viernes, 24 de diciembre de 2010

El Invasor







Una noche de verano mientras escribía junto a la ventana de la pieza de la pensión, donde vivía gracias la bondad de la dueña que me perdonaba la renta mes por medio, vi pasar por la vereda de enfrente a un linyera con los pantalones por las rodillas gritando que el fin del mundo ya había comenzado. Por supuesto, pensé que tenía razón y a su vez, íntimamente, supe que esa misma lucidez era la que lo había llevado a la ruina.
Ahí estaba yo desde lo alto de un tercer piso, compadeciéndome de aquél desafortunado profeta: Pero cuando miré hacia adentro de mi habitación, sentí que cualquiera que se fijara de la misma manera en mi vida personal, también podía terminar compadeciéndose; mis únicas posesiones de valor eran mi juicio y mi Remington 25; mi salud era lamentable y mi juventud había pasado ya hacía muchos años.
El linyera habló solo en la esquina por más de media hora. Sobre el final de su extraña alocución, sin querer me vi escribiendo lo que él decía y esto es una transcripción del fragmento que llegué a copiar:
“¡Nadie sabe lo que yo sé! ¡Nadie!. Todo es una gran mentira y no lo ven. Fuera de este cuerpo soy el que siempre fui y acá estoy para decir lo que sé... debemos salir de nuestros cuerpos, abandonar la materia. No hay más tiempo... somos su alimento, no escuchen al invasor... se alimenta del fuego sagrado... las escrituras lo dicen, sólo nosotros podemos decir ¡Yo soy el que soy!”
Cuando terminó de hablar, levantó la cabeza y como obedeciendo a una voz interior que apenas alcanzara a oír, su mirada se elevó buscando algo en las alturas. Sus ojos locos, desencajados, recorrieron los pisos más altos de la esquina hasta llegar a los de la pensión, deteniéndose justo en mi ventana, que a esas horas, debía ser una de las pocas aun iluminada. En una pose exageradamente teatral, levantó su raquítico brazo para señalarme en medio de un silencio inquietante. “A vos, sí, a vos que me mirás ahí. Haceme caso, no sigas al invasor. ¡Nunca sigas al invasor hasta su guarida! ¡Mirá lo que me pasó a mí! No creas que estás libre. Esto también te puede pasar a vos”
Me quedé pensando en lo que dijo más de la cuenta. Su voz, el temor en sus ojos alucinados, el invasor. Me obsesionaban sus palabras. Hallaba en ellas algo tan aterrador, como sólo la más cruda verdad puede llegar a serlo. Pero lo que crispaba aun más mis nervios, era ese abismo que vi asomarse en su mirada cuando mencionó al invasor.
El invasor, claro, yo siempre cobijé esa idea. Pertenecía a esa parte de mí que ni siquiera tengo que formular en pensamientos. Gracias a una cualidad particular de mi memoria, recordaba haber contemplado durante horas, cuando niño, a una criatura que acompañaba a los mayores todo el tiempo. Era algo así como una sombra, o mejor dicho, parecía la sombra de un insecto gigante que volaba por sobre la cabeza de la gente. No así sobre los niños, de los que por el contrario, se mantenía alejado. Esas cosas nos contemplaban con desdén y sólo algunas veces, cuando no se hallaban entretenidos tejiendo nubes de distintos colores alrededor de los adultos, se acercaban a nosotros para darnos un buen susto. Era como una especie de advertencia de lo que nos pasaría en el futuro, cuando creciéramos. Yo no lo quería creer. Para mí era imposible que cayéramos en sus trampas. De alguna manera lograríamos mantenernos alertas para no perder nuestra lucidez. Pero no fue así, a partir de cierta edad ya no los pude ver más, y al tiempo, ya había olvidado su existencia. Lo único que me quedó fue una vaga sensación de que algo terrible y desconocido, nos acechaba a cada instante.
Esas telas de colores que tejían alrededor de la gente, tenían la facultad de alterarles el ánimo de manera radical, a tal punto, que veía como las personas cambiaban de un momento a otro sin darse cuenta. Nadie era dueño de sí mismo, ni siquiera por uno o dos segundos.
Ya de grande comprendí que aquél recuerdo instalado en mí era quizás, una desinteligencia por parte del invasor. Ahora un linyera me daba a entender que él sabía lo mismo que yo y que había intentado saber más, o quizás había querido darle batalla, pero había terminado realmente mal.
