jueves, 10 de agosto de 2017

SANTA CATALINA (La Secta)











1 -


El padre Alfredo cruzaba el vasto parque interior hacia la iglesia con su característica parsimonia, deteniéndose en todos los detalles posibles inspirando así su corazón para dar la misa de las seis de la tarde. Su hábito franciscano se mimetizaba perfectamente entre las sombras de los enormes álamos, paraísos y eucaliptos. Nadie en cincuenta metros a la redonda podía adivinar siquiera su presencia, y esa clandestinidad era su secreta y efímera gloria vespertina. Como solía hacer, se detuvo a medio camino y contempló los últimos rayos del sol otoñal. Respiró hondo e intentó brindarle una última sonrisa al día que se retiraba hacia otros atardeceres. Pero no pudo. Algo indefinido pero omnipresente perturbaba el paisaje. Era algo que se insinuaba en su mente y a la vez interfería en el paisaje; eso crecía junto con las sombras que avanzaban desde el este, sobre el bosque de Santa Catalina. Era esa extraña secta que le venía quitando el sueño, desde que su amigo el doctor Gruber le había hablado acerca de ellos.
Parecían haberse instalado en el viejo almacén de Luzuriaga y Garibaldi, hacía ya varios meses. Pero jamás abrieron el local. La gente creía que allí se reunía un grupo de evangelistas o testigos de Jehová y nada más. Pero el doctor Gruber, aseguraba haber visto que también celebraban reuniones detrás de la cruz de los franciscanos, por las noches, en los terrenos pertenecientes a la Facultad de Agronomía. Y el padre Alfredo sabía muy bien de qué secta se podía tratar. Eran viejos conocidos. Tanto que,  en los años cuarenta, esa cruz había sido llevada al hombro hasta ese lugar por el padre Monterroso, como un intento de exorcizar aquella encrucijada que tenía fama de ser una entrada a los infiernos. O mejor dicho, un pasadizo de acceso hacia este mundo utilizado por seres infernales.
Esto era justamente lo que más inquietaba al franciscano. Lo cierto era que desde entonces, el corazón del corpulento padre, presentía que al barrio le había crecido una sombra. Aunque aún no se animaba a mencionarlos en misa, porque no quería despertar sospechas infundadas, no se había desentendido del asunto. No. A él le gustaba hacerse cargo de las cosas personalmente, como solía decir en sus misas, le gustaba tomar el toro por las astas. Hacía varios días que había convocado a algunos fieles, discretos y confiables, para averiguar más acerca del tema. Pero, extrañamente, hasta el momento, no había llegado ninguna novedad.
El parque se sumió en un ominoso silencio. Los pájaros callaron al unísono y una brisa sospechosamente estrecha, se filtró por entre los árboles. El padre Alfredo dejó por fin sus especulaciones y retomó el camino hacia la iglesia. Ahora su apacible rostro lucía contraído en un gesto grave e introspectivo.         


2 -


Las campanadas de la iglesia de San Francisco llaman a la misa vespertina, mientras el barrio va encendiendo lentamente el neón de sus tenues marquesinas. Es un barrio de casas bajas dónde las cúpulas góticas de la iglesia dominan el paisaje hacia las cuatro direcciones. A esta hora, el bosque, profundo, virgen, comienza a latir con vida propia. Desde el oeste, el cementerio de los disidentes, crece con su ominosa presencia desde las entrañas del pasado.
La gente mayor, cuenta sus historias del bosque como se cuenta un sueño, sin orden y con muchas imprecisiones. Pero algo, muy poco, apenas una sensación, lograron transmitirles a los más jóvenes que jamás se adentran en esas verdinegras fauces cuando empieza a oscurecer.
Por lo demás, gracias a su extraña disposición en el mapa, es un barrio tranquilo. Está perfectamente aislado en el medio de una zona totalmente urbanizada. No queda de paso hacia ningún lugar. Está cercado por sus cuatro flancos, y cuenta con apenas dos o tres accesos desde el resto del partido de Lomas de Zamora.
Hacia el este se encuentra el parque industrial, con sus grandes extensiones arboladas entre las fábricas, y las vías del tren. Más hacia el sur, el barrio del arroyo entubado, con sus intransitables calles, hace las veces de límite natural hasta dar con la Dánica, luego las vías hacen una L cerrando al barrio desde el sur hasta la estación.
Hacia el oeste se encuentra la fábrica Canale, y una extensión de campo ralo enorme que se extiende hasta el Camino de Cintura. Al noroeste está el cementerio de los disidentes o de los ingleses, que se une en otra L con el bosque de Santa Catalina, que cierra al barrio por el norte. La extensión total es de unas quince cuadras (de la estación al bosque) por diez de ancho. La calle Luzuriaga, es su columna vertebral y termina en una T con Garibaldi, que bordea el bosque desde el parque industrial hasta cortarse a la altura del cementerio y choca con el bosque virgen que rodea al rectorado de la Facultad. En el punto justo donde se forma la T, está la cruz de los franciscanos. Una cruz de dos metros, de palo, clavada ya en los terrenos donde empiezan los campos sembrados de la Facultad de Agronomía y el bosque de Santa Catalina. Está dispuesta de tal modo, en el medio donde se corta Luzuriaga, que domina la calle por varias cuadras, casi hasta la iglesia misma, que esta a unas cuatro cuadras de allí.
La cruz, el sembrado, el cielo gris del atardecer, y justo enfrente, en la esquina, un viejo almacén de campo, es el epicentro de extraños acontecimientos en los últimos días. Porque aunque los vecinos tratan de ocultarlo, todos saben que allí se está generando de nuevo aquello que los más grandes a veces intentan relatar apresuradamente, omitiendo datos casi con pudor de mencionar ciertos horrores, o quizás por temor a evocarlos. Aquello que había salido en los diarios de la época con más incógnitas que certezas, pero que cuando por aquél entonces comenzaron a reportarse las primeras desapariciones y muertes en extrañas circunstancias, atinaron a explicarlo como el efecto de una superstición popular mutando en realidad, debido a una nueva patología moderna creada por el constante bombardeo informativo mezclado con antiguas creencias; creencias que ya no tienen lugar en la sociedad según los expertos, pero que una parte oscura de nosotros añora y por épocas, aflora como una epidemia; como la peste.
Lo cierto es que nadie lo ignora y todos, al menos en las cuadras linderas, sienten una presencia despertando después de más de veinte años. Las miradas fugaces se dirigen hacia el bosque como buscando algo, y por las noches ya no reina la apacible calma que siempre caracterizó al barrio.


3 -


El doctor Gruber, el clínico en quién todo el barrio confiaba su salud. Barrio aferrado a la usanza antigua de la medicina personalizada y reacio a las prepagas de los grandes y modernos sanatorios. Cerró el consultorio a las siete y media, como cada miércoles y caminó media cuadra por Luzuriaga hasta la esquina de la iglesia donde solía dejar su auto. La misa estaba llegando a su fin y el doctor jugaba en su mente calculando si ya había descendido el paráclito o si aún la misa estaba por el sermón. El breve vistazo que pudo dar hacia el interior le indicaba que ahí no había descendido nadie, ni nada jamás descendería mientras el dogma se durmiera en el mero ritual, vacío, sin sustancia. Gruber realmente estimaba al padre Alfredo, le parecía una buena persona, pero lo consideraba una especie de niño grande. “Esa es la manera más directa de entrar al reino de los cielos”, le había dicho muy sonriente el padre, una vez que el ácido doctor dejó escapar la observación como explicación a aquella obstinada fe en un dogma prácticamente muerto.
Esa noche en casa de Gruber desfilaron dos botellas de buen vino y media botella de escocés, y el padre en ningún momento bajó la guardia. La bebida parecía no afectarle, o más bien parecía acentuar aún más su acostumbrado estado de gracia que siempre detentaba, y que a Gruber lo sacaba de sus casillas. “Nadie con dos dedos de frente podía andar tan feliz por la vida”, pensaba Gruber. Le divertía imaginar que detrás del iluso padre Alfredo, quizás, existiera una sabiduría que a él por el momento se le escapaba. “¿Y si el padre tenía razón? Todos deberíamos llevar una vida monástica de celibato y oración”, El doctor ahora reía de buena gana mientras maniobraba para salir con el auto, contemplando a través del retrovisor los ventanales iluminados de la iglesia de San Francisco.
_Nos extinguiríamos en una generación o dos_ concluyó, sin querer, en voz alta, entre carcajadas.
Su casa quedaba a unas ocho cuadras hacia el lado de la estación, pero Gruber tomó lentamente por Luzuriaga para el lado del bosque. Y era que por esa zona había algo que lo tenía muy intrigado y quería seguir los acontecimientos de cerca.
Hacía dos semanas atrás, dando un rodeo por Garibaldi junto al bosque a la hora en que salía del consultorio, vio una escena que no le gustó nada. Algo en ella lo intimidaba personalmente. Y como él no era dado a los temores infundados, decidió investigar más a fondo.
En aquella oportunidad en el almacén no vio nada. Estaba totalmente a oscuras. Pero enfrente, detrás de la cruz de los franciscanos, unos diez metros adentro del predio de la Facultad de Agronomía, donde empiezan los sembrados, apenas pudo distinguir en la negrura, un grupo de personas dispuestas en círculo.
A esas horas, un auto por Garibaldi llama mucho la atención, así que desistió de pasar nuevamente. No quería levantar sospechas. No quería que ellos terminaran ocultándose mejor, volviéndose aún más clandestinos y peligrosos. Por lo menos, mientras no lo detectaran, los podía observar.
Media cuadra antes de llegar a Garibaldi, estacionó y siguió a pie por la vereda de enfrente al almacén. Era extraño que no hubiera nadie en la calle, porque era una noche cálida, quizás la última que el verano lograba robarle al inminente otoño. Para disimular dobló por la vereda en dirección opuesta. Planeaba hacer unos metros, volver sus pasos y cruzar hacia el almacén.
Así lo hizo, caminó unos cincuenta metros, giró sobre sus pies sin detener la marcha y se encaminó hacia la misteriosa esquina del almacén. Se trata de un viejo almacén de campo, hoy tapiadas sus ventanas y puertas con ladrillos de canto. Cuatro grandes álamos mantienen el lugar en perpetuas sombras y lo vuelven prácticamente inexpugnable. Uno tranquilamente podría pasar por allí sin siquiera reparar en el viejo almacén. “El escondite perfecto”, pensaba el doctor mientras cruzaba Luzuriaga en dirección a la esquina.
Una vez allí, decidió quedarse un rato sentado en la parada de colectivos que está sobre Luzuriaga, ya que habían colocado una de las nuevas paradas con techo y asientos. Podía fingir esperar el colectivo tranquilamente ya que no pasaría ninguno en la próxima media hora. Él sabía de las penurias de los de a pie, porque lo había sido durante mucho tiempo.
Trató de agudizar el oído para detectar algún movimiento adentro, pero no podía percibir nada. Después de un tiempo en ese estado de atención, su mirada sola buscó movimientos en la cortina negra de la noche que se veía detrás de la cruz de los franciscanos. Algo parecía haber borrado el paisaje. Gruber intentaba adivinar los sembrados y más allá, hacia la derecha, la primera línea de árboles del bosque, pero no lograba ubicarlos.
“No hay luna, eso es”, respiró aliviado ante el auxilio de su racionalidad justo a tiempo, cuando el silencio alrededor crecía de un modo alarmante.


4 -


La voz del padre Alfredo se amplificaba en las paredes gracias al nuevo sistema de sonido, que retumbaba de manera espectral aumentando así el cariz apocalíptico en la lectura del evangelio.
_Vi en la mano derecha del que estaba sentado sobre el trono, un libro escrito por dentro y por fuera, sellado con siete sellos. También vi a un ángel poderoso que proclamaba a gran voz: “¿Quién es digno de abrir el libro y desatar sus sellos? Pero ninguno, ni en el cielo ni en la tierra ni debajo de la tierra, podía abrir el libro; ni siquiera mirarlo. Y yo lloraba mucho, porque ninguno fue hallado digno de abrir el libro; ni siquiera de mirarlo._ Es palabra de Dios…
_Te alabamos Señor_, respondió un murmullo dubitativo
El padre Alfredo cerró el libro violentamente en su mano derecha y apuntó hacia los escasos feligreses como intentando detectar una energía extraña con la Biblia como instrumento. Sabía que algo no encajaba ahí adelante, entre los bancos. Pero no lograba ver nada fuera de lugar. Salvo por una persona justo a un costado en la parte oscura, cerca del confesionario. Los crédulos ojos del padre, esta vez se negaban a dar fe de lo que estaban viendo. Un hombre alto y de algún modo oscuro, no por su color de piel ni vestimenta, sino por su condición, se hallaba de espaldas al altar, deliberadamente.
El padre decidió no enfrentarlo abiertamente para que la gente no se alarmara. Entonces siguió con su sermón, pero impregnándolo secretamente de una buena dosis de exorcismo hacia esa afrenta en la misma casa de Dios.
     _Ellos entonaban un cántico nuevo, diciendo: “¡Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos! Porque tú fuiste inmolado y con tu sangre has redimido para Dios gente de toda raza, lengua, pueblo y nación. Tú los has constituido en un reino y sacerdotes para nuestro Dios, y reinarán sobre la tierra_.” El timbre de la voz se ensombreció con una indignación contenida, cuando levantó la vista y vio que ese tipo seguía ahí, y ahora parecía mirarlo a los ojos a través de su propia nuca. _Y miré, y oí la voz de muchos ángeles alrededor del trono y de los seres vivientes y de los ancianos. El número de ellos era miríadas de miríadas y millares de millares. Y decían a gran voz: “Digno es el Cordero, que fue inmolado, de recibir el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza_.” Y ahora Alfredo no tenía idea de por qué le temblaban las piernas.


5 -


Al doctor Gruber le gustaba ese recreo de la realidad que le otorgaba estar ahí, sentado en medio de la esquina desierta; ahí donde termina el barrio y empieza la noche antigua. Por un instante le llegó como en un hormigueo físico, la preocupación de su mujer y el total desinterés de sus dos hijas adolescentes. Pero resistió el embate, y se mantuvo firme en su rol de investigador y volvió a desplegar su atención para no dejar pasar ningún movimiento alrededor.
Decidió caminar un poco, sin abandonar la parada, con intención de desentumecer la espalda. Dio un rodeo a  la esquina e inspeccionó la parte del almacén que daba a Garibaldi y al bosque. Nada. Oscuridad total y silencio. Lentamente volvió al asiento de la parada contemplando las ventanas tapiadas, intentando rearmar en su cabeza el aspecto original de aquella construcción, y pudo visualizar el palenque entre los álamos.
“En aquella época_ pensaba el doctor_, desde esta esquina se podía ver el convento. Allá en De la Peña hacia el este, la Iglesia hacia el sur, y el cementerio de los disidentes al oeste. Lo demás debían ser ranchos esparcidos entre calles de tierra”.
_ Y ahí enfrente_ murmuró en voz baja_, ese mismo bosque…

Era la hora de volver. Ya había divagado lo suficiente como para recargar energías. Al fin de cuentas de eso se trataba. Se incorporó para buscar en su bolsillo la llave y desactivar la alarma del auto, pero cuando giró hacia donde debía estar estacionado, ahí no había nada. Pudo notar en su estupor, que ni siquiera había marcas de huellas húmedas en el asfalto. No podía ser. Se lo habían robado en sus narices y no escuchó nada. Volvió a mirar la llave como buscando una explicación. Debía haber sonado la alarma. ¿O no había funcionado? ¿o alguien la habían desactivado de alguna forma?
Su frente ardió de golpe, y el sudor se acumuló en sus cejas. Se le aflojaron las piernas y se dejó caer de nuevo donde había estado sentado hasta hacía un segundo.
No sabía qué hacer, el celular lo tenía en la guantera del auto. No podía llamar a nadie. Y además, no quería llamar a nadie.


