Desde el aire,
por sobre los techos de las casas, el viejo Avatar transita sus últimas horas
sobre este mundo, recorriendo la ciudad a la altura de los palomares que a su
paso, se desgarran en oscuras bandadas. Es una mañana caliente y gris como
tantas otras. Tantas, que le parece haber vivido sus ciento cuarenta años, en
un solo e intenso día gris.
Allá abajo, Nueva
Delhi parece un cementerio abarrotado de nichos abiertos esperando a sus
inquietos moribundos. Allí todo se mueve al ritmo irregular de las desafinadas
cítaras de los músicos callejeros, donde las campanillas de los carros y las
bocinas de los autos, se mezclan con los cánticos que acompañan alguna temprana
procesión.
Arrebatado de
compasión y agradecimiento, el Santo posa sus ojos sobre los matices ocres de
la ciudad amada, queriendo guardarlos para siempre en su memoria. Pero sabe que
es imposible, porque le espera un presente absoluto, subyugante, como el de los
recién nacidos. Sabe que, un poco más arriba, sobre el cielo de Nueva Delhi,
existe la colosal morada donde habitan los Dioses. Hacia allí se dirige, libre
al fin de la influencia de la gravedad de este mundo y de toda la densidad de
la materia.
Llegando al Delhi
financiero, las altas torres de cristal, le obligan a ganar altura. Desde un
quinto piso, a una somnolienta secretaria le parece ver algo a la distancia.
Deja el café a un lado y se calza los anteojos para ver de lejos. Maravillada,
presencia el vuelo del anciano que sin vehículo alguno, erguido como si
estuviera de pie, con su barba y sus cabellos blancos arrollados en trenzas
ondeando por el efecto del viento, avanza entre los edificios. No lleva más
vestimenta que un manto anaranjado ajustado a sus caderas, y su torso desnudo,
se ve misteriosamente iluminado por un resplandor ambarino.
Un taxista que
lee una historieta apoyado en el capó de su auto estacionado en una esquina,
levanta la vista y detrás de unos colosales carteles de publicidad, ve al Santo
que lentamente se desplaza por el aire. De inmediato sube al auto y después de
lidiar con el arranque, lo sigue a toda velocidad por el centro de la ciudad. A
pesar de que por momentos lo pierde, no se rinde y acelera tomando todos los
atajos que conoce. La visión lo abstrae a tal punto, que al sobrepasar a unos
carros en una avenida, casi golpea los cuartos traseros de una vaca sagrada.
Un semáforo en
rojo y su consiguiente marea de personas, bicicletas, motos y autos, lo
detiene. Abre la puerta y baja para seguirlo aunque más no sea con la mirada
mientras se aleja en dirección al aeropuerto, desapareciendo detrás de los
edificios.
En el tablero
electrónico del hall central del aeropuerto el reloj marca las diez y media.
Parados en el medio de la sala mirando ansiosamente hacia las puertas automáticas,
hay cuatro jóvenes vestidos con impecables trajes occidentales; son los cuatro
discípulos del Avatar. Lo están esperando. Están vestidos de esa manera por un
expreso pedido del viejo, que varios meses atrás, les mandó a confeccionar
cuatro trajes a medida en una de las mejores tiendas de la ciudad. No tuvieron
más remedio que acceder a usarlos, ya que según les dijo, eran para una
ocasión especial, una despedida. Después de casi veinte años bajo su tutela,
el anciano ya los había acostumbrado a sus desconcertantes excentricidades.
Esos cuatro
jóvenes de grandes ojos negros y piel cobriza, son los herederos de una de las
ramas del conocimiento más antigua de la India y tienen por delante la apasionante tarea
de conservarla y hacerla perdurar en el tiempo. Conocen el secreto y caminan
sin temores por la senda del filo de la espada, porque pertenecen a la escuela
donde se forman los Dioses. Esta mañana es especial, en el interior de cada uno
de ellos existe una inusitada cantidad de sentimientos encontrados. Saben que
el viejo los citó allí para despedirse y también saben que desde que entró en Samadhi su comportamiento es cada vez más extraño. Ingenuamente creen
que se trata de un viaje a algún lejano lugar para recluirse en soledad los
últimos años que le quedan de vida como es la costumbre de muchos Santos. No
saben que se trata de otro viaje, uno más osado e increíble.
Desbordantes de
energía, la mirada de los cuatro no se aparta de la entrada principal ni por un
instante. La puerta automática se abre presurosa para dejar salir a un maletero
que empuja un gigantesco carro cargado hasta arriba de mochilas y equipos para
caza mayor y menor, pero cuando está a punto de cerrarse detrás, la puerta duda
y se vuelve a abrir sin que nadie se aproxime. Los discípulos se miran entre sí
mientras una leve sonrisa se les dibuja en los labios. Se acercan unos pasos y
a la distancia ven la inconfundible silueta del maestro, que viene caminando
sin prisa. La puerta lo espera y sólo una vez que se encuentra varios metros
dentro del hall, se cierra.
El viejo, sin
detenerse junto a ellos, sigue caminando hacia la puerta donde se aborda el
ómnibus que traslada a los pasajeros hasta el avión. Alrededor nadie parece
verlo. Sale a la pista de aterrizaje, se detiene y se vuelve para mirar a sus
discípulos con los brazos extendidos imitando las alas de un avión. Se ríe y
ellos saben que se está burlando de la moderna idea de volar. El viejo señala
hacia arriba con gran solemnidad y ellos comprenden que el maestro está por
realizar una proeza de tal magnitud, que hace ver a toda esa sofisticada
tecnología que lo rodea, como algo anticuado y obsoleto. Una hazaña de la que
sólo oyeron hablar en las leyendas; la ascensión a los cielos en cuerpo y alma.
Ellos no saben qué
hacer, intentan salir con él, pero los detiene el personal del aeropuerto para
pedirles los pasajes; no tienen. Entonces los cuatro a la vez, captan la
magnitud de la enseñanza: el viejo había elegido mantener la distancia de sus
alumnos, para de esa manera simbolizar los obstáculos que todavía les impiden a
ellos realizar un viaje como ese. En medio de lo sublime de la situación,
también logran descifrar el sutil propósito de los trajes occidentales y aunque
entienden que se trata de una broma, no pueden reír como quisieran, porque en
el fondo están conmovidos por el profundo significado de la última lección del
maestro. Sin esos trajes, al ver el aspecto de sus acostumbrados mantos raídos,
emblemas de renunciamiento y de pobreza, no les hubieran permitido esperar en
el hall ni cinco minutos, los habrían sacado del lugar por la fuerza los de la
seguridad confundiéndolos con mendigos. Pero en vez de eso, los tomaron por
respetables hombres de negocio, que ahora se tienen que quedar ahí, del otro
lado de la valla, vestidos como asépticos materialistas, mientras el viejo
Avatar emprende el vuelo más maravilloso que se pueda concebir.
El viejo, al
tanto de todo, desde la pista los saluda uniendo las manos a la altura del
pecho, los contempla un instante y después se eleva, pleno de luz, a través de
las oscuras nubes que se abren para recibirlo, dejando ver por un instante en
su interior, esa miríada de Dioses que habitan allá arriba, en el cielo sobre
Nueva Delhi.
Eugenio J.
Cáceres