A la mañana siguiente, mientras viajaba en el treinta y nueve a la altura de Tribunales, una inquietante imagen me trajo el recuerdo de la noche anterior. Alrededor de un linyera que caminaba por la vereda del sol, pude ver un extraño halo de sombra que lo acompañaba. Los vivificantes rayos del sol del verano, a cierta distancia de sus contornos se esfumaban. Bajé del colectivo en la siguiente parada y me dispuse a seguirlo para confirmar lo que mis ojos habían visto. Corrí hasta que lo tuve al alcance de mi brazo, lo  extendí hacia él y sentí la humedad de cientos de noches juntas, ahí, intactas. A pesar del calor, un frío sin tiempo lo rodeaba y de alguna manera justificaba los numerosos abrigos que llevaba puesto. Debajo de aquel mugroso gorro de lana, no podía ver su rostro. Quería ver si era el mismo linyera de la noche anterior. Lo pasé y volteé para mirarlo, pero no. No era.
Aquella mañana caminé al azar durante horas, siguiendo a cada linyera que encontré vagando por la calle. Quería encontrar al que me había hablado del invasor. Quería decirle lo que yo recordaba, y que me contara más. Quería saber por qué su decisión de darse al abandono, y si tenía que ver con lo que sabía. Me acerqué cada uno de los que dormían tirados en las veredas y en las plazas, y descubrí que todos tenían el aura oscura y húmeda. Cada uno parecía cargar con su propia noche particular. Quizás, la misma en que se abandonaron a su suerte; aquella que los engulló para siempre, arrojándolos a la miseria y la locura.
No lo encontré, pero de vuelta en la pensión, escribí en detalle mi extraño hallazgo. No tenía con quien comentarlo. A decir verdad, me había vuelto tan introspectivo, que me hubiera resultado muy difícil cualquier intento serio de comunicación con otro ser humano.

La siguiente noche que me encontró desvelado, algo amorfo y ominosamente presente, parecía haberse propuesto no dejarme escribir nada coherente. Sólo eran algunos pobres balbuceos que sólo me provocaban ganas de quemarlos. A través de la ventana, el deshabitado edificio de enfrente atraía mi atención como un cadáver que de súbito comenzara a latir con extraña fuerza. Una inquietante sensación sacudió mis nervios y me sorprendí escrutando con demasiada curiosidad esas ventanas. Intentaba detectar esos ojos que se fijaban en mí con tanta insistencia que se me hacía imposible ignorarlos. Percibía una mirada desde allá enfrente con la totalidad de mi cuerpo. Pero no podía ser, ahí no había entrado nadie durante años.
Estuve más de una hora comportándome así, como un loco, sin saber porqué. Eran más de las dos de la mañana cuando, por fin, decidí despejarme y salir a la calle a tomar una cerveza.
Bajé las escaleras sin luz, esquivando las macetas que la dueña de la pensión, se obstinaba en colocar allí, con el oscuro fin de dificultar el tránsito nocturno a insomnes y borrachos. Estaban dispuestas de manera tal que, en ciertos sectores, uno debía pasar junto a ellas en puntas de pié; si era complicado subir o bajar a plena luz del día, de noche aquello era una jungla plagada de trampas. Una vez en la planta baja, crucé el patio abarrotado de flores y me interné en la negrura del pasillo que daba a la calle. Era un pasillo que de día no medía más de diez metros, pero en medio de la noche se dilataba tanto, que la luz de la calle que entraba a través de los vidrios de la puerta de entrada, por momentos, parecía un espejismo.
Cuando por fin llegué a la puerta, abrí sus dos hojas de madera que chirriaban espantosamente y me quedé allí, mirando. Los edificios oscuros que se inclinaban sobre la calle desierta, parecían no ser más que una gran escenografía abandonada en los terrenos de un estudio de cine. Una brisa tibia y liviana rozó mi cara y siguió su camino. Sólo el infatigable bramido del agua en las alcantarillas inquietaba la escena, evocando lo incierto de todas sus abismales profundidades.       
