jueves, 16 de junio de 2016

EL ESTUCHE







Una mañana de verano pesada y lluviosa, la señora Delia, que vivía en un caserón a dos cuadras de mi casa, me llamó para que le arreglase un caño que no dejaba de gotear en su cocina. Yo, músico y poeta inspirado, para ella no era más que un desempleado al que siempre le venía bien un trabajito. Así que fui, no tanto por el dinero, sino por dar una mano, por el simple hecho de ayudar.
La señora Delia me recibió consternada por lo que le ocurría.
_Agua afuera, agua adentro, ¿a usted le parece?
El interior de la casa olía a gallinero, y Delia, ciertamente, parecía una bataraza con gruesos lentes. Me entristecía tanto su presencia, que el solo hecho de verla, borraba mi habitual sonrisa como si jamás hubiese existido. Era como estar viendo el final de todo. Un final absurdo y sin sentido.
Corté la llave maestra y me dispuse a chequear los tramos afectados. La señora Delia me miraba con las manos en la cintura.
_Qué bueno que vino a pesar de la lluvia, le agradezco Juan. Usted es un buen muchacho. Porque si era por el vago este que está ahí en la pieza, iba a terminar con el agua al cuello.
La miré extrañado, porque según tenía entendido, vivía sola. Pero una voz desde el cuarto más cercano me demostró lo contrario. Parecía un hombre mayor y se quejaba entre balbuceos.
_¡Calláte querés!_ Dijo la voz desde el cuarto.
Inmediatamente pensé que se trataba de su marido, y que al parecer era muy anciano y por eso no se lo veía nunca por la calle.
_¡No me hables así! ¿Qué va a pensar Juan?
Sin intenciones de saber más del asunto me enfrasqué en mi tarea y dejé que se refunfuñaran entre ellos. Debía reemplazar un caño y reforzar las juntas, así que tenía que romper la pared alrededor para sacarlo.
Comencé a martillar con el cincel sobre el revoque y mis golpes fueron acompañados por otra queja del viejo desde la pieza.
_¡Delia, quiero dormir y así no puedo pegar un ojo! 
Delia caminó hacia la pieza con paso decidido y cerró la puerta detrás con fuerza.
Afuera el aguacero había cesado pero el sol no aparecía. El calor volvió a ser sofocante y el opresivo clima interior tornaba el aire irrespirable. La casa era una de esas casas antiguas con galería lateral. Desde donde yo estaba, podía ver afuera una mesa de tablones repleta de macetas con plantas y flores. En ese momento Delia salió al patio con paso dubitativo, como si no quisiera molestar con su presencia. Fingí no verla y continué removiendo el revoque intentando ser prolijo para no causar daños mayores en la cocina que, sin dudas, debía ser el ambiente más usado de la casa. Pero segundos después, desde la habitación el viejo comenzó a balbucear de nuevo y esta vez, las palabras estaban dirigidas a mí.
_Juan, usted trabaje tranquilo que no molesta. Es esa vieja la que me molesta. Además me echa en cara que yo no hago nada por la casa, pero le aseguro que no estoy en condiciones de hacer nada, y eso ella lo sabe muy bien. Lo que pasa es que está loca.
La voz del viejo me confundía por momentos. Había algo raro en su dicción. Extrañamente, las letras “t” sonaban como la “c”, y las “m” como una especie de “g” blanda. Contesté con un leve gruñido, dando a entender que no me interesaba en sus asuntos, pero él siguió.
_Un día de estos, de alguna manera me las voy a arreglar para deshacerme de esa. Esto no es vida.
La depresiva silueta de Delia volvió a dibujarse en la cocina. Ahora su rostro se hallaba como encendido con una especie de sonrisa juguetona. Dejé lo que estaba haciendo y la miré.
_Victor, ¿usted sabe quién soy? _dijo Delia.
_Me toma por sorpresa. Sólo sé su nombre y donde vive. Como a la mayoría de los vecinos de por acá_ contesté intentando conservar la calma.
_Yo soy la viuda de Master, ¿Se acuerda?
_... ¡Ah! El ventrílocuo de Master y Tony...
_Ese, ¿usted lo conoció?.
_Personalmente no, sólo por la tele.