6 –


_… y las estrellas del cielo cayeron sobre la tierra, como una higuera arroja sus higos tardíos cuando es sacudida por un fuerte viento. El cielo fue apartado como un pergamino enrollado, y toda montaña e isla fueron removidas de sus lugares. Los reyes de la tierra, los grandes, los comandantes, los ricos, los poderosos, todo esclavo y todo libre se escondieron en las cuevas y entre las peñas de las montañas, y decían a las montañas y a las peñas: “Caed sobre nosotros y escondednos del rostro del que está sentado sobre el trono y de la ira del Cordero. Porque ha llegado el gran día de su ira, y ¡quién podrá permanecer de pie!”
Y el padre Alfredo miró, y vio que ese engendro de la bestia soportaba sus poderosas palabras, cargadas de Espíritu Santo, sin inmutarse siquiera. Parecía no oír. “Quizás tuviera los oídos oportunamente tapados con algo para evitar ser doblegado”, pensó, y decidió cambiar de táctica. Pero debía seguir impregnando su sermón con poder porque sino lo que fuera que el otro estuviera haciendo, tendría efecto.
_Y oí a toda criatura que está en el cielo y sobre la tierra y debajo de la tierra y en el mar, y a todas las cosas que hay en ellos, diciendo: “Al que está sentado en el trono y al Cordero sean la bendición y la honra y la gloria y el poder por los siglos de los siglos.” Los cuatro seres vivientes decían: “¡Amén!” Y los veinticuatro ancianos se postraron y adoraron.
El padre miró hacia el Santísimo y pensó en ir a buscarlo para luego encarar al visitante y ofrecérselo delante de todos. Pero justo cuando tomaba el impulso para subir la breve escalinata hacia el altar, una estrecha racha de viento cruzó la nave y no le hizo falta siquiera voltearse a mirar para saber que el extraño ya no estaba ahí.


7 –


El doctor buscaba rehacer la calma en su cerebro para no entrar en pánico, no tanto por el robo, que tenía solución, después de todo estaba bien asegurado, sino por la situación totalmente inverosímil que estaba atravesando.
¿Y por qué el mundo querría conspirar contra su coherencia? Imposible no desandar su camino y ver la verdad. No estaba loco…
El sonido de una puerta que rechina y se arrastra lo sorprende a sus espaldas. Es el almacén. una tenue luz emana desde su interior; ya no están sus puertas y ventanas tapiadas con ladrillos. Gruber traga saliva porque no tiene la menor duda de estar en sus cabales; eso está sucediendo en verdad. Sin intervención alguna de su voluntad sus pies caminan hacia la puerta. Entra. Los parroquianos no lo ven. Gruber se mueve como debajo del agua. Un olor fuerte a tierra húmeda y madera se filtra a través del velo del tiempo. Una racha suave de viento fresco entra por los ventanales abiertos, y trae consigo el balsámico aroma de las flores silvestres. Afuera se puede ver un yuyal alto y espeso, y una negrura eléctrica, cargada de una voracidad desquiciante, que amenaza con generar un vórtice hacia otras épocas aún más distantes.
El sonido ambiente por momentos se embota y aparece otro; una especie de cántico monótono, muy desagradable. Las lámparas a querosene y las velas del almacén se apagan de un soplo. Las ventanas vuelven a estar tapiadas, y ahora el doctor las ve desde adentro. Es el almacén, pero vacío y a oscuras. Lo rodea un siniestro grupo de hombres que canta una melodía repetitiva y asqueante. En esa penumbra se empiezan a reconocer las siluetas, los rostros pálidos y el brillo maligno en los ojos. Desencajado, el doctor apenas puede mantenerse en pie en medio del círculo formado por los doce miembros de la secta.



8 –


La contraparte del barrio está prácticamente inhabitada. Es el bosque, el rectorado de la facultad y la estación Santa Catalina. Es una estación detenida en el tiempo, no posee nada moderno, nada. El tren allí aparece desde un llano interminable y desaparece al otro lado en una curva que se mete en el bosque. El paisaje general remite a mediados del siglo XX. Allí para un tren de esos tiempos, que hace un trayecto casi fantasmal de Haedo a Temperley,  
Más allá del bosque y la estación, hay lagunas artificiales creadas por los camiones que extraen toscas. El paisaje allí es yermo, sin árboles, casi desértico. Hacia el oeste comienzan los sembrados de la facultad, aún circundados por bosque virgen hasta el rectorado que da sobre el Camino de Cintura, del otro lado de Juan XXIII, está la facultad y más allá la laguna.
La extensión total desde la estación en el bosque, la tosquera, el sembrado, y el bosque virgen hasta el rectorado, es equivalente a la del barrio habitado. Es como su doble oscuro y silencioso, su contraparte atemporal hecha de puro misterio.
Existe algo en la esencia misma del lugar que logra ahuyentar a la gente. Digamos que el bosque no es como para un paseo dominical. El que puede evitarlo lo hace y el que tiene que transitarlo por obligación, ya sea porque trabaja en el rectorado o baja del tren en Santa Catalina, lo transita lo más rápido posible. No invita a detenerse y contemplar sus bellísimos paisajes. Que los tiene y de sobra. Si hasta a veces se puede ver desde Luzuriaga un caballo blanco de largo pelaje corretear por el pastizal que rodea al sembrado cerca del viejo palomar. Una postal imposible de encontrar sino es a varios cientos de kilómetros adentro de la provincia. Pero desgraciadamente hay algo que mueve a los pies a apresurarse. Eso que cuando anochece se adivina desde el barrio, por sobre los techos de las casas, y en algunas esquinas de ventanas tapiadas. Eso siempre estuvo ahí. Sólo que ahora parece estar más vivo que nunca. La razón de esto es un secreto a voces; la secta.
Aquello estaba presente en la mente de todos. Estaba grabado en el subconsciente colectivo. Y desde hacía unos meses, la paranoia había crecido fuera de todo límite, y no era para menos. Los últimos casos habían reflotado el recuerdo del sombrío invierno del ochenta y cinco, cuando comenzaron a aparecer los cadáveres de mujeres en el bosque. Luego aparecieron los comentarios acerca de la secta, y después las desapariciones entre los que se aventuraban a querer esclarecer los hechos. La mayoría de la gente optaba por hablar del tema a escondidas y con los suyos. Desconfiaban de todos. Saber algo de aquello era muy peligroso. Y ahora se repetía el mismo patrón. Primero fue el cadáver de la profesora Martell, cerca del rectorado. Y hace apenas un mes una alumna de ciencias agrarias, Mónica Vilca, en el medio del sembrado. Las dos desmembradas. Esparcidos sus cuerpos en la misma extraña disposición. Todo esto sumado a la desaparición del doctor Gruber, terminó por agravar la ya compleja situación. La familia era muy conocida y enseguida se corrió la voz. En menos de seis horas de denunciada su desaparición, ya estaban trabajando la seccional Parque barón y la primera de Lomas, en el caso.