Cerré la puerta dejando detrás el negro y balsámico pasillo de la pensión, y caminé lentamente hasta la esquina en medio de aquel descarte de la Argentina SonoFilms. En el trayecto vi pasar un taxi con su conductor dormido o muerto. Tenía las manos fuera del volante y la cabeza echada hacia atrás. Lo seguí con la mirada por más de dos cuadras en las que el semáforo, quizás dotado de cierta inteligencia a esas horas, le daba la luz verde, salteándose la amarilla si era necesario, justo antes que cruzara las transversales.
Sin detenerme demasiado en el asunto, pedí una cerveza de litro en el quiosco de la esquina y me senté en el cordón de la vereda a disfrutar de esa mágica noche de calor. Encendí un cigarrillo y me dediqué a rescatar en mi memoria los recuerdos del invasor lo mejor posible y así refrescar mi visión de aquel extraño fenómeno.
Comencé por intentar ese verdadero milagro que es dejar la mente en blanco, sin asanas, sin mantrams, sólo con mi voluntad y el poder que subyace de por sí en la noche. Después de más de medio litro de cerveza, noté algo verdaderamente significativo. Fui testigo por una milésima de segundo, de algo indefinido que trabajaba duro para distraerme. Algo parecido a un parpadeo en la sustancia misma de la noche me sacaba de mi concentración y mi silencio, para volver a ese constante zumbido que precede a los pensamientos. Evidentemente era, ni más ni menos, que la invisible mano del invasor labrando tan meticulosamente sus telas en mi mente, que era imposible de percibir. Pero yo sabía que eso poseía conciencia y una especie de razonamiento tan conocida y familiar, que lograba confundirse con mis propios pensamientos con facilidad. Era cuestión de prestar atención a mis pensamientos todo el tiempo. Quizás, espiándolo de esta manera, lograra ponerlo en evidencia. Hoy, a la distancia, sé que no fue más que curiosidad y morbo lo que me llevó a adentrarme en el mismo infierno.
Sentado allí en el cordón de la vereda, tuve oportunidad de llegar a infinidad de conclusiones. Me sentía más que osado de ser el solitario provocador de algo tan oscuro y aterrador como lo era el invasor. Recordando mis charlas con adeptos a cierta escuela esotérica, logré hacerme una idea más cabal de lo que movilizaba a aquella entidad a engañar todo el tiempo al ser humano. “Esa entidad se alimenta de nuestras emociones y aprendió a hacerse pasar por nuestra mente racional, para así provocarlas artificialmente a su antojo.” Me dijo una vez aquel guerrero de la conciencia, en una charla fuera del recinto de la escuela donde era instructor. En aquella escuela esotérica, terminó de afianzarse aún más aquella terrorífica imagen que perduraba desde mi niñez. Aunque ellos sabían de su existencia, a menudo caía en interpretaciones imaginarias extraídas de alguna religión oriental. Esto no era otra cosa que la acción del mismo invasor ocultándose, mediante trucos mentales, de aquellos que de alguna manera habían llegado a descubrirlo
Los primeros hombres que descubrieron al invasor y su infatigable labor, tuvieron que personificarlo de genio malvado o de diablo para que los demás lo entendieran. Pero nunca acertaron en lo que respecta al porqué de su conducta para con el ser humano. Ellos, ante la falta de razones, suponían que el demonio nos hacía caer en sus trampas por puro placer, convirtiéndolo así en un simpático rufián hedonista, cuando en realidad se trataba de un frío e implacable depredador de conciencias. Nunca nadie sospechó siquiera por un momento que esa entidad se alimentaba exclusivamente de nuestra energía. Entonces, esta entidad, tuvo vía libre para perfeccionar su estrategia y su pericia a través de las distintas épocas en que el ser humano como especie bajó la guardia, colocándose así varias veces en verdadero peligro de extinción.
Ahí estaba yo en una solitaria esquina desafiando al mismo diablo, sin el consabido dogma detrás, aunque sabía que el poder magnético de los credos era un arma poderosa que podía reforzar y dirigir muy bien la voluntad del hombre. Pero, por desgracia, no me podía auto engañar con tanta facilidad como la mayoría. Para mí, si el demonio era en realidad un ser de otro plano de existencia que se alimentaba de nuestros fluidos mentales, Dios no debía ser otra cosa que la personificación de la solución al problema y, por consiguiente, no serviría de nada rezarle.