_Mire, yo lo llamé no sólo por el caño, sino por algo más importante. ¿Sabe? Necesito ayuda, y usted me la puede dar. Porque alguien tiene que ver lo que está pasando y ayudarme.
_Cálmese señora, ¿qué le está pasando?
_Es Tony… no me deja en paz. Usted lo oyó. Me gruñe todo el día. Desde que mi marido murió, no hace otra cosa que hacerme la vida imposible y ya no aguanto más. Esto es un infierno. Ese muñeco me habla día y noche para volverme loca. Eso es lo que quiere, volverme loca. Usted lo escuchó hace un rato no más. Venga, mire.
Yo no quería hacerlo. No quería acompañarla, pero sin embargo lo hice. Abrió la puerta de la habitación y me invitó a pasar. Encendió la luz y comprobé consternado que allí no había nadie. Delia me señaló un estuche grande en un rincón. Se inclinó como pudo y lo abrió con suavidad, como si no quisiera molestar.     
Los ojos abiertos de par en par de Tony, el mismo que había visto en la tele miles de veces en mi niñez, se clavaron en los míos y temí por mi vida. El trajecito a rayas, el moño rojo, las pecas, y el pelo rubio de paja, estaban tal cual lo recordaba. Pensé que se trataba de una broma, miré de soslayo detrás del armario; sospechaba que alguien se escondía en esa habitación. Sabía muy bien que Master había fallecido hacía muchos años, pero no descartaba una broma de algún amigo de esos que nunca faltan. Pero ahí no había nadie. No podía ser. Yo había escuchado a alguien quejándose amargamente hacía un rato no más.
Delia me miraba entre divertida y angustiada. Se frotaba las manos.
_Ese muñeco me habla. ¿Usted lo oyó?
Volví a mirar dentro del estuche forrado con terciopelo azul, justo para ver a Tony parpadear serenamente. Corrí hasta la puerta de la habitación de un salto, mientras las manos de Delia intentaban detenerme agarrándome de los brazos. Estaba aterrado. Un grito estalló en mi garganta cuando escuché el sonido de esa voz que salía del estuche y exclamaba su latiguillo favorito. “¡Uy! ¿Qué susto, eh? ¡Ja!”  
Corrí bajo la lluvia torrencial hasta mi casa y jamás volví a lo de Delia, ni siquiera a buscar mis herramientas. Hace unos meses me enteré que falleció, y que unos familiares pusieron la casa en venta. Los muebles y las cosas de valor van a ser rematados esta semana. Se me hiela la sangre de solo pensar que el viejo Tony, en su estuche forrado de terciopelo azul, sin duda alguna va a ser una de las piezas más codiciadas por los coleccionistas.   






Eugenio J. Cáceres

viernes, 3 de junio de 2016

TOPOGRAFÍA SECRETA DEL ARROYO DEL REY










En los mapas actuales de la zona, la línea que recorre el cauce del arroyo del Rey se esfuma en varias partes y vuelve a aparecer más adelante. Esto se debe a que en algunos tramos ha sido entubado. En los ajados mapas de mi niñez sucedía algo parecido, el trayecto se difuminaba en sectores donde se transformaba en bañado y luego reaparecía. Recuerdo las expediciones que organicé por aquél entonces con algunos compañeros de la escuela y pibes de mi barrio para desentrañar el misterioso nacimiento del arroyo. Varias veces falló la organización porque no podíamos reunir la cantidad necesaria de pibes o simplemente porque a medio camino, nos enganchábamos en algún picado. Pero en todos, de a poco iban creciendo cada vez más fuerte la ganas de realizar el viaje.
Un sábado a eso del mediodía, después de comer, nos reunimos en el puente de Laprida. El día anterior nos habíamos repartido más o menos las funciones que tendríamos cada uno en el grupo. El Tosca se encargaría de los víveres junto al Máquina, Veautemps (le decíamos Viótemps) quien había recibido entrenamiento con los Boy Scout, estaba a cargo de la seguridad, era nuestro brazo armado, Daniel Wilkinson el más inteligente del grado, era el biólogo oficial y yo, el chino, era el responsable por el éxito o fracaso de la expedición.      