9 -


Ángel Vera era el periodista local más conocido porque trabajaba para el suplemento zonal del diario de más tirada en todo el país. La edición del suplemento salía los jueves a la tarde, y su columna era sobre la historia de Llavallol y sus alrededores. Muchos vecinos contaban orgullosamente haber colaborado con sus notas sobre tal o cual edificio antiguo o paraje singular de los tantos que se encuentran por la zona, y se jactaban de haber sido nombrados en la columna de Vera. Muchos tenían la costumbre de apenas leídos los titulares pasar directo a la sección local donde aquel muchacho hacía tan pintorescas notas sobre lugares tan íntimos y queridos.
Sus lectores se vieron sorprendidos los dos últimos números porque Vera había enfocado su minuciosa atención de paisajista, en los escalofriantes detalles de las muertes de las dos mujeres halladas en los descampados. El joven periodista sacó a relucir lo mejor de su formación y comenzó a pensar en voz alta. Usó su columna para hilar cabos sueltos, llamando una y mil veces a todo aquel que hubiera visto algo o creyera saber algo al respecto, para que se presentara a declarar. Quería concientizar para evitar la propagación de aquello. Porque todos sabían que la peste no se detendría allí nomas, sino que seguiría creciendo. Algunos viejos en sus frenéticos relatos de los años ochenta, contaban que la gente había entrado en un estado demencial. “A lo último uno se podía cruzar a alguno caminando como muerto viviente. Mucha gente hablando sola y demás cosas horrorosas”  decía el zapatero don Antonio. “Yo recuerdo cómo actuaba mi mujer por esos días. Andaba medio muda. Sonreía como tonta y por las noches pegaba unos gritos que alertaban a todos los vecinos”, se lo oyó decir a Marcos, el dueño del buffet del club.
Ángel conocía estos relatos y muchos más, debido a sus largas charlas con los vecinos, en sus asiduas recopilaciones de historias de lugares y también hechos relevantes del pasado. Por esa razón se había propuesto impulsar todo lo posible las investigaciones haciéndoles un seguimiento desde su columna, que aunque ya existía una columna de policiales llevada muy bien por Carlos Giroud, este sólo cubría los sucesos a medida que acontecían, en cambio Ángel pretendía seguir los casos del bosque puntualmente y hacer causa con sus lectores para resolverlos o por lo menos, hacerles más difícil la tarea a los que se movían detrás de aquello, que en realidad no eran más que un puñado de psicópatas asesinos.
La mañana siguiente a la desaparición del doctor Gruber, Ángel ya estaba en la comisaria de Parque Barón, tal y como lo había hecho después de enterarse de los anteriores asesinatos. La primera vez, se acercó a la estación con mucho escepticismo. Casi no hizo preguntas pero se quedó toda la mañana esperando alguna novedad. En su cuaderno no había anotado mucho. Lo básico. Apenas los datos que había podido espiar de la ficha, en un momento de descuido del oficial de turno. Víctima - Irene Martell. Profesora en Facultad de Agronomía. Muerte violenta. No hay sospechosos.
Con la segunda víctima, la angustia golpeó más fuerte. Era una chica conocida por todos. Para esa ocasión se identificó en la comisaría como periodista y con su cámara digital en mano, comenzó a hacer preguntas a todos los oficiales a cargo del caso. Entonces fue cuando comenzó su campaña para encontrar testigos.
A Mónica Vilca la habían encontrado en los sembrados, cerca de Luzuriaga. Por esa razón en la seccional las opiniones estaban divididas a la hora de relacionarla con el anterior caso. Se trataba del mismo predio pero en extremos opuestos, a más de trescientos metros y cerca de la calle. Podría tratarse de otro tipo de crimen, y no de esos que acontecían en el bosque y que traían una marea de siniestros sucesos detrás.  Pero era muy difícil no relacionarlos, ya que ambas mujeres habían sido desmembradas. Según la inquietante psiquis del detective Marino, los desmembramientos podían haber sido causados por perros callejeros que merodeaban el bosque en jaurías de más de diez canes hambrientos. El inspector dijo que había que esperar los resultados del forense, pero que en el cuerpo de la profesora también se habían advertido rastros de mordidas y laceraciones evidentemente causadas por dentaduras caninas. Esto complicaba las cosas a la hora de determinar con exactitud la causa de la muerte y el trabajo de los peritos no arrojaba datos precisos con respecto a la fecha y hora de los hechos.
Ángel eligió relacionar los hechos desde el principio y trabajar en esa dirección. Habló del tema con minucioso detalle en su columna y gracias a ello durante los siguientes días, lo llamaron varios vecinos para hablarle de la secta y de los movimientos extraños por las noches en el sembrado, detrás de la cruz de los franciscanos. Trató por todos los medios de filtrar los informantes según el grado de alucinación y descartar a los menos serios. Pero todos coincidían en dos o tres datos que aunque demasiado vagos para ser tomados en cuenta en la causa en sí, servían como información secundaria para alertar a los desprevenidos y saber en qué dirección mantener los ojos atentos.
En su trabajo recopilatorio de noticias de los años ochenta, había encontrado que  las víctimas siempre eran desmembradas y también se hablaba de jaurías de perros salvajes. La única diferencia que encontró con las noticias de aquellos días y su investigación actual, fue que a pesar de que en esos archivos se mencionaba una secta, no se señalaba a ningún líder. En cambio ahora algunos vecinos, tal vez los menos confiables, habían deslizado el nombre de un presunto líder; un tal Asmodeo. Otros se habían referido al líder de la secta como “el Obispo”.
Ángel no descartó estos datos, aunque sí descartó a los que se lo habían contado. Por esa razón esta vez estuvo en la seccional antes que nadie. Sabía que el doctor Gruber era una eminencia en el barrio, conocido y querido por todos. El impacto iba a ser grande en la gente, quizás pudiera dar con un testigo fiable que lo ayudara a recoger más datos. El misterio debía dejar de serlo a fuerza de datos concretos. El autor o los autores de tan aberrantes hechos no podían seguir protegidos por ese halo que los volvía invulnerables hasta para la justicia de los humanos. Porque tanto en aquellos años como ahora, la policía nunca llegó a resolver absolutamente nada. No hubo siquiera sospechosos demorados. Nada.
La media mañana había pasado sin novedad. Los oficiales se mantenían comunicados con la familia esperando un llamado de los secuestradores, inclusive había llegado un experto negociador desde la primera de Lomas. Ángel pensó en hacer un recorrido estratégico por el barrio a ver qué se contaba en la calle, pero justo cuando se despedía del oficial a cargo de la mesa de entrada, éste le dice que no se vaya aún, que tenía algo para él.
Sorprendido esperó acodado en el mostrador, mientras veía como un cabo sin dejar de hablar por teléfono, le escribía algo en un papel al oficial. También había podido notar el aire distendido y hasta una sonrisa burlona en los ojos del cabo.
_Tome Vera. Una mujer que dice tener información importante que quiere hablar con usted, bah, con el periodismo. Entonces le dijimos que usted andaba por acá y bueno, dice que la llame.
_Gracias. Pero, ¿ustedes no le van a tomar una declaración?
_Sí ya le tomamos la otra vez. Y ahora dice exactamente lo mismo así que mucho no aporta a la investigación, pero por ahí a usted le sirve_. La sonrisa del oficial era ahora una especie de mueca de dolor. El oficial evidentemente no acostumbraba a sonreír muy seguido.
Ángel apenas salió de la comisaría llamó al número desde un teléfono público. No usaba celular. Con su sueldo no se podía dar ese lujo. Era una mujer que vivía con su madre del otro lado de la estación Santa Catalina, pasando las tosqueras. Ni bien se presentó, del otro lado la mujer comenzó a contar atropelladamente un conjunto de partes inconexas que pretendían ser una descripción de algo que ella decía saber, pero se interrumpía a cada instante porque según decía, ya lo había contado mil veces en la comisaría y nadie “le había llevado el apunte”. Y que no sabía para qué se molestaba en repetirlo, si al final iba a ser ignorada como siempre. Pero lo interesante eran los datos que dejaba caer cada tanto mezclados entre sus quejas. Según ella la actividad de esa gente venía siendo activa hacía por lo menos cinco años.
Ángel decidió ir personalmente hasta la casa ese mismo mediodía. Ella le había indicado cómo llegar describiéndole el camino por sus particularidades. “Pasando la fábrica, frente al Tiro Federal, pasando dos tranqueras de su mano izquierda viniendo de Lomas”. Porque según dijo, su dirección no le servía a nadie a la hora de encontrar su casa.
Ángel estacionó su Fiat blanco sobre la banquina de Juan XXIII, justo a la entrada del camino de tierra cerrado por una tranquera. El camino conducía a una modesta y solitaria casa, unos cincuenta metros adentro en un terreno pelado que contaba con un solo árbol justo al lado de la puerta de entrada. Lo más cercano que se veía desde allí era la enorme fábrica a unos doscientos metros y nada más. La casa estaba rodeada por las interminables tosqueras y una resaca de pastizales y baldíos que se extendían hasta el Camino de Cintura.
Golpeó las manos y salió un cusquito negro a ladrarle moviendo la cola. Una señora de aspecto soñoliento corrió la cortina de la puerta y por señas lo invitó a pasar. Ángel atinó a señalar al perro en una muda pregunta acerca de su ferocidad, a lo que la mujer con una sonrisa le insistió para que entrara de una vez. Apenas franqueada la tranquera, el cusquito pasó de ladrar a saltar frenéticamente a su alrededor  todo el camino hasta la casa.
_Buenas…
_ Buenas, siéntese don Vera, yo soy Patricia, todos me dicen Pato_. Hizo un ademán hacia un rincón que permanecía a oscuras _y ella es mi hija Florencia. Los ojos de Ángel todavía no se acostumbraban a la oscuridad interior, pero pudo ver un bulto junto a unas cortinas rojas, y hacia allá fue extendiendo su mano que estuvo en el aire más de la cuenta buscando en vano la otra mano para estrecharla. No encontró nada en su camino. Unos dubitativos pasos más y justo cuando ya desistía, a punto de bajar la mano, un agarre nervioso le indicó que estaba apuntando hacia otro lado. Florencia estaba sentada en una estrecha cama, a su derecha casi a sus espaldas.
_Hola Florencia con vos hablé hace un rato…_ Disimuló la sorpresa bajo lo que intentaba ser una cálida sonrisa, pero que en realidad había sido apenas una mueca.
_Sí, yo fui quien lo atendió cuando llamó.
_El oficial a cargo me dio gentilmente su número porque dijo que querías hablar conmigo. Me gustaría si es posible que me contaras todo lo que creas que está relacionado con los asesinatos y este último secuestro del doctor Gruber.
_Tenemos miedo señor Vera_ Dijo Florencia en un susurro urgente que descolocó al periodista. Él todavía tomado de la mano de Florencia buscó inquisitivamente a la madre, pero esta esquivó la mirada y salió al patio, desapareciendo en la luz exterior detrás de la cortina. Por fin el agarre nervioso de las manos cedió y Florencia en un tono más tranquilo intentó explicarle la situación por la que ella y su madre estaban pasando.
_Cuando llegó usted estábamos durmiendo señor. Aprovechamos a dormir de día. Las noches están muy difíciles por acá y las pasamos en vela _La compungida voz de Florencia sonaba a mujer mayor aunque según le había dicho por teléfono tenía veintiocho años.
Ya sentado frente a ella pudo verla mejor. Florencia era albina; la oscuridad interior había sido calculada. Tenía el pelo lacio y largo, era delgada, de cara redonda y llena. Sus pestañas blancas enrarecían el marco de unos grandes ojos negros.
Aunque vivían en una casa bastante austera, tanto Florencia como su madre parecían pertenecer a una clase más acomodada. Eso era lo primero que había descolocado al joven periodista que no podía todavía unir a esas dos mujeres con el entorno. Se le hacía difícil imaginarse a sí mismo teniendo que vivir allí. “No duraría ni dos días, o quizás ni una sola noche” pensaba. Pero sin embargo ellas estaban allí, tan solas y tan frágiles, lejos de todo y a merced de cualquiera.
Ángel, sin percatarse se había quedado pensando con la mirada vacía, acariciando sus bigotes, jugando con las puntas que ya intentaban doblarse un poco hacia arriba. Un profesor de la facultad, uno de esos fuera de serie, le había recomendado que los usara como antenas. “Vos con veinte años ya parece que te estás quedando calvo y el pelo es muy importante porque es la extensión de nuestro sistema nervioso central hacia el exterior. Déjate los bigotes y vas a poder compensarlo. Te agudiza la intuición y eso es algo que todo buen periodista debe desarrollar constantemente”.
_Sí señor Vera _continuó Florencia_, hace veinte años que vivimos acá solas, pero jamás la pasamos tan mal como en este último tiempo. Mi padre falleció en los noventa, y para los sucesos de aquella época yo era muy chica y mucho no me enteré. Pero ahora los estoy viviendo en carne propia porque parece que la secta está de vuelta. O mejor dicho, no se fueron nunca, sólo que ahora se los puede ver a simple vista.
_ ¿Me podrías explicar mejor eso? _Sólo entonces Ángel se acordó de activar su pequeña grabadora. La luz roja del encendido aunque apenas visible por lo general, allí había iluminado por completo los rostros y el desolado aspecto de aquel rincón de la vivienda. Tanto, que la muchacha albina tuvo que parpadear fuerte para mitigar el efecto.
_Perdón, ¿te molesta si grabo la conversación?
_No, para nada. Es que la luz…
_Ah… sí. Discúlpame_ dijo Ángel, y guardó el grabador en el bolsillo de la campera_, en el bolsillo graba igual_. Ella esbozó una tímida sonrisa, la primera que registraba él. La chica era bellísima.
_Según lo que sé, esa secta está por acá desde antes que todos nosotros. Aparecen y desaparecen de nuestra vista pero nunca se van _Las palabras de Florencia ahora resonaban y se amplificaban en la casa de un modo extraño. Poco a poco el sonido de su voz se iba aclarando, a medida que parecía entrar en confianza con su interlocutor y dejaba atrás la urgencia inicial_. El bosque y toda esta extensión desde el Tiro Federal hasta el rectorado, es de ellos _continuó Florencia_. Del otro lado, el barrio entero con el convento y la iglesia inclusive, les pertenece. Adoran a una entidad llamada Asmodeo, que a su vez es el líder del grupo. Los sacrificios son siempre para él. Asmodeo subyuga a la gente espontáneamente, a cualquiera, y les hace realizar lo que yo llamo sacrificios involuntarios. Muertes ofrendadas sin conciencia de parte del operante. ¿Me entiende? Los miembros de la secta son trece, pero tienen muchos adeptos por fuera, conscientes e inconscientes de que lo son.
_¿O sea que para vos estos asesinatos están relacionados con esa secta? ¿Ya declaraste esto en la seccional?
_Sí, pero no nos toman en serio. Hoy el policía que me atendió me dijo que esas cosas son para el periodismo amarillo, pero que a la causa no le aportaban nada. Entonces me dijo que usted estaba ahí, y yo le pedí que por favor le diera mi número.
_Así que ahora soy un periodista amarillo… _ pensó en voz alta Ángel sin poder ocultar su indignación.
_Yo no creo eso. Conozco muy bien su trabajo y con mi madre lo leemos siempre. Sabemos que si se metió a investigar esto, no es por hacer periodismo amarillo ni nada de eso. Es por la gente del barrio. Usted no quiere que sigan sucediendo estas cosas, al igual que todos nosotros y se compromete desde su espacio. Nosotras apreciamos eso.
Esta vez una espontanea sonrisa se dibujó en el rostro del compungido periodista y comprendió por fin que su esfuerzo de años en esa columna semanal, había forjado una buena impresión en sus lectores y eso era lo que importaba. Por lo demás, ¿Qué podía saber un oficial de una seccional tan pequeña como Parque Barón, acerca de su trabajo periodístico? Era obvio que esa gente no leía más que formularios, fichas y denuncias, la mayoría de índole doméstica.
_Disculpe señor Vera, no le ofrecí nada _La mujer se incorporó presurosa y comenzó a moverse en las sombras con gran agilidad_. ¿Cómo quiere el café?
_Solo. Gracias.
La madre de Florencia entró y se sentó junto a la puerta a tejer. Aprovechaba el único haz de luz que penetraba en la casa para ver. Florencia volvió al rato con dos cafés y lo invitó a sentarse en una pequeña mesa en el centro de la estancia. Bebieron en silencio. La presencia de la madre de algún modo perturbaba el natural fluir de las preguntas que Ángel tenía para hacer. No quería importunarla. Pensó en quedarse un rato más hablando de bueyes perdidos y luego irse, pero Florencia lo sorprendió cuando, sin ningún preámbulo, retomó el hilo de la conversación en el tema de la secta.
_Nadie sabe mucho acerca de la secta. Ni siquiera se sabe quiénes son sus miembros. Pero forman parte de la historia negra de este lugar. Lo peor señor Vera, es que tienen dominios sobre otros planos de existencia. Esa es la razón por la cual no se los puede ver con facilidad, y mucho menos atrapar con la policía. Se meten en los sueños de la gente y los van cercando hasta que o se unen a ellos o se convierten en una nueva víctima.
_ ¿Y cómo es que sabés todo esto?
_Lamentablemente, tengo el don de la clarividencia desde que nací, y me atrevería a decir desde antes, porque también conservo recuerdos de ese limbo que existe entre una vida y otra.
_Increíble _dijo Ángel
_Sí, sabía que no me iba a creer una palabra, pero es la verdad.
_No lo dije con esa intención. Me parece muy interesante. Por favor contame todo lo que vos creas que pueda servir para esclarecer la causa_ Ángel aunque impactado por el tenor de la información que Florencia le estaba dando, pretendía encausar la charla hacía lo estrictamente policial.
__Las cosas que tengo para decirle deberían ayudar a esclarecer la causa, como dice usted. Sin embargo, por hablar de estas cosas que sé, la secta ahora nos tienen aterrorizadas. Desde entonces se nos aparecen por las noches y merodean la casa… Es horrible.
_ ¿Pidieron protección policial? _La pregunta sonó tan inocente y desubicada que la joven albina comenzó a reír de buena gana. El periodista sin darse cuenta también comenzó a reír no tanto porque le hubiera causado gracia lo que había dicho, sino más bien de puros nervios. Ella era demasiado inquietante para su habitual rigidez. La verdad era que el giro de la charla, la casa en sombras, el extraño aspecto de Florencia, lo incomodaban de un modo atroz. Apagó el grabador y con un ademán por demás exagerado, estudió su reloj orientándolo hacia el único hilo de luz de la puerta.
_Se me hace tarde. Tengo una entrevista más con un posible testigo que quería hablar conmigo con urgencia.
La joven albina arqueó las cejas en un gesto de genuina sorpresa, e inmediatamente después cayó sobre ella el peso del abatimiento. _Corremos peligro de verdad, señor Vera. Pero nadie nos toma en serio.
_Yo te tomé en serio todo el tiempo, pero…
_Por favor, quédese un minuto nomás. Como vidente tengo algunas cosas que decirle aunque usted no las publique en el diario _La lucecita del grabador volvió a encandilar a Florencia que esta vez no se detuvo y continuó hablando_. Yo sé cuál es el punto débil de Asmodeo, pero necesitamos a mucha gente que sepa esto y que actúe a la vez. Es complicado. Debemos triplicar el número de miembros de la secta y ellos son trece con Asomdeo inclusive, o sea que necesitamos treinta y nueve personas con algún conocimiento previo en el campo esotérico o espiritual.
_Lamentablemente  estás hablando con un periodista ateo. Así que muy poco te puedo ayudar con esto por la sencilla razón de que no creo en demonios ni angelitos. Peor si se trata exclusivamente de un asunto católico, creo que lo mejor sería que hables con el padre Alfredo en vez de conmigo.
_Asmodeo no tiene nada que ver con el catolicismo _respondió ella_ Es mucho más antiguo. Más aún, es anterior a todo concepto de iglesia o religión. Además no es de este planeta.
_Ah, ¿pero entonces estamos hablando de un extraterrestre? _dijo Ángel cada vez más incómodo.
_Es un ente saturnal…
Para Ángel la entrevista era irremontable. Lo peor de todo era que estaba perdiendo un valioso tiempo que podía haber empleado en caminar el barrio recolectando impresiones. Porque ese era el caldo de cultivo de la versión extraoficial, que por el momento y a falta de una oficial era la única en la cual podía sostenerse.
Esta vez sí Ángel apagó definitivamente el grabador y se incorporó para retirarse. La joven permaneció en su lugar y apenas correspondió el saludo cuando el periodista le estrechó la mano, ofreciéndole sus sinceras disculpas por no poder ayudarlas. Ella permaneció inmutable, hombros caídos, mirada ausente. Ángel sintió una leve asfixia en el pecho. El aire parecía electrificado. Las piernas no le respondían bien. Fueron eternos los pocos pasos que tuvo que dar para llegar hasta donde se encontraba la madre tejiendo, para saludarla y despedirse. No sabía qué le pasaba. Ya casi llegaba a la puerta y se disponía a correr la cortina hacia la incandescente luz solar del otro lado, cuando oyó a sus espaldas la voz de Florencia que le decía “Ellos ya saben que usted está acá”. La voz sonó como si estuviera a centímetros de su oído izquierdo. Instintivamente miró hacia atrás, pero allí no había nadie; la madre tejiendo en su sillón, ausente, y allá en el medio de las sombras, la espectral silueta de Florencia que aunque no podía distinguir sus rasgos con claridad, podía sentir sus penetrantes ojos clavados en lo más íntimo de su ser. Podía sentir su agarre. Lo tenía paralizado, sin conseguir moverse de una vez fuera de la casa. Florencia finalmente lo soltó desviando su mirada, y Ángel pudo salir otra vez a la luz del día.


