miércoles, 7 de agosto de 2013

CHATARRA





           
            Los pesados carros de los botelleros entorpecían el tráfico de las nueve de la noche sobre el Camino Negro. Esperaban en fila para entrar al depósito por el portón grande de la esquina. Como siempre, el enano se deslizaba con destreza por sobre la chatarra organizando el acceso de los carros que se amontonaban para pesar sus cargas en la balanza. Él compraba las cargas para luego venderlas a fábricas donde eran recicladas. Su descomunal feudo estaba amurallado por un paredón de más de cuatro metros de altura, y por encima, los fierros viejos se asomaban como ominosas cumbres.
        El enano vivía solo. Su única compañía era un ovejero sin nombre que lo seguía para todos lados. No le gustaba la gente, quizás debido a ese sombrío rencor que se le había pegado, como la grasa debajo de las uñas, después de tantas burlas y crueldades sufridas desde la infancia. Él a veces sentía que Dios, ese Dios alto que había creado al hombre a su imagen y semejanza, les imponía defectos físicos a algún que otro elegido, sólo para que sus divinas criaturas, los perfectos, tuviesen de qué reírse.
        Una vez descargado el último carro, cruzó el Camino Negro en su pequeña bicicleta, a buscar a sus caballos que pastaban a orillas del arroyo. En ese momento comenzó a levantarse una espesa niebla desde las contaminadas aguas, que esta vez presentaban un excéntrico color anaranjado. Desató los tres caballos del improvisado palenque, tomó las riendas con una mano y se dispuso a cruzarlos de vuelta aprovechando la luz roja del semáforo. Luego de llevarlos hasta el fondo, cerró el portón y volvió a la parte techada bajo la cual había construido con chapas y otros materiales reciclados, una pequeña casa a su medida. Apagó algunas luces y encendió otras, después destapó una botella de vino tinto y comenzó a cocinar un bife de hígado con papas.
       

         Algo ahí afuera se movió. El inconfundible sonido de la chatarra interrumpió su cena. El enano se asomó a su ventanita y escudriñó el engañadizo claro exterior, donde la luna caía a pique sobre los montículos, evocando figuras abstractas en sus contornos mutilados. Él conocía muy bien ese sonido. Sabía que los fierros seguían acomodándose solos durante la noche. Pero este sonido en particular le pareció distinto, como de un ser vivo. Eso se parecía más a la torpeza de los enormes ratones que suelen cruzar desde el arroyo, y que a simple vista parecen cuises. Tuvo ganas de salir con la linterna y el treinta y dos, a probar puntería con lo que fuera que se estuviera moviendo ahí afuera. Pero tenía hambre y sueño, así que prefirió terminar la cena y acostarse a dormir. No quería pensar en ratas, ni en fantasmas, tampoco en aquél recurrente sueño de la chatarra; ya no quería pensar en nada.
        El enano dormía suspendido en una negrura espesa que amenazaba con atraparlo para siempre. Crecía con cada latido y su ritmo lento y amortiguado, resonaba en las paredes de su sien, mientras afuera los fierros se estremecían y se transfiguraban en algo más. En algo que nunca existió en este mundo. Algo que se pierde entre las mismas partículas de lo no creado. 
        El átomo oscuro animó a la materia inerte como en un siniestro experimento y el enano escuchó su propia risa desde afuera, entre sueños. La luna desapareció detrás del paredón del oeste y en medio del reptante caos, se desató el horror en la fulgurante mañana. Hubo un pequeño derrumbe desde lo alto de un montículo. La carcaza de una chimenea al rodar se había enredado en la cadena de una moto, que antes de llegar al suelo había enganchado dos aspas laceradas, junto con una triple conexión de caños que escupían agua podrida con óxido. Entonces la cadena ajustó mejor las partes, y parodiando un rudimentario sistema nervioso, intentó algunos espasmódicos movimientos en el lugar.