Bajamos el barranco de tres metros hasta el borde mismo del agua e iniciamos nuestra marcha hacia el sur, arroyo arriba. Víctor Veautemps era rubio y usaba el pelo rapado al estilo militar, mascaba chicles todo el tiempo, hablaba poco, pero siempre participaba activamente de todo. Sin mediar discusión se ubicó al frente de la fila abriéndose paso entre la maleza que por momentos nos cubría por completo. Detrás iba Wilkinson informándonos de los peligros de la fauna del lugar; perros rabiosos, caballos sueltos, ratas gigantes, cuises. Wilkinson tenía aires de poeta, era alto y usaba el pelo bastante largo para la regla de aquella época (no debía rozar el cuello del guardapolvo) sus ojos eran grandes y expresivos. El Tosca era de contextura pequeña, y tenía un humor agudo, muy espontáneo e ingenioso. El Máquina era pelirrojo y poseía un carácter hiperactivo, siempre estaba enfrascado haciendo algo, cualquier cosa. De ahí su apodo.
Adelante, Veautemps nos daba claros indicios de cómo se presentaba el terreno, había zonas de barro muy blando y otras partes que parecían ser de césped pero en realidad eran ciénagas.
Al pasar debajo  del tercer puente ya estábamos en el parque de Lomas, desde lo alto del barranco cayó una pelota que Víctor rescató con una rama larga. Cuando se la devolvió a los pibes que estaban jugando en una cancha cerca de la orilla, estos como gesto de agradecimiento nos ofrecieron jugarnos un partido, pero esta vez nos habíamos prometido mutuamente no flaquear ante la tentación del picado.
Seguimos caminando. Hicimos cien, doscientos, trescientos metros en silencio solo interrumpido por alguna enérgica advertencia de Veautemps acerca del terreno. Los paisajes, poco a poco se nos iban enrareciendo. Pasamos una zona sin edificaciones; vimos vacas, no muchas, pero las suficientes como para detenernos en nuestra marcha para verlas más de cerca. El Máquina no tuvo mejor idea que aventurarse a provocar a un ternero con un buzo rojo que llevaba atado a la cintura. Le pegó con la mano en los cuartos traseros, luego le mostró su improvisada capa y el ternero se abalanzó sobre el apuntando sus incipientes cuernos. Salimos todos corriendo y bajamos hasta la orilla del arroyo casi de un salto para no ser embestidos. A esa altura el espacio entre el agua y el empinado barranco era cada vez más angosto. Teníamos que aferrarnos a las gruesas matas de pasto para no caer. Caer era algo impensado, esas aguas presentaban colores inverosímiles, como el celeste, el rojo, o el amarillo, inclusive llegaba a estar negro. Caer era lo peor que nos podía suceder.
Cuando pasábamos por las fábricas instaladas en ambos márgenes del arroyo, veíamos los inmensos caños que arrojaban las más fétidas sustancias día y noche. El agua contaminada para nosotros significaba poco menos que la muerte inmediata, a veces parecía estar hirviendo, burbujeaba y se levantaba un vapor caliente. Era una misión arriesgada.
Veautemps se detuvo bruscamente y nos hizo la típica seña del sargento Sanders en “Combate” para que nos detuviéramos en silencio y observáramos algo justo arriba de donde estábamos pasando. En un principio no vi nada, pero al rato algo gigante, amorfo, se movió un poco. Tenía largas crines enroscadas color marrón oscuro y era más grande que una casa. Todos nos preparamos para salir corriendo en dirección contraria, cuando Wilkinson en su carácter de biólogo oficial de la expedición, se adelantó un poco y sin poder creer del todo lo que veía, nos comunicó que se trataba de un dromedario asiático. Wilkinson nunca hacía bromas, su temprana madurez le había devorado el sentido del humor, así que para nosotros lo que fuera que había allá arriba, no podía ser otra cosa que un dromedario asiático. Sigilosos nos acercamos a Wilkinson y desde donde estaba se podía ver casi la totalidad del voluminoso animal. Estaba atado con una cuerda gruesa a un poste y pastaba tranquilamente ante nuestros maravillados ojos. En seguida, el Máquina, arriesgó que debía haber un circo cerca, pero la verdad era que alrededor sólo habían descampados y alguna que otra calle de tierra. Estábamos desbordantes de alegría, ver aquél extraño animal ahí en el medio de la nada, transformó la expedición en un éxito, lográramos o no el objetivo principal.     
