Una noche de verano mientras
escribía junto a la ventana de la pieza de la pensión, donde vivía gracias la
bondad de la dueña que me perdonaba la renta mes por medio, vi pasar por la
vereda de enfrente a un linyera con los pantalones por las rodillas gritando
que el fin del mundo ya había comenzado. Por supuesto, pensé que tenía razón y
a su vez, íntimamente, supe que esa misma lucidez era la que lo había llevado a
la ruina.
Ahí estaba yo desde lo alto de un
tercer piso, compadeciéndome de aquél desafortunado profeta: Pero cuando miré
hacia adentro de mi habitación, sentí que cualquiera que se fijara de la misma
manera en mi vida personal, también podía terminar compadeciéndose; mis únicas
posesiones de valor eran mi juicio y mi Remington 25; mi salud era lamentable y
mi juventud había pasado ya hacía muchos años.
El linyera habló solo en la
esquina por más de media hora. Sobre el final de su extraña alocución, sin
querer me vi escribiendo lo que él decía y esto es una transcripción del
fragmento que llegué a copiar:
“¡Nadie sabe lo que yo sé!
¡Nadie!. Todo es una gran mentira y no lo ven. Fuera de este cuerpo soy el que
siempre fui y acá estoy para decir lo que sé... debemos salir de nuestros
cuerpos, abandonar la materia. No hay más tiempo... somos su alimento, no
escuchen al invasor... se alimenta del fuego sagrado... las escrituras lo
dicen, sólo nosotros podemos decir ¡Yo soy el que soy!”
Cuando terminó de hablar, levantó
la cabeza y como obedeciendo a una voz interior que apenas alcanzara a oír, su
mirada se elevó buscando algo en las alturas. Sus ojos locos, desencajados,
recorrieron los pisos más altos de la esquina hasta llegar a los de la pensión,
deteniéndose justo en mi ventana, que a esas horas, debía ser una de las pocas
aun iluminada. En una pose exageradamente teatral, levantó su raquítico brazo
para señalarme en medio de un silencio inquietante. “A vos, sí, a vos que me
mirás ahí. Haceme caso, no sigas al invasor. ¡Nunca sigas al invasor hasta su
guarida! ¡Mirá lo que me pasó a mí! No creas que estás libre. Esto también te
puede pasar a vos”
Me quedé pensando en lo que dijo
más de la cuenta. Su voz, el temor en sus ojos alucinados, el invasor. Me
obsesionaban sus palabras. Hallaba en ellas algo tan aterrador, como sólo la
más cruda verdad puede llegar a serlo. Pero lo que crispaba aun más mis
nervios, era ese abismo que vi asomarse en su mirada cuando mencionó al
invasor.
El invasor, claro, yo siempre
cobijé esa idea. Pertenecía a esa parte de mí que ni siquiera tengo que
formular en pensamientos. Gracias a una cualidad particular de mi memoria,
recordaba haber contemplado durante horas, cuando niño, a una criatura que
acompañaba a los mayores todo el tiempo. Era algo así como una sombra, o mejor
dicho, parecía la sombra de un insecto gigante que volaba por sobre la cabeza
de la gente. No así sobre los niños, de los que por el contrario, se mantenía
alejado. Esas cosas nos contemplaban con desdén y sólo algunas veces, cuando no
se hallaban entretenidos tejiendo nubes de distintos colores alrededor de los
adultos, se acercaban a nosotros para darnos un buen susto. Era como una
especie de advertencia de lo que nos pasaría en el futuro, cuando creciéramos.
Yo no lo quería creer. Para mí era imposible que cayéramos en sus trampas. De
alguna manera lograríamos mantenernos alertas para no perder nuestra lucidez.
Pero no fue así, a partir de cierta edad ya no los pude ver más, y al tiempo,
ya había olvidado su existencia. Lo único que me quedó fue una vaga sensación
de que algo terrible y desconocido, nos acechaba a cada instante.
Esas telas de colores que tejían
alrededor de la gente, tenían la facultad de alterarles el ánimo de manera
radical, a tal punto, que veía como las personas cambiaban de un momento a otro
sin darse cuenta. Nadie era dueño de sí mismo, ni siquiera por uno o dos
segundos.
Ya de grande comprendí que aquél
recuerdo instalado en mí era quizás, una desinteligencia por parte del invasor.
Ahora un linyera me daba a entender que él sabía lo mismo que yo y que había
intentado saber más, o quizás había querido darle batalla, pero había terminado
realmente mal.
