martes, 5 de marzo de 2013

EL CIELO SOBRE NUEVA DELHI







Desde el aire, por sobre los techos de las casas, el viejo Avatar transita sus últimas horas sobre este mundo, recorriendo la ciudad a la altura de los palomares que a su paso, se desgarran en oscuras bandadas. Es una mañana caliente y gris como tantas otras. Tantas, que le parece haber vivido sus ciento cuarenta años, en un solo e intenso día gris.
Allá abajo, Nueva Delhi parece un cementerio abarrotado de nichos abiertos esperando a sus inquietos moribundos. Allí todo se mueve al ritmo irregular de las desafinadas cítaras de los músicos callejeros, donde las campanillas de los carros y las bocinas de los autos, se mezclan con los cánticos que acompañan alguna temprana procesión.
Arrebatado de compasión y agradecimiento, el Santo posa sus ojos sobre los matices ocres de la ciudad amada, queriendo guardarlos para siempre en su memoria. Pero sabe que es imposible, porque le espera un presente absoluto, subyugante, como el de los recién nacidos. Sabe que, un poco más arriba, sobre el cielo de Nueva Delhi, existe la colosal morada donde habitan los Dioses. Hacia allí se dirige, libre al fin de la influencia de la gravedad de este mundo y de toda la densidad de la materia.
Llegando al Delhi financiero, las altas torres de cristal, le obligan a ganar altura. Desde un quinto piso, a una somnolienta secretaria le parece ver algo a la distancia. Deja el café a un lado y se calza los anteojos para ver de lejos. Maravillada, presencia el vuelo del anciano que sin vehículo alguno, erguido como si estuviera de pie, con su barba y sus cabellos blancos arrollados en trenzas ondeando por el efecto del viento, avanza entre los edificios. No lleva más vestimenta que un manto anaranjado ajustado a sus caderas, y su torso desnudo, se ve misteriosamente iluminado por un resplandor ambarino.
Un taxista que lee una historieta apoyado en el capó de su auto estacionado en una esquina, levanta la vista y detrás de unos colosales carteles de publicidad, ve al Santo que lentamente se desplaza por el aire. De inmediato sube al auto y después de lidiar con el arranque, lo sigue a toda velocidad por el centro de la ciudad. A pesar de que por momentos lo pierde, no se rinde y acelera tomando todos los atajos que conoce. La visión lo abstrae a tal punto, que al sobrepasar a unos carros en una avenida, casi golpea los cuartos traseros de una vaca sagrada.
Un semáforo en rojo y su consiguiente marea de personas, bicicletas, motos y autos, lo detiene. Abre la puerta y baja para seguirlo aunque más no sea con la mirada mientras se aleja en dirección al aeropuerto, desapareciendo detrás de los edificios.
En el tablero electrónico del hall central del aeropuerto el reloj marca las diez y media. Parados en el medio de la sala mirando ansiosamente hacia las puertas automáticas, hay cuatro jóvenes vestidos con impecables trajes occidentales; son los cuatro discípulos del Avatar. Lo están esperando. Están vestidos de esa manera por un expreso pedido del viejo, que varios meses atrás, les mandó a confeccionar cuatro trajes a medida en una de las mejores tiendas de la ciudad. No tuvieron más remedio que acceder a usarlos, ya que según les dijo, eran para una ocasión especial, una despedida. Después de casi veinte años bajo su tutela, el anciano ya los había acostumbrado a sus desconcertantes excentricidades.
Esos cuatro jóvenes de grandes ojos negros y piel cobriza, son los herederos de una de las ramas del conocimiento más antigua de la India y tienen por delante la apasionante tarea de conservarla y hacerla perdurar en el tiempo. Conocen el secreto y caminan sin temores por la senda del filo de la espada, porque pertenecen a la escuela donde se forman los Dioses. Esta mañana es especial, en el interior de cada uno de ellos existe una inusitada cantidad de sentimientos encontrados. Saben que el viejo los citó allí para despedirse y también saben que desde que entró en Samadhi su comportamiento es cada vez más extraño. Ingenuamente creen que se trata de un viaje a algún lejano lugar para recluirse en soledad los últimos años que le quedan de vida como es la costumbre de muchos Santos. No saben que se trata de otro viaje, uno más osado e increíble.
Desbordantes de energía, la mirada de los cuatro no se aparta de la entrada principal ni por un instante. La puerta automática se abre presurosa para dejar salir a un maletero que empuja un gigantesco carro cargado hasta arriba de mochilas y equipos para caza mayor y menor, pero cuando está a punto de cerrarse detrás, la puerta duda y se vuelve a abrir sin que nadie se aproxime. Los discípulos se miran entre sí mientras una leve sonrisa se les dibuja en los labios. Se acercan unos pasos y a la distancia ven la inconfundible silueta del maestro, que viene caminando sin prisa. La puerta lo espera y sólo una vez que se encuentra varios metros dentro del hall, se cierra.
El viejo, sin detenerse junto a ellos, sigue caminando hacia la puerta donde se aborda el ómnibus que traslada a los pasajeros hasta el avión. Alrededor nadie parece verlo. Sale a la pista de aterrizaje, se detiene y se vuelve para mirar a sus discípulos con los brazos extendidos imitando las alas de un avión. Se ríe y ellos saben que se está burlando de la moderna idea de volar. El viejo señala hacia arriba con gran solemnidad y ellos comprenden que el maestro está por realizar una proeza de tal magnitud, que hace ver a toda esa sofisticada tecnología que lo rodea, como algo anticuado y obsoleto. Una hazaña de la que sólo oyeron hablar en las leyendas; la ascensión a los cielos en cuerpo y alma.
Ellos no saben qué hacer, intentan salir con él, pero los detiene el personal del aeropuerto para pedirles los pasajes; no tienen. Entonces los cuatro a la vez, captan la magnitud de la enseñanza: el viejo había elegido mantener la distancia de sus alumnos, para de esa manera simbolizar los obstáculos que todavía les impiden a ellos realizar un viaje como ese. En medio de lo sublime de la situación, también logran descifrar el sutil propósito de los trajes occidentales y aunque entienden que se trata de una broma, no pueden reír como quisieran, porque en el fondo están conmovidos por el profundo significado de la última lección del maestro. Sin esos trajes, al ver el aspecto de sus acostumbrados mantos raídos, emblemas de renunciamiento y de pobreza, no les hubieran permitido esperar en el hall ni cinco minutos, los habrían sacado del lugar por la fuerza los de la seguridad confundiéndolos con mendigos. Pero en vez de eso, los tomaron por respetables hombres de negocio, que ahora se tienen que quedar ahí, del otro lado de la valla, vestidos como asépticos materialistas, mientras el viejo Avatar emprende el vuelo más maravilloso que se pueda concebir.
El viejo, al tanto de todo, desde la pista los saluda uniendo las manos a la altura del pecho, los contempla un instante y después se eleva, pleno de luz, a través de las oscuras nubes que se abren para recibirlo, dejando ver por un instante en su interior, esa miríada de Dioses que habitan allá arriba, en el cielo sobre Nueva Delhi.

Eugenio J. Cáceres