10 –


Mario Ledesma, un amigo de la infancia del doctor Gruber que estaba al tanto de su desaparición, vio desde el colectivo donde viajaba, doblando por la esquina de Garibaldi y Luzuriaga, el auto del doctor estacionado sobre Luzuriaga a pocos metros de la esquina. Bajó en la siguiente parada, y volvió hacia atrás para ver el coche y su interior; estaba vacío y cerrado. Mientras lo inspeccionaba, llamó a la policía desde su celular. En pocos minutos un patrullero estuvo ahí. Luego de verificar que se trataba efectivamente del auto del doctor Gruber, invitaron a Mario a subirse al patrullero para ir a hacer la declaración de rigor.
Una vez en la seccional, Mario pudo notar que la actividad era bastante agitada, a pesar de ser una dependencia chica. Había, tanto en el personal femenino de la mesa de entradas como en los oficiales y cabos, un nerviosismo generalizado, y no era para menos. Desde la primera de Lomas se corrían los rumores de que un asesino en serie les estaba prácticamente tomando el pelo, ejecutando a sus víctimas en sus narices. Esto podía traer serias consecuencias para todos en Parque Barón; sus puestos corrían peligro. Ante un caso como ese, tan grave y  aún sin resolución, las sanciones no se iban a hacer esperar. Empezando por arriba, en los escalafones más altos, hasta el último cabo de guardia todos podían ser removidos, o trasladados a dependencias lejanas. Porque cuando una seccional se manifestaba impotente ante delitos graves como asesinatos o narcotráfico, la directiva era desarticular la departamental en cuestión, para no alentar sospechas de connivencias con el delito. Por este motivo pronto tendrían que presentar algún detenido o señalar al menos un sospechoso, sino el mecanismo se dispararía solo. Por supuesto estaba el último recurso, “el perejil” o “chivo expiatorio”, pero ese truco ya estaba demasiado quemado y los fiscales ya no accedían a tomarlos en serio. Aunque cada seccional tenía sus amistades y favorecedores dentro del sistema judicial, no convenía abusar de ellos porque desde que había asumido el nuevo ministro de seguridad de la provincia, éste había centrado su trabajo en la purga del sistema judicial carcelario, y tenía especialmente en la mira a las dependencias policiales.
Los oficiales de la patrulla regresaron de inmediato a Luzuriaga, para tomar declaración a los vecinos y esperar la grúa para llevar el auto del desafortunado doctor al depósito judicial. Empezaron llamando en cada casa, desde la esquina de Garibaldi hacia donde se encontraba el coche. Nadie los atendía. Eran las cuatro y media de la tarde y la mayoría estaban ausentes, en sus respectivos trabajos, y los que no, dormían la siesta. Una costumbre muy fuerte en este tipo de barrio que aún conservaban una tranquilidad ideal; casi sin tráfico en las calles ni ruidos molestos de fábricas o industrias de ningún tipo. El parque industrial quedaba del otro lado de las vías, donde los árboles del bosque virgen se continuaban en una enorme arboleda plantada, que delimitaba la zona fabril. Por esta razón, el barrio conservaba un microclima ideal para el descanso en horas de la siesta.
Contrariados por la imposibilidad de recabar datos, los oficiales optaron por parar a la gente que pasara caminando por allí. Sabían que nadie andaba de paso por esa zona, que si alguien pasaba caminando era porque vivía en las cercanías.
Un viejo que venía tranquilamente por el medio de Luzuriaga, fue el único que se detuvo ante la presencia policial. No hizo falta que se lo pidieran. Se detuvo solo a observar el trabajo de los oficiales que, sin hacerle caso, continuaban esperando encontrar un testigo más fiable.
El viejo quedó atrapado por el sonido del radio de la patrulla, que no dejaba de transmitir mensajes inconexos entre los distintos móviles en servicio, al punto que llegó a apoyarse en la ventana para escuchar mejor.
_... Móvil Centenario a Parque Barón tres ¿Me copia?…
_... Cardozo tengo dos Natalias por averiguación en progreso… 
_... 12 de Octubre y Saenz, transgresión de perimetral por violencia doméstica…
_... ¿Tenemos un móvil en las inmediaciones?
_… Afirmativo. Tenemos el móvil consigna por el partido en Los Andes… Ya sale…    
El viejo parecía realmente entretenido con la suculenta información que se sucedía a buen volumen en la patrulla. Uno de los oficiales que se encontraba anotando las direcciones a las que debían volver más tarde, advirtió al viejo acodado en el patrullero con la cabeza prácticamente metida dentro del habitáculo.
_¡Eh! ¡Abuelo! ¿Busca algo? _El oficial Sabelli bajó a la calle. Los pulgares enganchados al chaleco antibalas.
_Nada agente. Nada.
_Dígame, ¿usted es vecino de la zona?
_Sí, vivo acá dos cuadras por Garibaldi al fondo. En la esquina frente al cementerio.
_Su nombre… _El oficial Sabelli, evidentemente no prestó atención a la inverosímil dirección que le había dado, ya que frente al cementerio sólo había un descampado. Sacó una libretita y se dispuso a anotar el nombre del viejo.
_Antonio Riera.
_ ¿Vio algo raro por el barrio últimamente?
_Sí, señor. Vea, de un tiempo a esta parte se ven muchas cosas raras por acá… yo que ustedes averiguaría ahí en el almacén tapiado de la esquina.
_ ¿Por qué? ¿Qué pasa en el almacén? Parece vacío.
_En apariencia nomas. El otro día lo vi todo iluminado y parecía que había vuelto a funcionar. Yo conocí el almacén cuando estaba abierto, lo atendía el gallego don Muiño, y juro que lo vi igual. Yo venía por la mano de enfrente y hasta me dieron ganas de entrar para ver quién lo había abierto, pero había algo que no me gustaba. No me animé. Pensé en pasar en otro momento, de día. Esto que le estoy contando sería a eso de las diez, diez y media de la noche. Al otro día pasé y estaba como usted lo ve ahora. Tapiado por los mismos ladrillos como lo estuvo los últimos veinte años. No le dije a nadie, porque a uno a esta edad lo creen loco simplemente por haber vivido demasiado ¿vio? La gente cree que uno después de vivir mucho se vuelve loco. ¡Y por ahí tienen razón! _dijo el viejo y soltó una carcajada de esas que ponen en duda cualquier rastro de cordura.
Sabelli palmeó amistosamente la espalda del viejo Riera, le agradeció el testimonio y le prometió tener en cuenta su observación. Y esto no fue sólo un formalismo ya que en su libreta anotó: “Investigar almacén”.   


11 -


Desde los sucesos del ochenta y cinco, la percepción del viejo Riera había quedado entre dos mundos, como un limbo desde donde se veía todo junto; el mundo cotidiano y el otro. Porque esa era la intención en el accionar de la secta Ese era su objetivo entre otros muchos demasiado obtusos e incomprensibles para la mente humana. Ellos utilizaban a la gente como medio para sus extraños fines. Les dejaban marcado en la memoria la existencia de cosas fuera de tiempo y lugar, haciéndoles atravesar portales dimensionales a la fuerza; la psiquis de algunos lograba bloquear el recuerdo. Otros quedaban con ambas posibilidades latentes, al punto que sus realidades fluctuaban. Unos, los más fuertes, se percataban del cambio y lo ocultaban de los demás lo mejor posible. Los más débiles, como el caso del viejo Riera, no podían manejarlo al punto que los demás no lo notaran. Desde entonces quedó así. Como uno de los tantos viejos locos del barrio.
A estos viejos locos se los reconocía fácilmente por el andar cansino y la mirada perdida. Cruzaban las calles sin mirar a los costados. No respetaban ningún semáforo. Simplemente caminaban como si no percibieran su entorno. O como si el entorno fuera otro.
Riera solía contar a quien quisiera escucharlo, que no era recomendable pasar de noche frente a la iglesia en ruinas. La gente descartaba de inmediato sus advertencias, porque en realidad no asociaban “iglesia en ruinas” con San Francisco, que era la única iglesia del barrio y que además estaba en perfectas condiciones. Al bosque le llamaba “la trampa”, y solía llegar hasta el paroxismo intentando advertir a los chicos que con sus bicicletas todo terreno lo frecuentaban, que no se metieran allí. Pero poco caso le hacían. Entraban igual y se divertían a lo grande, transitando los casi imperceptibles senderos que surcan el bosque.
Cuando alguien le preguntaba dónde vivía, el viejo respondía “en la casa del bosque, frente al cementerio”. Y ante las risas de sus ocasionales interlocutores que conocían esas tres paredes semi derrumbadas que alguna vez había sido una gran casona, a la que ahora no le quedaba ni el techo, les porfiaba que sin embargo él tenía una habitación bastante cómoda con chimenea y todo.
Pero aunque el viejo sabía el por qué de las burlas, no podía explicarles que ambos tenían razón. Que estaba en ruinas, que inclusive algunas veces desaparecía por completo durante días. Pero que la mayoría de las veces él dormía allí, en una cama de más de dos plazas, en una habitación de la planta alta que contaba con chimenea propia.
Él sabía que era cuestión de suerte. Todo consistía en acertar a llegar hasta la esquina del bosque y el cementerio, tomar por entre los arbustos y matorrales altos que dan al lado norte de la casa, en el momento indicado. Había que acelerar el paso en ciertas zonas y en otras esperar. A veces llegaba a esperar horas hasta que por fin las luces de la casa se hacían visibles. Se encendían de a una a la vez. Primero en las partes altas, luego alguna de abajo, y por último la entrada. Las luces eran tan mortecinas que si uno miraba desde la calle no se veía nada en absoluto. Por eso primero era necesario atravesar los cincuenta metros de tupida maleza y un bosquecillo de árboles bajos, y recién entonces aparecían las mortecinas luces de la casa.
_Abuelo, ¿y quién vive con usted ahí en la casa? _preguntaba divertido alguno de los muchachos de la barra de la vieja farmacia sobre Luzuriaga. Todos los días de semana se reunían allí con una puntualidad casi ritual. La cita era después de los siete y media, cuando doña Irma bajaba la persiana.
_No soy tu abuelo _respondía lacónico Riera.
_ ¡No te enojes viejo! Queremos saber de verdad _decía el Colo, un pseudo adolescente de más de veinticinco años, mientras contenía la risa apoyado en el manubrio de su ciclomotor.
_En la casa hay mucha gente. No sé cuántos, pero yo me los encuentro a todos ahí. Mis amigos de siempre. Algunos compañeros del liceo militar. Las chicas… Norma, Luisa, Loli… Ellas tienen un montón de gatos. Yo me quejo y digo que los saquen de la casa, pero no me dan pelota. Odio a los gatos.
_ ¡Eh, los gatos son re grosos! ¡No te ortivés viejo! _ protestó el más chico de la barra.
_ Ustedes no entienden nada. ¿Ustedes qué saben? Si no pasaron por la epidemia de muertes del ochenta y cinco. Están sanitos, vírgenes, y bien bobos. Van a caer como moscas. Y cuando vengan a la casa muertos de miedo pidiendo que los dejemos entrar, porque afuera están ellos, cuando se hagan bien encima, yo mismo personalmente los voy a mirar uno por uno a los ojos, y les voy a cerrar la puerta en las narices, por boludos _Y Riera estallaba en una carcajada teatral que helaba la sangre de todos los pibes. Entonces, para romper el hechizo, el Colo encendió su ruidoso ciclomotor y salió coleando por Luzuriaga al grito de “¡Este viejo está looooco!”.  Para luego dar la vuelta en la esquina y pasar de nuevo haciendo un Willy.
El caso más extraño entre estos personajes era el de un viejo y su hijo, igual de viejo, a los que se los conocía como los uruguayos. Deambulaban todo el día uno a cada lado de una bicicleta inglesa a la cual ninguno de los dos se subía. Siempre el termo bajo el brazo del padre cebando constantemente, y el hijo con el resto del equipo, el porta termo de cuero colgado y la yerbera a mano. No hablaban con nadie, pero era sabido que habían quedado deambulando desde entonces.
Lo cierto era que a ninguno de estos personajes se los veía demasiado desalineado o andrajoso. Por esa razón y algunas más, eran tomados mitad en broma y mitad en serio. Era obvio que deliraban, que no estaban en sus cabales, pero también era evidente que en algún lugar se aseaban, se alimentaban y que alguien les proporcionaba ropa limpia. Y lo cierto era que no había ningún albergue en el barrio, y si alguien les preguntaba dónde vivían, respondían “allá, del otro lado” señalando hacia el bosque. Otros simplemente sonreían sin hallar las palabras para explicarse. Sólo el viejo Riera contaba con lujo de detalles que vivía en la casona del bosque frente al cementerio.
Claro está que las mujeres no eran una excepción a la regla. Las había y en cantidad. Pero nadie se atrevía siquiera a mirarlas demasiado. Eran temibles. Esa abertura entre los mundos no parecía haberlas afectado tan mal como a los hombres. Por el contrario, ellas se mostraban poderosas y amenazantes. Eran famosas por los sustos que solían propinarles a las parejas en la plaza o en los alrededores de la estación, apareciendo súbitamente de la nada como un espejismo. Se las podía reconocer por su apariencia. Sus prendas lucían anticuadas; fuera de época. Su aspecto físico distaba mucho de la decrepitud que se apreciaba en los varones. La vejez de estas mujeres parecía estar atenuada por una inexplicable fuerza interior que les hacía brillar los ojos como gatos y no permitía arrugas en sus rostros.
Cada una de ellas acumulaba un sinfín de historias espeluznantes a su alrededor. Pero estas historias eran contadas por otros. Nunca por ellas mismas. Y mientras el folklor popular las había idealizado como brujas o demonios, los viejos sólo habían llegado a ganarse el mote de locos, pobres viejos inofensivos, rebajados casi al nivel de un simple linyera.