       A eso de las siete el enano ya estaba mateando en la puerta esperando a los camiones. Después de haber juntado algunos fierros que yacían extrañamente esparcidos cerca de la entrada.
        Sobre el ripio de la calle de tierra apisonada, soplaba un viento tibio que se mezclaba con el humo del fuego recién encendido en la parrilla de enfrente. El enano se desperezaba mientras sus ojos adormilados se posaban sobre el destartalado camión del Chino, que se sacudía obscenamente bajando la banquina del Camino Negro. Cuando el Chino detuvo el camión frente a la entrada, no pudo evitar que su panza se moviera al ritmo de los estertores de la risa que le provocaban los saltitos que daba el enano para llegar a las numerosas trabas del portón. De reojo, el enano lo puteaba. Porque aunque no lo había visto, sabía que siempre hacía lo mismo. 
Con la mano le hizo señas para entrar y cuando lo tuvo al lado, se paró sobre una pila de cajones de gaseosas, para que lo viera desde la cabina sin tener que asomarse socarronamente, mirando hacia abajo como si se tratara de un insecto.
        _ Buen día_ dijo el Chino conteniendo la risa.
        _ Sí, buen día _ contestó el enano.

       

 La mañana gris transcurrió sin demasiado movimiento. Al mediodía justo cuando el hambre ya lo mortificaba, llegaron tres camiones juntos a comprar. Una vez despachados, por fin pudo cerrar. Ya muy tarde. Y almorzó ofuscado, como siempre.
  Después de las tres, el enano se tiró a hacer una siesta en la butaca de atrás de la carrocería de un Falcon sin ruedas ni motor. No pudo conciliar el sueño fácilmente, dormitaba alerta a todo como un animal. Su diminuta aura se agitaba invadida por extrañas vibraciones, como si la misma nada, el vacío, mordisqueara sus contornos.
        Cuando sus párpados por fin se cerraron, allá afuera, entre la chatarra, otros ojos se abrieron. La visión es al ras del suelo. No hay una buena definición en los colores. Se ve la mano de un niño jugando entre los fierros, pero ese chico no tendría que estar ahí. No. Porque ahora empieza la siniestra danza de la chatarra. Los ojos se encandilan hasta la locura y después todo es confuso. Algo se agita violentamente, la mano se engancha en un alambre de púas que se cierra enrollándose como una trampa y en el depósito retumba un grito que se filtra en el sueño del enano y casi lo despierta. Pero no. Sigue durmiendo mientras el cuerpo del niño es triturado bajo el peso de esas afiladas puntas que se hunden y cercenan. El particular olor de la sangre atrae al ovejero. En la visión aparece el hocico inquieto acercándose demasiado a la sangre que gotea entre el feroz amasijo. Eso  ahora está expectante. Desde arriba. Y desde el imposible centro de un vórtice maligno de voracidad incontenible, vuelve a atacar. La visión se estanca en el rojo de los párpados aún cerrados del enano; es el sol que se empeña en taladrarle los ojos, reflejando su brillo con calculada malicia sobre el cromado de una llanta.
  Al despertar, pudo escuchar tenues sonidos entre los fierros. Eran pequeños golpes imposibles de localizar. Se levantó y casi sin abrir los ojos, cruzó a los caballos a pastar a orillas del arroyo que esta vez estaba repleto de espuma. Los ató y se quedó allí, contemplando los blancos copos que se levantaban por el aire para luego volver a caer. Dirigió su mirada hacia el oeste y más allá del suburbio, presintió la noche. Sintió miedo y tuvo ganas de escapar, pero ¿de quién? ¿de qué?
          Atravesando el Camino Negro de regreso, notó a su lado la ausencia del ovejero. Lo buscó alrededor, silbó varias veces, pero enseguida desistió; ya iba a aparecer. Una vez adentro, encontró chatarra esparcida por todos lados, pero estaba demasiado adormilado para andar acomodándolas. Puteó a los gritos para que oyera quién hubiera osado entrar mientras dormía la siesta. En su interior culpó a los chicos que paraban en la otra esquina, aunque sabía que le tenían tanto miedo, que ni siquiera se atrevían a pasar por la puerta. Cuando pasaban, lo hacían corriendo. Pero había pibes que en su afán de demostrarles a los demás su valentía, llegaban a meterse y a robarse cosas a modo de trofeo. Entre esos chicos, entrar al corralón era el desafío máximo.
       