Según me habían dado a entender en aquella escuela esotérica, por lo que se deduce del conocimiento antiguo, la manera en que se podía mantener alejado al invasor consistía en una estricta disciplina de auto observación. Durante las veinticuatro horas (las del sueño inclusive), todos los días, se debía interceptar las veces en que eso interviniera en nuestros actos. Pero como eso sólo depreda nuestras conciencias en la más absoluta clandestinidad, cuando comienza a sentirse observado, pierde el interés. Esto provoca que el sabor de su comida se le vuelva agrio, o lo que para ese impensado paladar (si es que tiene uno) pueda llegar a ser desagradable, y finalmente se va a buscar su alimento a otro lugar. Luego, era sólo cuestión de mantener la guardia en alto, y eso ya no vuelve a molestarnos más. Entonces obtenemos la libertad total como ser humano, y volvemos a ser dueños de todos nuestros recursos. 
Así, sin redes, conjuros ni verbo sagrado de mi lado, pensaba asediar al invasor con la sola fuerza que me daba pertenecer a una especie oprimida. Sabía que mi conducta distaba mucho de la perseverancia de un monje Zen, pero me sobraba coraje y curiosidad.
El edificio muerto de enfrente, ahora en diagonal a donde me hallaba sentado, seguía emitiendo inequívocos signos de actividad interior. Tanto es así, que llegué a pensar que alguien se había metido a vivir; tal vez una familia de indigentes o linyeras... sí seguramente linyeras, sino ¿quién?. De pronto, en una de sus ventanas, vi una sombra blanca romper la incorruptible negrura interior. Fijé mis ojos a los marcos de la ventana en cuestión para no perder de vista a aquella silueta, cuando volviera a aparecer bajo la luz intermitente del cartel de neón del hotel de al lado. Cuando el cartel se iluminó otra vez, apareció la figura completa de un payaso haciendo morisquetas, saltando sobre un pie y sobre el otro, a la vez que me saludaba con la mano. La botella de cerveza que en ese momento estaba acercando a mi boca, cayó al piso estallando como un grito en el silencio de la noche, mientras la invisible mano del terror me asfixiaba con verdadero deleite. El cartel se apagó una vez más, y al volver a encenderse, el payaso ya no estaba.
Presa de una incontenible furia, me levanté y fui hasta la entrada del edificio con la intención de romperle la cara al imbécil que casi me había matado del susto. Me asomé entre los enormes chapones repletos de propaganda política con que estaba tapiada la entrada, y forcejeé para introducir mi cuerpo a través del diminuto espacio que se abría entre ellos. Estaba justo a punto de lograrlo, cuando a mis espaldas, el inconfundible resplandor de las luces de un patrullero, precipitó mi accidentado ingreso. Ya era tarde, sin detenerme, a pesar de los gritos de alto, me introduje en el edificio. Una vez adentro, corrí hacia las escaleras. El policía que me seguía no pudo franquear los chapones con facilidad, y eso me dio tiempo para sacarle una importante ventaja. Subí dos pisos y me detuve a escuchar, el policía seguía intentando entrar. Agitado y enfurecido, busqué en las habitaciones a ese idiota disfrazado de payaso, para sacarme toda la bronca que había acumulado en aquel corto lapso de tiempo, a golpes. También estaba molesto y sorprendido por mi propia actitud. No podía entender por qué había huido de la policía como un criminal. Era esa vieja costumbre de marginal que se me había pegado desde la juventud. Claro, siempre había preguntas que no iba a poder responder a las autoridades. ¿Qué está haciendo ahí? ¿Dónde vive? ¿De qué trabaja? Antes de tener que dar explicaciones prefería correr, y eso era lo que me había llevado al lugar exacto donde me encontraba.
En medio de la oscuridad más intensa, mis sentidos se volvieron más sofisticados. Sentí a mis espaldas una vibración, como una presencia, entonces giré sobre mis pies y lancé un golpe al aire; tenía que ser el payaso, pero ahí no había nadie. Miré más allá, hacia la inescrutable oscuridad y seguí percibiendo esa presencia. Por un momento, pensé que el abnegado policía se las había ingeniado para entrar y, sin hacer ruido, como un verdadero profesional, había subido las escaleras y ahora me apuntaba con su mira infrarroja mientras esperaba refuerzos, para luego caerme por sorpresa. Demasiadas películas, el que me seguía era un cabo de la Federal; estaba a salvo.