A la mañana siguiente, mientras viajaba en el treinta y
nueve a la altura de Tribunales, una inquietante imagen me trajo el recuerdo de
la noche anterior. Alrededor de un linyera que caminaba por la vereda del sol,
pude ver un extraño halo de sombra que lo acompañaba. Los vivificantes rayos
del sol del verano, a cierta distancia de sus contornos se esfumaban. Bajé del
colectivo en la siguiente parada y me dispuse a seguirlo para confirmar lo que
mis ojos habían visto. Corrí hasta que lo tuve al alcance de mi brazo, lo extendí hacia él y sentí la humedad de
cientos de noches juntas, ahí, intactas. A pesar del calor, un frío sin tiempo
lo rodeaba y de alguna manera justificaba los numerosos abrigos que llevaba
puesto. Debajo de aquel mugroso gorro de lana, no podía ver su rostro. Quería
ver si era el mismo linyera de la noche anterior. Lo pasé y volteé para
mirarlo, pero no. No era.
Aquella mañana caminé al azar
durante horas, siguiendo a cada linyera que encontré vagando por la calle.
Quería encontrar al que me había hablado del invasor. Quería decirle lo que yo
recordaba, y que me contara más. Quería saber por qué su decisión de darse al
abandono, y si tenía que ver con lo que sabía. Me acerqué cada uno de los que
dormían tirados en las veredas y en las plazas, y descubrí que todos tenían el
aura oscura y húmeda. Cada uno parecía cargar con su propia noche particular.
Quizás, la misma en que se abandonaron a su suerte; aquella que los engulló
para siempre, arrojándolos a la miseria y la locura.
No lo encontré, pero de vuelta en
la pensión, escribí en detalle mi extraño hallazgo. No tenía con quien
comentarlo. A decir verdad, me había vuelto tan introspectivo, que me hubiera
resultado muy difícil cualquier intento serio de comunicación con otro ser
humano.
La siguiente noche que me
encontró desvelado, algo amorfo y ominosamente presente, parecía haberse
propuesto no dejarme escribir nada coherente. Sólo eran algunos pobres balbuceos
que sólo me provocaban ganas de quemarlos. A través de la ventana, el
deshabitado edificio de enfrente atraía mi atención como un cadáver que de
súbito comenzara a latir con extraña fuerza. Una inquietante sensación sacudió
mis nervios y me sorprendí escrutando con demasiada curiosidad esas ventanas.
Intentaba detectar esos ojos que se fijaban en mí con tanta insistencia que se
me hacía imposible ignorarlos. Percibía una mirada desde allá enfrente con la
totalidad de mi cuerpo. Pero no podía ser, ahí no había entrado nadie durante
años.
Estuve más de una hora
comportándome así, como un loco, sin saber porqué. Eran más de las dos de la
mañana cuando, por fin, decidí despejarme y salir a la calle a tomar una
cerveza.
Bajé las escaleras sin luz,
esquivando las macetas que la dueña de la pensión, se obstinaba en colocar
allí, con el oscuro fin de dificultar el tránsito nocturno a insomnes y
borrachos. Estaban dispuestas de manera tal que, en ciertos sectores, uno debía
pasar junto a ellas en puntas de pié; si era complicado subir o bajar a plena
luz del día, de noche aquello era una jungla plagada de trampas. Una vez en la
planta baja, crucé el patio abarrotado de flores y me interné en la negrura del
pasillo que daba a la calle. Era un pasillo que de día no medía más de diez
metros, pero en medio de la noche se dilataba tanto, que la luz de la calle que
entraba a través de los vidrios de la puerta de entrada, por momentos, parecía
un espejismo.
Cuando por fin llegué a la
puerta, abrí sus dos hojas de madera que chirriaban espantosamente y me quedé
allí, mirando. Los edificios oscuros que se inclinaban sobre la calle desierta,
parecían no ser más que una gran escenografía abandonada en los terrenos de un
estudio de cine. Una brisa tibia y liviana rozó mi cara y siguió su camino.
Sólo el infatigable bramido del agua en las alcantarillas inquietaba la escena,
evocando lo incierto de todas sus abismales profundidades.