          Oscuras nubes acechaban al sur desde el sur, y la luz del sol pasaba oblicua por sobre los techos de las casas. El asfalto reseco, sediento, el verdín estancado, todo, parecía anhelar la presencia del agua.
        Dentro de los límites de su feudo, el enano veía estirarse las sombras, alargándose hasta unirse sobre los rojizos valles de óxido. La lluvia inminente le erizaba la piel, como cuando en su niñez, alguien (no recordaba quién), le hablaba del fin del mundo. Sólo guardaba en su memoria los increíbles rastros de esa voz. ¿Por qué no recordaba nada más? Sería cuestión de hacer un esfuerzo. Alguna vez debía intentarlo y animarse a entrar en esa galería espectral que anida en lo profundo de la mente. En ese ruinoso sueño sin fin donde gobiernan los resabios de la razón. Sería cuestión de encarar de una vez por todas su pasado, y visitar ese lugar donde acechan los recuerdos como pesadillas. O si no, quizás, podría usar el treinta y dos y terminar con todo... quizás...
    No, lo mejor sería dejar de pensar tanto y salir a la puerta a tomarse unos amargos.
_ ¿Dónde se habrá metido el ovejero? _ se preguntó, sin querer, en voz alta.


        Contra las amarillas luces del Camino Negro, la intensidad del aguacero hacía las veces de descolorido telón de fondo a la escena: las ruedas de los carros se hundían en el barro de la entrada y los botelleros azotaban a los caballos empujándolos a realizar un último esfuerzo para no quedar empantanados. El enano iba y venía de la balanza al portón, protegido por un piloto negro con capucha, bajo el cual se veía como una especie de duende de la chatarra. Sólo era visible desde lo alto de los carros, gracias a las botas Pampero amarillas con las cuales trepaba las estrechas cornisas de esos montes de hierro, aluminio, y cinc, a pesar de los torrentes de agua que bajaban por sus laderas, como enloquecidas cascadas.
        Después de despacharlos a todos con la misma eficacia de siempre, cerró el pesado portón y se internó en aquella inquietante soledad. Esa oscuridad, ahora plagada de truenos y presagios, era su único refugio. El útero donde se amparaba del mundo. Porque se sabía una especie de no nato, un feto para los demás. De alguna manera sentía que aún se estaba gestando y que ese amasijo de fierros retorcidos, era la placenta de la cual se estaba alimentando la verdadera vida.
          Ahora el enano duerme arrullado por el escándalo del agua contra las chapas del tinglado. Sueña que está afuera, en la tormenta, esperando algo. Lentamente en un proceso ajeno a su voluntad, su ser se extiende hasta abarcar todo el lugar, y si se estira un poco, le es posible asomarse por arriba de los paredones y contemplar el exterior. Después del éxtasis inicial, vuelve su poderosa atención sobre los fierros que al contacto con esta, efectúan torpes movimientos como enfermizas criaturas recién nacidas.
            Las propiedades del agua en su fluidez favorecen el fenómeno que aumenta sin control: un amontonamiento se separa del resto y se ensambla estremeciéndose como un insecto patas para arriba, luego se arrastra o camina. Desde lo alto, otra agrupación amorfa rueda con velocidad. Otra salta sobre si misma a medida que se agranda enganchando más partes. Pero el sublimado ser del enano está demasiado entretenido para ver los fierros que ahora trepan por las paredes, valiéndose de ganchos como arácnidos. O los que se cuelgan de los cables de la luz y suben al techo de su propia casa, dejando a su paso un babeante rastro de aceite quemado.



        El enano despertó aterrado, se levantó sin encender la luz y a tientas buscó el revolver que guardaba debajo de la cama. Lo tomó con cuidado, estaba más pesado que nunca. Encaró la puerta desencajado, la abrió dispuesto a disparar, pero no pudo ver nada allá afuera. Sólo la lluvia.
        Sabía que era inútil, porque lo que lo había despertado esta vez, no había sido provocado por un gato ni por una rata, sino que había sido otra de esas pesadillas. Pesadillas de las cuales sólo recordaba fragmentos. Fragmentos como los que se habían unido para trepar a su inmunda casucha y que al despertarlo a causa del sonido de esos imposibles pasos sobre el techo de cinc, se separaron estrepitosamente cayendo sobre las chapas. Pedazos de un sueño pavoroso; el recurrente sueño de la chatarra. Pedazos. Abominables piezas que ahora yacían inertes, ocultando en el interior de sus montículos, los cadáveres lacerados de un niño y un perro. Cadáveres que fueron encontrados a la mañana siguiente por la policía, después de haber retirado el cuerpo sin vida del enano, que se había disparado en la cabeza con un revolver calibre treinta y dos.











Eugenio J. Cáceres