Seguí caminando a ciegas, ya sin preocuparme demasiado y subí un tramo de escaleras que terminaba en un ambiente iluminado por una tenue claridad. Eran las habitaciones que daban a la calle. Por una de esas ventanas había visto las horribles pantomimas del payaso. Quizás no fuera el mismo piso, pero el cartel intermitente iluminaba hacia adentro lo suficiente para hacer visible a cualquiera que se asomara desde allí.        
Entré al cuarto y me acerqué lentamente a la ventana. Sí, ahí abajo, en la esquina, estaba ese tipo. Parecía la sombra de un hombre, tratando de hacer creer al mundo que era un ser con vida propia, consciente de sí mismo. Un montón de energía desabrida, agria de tanto andar preguntándose estupideces. ¡Que desperdicio! Sentado en la vereda, fumando, con una botella en la mano. Linda estampa, ¡Ja! ¡Hola, idiota! ¡Ah! ¡Ja! El estruendo de los vidrios de la botella al caer al suelo, me devolvió la cordura y entonces supe que estaba perdido. Allá abajo, furioso, yo mismo me ponía de pie mirando fijamente hacia esta ventana, donde mis ropas amplias y blancas con grandes botones rojos resaltaban en la negrura del cuarto mientras no dejaba de saltar haciendo muecas sobre un pie y sobre el otro. No hacía falta buscar un espejo donde mirarme, sabía perfectamente lo que estaba pasando.
Algo se cernía, lúgubre, sobre mis espaldas. Exhalaba un aliento frío y húmedo. Al girar sobre mis pies, logré ver ese alucinado insecto humanoide de alas transparentes que permanecía sobre mí y se movía como una proyección estática que se trasladara sobre una pantalla irregular. Aterrado, corrí, quise escapar, pero fue inútil. Esa cosa era como mi propia sombra, cuanto más corría más se aceleraban sus asqueantes aleteos sobre mi cabeza. Desesperado busqué la salida, sabía que bajando las escaleras en algún momento tenía que encontrar los chapones que daban a la calle. Pero no encontré nada. Las escaleras y los pasillos parecían confabularse con la oscuridad del lugar para enmarañarse en un desesperante laberinto. Mi paso era constantemente interrumpido por habitaciones vacías a través de cuyas ventanas siempre se veía la calle desde una altura de varios pisos, aunque yo había bajado escaleras durante horas.
Mis pensamientos comenzaron a flaquear ante la presión y ya no los pude encausar dentro de la razón nunca más. Podía escucharme delirar en voz alta como si hablara con alguien, y yo mismo me contestaba frases que no se procesaban en mi mente; eso había tomado el control.
 “¿Qué es peor, la locura o  el suicidio?” Preguntaba eso.
_ ¿A quién querés más, a mamá o a papá? _Contestaba yo, a los gritos, sin poder contener mi furia.
 “Bueno sería terminar con esto de una vez. Yo elegiría el suicidio. Pero, un buen método, nada apresurado.
Y.. ¿Qué apuro hay? ¿No? Mascullaba yo mientras me sentaba a descansar en el suelo, apoyado contra alguna pared.
“Lo peor de la locura es que estás consciente de todo. Es desesperante. El suicidio es lo mejor, pero no creo que tengas agallas”.
No, la verdad es que jamás me haría una cosa así. Pero esto es... insoportable. Mi voz se entrecortaba por la impotencia. Entonces la cosa tarareaba un tango para que yo adivinara autor e intérprete, o me gritaba idioteces, cómo un milico o un cura. Me ordenaba marchar erguido, orgulloso. Y yo le hacía caso. Después me arengaba para que tomara las riendas de mi vida y cosas por el estilo. Hablaba de la grandeza y de los valores que realmente debían importar, que hay que mirar siempre hacia delante, hacia el futuro, para otra vez volver a lo del suicidio y la locura, o a tararear algo irreconocible.
Debo haber vagado días enteros por aquel edificio con la única compañía de esa cosa que me hablaba y me distraía con sus reflexiones intrascendentes. Y yo no dejaba de avanzar escaleras abajo, aunque en ciertos tramos me cortaran el paso escaleras ascendentes o habitaciones vacías.
Pasaba la mayor parte del tiempo solo, pero sabía que ahí había más gente. Los había visto acurrucados en silencio, como espectros, en algún rincón, o en el descanso de una escalera. No hacían nada. Sólo se quedaban ahí, donde estaban, esperando algo supongo.