12 –


El padre Alfredo, con los ojos aún cerrados, permanecía sentado en su cama sin poder despertar del todo de su siesta. Intentaba encontrar su centro, su ser, para salir de ese estado y poder decir sus oraciones. Estaba consciente de haber pasado toda la siesta fluctuando entre pesadillas y eso no le parecía normal; jamás tenía malos sueños. Así que de algún modo tenía la certeza que debían tener un origen maligno, y por lo tanto debía actuar en consecuencia.
Cuando por fin pudo despegar los párpados, la penumbra interior de su cuarto no le resultó para nada tranquilizadora. Las sombras se movían furtivas por todos los rincones y la puerta entreabierta hacía sonar sus goznes. Miró a través de las hendijas de la persiana para ver si se trataba del viento o alguna sorpresiva tormenta, pero afuera la tarde era soleada y apacible. Los árboles quietos bajo un cielo azul claro, no se condecían con el interior del cuarto, que parecía un barco a la deriva en medio de una tempestad.
Entonces le vinieron los recuerdos de la misa de la noche anterior en imágenes fugaces, y supo sin lugar a dudas, que el intruso que había permanecido de espaldas durante el sermón era quien estaba detrás de las pesadillas y la agitación que ahora reinaba en su cuarto.
Tomó la Biblia, se hincó de rodillas en medio de la habitación y comenzó a rezar con toda la intención de la que era capaz. Las sombras alrededor se agitaron aún más. La puerta se abrió de par en par, y hasta le pareció ver de reojo, a la estatuilla de la virgen empotrada en la pared del pasillo, como si tuviera los cuencos de los ojos vacíos. Luego la puerta se cerró violentamente, mientras el padre horrorizado intentaba retomar el hilo de sus oraciones.
Enseguida apareció Ana, la señora a cargo de los quehaceres personales del padre, alertada por el ruido.
_¡Dios bendito! Padre, ¿Está usted bien? ¿Qué fue ese ruido?
_Estoy bien, debe haber sido una racha de viento que golpeó la puerta, nada más.
Ana tranquilizada a medias por las palabras del padre, que no lucía nada bien, bajó las escaleras de vuelta a la iglesia donde estaba preparando todo para la misa y le sorprendió ver en el vestíbulo a un grupo bastante nutrido de personas. Podía ver sus siluetas a través de los amplios vitrales de las puertas. Era muy extraño aquello, porque faltaban más de dos horas para la misa y los padres que buscaban a sus hijas en el colegio, lo hacían al lado, sobre la vereda. Ya más cerca escuchó que algunos de ellos golpeaban tímidamente las puertas.
Ana abrió una de las puertas laterales y se asomó para ver de qué se trataba. Eran todos conocidos. Allí había padres de alumnos y vecinos que frecuentaban las misas. Esbozó una amable sonrisa y sin salir, apenas asomando la mitad de su rostro, les preguntó qué deseaban.
_Buenas tardes señora Ana _dijo una de las mujeres del grupo_. Queremos hablar con el padre. ¿Es posible?
_El padre está en oración. No puedo interrumpirlo. ¿Qué se les ofrece?
_Estamos preocupados por lo que viene pasando en el barrio y queremos hablar con él antes de la misa. Tenemos malas noticias…
La amable sonrisa de Ana se borró al instante  _Apenas esté disponible le aviso que ustedes están acá.
Cerró la puerta y volvió sobre sus pasos pero esta vez con prisa. Subió al primer piso y se detuvo respetuosamente en el pasillo a esperar que el padre saliera. Sabía que le faltaba poco para terminar sus oraciones y que saldría por su mate cocido en cualquier momento. 
En el interior de la habitación del padre Alfredo, las sombras se habían retirado. Ya vestido con sus hábitos, buscaba entre sus libros uno en especial. Sabía que la calma sería pasajera, por eso procuraba encontrar su pequeño libro de exorcismos. Aunque algo le decía que era en vano, él igual prefería mantenerse fiel al dogma. Al oír los movimientos dentro, Ana se animó a llamar a la puerta suavemente.
_Padre hay muchos vecinos en la puerta y quieren hablar con usted. Parece urgente.
_Pero Ana, ¿Qué podría ser tan urgente?
_Dicen que traen malas noticias.
_¡Madre de Dios! Espero que no tenga que ver con lo que estoy pensando…  En esta iglesia últimamente uno no gana para sustos, mi querida. Por favor tráigame el mate cocido a la puerta que voy a atender a la gente.
_Ya se lo llevo. Tenga cuidado que el piso todavía puede estar mojado porque estuve trapeando.
_Gracias Ana. ¡Lo único que falta es que me rompa la crisma y cartón lleno!
Ana sonrió por la broma del padre que intentaba distender el clima, pero estaba tan preocupada que esta vez la sonrisa no le salió. Cierto era que el padre también tenía un gesto bastante serio y a la vez, demacrado, por haber dormido mal la siesta; la siesta era el secreto de su lozanía y buen humor, siempre lo había admitido en público.
Apenas asomó su voluminoso cuerpo vestido con una túnica blanca y estola verde, en la puerta lateral que Ana había dejado sin llaves, la pequeña multitud se le vino encima
_¡Padre! ¿Qué vamos a hacer? _dijo una mujer angustiada.
_Es terrible. ¿Ya se enteró lo del doctor? _preguntó José Luis el ferretero, que evidentemente había dejado su trabajo para venir, porque vestía su guardapolvo azul.
_Tenemos que hacer algo con esa secta. Son asesinos satánicos _dijo una señora mayor en tono autoritario.
_Despacio. Despacio. A ver, que no me he enterado de nada.
_El doctor Gruber desapareció ayer _dijo José Luis, buscando ver la reacción del cura por  sobre sus anteojos de ver de cerca.
_Pero… ¿Cómo saben ustedes esto?
_La familia ya hizo la denuncia y hace un rato encontraron el auto en la primer cuadra de Luzuriaga _dijo Rosa la de la dietética de la esquina frente a la iglesia_. La policía cree que es un secuestro, pero están sobre la pista equivocada. Acá es obvio que volvió a actuar la secta… como aquella vez _Rosa tenía más de cincuenta años y había vivido y sufrido en carne propia el accionar de la secta en los ochenta. Porque ella misma había encontrado uno de los cadáveres, el de una muy querida chica del barrio, tirado frente al cementerio de los disidentes, a metros del palacete en ruinas.
_Dios mío _El padre miró en dirección a la casa de Gruber instintivamente.
_Todos estamos rezando para que aparezca con vida, pero después de lo de las dos mujeres que encontraron en el bosque y en el sembrado, tenemos miedo de lo peor.
_ ¿Y por qué hablan de una secta? No se precipiten _replicó el padre Alfredo, intentando evitar una paranoia generalizada_, hay que esperar a ver qué dice la policía ¡No seamos tremendistas por favor!
_Es que todos queríamos mucho al doctor_ dijo el ferretero.
_Lo queremos, José Luis, lo queremos. No hablemos en pasado… _corrigió el padre mientras recibía de manos de Ana su mate cocido. Luego los bendijo a todos con una señal de la cruz al aire y entró presuroso a la iglesia con intenciones de llamar por teléfono a la familia Gruber y al subcomisario Medina, su amigo personal.
Una vez en su oficina, el padre Alfredo optó por marcar el número de la familia. Apenas sonó atendió Silvia, la esposa del doctor, con tono desesperado.
_¡Hola! ¡Hola! ¿Quién habla?
_Disculpe Silvia soy el padre Alfredo, es que recién me entero…
_¡Padre! Venga por favor, lo necesitamos en esta casa _La voz era apenas un hilo_. Lo atendí así porque estamos esperando una llamada de alguien que sepa algo. O de los secuestradores… No sabemos nada todavía.
_Entonces cuelgo y salgo para allá.
_Gracias padre. Lo esperamos. Gracias.
Alfredo le pidió a Ana que suspendiera la misa de las siete y fue por su auto al garaje que tenía salida por la parte de atrás de la iglesia. Nada le llevó estar en lo de los Gruber. Al llegar, un patrullero en la puerta lo metió sin escalas en el drama que se estaba viviendo en esa casa. Antes de llamar a la puerta saludó a los agentes y preguntó por alguna novedad. Le informaron que se había encontrado el auto cerrado por fuera y nada más. Agradeció con una bendición a los muchachos y luego subió los escalones de la entrada que él tantas veces había subido en sus asiduas cenas con el doctor y la familia. Eran amigos y se conocían de antes de haber elegido sus respectivas vocaciones. Pero ahora los visitaba exclusivamente como sacerdote. Porque sabía que dadas las circunstancias, no podía hacer mucho por tranquilizar a esa mujer y a sus hijas, más que rezar.


13 –


Ángel estacionó el coche enfrente de la casa de los Gruber. Tenía intenciones de hablar con la familia. Según sospechaba, el doctor debía haber tenido antes alguna experiencia cercana a la secta. Según sus estudios en el tema, la secta prefería a las victimas mujeres, pero siempre que habían desaparecido varones, había sido porque estos andaban detrás de sus pistas. Era conocido el caso de Marcos Ursik, el hijo mayor de los dueños de propiedades Ursik, quién había denunciado a la secta en la policía durante los sucesos del año ochenta y cinco, y que apareció muerto dos días después, descuartizado a la manera característica de la secta. Él desafortunado joven había visto a la secta en plena acción en los linderos de la casona abandonada frente al cementerio. Esa era su guarida secreta por aquellos años. Hoy aunque el predio sigue siendo un bosquecillo infestado de maleza, de la casa no queda más que tres paredes y parte de la entrada. El testimonio de Marcos Ursik había logrado que la gente y las autoridades pusieran su atención en esa zona en particular, haciéndoles así cada vez más difícil sus furtivas reuniones. Quizás su denuncia haya sido decisiva para que la secta se retirara a sus oscuros confines y dejara en paz al barrio, que cierto es que jamás se recuperó del todo de aquellos horrores.
En los registros de anteriores apariciones de la secta, por ejemplo a mediados de los sesenta, los sucesos se repetían. Aquí ya no había tanta información y la razón era que la policía había decidido ocultar todo de la opinión pública. Los únicos testimonios eran de los testigos directos que aún vivían. Ellos le habían contado a Ángel en su momento, que después de las consabidas víctimas femeninas de rigor, que eran empleadas en sus rituales, la peor parte la había llevado la misma policía. Habían llegado a desaparecer de a tres agentes juntos. Encontraban el patrullero vacío sin señas de enfrentamiento ni nada. Tal cual lo sucedido con el doctor Gruber. Uno de sus informantes le había llegado a confesar que el número de bajas en Parque Barón durante los sucesos de los años sesenta, habían sido más de diez. Prácticamente todo el destacamento, inclusive un inspector en jefe. Esto dio motivo para que interviniera la policía federal. Así y todo, nunca averiguaron nada de la secta, y a sus agentes los fueron recuperando con el correr de los años en el bosque, y por partes.
Ángel cruzó la calle y encaró las escaleras de la casa de los Gruber. Pero le salió al paso un policía de los que estaban de consigna en la vereda.
_ ¿Adónde va?
_Soy periodista y quiero hablar con la familia Gruber acerca del caso de la desaparición del doctor.
_No va a ser posible. La familia no recibe a nadie. Orden del subcomisario Medina.
_Entiendo, está bien _Ángel se quedó allí mirando en ambas direcciones como buscando en el aire qué hacer. Le costaba decidir el siguiente paso, porque tenía la sensación de haber perdido su tiempo infructuosamente, tanto con Florencia en la casa de las tosqueras, como ahora. Ya decidido a volver a su casa a trabajar en el artículo de la semana que tenía que entregar en no más de cuarenta y ocho horas, volvió sus pasos hasta el coche y allí se quedó sin dar arranque, pensando.
Después de un rato de cavilaciones, con la mirada posada en el retrovisor, sin ver más que el paisaje asimétrico de la tarde noche que evocaba extrañas remembranzas de su infancia, notó que el auto estacionado justo detrás, pertenecía al padre Alfredo. Una leve sonrisa se dibujó en el rostro, por segunda vez en el día, y decidió esperarlo. Necesitaba una voz autorizada en su nota hablando del caso. Un referente del barrio, y el padre era el indicado.


14 –


Las sombras de las seis de la tarde caían oblicuas sobre el pastizal que rodeaba la casa de Florencia. Ella recién a esa hora se animaba a explorar el mundo exterior, siempre por la puerta lateral que daba hacia el este. Desde allí miró en dirección a la fábrica y pudo ver todavía el brillo del sol sobre las ventanas y chimeneas más altas. De algún modo ese fulgor la espantaba. Era el equivalente de lo que la negrura total provoca en un niño. Allí había una amenaza implícita, y ella no la interpretaba como un asunto personal debido a su condición, sino como algo que nos incumbía a todos. Todos vivíamos bajo esa amenaza permanente, sólo que como nuestros ojos lograban acostumbrarse, podíamos convivir con esa monstruosidad lamiéndonos la energía vital día tras día sin percatarnos. Pero ella sabía que ser albina, aunque la dejaba indefensa ante su presencia directa, de algún modo era una bendición. Sólo así, evitando la influencia solar, se podía ver la verdadera situación humana. De otro modo, sufriría la misma ceguera que todos los demás y eso es algo que una vez caídos ciertos velos, es inadmisible.
Ver la verdad al desnudo tenía un precio muy caro a pagar, pero ahora ella sabía que valía la pena. De allí en adelante sólo quedaba replegarse y huir. Dejar en lo posible un reemplazo de uno mismo para que el mundo no detecte nuestra ausencia, y luego irse. Dar la vuelta. Desaparecer. Y nunca mirar atrás. Florencia estaba en esta vida desandando otros pasos, pasos perdidos en la memoria entre vidas, pero al fin de cuenta sus propios pasos. Por esa razón ahora evitaba darlos. No podía seguir avanzando. Ya no había hacia dónde.
Existía, sin embargo, una relación entre el desolado paisaje que la rodeaba y ella misma; de algún modo prefiguraba el aislamiento que traía consigo el conocimiento directo de una trama desquiciante. Una entidad colosal, un tirano solar, tenía dormido y esclavizado al ser humano, y se alimentaba de sus entrañas psíquicas a fuerza de dolores, esperanzas, emociones y sobre todo, de esa farsa del amor. Florencia sabía que esa desproporcional fuerza que nos abrasaba inexorable doce horas al día, todos los días, no era otra cosa que un predador cósmico. Debido a su particular condición de albina, en determinadas ocasiones su visión le revelaba otro aspecto de los rayos solares. A veces en la oscuridad de su cuarto, podía ver los diminutos rayos que se filtraban por entre las persianas cerradas como extremidades con vida propia. Tentáculos luminosos succionadores de energía. Ella veía que la succionaban del aire con una especie de pilosidad. Pero lo más impactante de todo era la extrema agresividad que percibía en este accionar. Había como una animosidad, una violencia innecesaria lindando con lo sádico. Por eso, Florencia sabía sin lugar a dudas, que se trataba de una entidad de naturaleza perversa; maligna.
Una racha de viento atravesó el patio de sur a norte. Florencia sintió llegar con ella uno de sus cada vez más frecuentes accesos de clarividencia. Porque en realidad tenía el don, pero no la capacidad de controlarlo a voluntad. Era más bien una víctima de algo que le susurraba insistentemente sucesos por acontecer, la mayoría totalmente ajenos a ella. Adivinó una fuerte presencia en el bosque que amenazaba con expandirse a un ritmo vertiginoso. Pero no supo cómo interpretarlo en el momento. Sólo pudo identificar entre el cúmulo de sensaciones que la invadían sin piedad, una urgencia, una desesperación por advertirles a todos que estaban en peligro. En el mismo momento una voz de hombre, clara y fuerte, pronunció un nombre; Ángel. 
Ofuscada renegó contra sí misma y su don, porque parecía empecinarse en mortificarla. Era evidente que Ángel no la había tomado en serio. Entonces ¿por qué había recibido su nombre con tanta claridad en medio de su acceso? Era evidente por el tono y la intensidad con que fue recibido el nombre, que ese muchacho podía hacer algo para ayudar a detener eso que acechaba desde el bosque. Debía intentar contactarlo nuevamente. El poder esta vez seguramente actuaría sobre ambos indicándoles qué hacer.


15 –


Mientras Ángel esperaba en su auto estacionado que saliera el padre Alfredo de la casa de los Gruber, en su cabeza resonaban insistentemente las alucinadas palabras de Florencia, y no se podía explicar por qué le sonaban ciertas. “Imposible _pensaba queriendo despejar su mente de asuntos esotéricos tan complejos y oscuros_ No son más que un grupo de psicópatas. Todo lo demás es pura fantasía”.
Esperaba al padre Alfredo precisamente para saber qué pensaba. Quería plantearle lisa y llanamente el asunto de la secta sin anestesia. Como autoridad del culto en la zona debía estar al tanto, y si no lo estaba, pues era hora que lo estuviera. Él le diría todo lo que sabía por boca de los testimonios que había recabado en este último tiempo. Por supuesto que sabía que el padre sería reticente a hablar abiertamente de algo así y más con la prensa. Pero intentaría encarar la charla de un modo informal.
Las luces de la calle comenzaron a encenderse y recién entonces Ángel consultó su reloj. Las siete. Una extraña punzada de terror primitivo lo sorprendió cuando su mente lo llevó a la velocidad del pensamiento a la casa de Florencia, del otro lado del bosque, en medio de la más inquietante soledad de las tosqueras. Presintió los horrores de la noche en vela que se avecinaba. Para sacudirse el impacto, encendió un cigarrillo a pesar que se había prometido no fumar durante la semana, para darse el gusto durante los sábados a la noche, cuando salía a tomarse unas copas con sus amigos. Como siempre que lo hacía, no pudo evitar que el humo le entrara en los ojos nublándolos por un momento; el momento justo en que el padre Alfredo salía de la casa, tan deprisa que en unos segundos ya estaba en su auto dándole arranque. Ángel oyó la puerta y el motor, y entre el humo y sus lágrimas, apenas pudo ver el coche pasando a su lado.
Se insultó a sí mismo en voz alta, mientras arrancaba para seguirlo. Ya estaba casi a una cuadra de distancia, y por lo visto el padre manejaba bastante rápido. Ángel se tranquilizó un poco pensando alcanzarlo cuando estacionara en la iglesia; quizás pudiera cruzar unas palabras allí. Pero para su sorpresa, el padre dobló antes de llegar. Parecía estar yendo en otra dirección. Alfredo tomó por calles internas tan solitarias que enseguida dejarían en evidencia que lo estaba siguiendo, así que después de la segunda o tercera vez que el padre dobló por esas calles internándose más y más en el barrio, Ángel desistió y tomó el camino en dirección a su casa.