Más adelante las casas de una villa se inclinaban sobre el barranco por donde caminábamos, a tal punto, que llegamos a pasar literalmente por debajo de una casa. La basura acumulada nos cortaba el paso con frecuencia, entonces debíamos subir la cuesta y seguir nuestro camino por arriba. En una de esas subidas tuvimos que pasar por los fondos de unas casas, nos topamos con gallinas, perros que parecían hienas y con una persona que dormía una siesta al aire libre justo en el borde del despeñadero del arroyo, en una cama antigua de dos plazas con sábanas y todo.
Llevábamos más de dos horas caminando a buen paso y a esa altura, ninguno de nosotros sabía muy bien en que localidad estábamos. El Tosca dijo que estábamos en Turdera, Veautemps aseguró que aquello era Llavallol, para mí estábamos en una de esas zonas ciegas que había visto en los mapas de la Filcar de mi viejo, ahí donde ya no hay más cuadraditos.
Con su mejor sonrisa de abanderado, Wilkinson se acercó y les preguntó dónde estábamos a unos pibes que estaban sentados contra el alambrado de una esquina, pero no hubo respuesta.
Eran chicos de nuestra edad, pero sus caras tenían el gesto grave de la gente grande y en sus ojos había una opacidad en la cual hacía tiempo que no brillaba la alegría. Wilkinson sin saber que hacer se dio vuelta y con una sonrisa nerviosa en su rostro, nos dijo:
“Estamos frente a una tribu que no entiende el castellano”. Los seis o siete pibes se levantaron a la vez y se nos vinieron encima, sorprendidos e indignados nos plantamos y peleamos un buen rato. A Wilkinson lo tuve que sacar de las mismas fauces del enemigo, porque estaba cobrando. Veautemps castigó tan bien al que parecía el líder, que por un momento los hicimos retroceder. Fue entonces cuando el Tosca a nuestras espaldas gritó “¡emboscada!” y vimos que, efectivamente, del otro lado había como cinco pibes más que se acercaban corriendo. Dejamos nuestro heroísmo de lado y nos replegamos, que no es lo mismo que huir. Fue una decisión táctica.
Nos siguieron más de tres cuadras tirándonos piedras que caían al arroyo y nos salpicaban con el agua podrida. Veautemps, todo el tiempo durante el escape, nos había estado guiando hacia un puente de metal oxidado. Una vez arriba del puente vimos que le faltaban las planchas del medio para caminar sobre él, pero allá venía esa horda de salvajes y las piedras ya sonaban contra el metal. No teníamos más opción que intentar cruzarlo pisando sobre el armazón.
La tremenda fuerza movilizadora del miedo nos empujó a realizar la hazaña. Una vez del otro lado, vimos como nuestros perseguidores flaqueaban ante la posibilidad de caer en el agua. Recuerdo que Wilkinson dando muestras de su aguda lucidez para un chico de diez años, contemplando las dudas del enemigo comentó con inflexión de prócer, “al parecer, el odio que sienten nuestros adversarios no es el suficiente como para arriesgarse”.
Veautemps, que con valentía se había quedado en la retaguardia, organizó una improvisada ofensiva desde este lado con el Máquina y el Tosca. El contraataque se realizó con piedras enormes que hicieron retroceder a los agresores. Lo festejamos con gritos y durante un momento que nos pareció eterno, sentimos que éramos los verdaderos dueños de nuestro destino.
Después de la batalla dimos cuenta de los sanguches que llevaba el Tosca en una bolsita, El Máquina sacó unas bananas verdes no muy tentadoras que nos ofreció a modo de postre, pero nos indignó que su única tarea en el grupo la hubiera tomado tan a la ligera; las bananas fueron a parar al arroyo.
Más adelante el paisaje se volvía agreste, pasamos por lo que parecía ser el casco de una antigua estancia abandonada. Nos invadió la inquietante sensación de estar demasiado lejos de casa. Yo intenté una somera exposición de mis conocimientos acerca del importante pasado rural de la zona, pero alguien, no recuerdo quien, nos advirtió que eran las cinco y que en un par de horas nos quedaríamos sin luz solar. Nos sumimos en un momento de duda que no duró lo suficiente como para emprender el retorno, porque Veautemps nos señalaba más adelante, a unos doscientos metros, la misteriosa estructura de un enorme palomar que debíamos explorar.