Pero con el tiempo fui descubriendo a otros tipos de habitantes del edificio. Por ejemplo los locos. Esos estaban siempre activos, buscaban desesperadamente cualquier cosa que los excitara. Pasaban corriendo y gritando de un lado para el otro. Mayormente se los podía ver en grupos de a cuatro o cinco. No era conveniente fijar la vista en ellos porque podían chupar la atención de manera tal, que uno terminaba corriendo tras ellos, metido en intrincados asuntos.
Los locos eran verdaderamente horrendos, siempre dispuestos a hacer cualquier barbaridad. Para peor, disponían de muchas energías y creatividad.
En el edificio también había mujeres, pero eran realmente escasas, debido a que se hallaban entre las presas preferidas de los locos. Una vez vi una que era bellísima y estaba sola en un lugar que me recordaba la nave de una iglesia. Me quedé allí, mirándola de lejos por miedo a que escapara, hasta que una horda de locos la rodeó y lo último que vi, fue que la estaban atando desnuda a una cruz hecha de grandes vigas, y la alzaban en un improvisado altar, donde le laceraban la carne con dagas y cuchillos.
Si los locos eran de temer, los hermanos negros, eran la personificación misma del terror. Llevaban capuchas, y largos hábitos que rozaban el suelo cuando se desplazaban como sombras. Digo que se desplazaban, porque flotaban a centímetros del piso. Tenían una altura de más de dos metros y solían traer consigo las peores pesadillas. Los rodeaban las ratas, y con sólo levantar uno de sus dedos como garras, podían convertir cualquier lugar en un mar de brillantes y duras cucarachas. A las ratas las usaban para matar y a los insectos para torturar.    
Sin embargo, en el desmesurado laberinto del interminable edificio,  podía pasar grandes lapsos de tiempo (un tiempo sólido, casi eléctrico) sin ver a nadie. Sorteando montañas de escombros, en ambientes cada vez más y más desolados. Sólo rompía el silencio la lejana risotada de algún loco, o el grito de alguna mujer agonizando; cosas que ya no me afectaban demasiado. Aunque todavía se me erizaba la piel cuando sentía algo parecido al sonido de una túnica rozando el suelo. Entonces corría a refugiarme debajo de una escalera, o detrás de algún confesionario (los había por todas partes) y no salía hasta estar seguro de que estaba a salvo.
Hasta que un día, por fin encontré los chapones de la entrada. Una luz cegadora me recibió del otro lado y no pude  reconocer el mundo de afuera como propio. Todo era tan o más extraño que adentro del edificio.
Salí por fin, y me abandoné al estruendo de la gran ciudad. Después de vagar por las calles sin rumbo, un olor penetrante y familiar como el del orín, y tan artificial como el del subte, me envolvió para siempre. El humo de miles de caños de escape con su constante combustión nubló mi mente y me tiñó de gris por completo. Ahora camino arrastrando los pies, destrozados después de andar por aquellos interminables pasillos, y la cosa no deja de hablar todo el tiempo dentro de mi cabeza. Ya tomó hasta el control de mi habla. No puedo dejar de hablar solo, a los gritos, en medio de la calle, ante la despectiva mirada de toda la gente.
Un payaso gris.
Por las noches, un cartón para acostarme, me es suficiente. Entonces, el cielo nocturno se duplica en la humedad del pavimento y es como flotar en la más profunda ingravidez cósmica. De día, la ciudad se desdibuja hacia todos lados y debo moverme constantemente.
A la pensión no volví más. En realidad, no puedo reconocer las calles para volver. Sí, leo los nombres, Carlos Calvo, Humberto 1°, Combate de los Pozos, pero para mí, ya no significan nada. 
Todos me miran con temor y con asco, y yo les devuelvo una sonrisa triste. Huelo muy mal, a veces no puedo controlar mis esfínteres y me ensucio. Así ando, y no me importa.
Perdí la noción del tiempo, pero deben haber pasado años desde aquella noche. Ahora, mi pelo enmarañado, estos harapos, mis zapatos sin cordones, y esta tragicómica mueca que se instaló en mi cara, hacen las delicias del invasor. Que, según parece, por fin logró devolverle el sabor a su banquete.     









Eugenio J. Cáceres