16 -


Los asiduos feligreses que asistían a la misa de las siete estaban consternados. Se habían encontrado con las puertas cerradas y la iglesia a oscuras. Para peor, entre ellos corrió la voz de la desaparición del doctor Gruber. La sensación de pánico era prácticamente palpable. La nutrida concurrencia se quedó casi por inercia en la puerta esperando una explicación. Las voces iban y venían con frases tan inquietantes como “el barrio cayó otra vez en desgracia”, “Esto es parte de una maldición que viene de muchos años”, “La secta está de vuelta entre nosotros”. Lo cierto era que todos más o menos tenían en claro que los sucesos estaban unidos entre sí, y eso era más de lo que la misma policía había logrado descifrar hasta el momento en el caso.
_Parque Barón está fuera de combate en esto _dijo el profesor Vega_ Nunca pudieron hacer nada con la secta ni van a poder. El asunto no es meramente policial. Intervienen otras fuerzas en esto.
El profesor Eliseo Vega era un reconocido metafísico que enseñaba y ejercía el arte del tarot. No estaba allí por la misa de las siete como los demás, sino que se había acercado para hablar directamente con el padre Alfredo acerca de la secta. Ambos se conocían y respetaban mutuamente a pesar de sus diferentes dogmas. Como buen masón sabía tener buenas relaciones con la iglesia.
_Profesor, sean las fuerzas que sean, Dios puede detener a estos infames y entregarlos a la policía. No hay nada imposible para Nuestro Señor _sermoneó la “Tana”, una mujer de unos cincuenta años que vivía su fe con devoción casi fanática.
_Por supuesto, es así, pero no olvidemos que Dios actúa a través de los hombres de fe, como el padre Alfredo.
_Pero usted no es católico ¿o sí? _ replicó la Tana
_Soy amigo del padre y por eso estoy acá. Creo que el padre debe tomar cartas en el asunto, y yo me vengo a poner a su disposición para lo que pueda ayudar desde mi conocimiento, para librar esta batalla contra las fuerzas oscuras. Todos estamos involucrados en esto. Ustedes como fieles y nosotros como hombres de conocimiento, aunque de distintos dogmas, pero hombres de Dios al fin de cuentas.
La Tana frunció el ceño en una clara muestra de desaprobación. Aunque mucho no sabía de masonería, sabía que no le gustaba nada eso de las sociedades secretas. Pensaba que nada bueno podría salir de gente que se reunía en secreto a espaldas del resto de la sociedad. ¿Acaso la secta no era algo por el estilo? Y además ella sabía muy bien que el tarot que ese señor practicaba y con el cual lucraba descaradamente, estaba catalogado por la Iglesia como un arte demoníaco como todas las mancias. Entonces, ¿Por qué hablaba de Dios?
El profesor Vega continuó la charla con otros interlocutores, sin notar la inquietud de la Tana hundida en sus elucubraciones. Se había instalado en ella la oscura sensación de estar ante un miembro de esa maldita secta, y hasta vio el peligro patente que representaba que un miembro anduviera queriendo infiltrarse en la iglesia de San Francisco. Ella creía tener un sexto sentido bien desarrollado, recibido gracias al estado de oración en el que ella vivía permanentemente. Ahora sentía que tenía el deber de advertirle al padre Alfredo acerca de este asunto, apenas tuviera la oportunidad de poder hablar en privado con él.


17 -


El padre Alfredo a sabiendas de que un periodista lo estaba siguiendo, tomó por las calles internas del barrio doblando al azar para perderlo. Una vez que logró su objetivo, se dirigió a la iglesia. Entró deprisa por el garaje de la calle lateral y se dirigió a su oficina. Tenía en mente organizar una reunión urgente con algunos miembros destacados de su orden, especializados en satanismo y sectas. Tomó su agenda y comenzó su búsqueda telefónica. No era nada fácil. Primero debía pasar los filtros de rigor con sus secretarios y ayudantes, que como él bien sabía estaban para garantizarle al párroco las menores molestias y responsabilidades posibles. Debía ser claro e impetuoso en su propósito. Así que decidió ir al grano sin ambages.
_Buenas tardes, necesito hablar urgente con el padre Esteban Rey.
_El padre está en una reunión en la sede de la diócesis, pero apenas vuelva le comunico su solicitud.
_No es necesario, gracias. Lo llamaré a la sede.
_Pero puede que se encuentre recién en camino…
_No importa, le dejaré el mensaje para cuando llegue. Este es un tema muy urgente y Esteban debe estar informado a la brevedad. Buenas tardes.
El primer intento había sido infructuoso tal y como se lo imaginaba. Era muy poco probable que el padre Esteban se hallara camino a la sede. Sabía que se trataba de una de esas mentiras piadosas, pero cuando el padre averiguara el tenor de la llamada sin dudas se comunicaría cuanto antes. El padre Esteban era demonólogo, y sabía muy bien que un llamado urgente de otro párroco siempre era importante. 
La segunda carta que tenía reservada el padre Alfredo para jugar, era todavía más difícil de concretar. Se trataba de un obispo luterano, muy mediático, por lo tanto prácticamente inaccesible. La idea era convocarlos a ambos para reunirse el fin de semana en San Francisco, y allí comenzar un exorcismo general que abarcara todo el barrio. Tenían tres días para prepararse, no podía demorarse más tiempo; sabía que una vez comenzadas las muertes, estas se incrementarían de un modo exponencial hasta lograr un clímax tal, que al barrio le costaría años volver a la normalidad.
La suerte quiso que el obispo luterano se encontrara en su oficina, cuando Alfredo llamó.
_Hola…
_Hola, ¿obispo Miguel Forja? El padre Alfredo de la Iglesia de San Francisco, Llavallol, te saluda. ¿Cómo estás?
_Hola hermano, qué alegría escucharlo. ¿Cómo está usted?
_Bien, bien… Bueno, un tanto contrariado.
_Cuénteme, en qué le puedo ser útil.
_El motivo de mi llamado es debido a una serie de hechos de índole policial que se están sucediendo en el barrio _La voz de Alfredo se tornó más grave_. Hechos horrorosos. Asesinatos.
_Sí, algo leí en el diario… Dios se apiade de esas almas.
_Ayer hubo un secuestro y al parecer está todo relacionado. Un amigo muy querido por mí y por todos: el doctor Gruber. El clínico del barrio. El asunto es que la gente sabe que se trata del accionar de una secta satanista, y lo peor es que yo mismo he sufrido un ataque en la iglesia. Uno de ellos estuvo aquí desafiando al altísimo en su propia casa. De espaldas a la misa en pleno sacramento. 
_Ah, pero eso es una afrenta.
_Sí. Es una provocación. Y tal y como sucedió en otras ocasiones en que esta misma secta apareció en escena, la policía está desbordada y sin ninguna pista firme. Yo creo que la única opción para detener esto es combatirlos en el ámbito de la iglesia y con las armas de Cristo.
_Así será entonces.
_Mi intención es que nos reunamos lo antes posible. ¿Qué te parece el sábado?
_Allí estaré.
_ ¡Bendito seas Miguel! Entonces, hasta el sábado.
_Dios esté con tu espíritu, Alfredo.

El padre Alfredo llamó a Ana y le comunicó que a partir de ese momento comenzaba un riguroso ayuno. Sólo agua, hasta nuevo aviso. Ana no preguntó nada y recibió la orden con una dramática expresión en el rostro. Luego corrió escaleras abajo, y se postró ante el altar a rezar entre lágrimas. Las manos juntas sobre el rostro, intentaban tapar los sollozos. Imaginó que a Gruber lo habían encontrado muerto y que había desaparecido alguien más. Quizás alguien más cercano todavía, y no pudo controlarse. La angustia la había sobrepasado por completo.
Aunque desde su habitación, el padre Alfredo podía oírla, no tenía tiempo para distracciones. Debía comenzar sus preparativos para una operación de tal magnitud como la que planeaba. Tenía por delante una hora de oraciones no convencionales a las cuales había que dedicarle especial atención, por ser la mayor parte en latín. Luego tomaría un baño, también especial, en el que debía consagrar hasta el agua de la ducha. Corrió la mesita de luz y la puso junto a la ventana. Luego trajo del pasillo la virgen del nicho y la colocó sobre la mesita. Arrojó la almohada al suelo y se postró de rodillas a orar.
La noche exterior pronto se unió a la oscuridad interior y aunque el padre Alfredo amaba las penumbras que siempre le traían paz y recogimiento interior, optó por encender un cirio y colocarlo delante de la imagen.
Las palabras en latín se sucedían monótonas apenas interrumpidas por los sollozos de Ana que aún permanecía frente al altar, donde había quedado en penumbras sin darse cuenta. Abrió los ojos rojos por las lágrimas y el entorno se volvió extrañamente amenazante. Pensó en ir a encender algunas luces, pero un sonido seco la detuvo en su lugar. Alguien golpeaba la puerta lateral de la entrada. Los golpes eran lentos y pesados. Algo le indicó en su corazón que no debía ir a ver de quién se trataba, y se quedó inmóvil en el lugar, esperando a que cesaran de una vez. Tampoco quería encender las luces. Sólo quería que quien fuese que golpeaba de esa manera, lo dejara de hacer y se fuera de una vez. No podía ser una persona normal. “Nadie en sus cabales golpea de esa manera una puerta. Y menos en una iglesia”, pensaba Ana. Pero los golpes, no cesaban.
Finalmente su inercia pudo más que la prudencia y decidió ir. No quería que esos golpes importunaran al padre Alfredo, y lo sacaran de su profunda oración en un momento tan delicado. Caminó por uno de los lados de la nave tanteando los bancos en la oscuridad. Los golpes no paraban. A medida que se acercaba, Ana pudo distinguir una silueta masculina y alta del otro lado del vitral.
_ ¡Ana! ¿Quién golpea de esa manera?_ El padre Alfredo había aparecido repentinamente en la iglesia y ahora la increpaba con su potente voz desde el altar, mientras encendía las luces laterales.
_No sé, padre. Justo estaba por ver… _ Ana llegó a la puerta y la abrió. No había nadie allá afuera. La vereda y la calle estaban desiertas. Salió unos pasos y miró en ambas direcciones. Nada.
_ ¡Ana! ¿Quién es?_ El padre volvió a indagarla desde el otro lado de la iglesia.
_Nadie padre. Acá no hay nadie_ Alfredo sintió esas palabras como detonantes en su interior. “Son ellos”, pensó.
Una vez adentro Ana cerró con llave y caminó lo más rápido que pudo hasta donde estaba el padre, para explicarle mejor.
_Padre, yo hasta hace un segundo estaba viendo a una persona del otro lado de la puerta… Pero cuando abrí no había ni un alma en la calle. Nadie. Era un adulto alto, no se puede haber escondido tan fácil.
Las palabras de la pobre mujer indignaron al padre Alfredo a tal punto que estalló en un ataque de furia. Golpeó con su puño el revestimiento de madera de una de las columnatas del santísimo, y gruñó como un animal.
_ ¡Son ellos! ¡Malditos!
Ana retrocedió unos pasos y casi cayó hacia atrás al pisar sin querer el primer escalón del atrio. Estaba espantada. Casi no podía reconocer al padre Alfredo. Sus facciones estaban transfiguradas por la ira.
_¡Esto es una afrenta!_ continuó gritando el padre, quizás con la secreta intención de que “ellos” lo escucharan.
Enfurecido abandonó el altar y aún maldiciendo, subió las escaleras. El padre Alfredo sabía que aquello no era nada comparado con lo que le esperaba esa noche.


18  -


Ya de vuelta en su casa, Ángel comenzó a trabajar en el artículo con lo que tenía en ese momento. Ya era de noche. Sentado a la PC, con una taza grande de café a un lado, pensaba por dónde encarar el relato, cuando por fin se decidió a evitar cualquier rodeo, y fue directo al tema que se presentaba como central en toda la trama. La secta.
Hizo apenas una mención del secuestro de Gruber a modo de detonante a su estudiado estallido. Y entonces sí podría volcar todo lo que se decía del asunto, aunque no tuviera más pruebas que la confianza que despertaban de por sí, los nombres detrás de los testimonios. Citó a gran cantidad de vecinos y sus relatos. Las épocas se mezclaban. Iban de los ochenta hasta ayer mismo de un salto, lo único que no cambiaba eran los sospechosos y el paisaje. Lo demás era todo borroso y afiebrado. Pensaba terminar con las desconcertantes palabras de Florencia, la albina. Pero mientras escuchaba la cinta grabada esa misma mañana, encontró demasiados silencios y preguntas que habían quedado en el aire. No le gustó lo que había conseguido. Sabía que Florencia tenía mucho más para decir.
Decidió llamarla. La verdad era que algo en él se había quedado prendado de ella, como de una pregunta no formulada. Había en ella un acertijo mucho más grande que resolver, y eso iba más allá de lo profesional o periodístico. Era personal, o quizás más aún. El enigma en esos ojos se le había revelado como un asunto íntimo. Primordial.
La excusa del periodista interesado le pareció bien para llamarla, y así lo hizo. Al fin de cuentas eso era lo que quería; escucharla. Saber cómo estaba.
_ Hola Florencia. Soy Ángel Vera.
_Hola. Sí. ¿Usted vino hoy? ¿Se olvidó algo?_ La pregunta no sonó tan inocente. Ángel pudo pescar el fino sarcasmo. La albina estaba al tanto de lo que provocaba en los hombres. “Claro, es su rareza la que cautiva” pensó risueño mientras encendía un cigarrillo para darse tiempo a responder.
_No. Estoy trabajando en mi artículo y me gustaría extenderme un poco más en el asunto de la secta y su líder… Vos demostraste saber más que todos por acá.
_Ah… Bueno. Pero mejor en otro momento, porque estoy ocupada_ La voz era impostada y parecía elevarla para que la escucharan  bien claro no tanto del otro lado de la línea, como de su propia casa. De pronto la voz de Florencia se hizo un susurro y sorprendió a Ángel con un “Ahora lo llamo” y cortó.
Ángel dejó el teléfono a un lado e intentó continuar con el artículo, pero la verdad era que había perdido toda concentración y ahora sólo esperaba la llamada de Florencia. Sonrió como un chico. Aquel momento le parecía delicioso. Y por fin el teléfono sonó.