Llegamos corriendo a través de un pastizal que nos presentó algunas zonas anegadas, Wilkinson  y el Máquina cayeron juntos en una especie de zanja. A pesar de las dificultades no nos detuvimos hasta estar dentro de ese ominoso círculo que se abría allá en lo alto a un cielo carmesí.
Un silencio cargado de épocas pasadas y memorias de cuasi recuerdos totalmente ajenos, nos envolvió. Los pequeños rectángulos que cubrían las paredes hasta arriba nos daban la impresión de haber caído en una profundidad desconocida. El Máquina comenzó a arrojar piedras a la parte más alta por el solo hecho de escuchar el curioso eco que se producía en forma de cascada, entonces vimos que los lugares que antiguamente ocupaban las palomas ahora estaba infestado de enormes ratas de asqueroso pelaje marrón y largas colas rosadas, que comenzaron a reptar velozmente hacia abajo chillando como criaturas infernales. Salimos corriendo al borde de la locura por entre los pastizales que ahora parecían ocultar en su interior el más obsceno amontonamiento de alimañas.
Dejamos atrás aquella estancia abandonada y aliviados retomamos nuestro camino bordeando el arroyo que ahora hacía una abrupta curva hacia la derecha, hacia el oeste. Todos estábamos aterrados por la experiencia, pero nadie se atrevía a demostrarlo. Había una especie de acuerdo tácito de no desmoralizar a los demás.
Veautemps sacó pecho y marcó el paso, esta vez con un entusiasmo sobreactuado que nos preocupó a todos. Detrás venían Wilkinson y el Máquina empapados, temblando en silencio. Solamente el Tosca intentaba reírse del susto y de nuestra atropellada huida, pero no lograba contagiarnos.
Más adelante volvían a verse edificaciones modernas, un tinglado vacío, un paredón pintado con propaganda política, y a lo lejos un puente de material por donde no pasaba ningún auto. Cuando llegamos hasta allí advertimos que no era un puente, sino que se trataba del comienzo de un tramo del arroyo que había sido entubado. Era una calle ancha todavía sin terminar que dividía un barrio y unas vías. El proyecto pretendía ser en el futuro una avenida altamente transitada. Había postes para semáforos y una especie cantero en el medio, pero en aquel momento parecía la calle principal de un pueblo fantasma. En esas casas no vimos gente ni chicos ni perros, todo era un silencio envolvente apenas interrumpido por el desparejo sonido de nuestros pasos.
Nadie hablaba, a esa altura todos queríamos volver, pero avanzábamos como autómatas mientras el sol se ocultaba detrás de las casas. Inesperadamente el arroyo apareció de nuevo, más profundo y más ancho, los barrancos estaban cubiertos por dos paredes de hormigón que no nos permitían bajar cerca del agua. Lo tuvimos que seguir por arriba.
Desde lo alto vimos un perro muerto que era arrastrado violentamente por la corriente. Más adelante nos quedamos mirando otro perro muerto que había quedado atascado contra el pilar del medio de un puente de material, el Máquina enseguida intentó moverlo con una rama larga colgándose de la parte de afuera del mismo puente, sostenido por Veautemps. No logró su cometido, pero descubrió algo allá abajo que lo hizo trastabillar. Cuando Veautemps lo sacó casi en vilo, la cara del Máquina estaba transfigurada por una angustia sin consuelo.
Todos pensamos que se trataba del susto que le había provocado estar a punto de caer desde esa altura, pero no, era otra cosa. Afligido se debatía entre hablar o no hablar. Comenzó a caminar lentamente, animándonos con un gesto a seguir nuestro camino, pero Wilkinson lo abrazó y le pidió que se sincerara con nosotros. Entonces el Máquina con una seriedad ajena a su personalidad, señaló hacia donde flotaba el perro muerto y dijo: “al lado del perro, en el fondo del agua, hay un cadáver” “¿que decís?” “Si, un cadáver, el esqueleto de una persona”. Corrimos de vuelta al medio del puente y nos asomamos a mirar. Era cierto, ahí estaba, debajo de las rojizas aguas que se arremolinaban contra los pilares, yacía un bulto del tamaño de un hombre. Todavía conservaba pedazos de tela de lo que había sido la ropa y su cabeza era una blanca calavera como esas que habíamos visto en el museo de La Plata.
