidad y ellos comprenden que el maestro está por realizar una proeza de tal magnitud, que hace ver a toda esa sofisticada tecnología que lo rodea, como algo anticuado y obsoleto. Una hazaña de la que sólo oyeron hablar en las leyendas; la ascensión a los cielos en cuerpo y alma.
Ellos no saben qué hacer, intentan salir con él, pero los detiene el personal del aeropuerto para pedirles los pasajes; no tienen. Entonces los cuatro a la vez, captan la magnitud de la enseñanza: el viejo había elegido mantener la distancia de sus alumnos, para de esa manera simbolizar los obstáculos que todavía les impiden a ellos realizar un viaje como ese. En medio de lo sublime de la situación, también logran descifrar el sutil propósito de los trajes occidentales y aunque entienden que se trata de una broma, no pueden reír como quisieran, porque en el fondo están conmovidos por el profundo significado de la última lección del maestro. Sin esos trajes, al ver el aspecto de sus acostumbrados mantos raídos, emblemas de renunciamiento y de pobreza, no les hubieran permitido esperar en el hall ni cinco minutos, los habrían sacado del lugar por la fuerza los de la seguridad confundiéndolos con mendigos. Pero en vez de eso, los tomaron por respetables hombres de negocio, que ahora se tienen que quedar ahí, del otro lado de la valla, vestidos como asépticos materialistas, mientras el viejo Avatar emprende el vuelo más maravilloso que se pueda concebir.
El viejo, al tanto de todo, desde la pista los saluda uniendo las manos a la altura del pecho, los contempla un instante y después se eleva, pleno de luz, a través de las oscuras nubes que se abren para recibirlo, dejando ver por un instante en su interior, esa miríada de Dioses que habitan allá arriba, en el cielo sobre Nueva Delhi.

Eugenio J. Cáceres