_Hola Ángel, creo que ahora podemos hablar tranquilos. Mi madre ya duerme profundamente en el sillón con la tele encendida, como de costumbre.
_Pero, ¿por qué tanto misterio? ¿Acaso tu madre se opone a que vos digas lo que sabés?
_Bueno, no se opone precisamente a eso. Se opone a que hable con un desconocido a estas horas.
_Ah, entiendo. Te cuida mucho. Es muy protectora…
_Algo así.  Aunque es un poco más complejo y embarazoso el asunto. Para resumirle, ella supone que soy muy enamoradiza, y sabe que una relación con el hombre equivocado puede ser fatal para el hombre en cuestión y para mí también. Recuerde que no soy una chica como las demás.
_Para mí lo sos. Pero si ustedes creen que no, deben tener sus motivos. Yo apenas si te conocí hoy a la tarde.
_Bueno, al menos sabe que soy albina y que tengo videncias muy fuertes, y poderes extrasensoriales.  Usted puede que no crea en estas cosas, pero yo no me puedo dar ese lujo. Y mi madre que los sufrió desde mi infancia tampoco. Hoy ella tiene la certeza que debe cuidarme más que cuando era chica, y a medida que usted me conozca más se va a dar cuenta que no es del todo exagerada.
_Sí, me contaste todo eso…
_Estamos en peligro señor Vera. Todos estamos en peligro. Usted, nosotras, el barrio entero. Esta zona es en sí misma una confluencia de planos energéticos. Para nuestra desgracia, el vórtice alinea con un mundo sublunar denso. Para que usted se dé una idea, es como si el infierno coincidiera con este lugar físico, pero en un plano invisible para nosotros, salvo en los sueños. Allí lo conocemos todos, sólo que no los recordamos al despertar.
Atento a las extrañas palabras de Florencia, Ángel anotaba en un block lo que consideraba importante.  Entretanto fumaba y daba vistazos con desconfianza hacia la ventana abierta que daba a la calle.
_Este bosque y el barrio de la iglesia, están ubicados en un pliegue topológico. ¿Escuchó hablar de los pliegues topológicos señor Vera?
_No. Por favor, decime Ángel y tuteame.
_Cómo no, Ángel. Aunque no creo que corresponda eso de tutearnos. Nuestra relación debe ser lo más fría y distante posible. Tratemos de mantener todo dentro del marco del profesionalismo.
Ángel estalló en una carcajada justo a mitad de una pitada de su cigarro. Esto lo hizo toser y soltar el tubo que cayó sobre su escritorio aturdiendo a Florencia del otro lado de la línea.
Ella indignada cortó y tiró el celular sobre la cama. No lo podía creer. Ese tipo era otro más del montón, que siempre se comportaban de la misma manera.
Ángel apenas si podía respirar cuando levantó el tubo y se percató que ella había cortado. Tuvo el impulso de llamarla para disculparse, pero al instante desistió. Eso arruinaría más las cosas. Volvió a su PC y siguió trabajando en el artículo que se resistía a tomar forma. Copió los datos que le había soltado Florencia en su corta charla para no olvidarlos ya que le parecían términos demasiado abstractos. “Mundo sublunar, confluencia de planos energéticos, pliegue topológico”. Mientras escribía se preguntaba de dónde sacaría aquella chica todas esos términos. Una punzada  le sacudió los cimientos mismos de su ser. ¿Y si todo era cierto? ¿Si esa chica era la única que podía contarle la verdadera causa de los asesinatos y cómo detenerlos? Ya era tarde. Lo había arruinado. Ahora se debía conformar con lo que la policía se dignara a contarle o lo que la confundida y asustada gente del barrio le dijera. Sintió que su trabajo volvía al llano. Un desgano lo envolvió al punto de replantearse el contenido total del artículo. Por qué no dejar sus ínfulas de investigador de lado y dedicarse de lleno a lo suyo; los artículos paisajistas y sus interminables anecdotarios. De pronto su vida se le había tornado hastiante. Conocer a Florencia lo había dejado vacío. Más solo. Cómo si una extraña luz, más oscura que brillante, lo hubiese encandilado. Desde aquél lúgubre rincón de esa casa que parecía naufragar en la nada, Florencia había impresionado a su ser irreversiblemente, aunque hasta el momento, Ángel no había podido percibirlo conscientemente. De algún modo se había vaciado de sentido. ¿A qué se debe esto? Se preguntó en voz alta. Su mente acudió al sarcasmo como única salvación posible y le respondió “Claro, esa chica es deprimente” “¿Será una condición de las albinas?” Y una desganada sonrisa interna fingió poner todo en su lugar.


19 -


Ana bajaba las escaleras cuando de súbito se hizo la oscuridad. Venía de asegurarse que el padre Alfredo hubiera tomado bastante agua antes de meterse en la cama. Esto le servía para dos cosas. Para estar hidratado durante el ayuno y también para no caer en un sueño pesado, y pudiera despertarse bien temprano para ir al baño, y así estar más alerta. Como llevaba la jarra de agua y un vaso en las manos. No podía tantear. Quizás si pasara todo a una mano podría ubicar una pared y así ayudarse. Pero esa negrura era demasiado impenetrable para tratarse de un simple corte de luz. Ella lo intuyó inmediatamente y comenzó a rezar.
De pronto a sus espaldas surgieron voces guturales como en una letanía. Suaves rachas de un aire tibio le pasaban por los lados erizándole los cabellos. Pensó en volver sus pasos y despertar al padre. Pero no pudo moverse. Quiso gritar pero tampoco pudo. Fue entonces cuando se escuchó una fuerte carcajada en el medio de la iglesia.


20 -


El padre Alfredo había entrado al sueño profundo de un modo abrupto. En el sueño podía ver claramente al que ahora profería una estruendosa carcajada en medio de la nave principal. La tonalidad azul de la piel no le dejó ninguna duda: Era un Djinn.
Hubiera querido intervenir con un conjuro o poder hacer algo para expulsar a ese demonio, pero en ese submundo onírico su situación era la de un espectador. No podía intervenir, tan solo presenciar. Cuando comprendió esto, Alfredo tomó otra actitud con respecto a los hechos. Y se dio cuenta que podía dirigir su atención perfectamente con su voluntad. También supo que no era un sueño normal, y que estaba viendo la iglesia real y en ese mismo instante, pero desde el mundo astral.
Desde donde estaba contempló la noche a través de un ventanal, e inmediatamente apareció flotando sobre la calle. En la oscuridad exterior había algo inquietante, una quietud no humana. Entonces se percató de algo inaudito. Las edificaciones habían cambiado. La iglesia, el colegio, las casas y hasta la calle misma lucían como si se tratara de un pueblo fantasma, abandonado hacía muchos años. El padre al contemplar esto, pudo controlarse y volver a tomar las cosas como en un sueño normal. Pero algo no lo dejó convencerse de que todo era una fantasía. Había una propiedad condensante que le daba a cada segundo una calidad cada vez más y más real. Hasta que de tan real, el cuerpo del padre fue adquiriendo peso y consistencia, a la vez que fue perdiendo altura.
Terminó sentado sobre la vereda de enfrente de la iglesia, sobre el pasto frío y húmedo. Desde allí apenas si distinguía los contornos de las cúpulas o las ventanas del colegio. Pero cuando pudo adaptar un poco su visión, notó que las elegantes persianas del colegio habían sido reemplazadas por unas cortinas baratas de rollo, la mayoría de ellas desvencijadas y otras tantas faltantes, dejando ver la negrura interior como horrendas bocas desdentadas en congeladas muecas.
Sobre el frente del edificio pudo ver algunos movimientos. Al principio parecían meras sombras, pero después de forzar la vista en torno a las ventanas, vio que se trataba de hombres que trepaban de una a otra por afuera. Lo hacían prácticamente al azar. Salían de una y se metían en la de arriba o la de abajo, indistintamente. El padre Alfredo sintió verdadero terror cuando uno de estos seres se detuvo a medio camino para darse vuelta y mirarlo fijamente. Tenía el rostro azul, con unas extrañas manchas negras alrededor de los ojos, como si de una máscara se tratara.
La inquietante visión sumada al frío  de la noche, lo hicieron buscar refugio en la iglesia. Por instinto corrió para cruzar la calle, temeroso de que alguno de esos seres se le abalanzara desde las alturas. Una vez en la puerta se encontró con que estaba cerrada con llave. Golpeó desesperadamente, pero inmediatamente se dio cuenta de que era muy posible que nadie lo escuchara. Parecía un lugar devastado hacía mucho tiempo.
Paralizada en medio de la oscuridad del corte de luz, Ana ahora escuchaba los golpes en la puerta. Creyó por un momento reconocer la silueta del padre Alfredo pero no podía ser. Hasta que vio un puño romper el vitral de la puerta lateral y meter la mano para correr la traba desde adentro. Entonces sí, sus alucinados ojos confirmaron que se trataba del mismísimo demonio que había adoptado la forma humana del padre Alfredo y ahora entraba a la iglesia enfurecido. No pudo seguir respirando, todo se nubló. Y Ana cayó rodando por las escaleras, ante la incrédula mirada del padre Alfredo, que había entrado a la iglesia en ruinas, justo para ver los resecos huesos de Ana quebrándose con cada golpe hasta volverse polvo.  


21 -


El teléfono sonó, sacando a Ángel de sus cavilaciones.
_Hola Florencia. Disculpame…
_No importa. Estoy acostumbrada a que la gente no siempre me comprenda.
_Sí, bueno, tal vez se deba a que te cruzaste justo con un tipo sin muchas luces que digamos.
_Puede ser. Esa es una posibilidad bastante correcta_ dijo Florencia y esta vez fue ella la que no pudo aguantar la risa.
__Ah bueno, ahora te toca a vos por lo que veo...
El sonido de la inverosímil risa de Florencia quedó flotando en la oscuridad total. Luego, un sobresalto y el silencio total.
_Cortaron la luz acá_ murmuró Florencia con voz temblorosa.
_Acá también. Parece que es uno grande… :Ángel instintivamente tanteó sobre la mesa buscando el encendedor.
_Según me contaron antes pasaba lo mismo.
_ ¿Antes?
_Claro, la otra vez que apareció la secta. Ellos parece que tenían contactos en lo que por entonces era Segba, y mandaban cortar doce horas o más. Y la gente pasaba noches de tanto terror que al otro día aparecían por las calles caminando en shock, como perdidas.
_Sí, algo de eso oí decir…
_Puede ser el caso. Ya los hechos se estaban precipitando mucho con lo del doctor. Ahora tenemos que estar preparados para un ataque a otro nivel.
_ ¿Más muertes?
_Eso debemos darlo por descontado. Ellos cada tanto intentan la corporización del líder Asmodeo, para concretar la iniciación de un grupo determinado de nuevos miembros, que según mi sospecha, viene haciendo los deberes desde hace años, sólo que ahora entraron en acción. Ellos abren el portal para que el líder pase del otro mundo a este, y ellos con eso se ganan el acceso a ese más allá que ellos tanto desean.
_ ¿Vos todo esto que me decís lo ves? ¿O hay una voz que te lo dice? Me interesa saber esto, porque es importante. Te imaginarás que tengo que chequear las fuentes.
_Mire, si no me equivoco, en un ratito nomás usted mismo va a tener la oportunidad de chequear las fuentes _Respondió Florencia de modo lacónico.
_ ¿Vamos a poder entrevistar a Asmodeo o a alguno de su séquito?
_No precisamente, pero es muy probable que si usted sigue tras sus pasos, ellos terminen yendo a su encuentro. Eso sí se lo puedo asegurar.
_Suena feo.
_Sí es muy feo. Ahora mismo, aprovechando el corte, están desplegando una especie de manto negro sobre toda esta zona. No me gustaría estar en este momento allá afuera. Ellos mueven el tiempo hacia atrás o hacia adelante y entonces se produce el pliegue. A través de la grieta que ellos estuvieron abriendo todo este tiempo mediante sus horribles sacrificios, surge el otro mundo donde Asmodeo es real, o mejor dicho, posible.
“Porque Asmodeo es un ente demiúrgico. Un aspecto velado hasta para los antiguos sacerdotes de todas las religiones del mundo, que no son más que fachadas más o menos disimuladas de la verdadera religión mundial que adora al demonio y su fabulosa creación. Todos le temen y rinden culto a ese creador salvo unos pocos. Créame Ángel, esto es más serio de lo que parece”.
_No tengo por qué dudar de tu palabra, porque no tengo idea de qué estás hablando. Pero no importa. Vos seguí, que quizás mañana saque algo en limpio de todo esto. ¿Entonces Asmodeo, no existe como vos y yo?
_Es un arquetipo capaz de tomar vida mediante la apertura de portales. Un arquetipo que pasa de un mundo a otro. Automáticamente toma forma como un ente del mundo al que entró. Supongo que adoptará una forma humana o de animal. No lo sé.
“Los entes como Asmodeo son predadores parasitarios que viven a costa de nuestra energía, son macrobios de otras dimensiones que vienen cada tanto para traer dirección y propósito a los suyos, porque si no se extravían en la nada. Luego, al pasar los siglos sus adeptos serán cada vez más, entonces se hablará de un líder religioso que apareció en Santa Catalina y que con su amor y bondad levantó al pueblo y dio nueva vida a los hombres de buena voluntad. Se inventarán historias de cómo se lo maltrató por no comprenderlo, y luego se recordará su martirio y muerte para crear en los humanos un sentimiento de devoción, que ellos necesitan como el oro, para mantener al macrobio vivo en este mundo. Así quedan marcadas áreas enteras de este mundo. Pueblos, ciudades, países, y hasta continentes. Para estos seres se crean por ejemplo, las catacumbas y mazmorras de catedrales y templos. Para ellos fueron todas y cada una de las guerras santas. Para ellos es todo el horror de lo sagrado y el frenesí de la esperanza infinita instalada en los hombres. Y son estos, los que habitan desde entonces, en todos los recónditos subsuelos abarrotados de osarios, y para ellos son todavía sostenidas, las farsas idiotizantes de la paz y el amor. Ellos nos entregaron a los macrobios en su celebradísimo pacto o alianza. ¿Va entendiendo algo?
_Nada. Pero noto un temblor en tu voz. Como una bronca contenida. Sea lo que sea que me estás contando, para vos es injusto y nefasto. Eso lo puedo sentir.
_Bueno, algo es algo_ dijo Florencia intentando descomprimir la tensión en la que había entrado con su explicación_. Ahora hay que hacer algo al respecto. Y según creo, yo por mi especial condición, puedo enfrentarme a ellos, o al menos arruinar sus planes. Pero este corte de luz me hace pensar que quizás ya sea tarde.
_ ¿Y qué podríamos hacer, Florencia?
_Para empezar, ponerlos al descubierto. Usted es periodista. Bueno, la idea es poner la atención de la opinión pública, no sólo local (porque según creo por acá nadie va a estar en condiciones de ver nada), sino de todo el sur del gran Buenos Aires y si es posible llegar hasta un medio nacional, y dirigirla al riñón de la secta. Mostrar el almacén, la casa abandonada; entrar con las cámaras al bosque. Echar luz para que las ratas no estén cómodas en sus refugios. Esto además va a evitar cualquier nuevo asesinato, o al menos les va a hacer las cosas bastante difíciles. Y luego está la parte más complicada que es la batalla a nivel esotérico, eso creo yo que…
_ ¡Shhh! _Ángel hizo callar a Florencia porque había escuchado pasos frente a su ventana. No se veía nada. Lo único que podía hacer era agudizar el oído. Parecían haberse detenido cerca.
_ ¿Qué pasó Ángel?
_Nada, nada. Tu locura ya se me está contagiando.
_ ¿Así que ahora encima me llama loca? Esto es el colmo
_No te enojes. Era una broma. ¿A que ya me estabas por cortar de nuevo?
_Claro.
 _Me estabas contando algo acerca de una batalla a nivel esotérico…
_Qué bueno, ¿Está anotando lo que digo? Eso ya me da más confianza. Su lado profesional me está tomando en serio.
_Por supuesto. Mi insignificante personalidad informal no puede ni siquiera hacerle sombra a mi metódica formación profesional.
_Menos mal.
_Sí, creo que fuera de mi profesión, no soy nadie. Una especie de borrón en el paisaje. Hábitos solitarios e introspectivos, me han dejado fuera del mundo.
_Mire qué casualidad. A mí también _contestó risueña Florencia que se deleitaba con la nueva faceta confidencial del periodista.
_Con respecto a la batalla a nivel esotérico, creo que no vamos a tener más remedio que darla sin ningún tipo de preparativos. Por esta razón necesito que usted ponga su confianza en mí, y por unas horas, o quizás un par de días, intente creerme a pesar de todo. Sus hábitos solitarios e introspectivos pueden sernos de mucha utilidad.
_ ¿Cómo?
_Bueno, para empezar hay que estar lo más desapegado de las cosas del mundo que se pueda. Usted, a pesar de no hacerlo con la intención que necesitamos, de algún modo ha sido marginado por el mundo. Por lo tanto hay una baja influencia de los poderes materiales sobre su ser. Ellos usan nuestro amor por el mundo para esclavizarnos, por eso la mayoría de las personas fracasan al intentar cualquier cosa por liberarse. Simplemente no quieren liberarse. Prefieren el placer, el dolor, la angustia y el morbo, a la nada. Nunca podrían ver la trampa.
_En la práctica, ¿Cómo influye nuestro apego por el mundo?
_Fácil. Pueden comprarlo tentándolo con dinero, poder, posibilidades mágicas, para que usted se traicione a sí mismo y nos entregue al enemigo. Usted está adoptando un sitio clave en el mito que a partir de ciertos signos ha de cumplirse. Y los personajes nos eligen según mérito. Cuídese bien. No vaya a ser que mientras cree estar interpretando al héroe, en realidad debido a una trampa perceptiva, esté usted interpretando al traidor.
_Entiendo _dijo Ángel frunciendo el ceño con gravedad ante las inauditas palabras de Florencia.  
Ambos quedaron en silencio; él sopesando las posibilidades. Ella intentando descifrar a la distancia ese enigma que era Ángel.
El silencio de la noche sin luz ni luna, era total. De tanto en tanto Ángel miraba hacia la puerta como queriendo adivinar una presencia, que él sabía bien que no estaba allí. Pero sin embargo había algo en él, algo muy oscuro y profundo, que lo llamaba a salir. Quizás para sentir la adrenalina del peligro, o ese miedo visceral a lo desconocido. Pero también podía ser su viejo hábito solitario e introspectivo, que lo llevaba a desafiarse con delirios absurdos hasta volverlos reales.
Un sobresalto corta la respiración de Florencia.
_Siento que se están abriendo las puertas dimensionales. Estamos bajando. ¿Usted lo siente? Es como un vértigo en la boca del estómago.
Y la verdad era que Ángel estaba sintiendo exactamente eso. Pero él lo atribuía a esos pasos que se habían detenido justo frente a la puerta. Si se dejaba llevar apenas un poco por la imaginación, hasta podía ver la silueta del hombre parado con la nariz casi pegada a la puerta de su casa, esperando. Pero ¿esperando qué? El momento indicado. Una orden. Una palabra. La palabra... ¿De quién? De él mismo, claro. 
_Ya están acá_ dijo Florencia en un tono inexpresivo _. Y por lo que intuyo, ya están a tu puerta...
Nadie cortó. La comunicación se interrumpió sola. Ángel supo con la totalidad de su ser que tenía que hacer algo. Tenía que salir. Ya no importaba el miedo de encontrarse cara a cara con eso que acechaba al barrio desde las sombras. Ahora lo único que importaba era Florencia.