Cerré la puerta dejando detrás el
negro y balsámico pasillo de la pensión, y caminé lentamente hasta la esquina
en medio de aquel descarte de la Argentina SonoFilms. En el trayecto vi pasar
un taxi con su conductor dormido o muerto. Tenía las manos fuera del volante y
la cabeza echada hacia atrás. Lo seguí con la mirada por más de dos cuadras en
las que el semáforo, quizás dotado de cierta inteligencia a esas horas, le daba
la luz verde, salteándose la amarilla si era necesario, justo antes que cruzara
las transversales.
Sin detenerme demasiado en el
asunto, pedí una cerveza de litro en el quiosco de la esquina y me senté en el
cordón de la vereda a disfrutar de esa mágica noche de calor. Encendí un
cigarrillo y me dediqué a rescatar en mi memoria los recuerdos del invasor lo
mejor posible y así refrescar mi visión de aquel extraño fenómeno.
Comencé por intentar ese
verdadero milagro que es dejar la mente en blanco, sin asanas, sin mantrams,
sólo con mi voluntad y el poder que subyace de por sí en la noche. Después de
más de medio litro de cerveza, noté algo verdaderamente significativo. Fui
testigo por una milésima de segundo, de algo indefinido que trabajaba duro para
distraerme. Algo parecido a un parpadeo en la sustancia misma de la noche me
sacaba de mi concentración y mi silencio, para volver a ese constante zumbido
que precede a los pensamientos. Evidentemente era, ni más ni menos, que la
invisible mano del invasor labrando tan meticulosamente sus telas en mi mente,
que era imposible de percibir. Pero yo sabía que eso poseía conciencia y una especie de razonamiento tan conocida y
familiar, que lograba confundirse con mis propios pensamientos con facilidad.
Era cuestión de prestar atención a mis pensamientos todo el tiempo. Quizás,
espiándolo de esta manera, lograra ponerlo en evidencia. Hoy, a la distancia,
sé que no fue más que curiosidad y morbo lo que me llevó a adentrarme en el
mismo infierno.
Sentado allí en el cordón de la
vereda, tuve oportunidad de llegar a infinidad de conclusiones. Me sentía más
que osado de ser el solitario provocador de algo tan oscuro y aterrador como lo
era el invasor. Recordando mis charlas con adeptos a cierta escuela esotérica,
logré hacerme una idea más cabal de lo que movilizaba a aquella entidad a
engañar todo el tiempo al ser humano. “Esa entidad se alimenta de nuestras
emociones y aprendió a hacerse pasar por nuestra mente racional, para así
provocarlas artificialmente a su antojo.” Me dijo una vez aquel guerrero de la
conciencia, en una charla fuera del recinto de la escuela donde era instructor.
En aquella escuela esotérica, terminó de afianzarse aún más aquella terrorífica
imagen que perduraba desde mi niñez. Aunque ellos sabían de su existencia, a
menudo caía en interpretaciones imaginarias extraídas de alguna religión
oriental. Esto no era otra cosa que la acción del mismo invasor ocultándose, mediante
trucos mentales, de aquellos que de alguna manera habían llegado a descubrirlo
Los primeros hombres que
descubrieron al invasor y su infatigable labor, tuvieron que personificarlo de
genio malvado o de diablo para que los demás lo entendieran. Pero nunca
acertaron en lo que respecta al porqué de su conducta para con el ser humano.
Ellos, ante la falta de razones, suponían que el demonio nos hacía caer en sus
trampas por puro placer, convirtiéndolo así en un simpático rufián hedonista,
cuando en realidad se trataba de un frío e implacable depredador de
conciencias. Nunca nadie sospechó siquiera por un momento que esa entidad se
alimentaba exclusivamente de nuestra energía. Entonces, esta entidad, tuvo vía
libre para perfeccionar su estrategia y su pericia a través de las distintas
épocas en que el ser humano como especie bajó la guardia, colocándose así
varias veces en verdadero peligro de extinción.
Ahí estaba yo en una solitaria
esquina desafiando al mismo diablo, sin el consabido dogma detrás, aunque sabía
que el poder magnético de los credos era un arma poderosa que podía reforzar y
dirigir muy bien la voluntad del hombre. Pero, por desgracia, no me podía auto
engañar con tanta facilidad como la mayoría. Para mí, si el demonio era en
realidad un ser de otro plano de existencia que se alimentaba de nuestros
fluidos mentales, Dios no debía ser otra cosa que la personificación de la
solución al problema y, por consiguiente, no serviría de nada rezarle.