El Tosca maldecía como si de esa manera pudiera conjurar lo que estaba viendo, mientras yo preguntaba enloquecido “¿y ahora qué hacemos?, ¿Y ahora qué hacemos?” Wilkinson, conservando la calma nos dijo a todos que no teníamos otra opción que hacer la denuncia en una comisaría. Pero Veautemps, con su acostumbrada autoridad decidió que no debíamos hacernos cargo de algo así y nos obligó a seguir caminando, prohibiéndonos hablar del tema en lo sucesivo. Le obedecimos porque tenía razón, aquella situación nos superaba, además seguro que alguien más lo iba a ver, si es que no lo habían descubierto aún. Decidimos dejarle el dilema a la gente grande.
Con la última penumbra de la tarde, los paredones de hormigón desaparecieron y pudimos bajar otra vez para seguir nuestro camino por la orilla misma del arroyo.
Allí el cauce describía enloquecidas curvas, la cornisa por donde caminábamos se redujo a quince o veinte centímetros y la corriente del agua era más fuerte, transformándose en un estruendo que aumentaba a medida que avanzábamos. El cauce giró abruptamente una vez más y ante nosotros apareció una imponente cascada artificial de más de tres metros de altura.
La espuma iluminaba el fondo con una extraña fluorescencia. En el aire, una espesa bruma parecía garabatear nuestros nombres, y más allá del salto de la inverosímil represa, se adivinaba la sombría silueta de una construcción de grandes dimensiones.
Una pequeña escalera de metal en un costado, nos invitaba a subir los más de tres metros que nos separaban de lo impensado. El nacimiento del arroyo del Rey.
Del otro lado apareció un pavoroso estanque del tamaño de una cancha de fútbol al pie de una fila de cinco inmensos tanques que en la oscuridad parecían los yelmos de una guardia de silenciosos gigantes. El agua era negra y su profundidad, maligna.
Más allá de la laguna, por encima de los tanques, se veían los contornos de una fábrica que se levantaba contra el cielo nocturno como una siniestra fortaleza del futuro, dormida, oxidada; apenas iluminada por las luces rojas en lo alto de sus torres.
Sin saber qué hacer con lo que habíamos descubierto, nos quedamos allí, en silencio, guardando en nuestros ojos aquella visión para siempre. 
La vuelta no fue fácil, habíamos calculado mal el tiempo. La sólida noche nos atrapó demasiado lejos de casa. Nos desesperaba no reconocer la zona donde estábamos. Serían más de las diez de la noche. Para nuestro alivio vimos que una tribu hostil nos arengaba desde el otro margen del arroyo diciéndonos que nos habían advertido que no nos querían volver a ver por ahí. Eran los pibes con los que nos habíamos peleado durante la tarde. Eso más o menos nos dio la pauta de dónde nos encontrábamos; nos faltaba todavía media hora de caminata. Volvíamos a estar en territorio conocido.
Los agresores nos tenían preparada una sofisticada ofensiva. Hoy a la distancia se me ocurre que nos habían estado esperando, porque habían preparado un gran fuego y de allí sacaban ramas en llamas que nos lanzaban a través del arroyo, con mucha puntería. El espectáculo era tan soberbio que ni siquiera atinamos a responder el ataque. No eran ningunos improvisados, aquellos pibes eran guerreros de verdad y se lo tomaban muy en serio, así como nosotros nos habíamos tomado en serio nuestra expedición.
El retorno con gloria que imaginábamos después de la increíble travesía, se esfumó de nuestras expectativas cuando vimos el revuelo de padres que había en el barrio. Habían llamado a la policía y un par de patrulleros habían salido a buscarnos. Por suerte nuestros padres ya habían atravesado la etapa de la furia inicial para entrar en la de la desesperación, así que en vez de retarnos, cuando nos vieron doblar la esquina, nos abrazaron conmovidos y angustiados. Y para mí, el recibimiento estuvo a la altura de las circunstancias.      



  








Eugenio Javier Cáceres