Según me habían dado a entender
en aquella escuela esotérica, por lo que se deduce del conocimiento antiguo, la
manera en que se podía mantener alejado al invasor consistía en una estricta
disciplina de auto observación. Durante las veinticuatro horas (las del sueño
inclusive), todos los días, se debía interceptar las veces en que eso interviniera en nuestros actos. Pero
como eso sólo depreda nuestras
conciencias en la más absoluta clandestinidad, cuando comienza a sentirse
observado, pierde el interés. Esto provoca que el sabor de su comida se le
vuelva agrio, o lo que para ese impensado paladar (si es que tiene uno) pueda
llegar a ser desagradable, y finalmente se va a buscar su alimento a otro
lugar. Luego, era sólo cuestión de mantener la guardia en alto, y eso ya no vuelve a molestarnos más.
Entonces obtenemos la libertad total como ser humano, y volvemos a ser dueños
de todos nuestros recursos.
Así, sin redes, conjuros ni verbo
sagrado de mi lado, pensaba asediar al invasor con la sola fuerza que me daba
pertenecer a una especie oprimida. Sabía que mi conducta distaba mucho de la
perseverancia de un monje Zen, pero me sobraba coraje y curiosidad.
El edificio muerto de enfrente,
ahora en diagonal a donde me hallaba sentado, seguía emitiendo inequívocos
signos de actividad interior. Tanto es así, que llegué a pensar que alguien se
había metido a vivir; tal vez una familia de indigentes o linyeras... sí
seguramente linyeras, sino ¿quién?. De pronto, en una de sus ventanas, vi una
sombra blanca romper la incorruptible negrura interior. Fijé mis ojos a los marcos
de la ventana en cuestión para no perder de vista a aquella silueta, cuando
volviera a aparecer bajo la luz intermitente del cartel de neón del hotel de al
lado. Cuando el cartel se iluminó otra vez, apareció la figura completa de un
payaso haciendo morisquetas, saltando sobre un pie y sobre el otro, a la vez
que me saludaba con la mano. La botella de cerveza que en ese momento estaba
acercando a mi boca, cayó al piso estallando como un grito en el silencio de la
noche, mientras la invisible mano del terror me asfixiaba con verdadero
deleite. El cartel se apagó una vez más, y al volver a encenderse, el payaso ya
no estaba.
Presa de una incontenible furia,
me levanté y fui hasta la entrada del edificio con la intención de romperle la
cara al imbécil que casi me había matado del susto. Me asomé entre los enormes
chapones repletos de propaganda política con que estaba tapiada la entrada, y
forcejeé para introducir mi cuerpo a través del diminuto espacio que se abría
entre ellos. Estaba justo a punto de lograrlo, cuando a mis espaldas, el
inconfundible resplandor de las luces de un patrullero, precipitó mi
accidentado ingreso. Ya era tarde, sin detenerme, a pesar de los gritos de
alto, me introduje en el edificio. Una vez adentro, corrí hacia las escaleras. El
policía que me seguía no pudo franquear los chapones con facilidad, y eso me
dio tiempo para sacarle una importante ventaja. Subí dos pisos y me detuve a
escuchar, el policía seguía intentando entrar. Agitado y enfurecido, busqué en
las habitaciones a ese idiota disfrazado de payaso, para sacarme toda la bronca
que había acumulado en aquel corto lapso de tiempo, a golpes. También estaba
molesto y sorprendido por mi propia actitud. No podía entender por qué había
huido de la policía como un criminal. Era esa vieja costumbre de marginal que
se me había pegado desde la juventud. Claro, siempre había preguntas que no iba
a poder responder a las autoridades. ¿Qué está haciendo ahí? ¿Dónde vive? ¿De
qué trabaja? Antes de tener que dar explicaciones prefería correr, y eso era lo
que me había llevado al lugar exacto donde me encontraba.
En medio de la oscuridad más
intensa, mis sentidos se volvieron más sofisticados. Sentí a mis espaldas una
vibración, como una presencia, entonces giré sobre mis pies y lancé un golpe al
aire; tenía que ser el payaso, pero ahí no había nadie. Miré más allá, hacia la
inescrutable oscuridad y seguí percibiendo esa presencia. Por un momento, pensé
que el abnegado policía se las había ingeniado para entrar y, sin hacer ruido,
como un verdadero profesional, había subido las escaleras y ahora me apuntaba
con su mira infrarroja mientras esperaba refuerzos, para luego caerme por
sorpresa. Demasiadas películas, el que me seguía era un cabo de la Federal;
estaba a salvo.
Seguí caminando a ciegas, ya sin
preocuparme demasiado y subí un tramo de escaleras que terminaba en un ambiente
iluminado por una tenue claridad. Eran las habitaciones que daban a la calle.
Por una de esas ventanas había visto las horribles pantomimas del payaso.
Quizás no fuera el mismo piso, pero el cartel intermitente iluminaba hacia
adentro lo suficiente para hacer visible a cualquiera que se asomara desde
allí.
Entré al cuarto y me acerqué
lentamente a la ventana. Sí, ahí abajo, en la esquina, estaba ese tipo. Parecía
la sombra de un hombre, tratando de hacer creer al mundo que era un ser con
vida propia, consciente de sí mismo. Un montón de energía desabrida, agria de
tanto andar preguntándose estupideces. ¡Que desperdicio! Sentado en la vereda,
fumando, con una botella en la mano. Linda estampa, ¡Ja! ¡Hola, idiota! ¡Ah!
¡Ja! El estruendo de los vidrios de la botella al caer al suelo, me devolvió la
cordura y entonces supe que estaba perdido. Allá abajo, furioso, yo mismo me
ponía de pie mirando fijamente hacia esta ventana, donde mis ropas amplias y
blancas con grandes botones rojos resaltaban en la negrura del cuarto mientras
no dejaba de saltar haciendo muecas sobre un pie y sobre el otro. No hacía
falta buscar un espejo donde mirarme, sabía perfectamente lo que estaba
pasando.
Algo se cernía, lúgubre, sobre
mis espaldas. Exhalaba un aliento frío y húmedo. Al girar sobre mis pies, logré
ver ese alucinado insecto humanoide de alas transparentes que permanecía sobre
mí y se movía como una proyección estática que se trasladara sobre una pantalla
irregular. Aterrado, corrí, quise escapar, pero fue inútil. Esa cosa era como
mi propia sombra, cuanto más corría más se aceleraban sus asqueantes aleteos
sobre mi cabeza. Desesperado busqué la salida, sabía que bajando las escaleras
en algún momento tenía que encontrar los chapones que daban a la calle. Pero no
encontré nada. Las escaleras y los pasillos parecían confabularse con la
oscuridad del lugar para enmarañarse en un desesperante laberinto. Mi paso era
constantemente interrumpido por habitaciones vacías a través de cuyas ventanas
siempre se veía la calle desde una altura de varios pisos, aunque yo había
bajado escaleras durante horas.
Mis pensamientos comenzaron a
flaquear ante la presión y ya no los pude encausar dentro de la razón nunca
más. Podía escucharme delirar en voz alta como si hablara con alguien, y yo
mismo me contestaba frases que no se procesaban en mi mente; eso había tomado el control.
“¿Qué es peor, la locura o el suicidio?” Preguntaba eso.
_ ¿A quién querés más, a mamá o a
papá? _Contestaba yo, a los gritos, sin poder contener mi furia.
“Bueno sería terminar con esto de una vez. Yo
elegiría el suicidio. Pero, un buen método, nada apresurado.
Y.. ¿Qué apuro hay? ¿No?
Mascullaba yo mientras me sentaba a descansar en el suelo, apoyado contra
alguna pared.
“Lo peor de la locura es que
estás consciente de todo. Es desesperante. El suicidio es lo mejor, pero no
creo que tengas agallas”.
No, la verdad es que jamás me
haría una cosa así. Pero esto es... insoportable. Mi voz se entrecortaba por la
impotencia. Entonces la cosa
tarareaba un tango para que yo adivinara autor e intérprete, o me gritaba
idioteces, cómo un milico o un cura. Me ordenaba marchar erguido, orgulloso. Y
yo le hacía caso. Después me arengaba para que tomara las riendas de mi vida y
cosas por el estilo. Hablaba de la grandeza y de los valores que realmente
debían importar, que hay que mirar siempre hacia delante, hacia el futuro, para
otra vez volver a lo del suicidio y la locura, o a tararear algo irreconocible.
Debo haber vagado días enteros
por aquel edificio con la única compañía de esa cosa que me hablaba y me distraía con sus reflexiones
intrascendentes. Y yo no dejaba de avanzar escaleras abajo, aunque en ciertos
tramos me cortaran el paso escaleras ascendentes o habitaciones vacías.
Pasaba la mayor parte del tiempo solo,
pero sabía que ahí había más gente. Los había visto acurrucados en silencio,
como espectros, en algún rincón, o en el descanso de una escalera. No hacían nada. Sólo se quedaban ahí, donde estaban, esperando algo
supongo.
Pero con el tiempo fui
descubriendo a otros tipos de habitantes del edificio. Por ejemplo los locos.
Esos estaban siempre activos, buscaban desesperadamente cualquier cosa que los excitara.
Pasaban corriendo y gritando de un lado para el otro. Mayormente se los podía
ver en grupos de a cuatro o cinco. No era conveniente fijar la vista en ellos
porque podían chupar la atención de manera tal, que uno terminaba corriendo
tras ellos, metido en intrincados asuntos.
Los locos eran verdaderamente
horrendos, siempre dispuestos a hacer cualquier barbaridad. Para peor,
disponían de muchas energías y creatividad.
En el edificio también había
mujeres,
pero eran realmente escasas, debido a que se hallaban entre las presas
preferidas de los locos. Una vez vi una que era bellísima y estaba sola en un
lugar que me recordaba la nave de una iglesia. Me quedé allí, mirándola de
lejos por miedo a que escapara, hasta que una horda de locos la
rodeó y lo último que vi, fue que la estaban atando desnuda a una cruz hecha de
grandes vigas, y la alzaban en un improvisado altar, donde le laceraban la
carne con dagas y cuchillos.
Si los locos eran de temer, los
hermanos negros, eran la personificación misma del terror. Llevaban capuchas, y
largos hábitos que rozaban el suelo cuando se desplazaban como sombras. Digo
que se desplazaban, porque flotaban a centímetros del piso. Tenían una altura
de más de dos metros y solían traer consigo las peores pesadillas. Los rodeaban
las ratas, y con sólo levantar uno de sus dedos como garras, podían convertir
cualquier lugar en un mar de brillantes y duras cucarachas. A las ratas las
usaban para matar y a los insectos para torturar.
Sin embargo, en el desmesurado
laberinto del interminable edificio,
podía pasar grandes lapsos de tiempo (un tiempo sólido, casi eléctrico)
sin ver a nadie. Sorteando montañas de escombros, en ambientes cada vez más y
más desolados. Sólo rompía el silencio la lejana risotada de algún loco, o el grito de
alguna mujer agonizando; cosas que ya no me afectaban demasiado. Aunque todavía se me
erizaba la piel cuando sentía algo parecido al sonido de una túnica rozando el
suelo. Entonces corría a refugiarme debajo de una escalera, o detrás de algún
confesionario (los había por todas partes) y no salía hasta estar seguro de que
estaba a salvo.
Hasta que un día, por fin
encontré los chapones de la entrada. Una luz cegadora me recibió del otro lado y no pude reconocer el mundo de afuera como propio.
Todo era tan o más extraño que adentro del edificio.
Salí por fin, y me abandoné al estruendo de la gran
ciudad. Después de vagar por las calles sin rumbo, un olor penetrante y familiar como el del orín, y tan
artificial como el del subte, me envolvió para siempre. El humo de miles de
caños de escape con su constante combustión nubló mi mente y me tiñó de gris
por completo. Ahora camino arrastrando los pies, destrozados
después de andar por aquellos interminables pasillos, y la cosa no deja de hablar todo el tiempo
dentro de mi cabeza. Ya tomó hasta el control de mi habla. No puedo dejar de
hablar solo, a los gritos, en medio de la calle, ante la despectiva mirada de
toda la gente.
Un payaso gris.
Por las noches, un cartón para acostarme, me es suficiente. Entonces, el cielo nocturno se
duplica en la humedad del pavimento y es como flotar en la más profunda
ingravidez cósmica. De día, la ciudad se desdibuja hacia todos lados y debo
moverme constantemente.
A la pensión no volví más. En
realidad, no puedo reconocer las calles para volver. Sí, leo los nombres,
Carlos Calvo, Humberto 1°, Combate de los Pozos, pero para mí, ya no significan
nada.
Todos me miran con temor y con
asco, y yo les devuelvo una sonrisa triste. Huelo muy mal, a veces no puedo
controlar mis esfínteres y me ensucio. Así ando, y no me importa.
Perdí la noción del tiempo, pero
deben haber pasado años desde aquella noche. Ahora, mi pelo enmarañado, estos
harapos, mis zapatos sin cordones, y esta tragicómica mueca que se instaló en
mi cara, hacen las delicias del invasor. Que, según parece, por fin logró
devolverle el sabor a su banquete.
Eugenio J. Cáceres