22 -


El corte de energía había dejado a la seccional Parque Barón trabajando en penumbras. Sólo dos pequeños focos de emergencia iluminaban todo el hall. Los teléfonos no paraban de sonar. Eran más sustos y preguntas por el corte de luz, que verdaderas emergencias. Pero hubo un llamado que parecía ser de urgencia y ya se preparaban dos efectivos para salir con el móvil. Era el sereno del cementerio de Los Disidentes, quien decía haber visto gente sospechosa en los fondos.
_Ya le estamos mandando un móvil, por favor no cuelgue _dijo la oficial Estévez, mientras anotaba a mano el horario de entrada de la llamada y el motivo.
_No había terminado de encender el sol de noche, por el corte, ¿vio? Que escucho en el fondo unas voces _contaba el sereno _. Acá le digo, el silencio es una cosa que… Bueno imagínese, se escucha hasta el menor ruido.
_ ¿Cómo es su nombre?
_ Ayala
_ Ahora, ¿Cuál es su situación, señor?
_Yo ahora apagué el farol y me quedé a oscuras para ver mejor hacia afuera de la garita. Apenas se me acostumbró la vista vi movimientos. Sombras. Pero uno siempre ve esas sombras de gente. Eso es normal en cualquier cementerio; son los muertos. La diferencia acá son las voces que escuché; como si cantaran bajito. Y los pasos sobre la gramilla del camino perimetral. Los muertos no hacen ruido al caminar, porque no pisan ¿vio? Ellos van como flotando cerquita del suelo…
_ ¿Usted porta arma reglamentaria?
_Sí, la tengo sobre la mesita por cualquier cosa. Pero no me da para salir, porque si no me equivoco, son muchos.
_No cuelgue por favor.
_No.
_...
_Hola señorita. Señorita… creo que abrieron la capilla. Veo la puerta abierta desde acá.
_ ¡No salga de la garita, Ayala! El móvil ya debe estar recorriendo el perímetro.
_Tienen que haber usado escaleras, porque el muro es de tres metros… Seguro dejaron algún vehículo cerca…
_Eso estimamos. Hola, ¡hola! _ La comunicación se interrumpió y todas las líneas murieron.
Ofuscada, pero a la vez aliviada del duro trabajo de más de quince horas corridas de servicio que llevaba, la oficial Estévez dejó el escritorio y salió a la puerta a fumar un cigarrillo. En la negrura exterior dirigió su mirada hacia el oeste como buscando alguna señal de lo que pudiera estar pasando allá en Los Disidentes. No le gustaba para nada lo que Ayala le había contado.
Los ojos cansados se iluminaron de rojo con una pitada “¿Qué carajos estará pasando allá?” Instintivamente llevó la mano al arma como si de un oráculo se tratara, pero su intuición no le decía nada.

El móvil recorría a paso de hombre el muro exterior del cementerio, cuando por las ventanillas bajas del patrullero se filtraron los lúgubres cánticos provenientes desde el interior.
El oficial Santos bajó dejando abierta la puerta del lado del acompañante y sigilosamente trepó el muro con gran agilidad. Volvió enseguida.
_No se ve nada. Pero se oye gente cantando.
_Llevá la linterna. ¿Querés que te cubra? _pregunto el sargento Oviedo.
_No. Los alumbro y doy la voz de alto. Si se complica te llamo.
Santos se colgó la poderosa linterna del cinturón y volvió a trepar el muro. Apuntó el haz hacia adentro, donde aparecieron las primeras filas de antiquísimas lápidas; la mayoría de principios del mil novecientos. Algunas de ellas son tan altas como una persona, por lo cual Santos sospechaba que los intrusos podían estar escondidos detrás, quizás sin necesidad de agacharse demasiado.
Los cánticos se interrumpieron justo antes de que pudiera ubicar su procedencia. Siguió barriendo la zona con la luz, tratando de abarcar cada vez más terreno. Pero pronto desistió. Apagó la linterna y se quedó escudriñando en dirección a la casilla del sereno. No vio ninguna luz. Estaba todo demasiado quieto.
Se volvió a colgar la linterna del cinturón y saltó hacia la vereda. Cuando miró hacia la calle, su instinto le obligó a desenfundar el arma. El patrullero estaba rodeado por una docena de hombres que lo miraban en el más ominoso silencio.
_ ¡Oviedo! _gritó el oficial Santos, pero desde el interior del móvil nadie respondió ¿Y ustedes... qué quieren? _atinó a balbucear.
Encendió la linterna y apuntó hacia el asiento del conductor, y entonces lo vio. Uno de los desconocidos estaba seccionando lentamente el cuello de Oviedo sin que este opusiera ninguna resistencia. Oviedo lo miraba impotente y horrorizado, a la vez que el siniestro asesino sonreía con repugnante malicia. Santos, desesperado, comenzó a dispararles a todos por igual; aunque algo en él sabía que no serviría de nada. Mientras descargaba su nueve milímetros contra esas sombras de rostro humano, algo en su interior le decía que estaba viviendo algo totalmente fuera de lugar, imposible, pero a la vez despiadadamente real. Cuando terminó toda la vaina, descubrió que estaba solo, apuntando con la linterna al medio de la calle vacía.
A lo lejos algo negro de enormes dimensiones atraviesa reptando la esquina. Pronto escucha el gruñido y el estruendo lobuno. Ilumina la zona y ve el informe remolino de una furiosa jauría de perros salvajes. Se debaten una pieza grande, que por momentos queda prácticamente en el aire. Cuando la alcanza el foco de luz, puede ver que es un hombre muerto. Lleva un mameluco gris claro. Es el sereno del cementerio. Ahora una veintena de brillantes ojos despiadados se enfocan en Santos, que por instinto apaga la linterna. Pero sabe que es tarde, que no hay dónde huir. El mundo ha cambiado para siempre, y su ser ya no tiene ningún asidero. Mientras los perros se acercan, su instinto de supervivencia comienza a maniobrar en su interior como para despertar. Es inútil. No es un sueño.


23 -


00:30hs. Javier entra al barrio desde la avenida Santa Fe, cruzando el arroyo sobre Garibaldi. Es una noche tranquila. Casi no hay autos en la calle. Le gusta mucho hacer este trayecto cada vez que visita a su flamante novia, disfrutando de su flamante cero kilómetro. La música a volumen adecuado, como para que no tape los eventuales sonidos del exterior. La ventanilla apenas abierta, por la que cada tanto, una racha suave de viento entra y le trae el sonido de los álamos gigantes del parque industrial.
Cruza la barrera del tren, y mira hacia esa boca oscura que es el bosque, y adivina más que ve, la mortecina luz de la estación Santa Catalina, a unos cien metros allá adentro,.
Sigue por Garibaldi hasta Luzuriaga. Su sueño es poder algún día comprarse una casa frente al bosque. Por eso, va casi a paso de hombre apreciando cada una de ellas; sus pros y sus contras. Las posibles reformas. Llega a la esquina del viejo almacén y dobla por Luzuriaga que es más ancha, casi como una avenida, y la blanca luz del mercurio parece más potente. Se admira de la plácida seguridad que transmite el barrio, cuando la provincia entera estaba en una crisis donde habían tenido que sacar a la gendarmería de las fronteras para venir a custodiar las calles. En algunas casas puede ver puertas abiertas, rejas apenas entornadas y hasta autos con las llaves puestas. Lo que sí le extraña un poco es no ver gente en absoluto. No había visto a nadie en todo el trayecto desde el arroyo.
Pero no le da demasiada importancia. Javier sigue soñando despierto con un futuro ideal junto a su novia en aquel apacible barrio. ¿Y quién podía decirle que no lo lograría, si se sabía el más empedernido suertudo de todo el planeta?
Javier sonríe para sí y a la altura de la iglesia de San francisco, acelera para llegar, aunque sabe que a ella la va a encontrar dormida. Quiere verla pronto; cosas del amor. Entonces sale del barrio en sentido al Camino de Cintura.
Lo que Javier no sabe, ni sabrás jamás, es que acaba de dejar atrás un barrio vacío. Y que su ensoñación amorosa, lo salvó de entrar en el verdadero barrio. En ese otro barrio a oscuras, sitiado por la secta. De no ser por su meticulosa protección de una futura vida ideal felices por siempre, Javier podría haber visto a la gente corriendo desesperadamente por las calles con los ojos ciegos a la luz que él creía estar viendo. Quizás se hubiera percatado que adentro de las casas abiertas, pasaban cosas demasiado extrañas para un barrio tan apacible. Tal vez se habría cruzado una jauría de perros rabiosos arrastrando un cadáver ya descoyuntado. O quizás habría escuchado los gritos de que el pobre padre Alfredo, que estaba refugiado en el campanario de San francisco, y desde allá arriba resistía la invasión de los seres harapientos con rostros azules que trepaban por las paredes exteriores de la iglesia. 
Pero en alguna parte de su ser, Javier ya llevaba grabado el imborrable recuerdo, aún no formulado, de cuando echó esa curiosa mirada sobre el bosque a la altura de la barrera, de unos ojos estáticos y malignos que contemplaron su paso desde la inquietante negrura, como si se tratara de un rudimentario truco de esos que se pueden encontrar en un tren fantasma. Fue un instante tan corto que su mente no lo registró, pero otra parte de sí mismo había alcanzado a vislumbrar el tamaño de ese ser, y sus intenciones. Por tal motivo prefirió hacer un vacío, un silencio, de esos a los que una mente nunca se presta por sí sola. En realidad para lograr algo similar uno tiene que pasar una cierta cantidad de años en un templo Zen. Pero en el caso de Javier, sucedió instantáneamente. Luego él interpretó todo como una particularidad propia del barrio. Un halo de misterio o magia que iban muy bien con el momento sentimental que estaba viviendo. Quizás algún día la imagen verdadera lo asalte en medio de algo y entonces grite con todos sus pulmones como un loco, esté donde esté. Por ahí la suerte le juegue a favor, y sólo le aparezca en sueños. Entonces será tan sólo una pesadilla. Nada de qué preocuparse. Salvo que sea demasiado recurrente y haya que ir al psiquiatra para ser medicado. Pero igualmente es preferible esto a recordar esos ojos, despierto y en plena calle o en el trabajo. Entonces sí que no habría más alternativa que internarlo.


24 -


Ángel tomó coraje y se acercó a la puerta. Escudriñó por la mirilla hacia afuera; la oscuridad era total. Luego intentó ver por la cerradura. Nada. Pero sin embargo podía sentir una presencia muy fuerte que tenía el poder de condensar en sí misma todo el misterio que rodeaba a la secta. Como si el enigma de una trama espeluznante, que tanto perseguía como investigador, ahora estuviera ahí afuera, acechando.
No pudo más que descartar todo usando su cada vez más obtuso lado racional y terminó atribuyendo aquello a una terrenal obsesión por la intriga y el misterio. Esos extraños que asediaban el barrio le habían despertado tanta fascinación a nivel periodístico que ahora, en medio de la negrura del apagón, se le había transformado en algo extremadamente personal. Error de amateur, falto de profesionalismo. Pensó en salir y decirle a quién estuviera allí que él era periodista y estaba interesado verdaderamente en el nuevo culto que había llegado al barrio. Quizás el poder de su influencia hiciera que ellos dejaran de verlo como una amenaza, o una presa, y confiaran en su buena voluntad, llevando el papel del profesional a lo bonzo hasta las últimas consecuencias.
Pero había una duda que se le planteó apenas tomó coraje para salir. ¿Y si no eran ellos? ¿Si se trataba de un oportunista ladrón aprovechándose del corte de luz? Buscó refugio en la cocina donde encendió un cigarrillo para pensar con más calma. Calentó café y bebió en silencio absoluto.
La noche afuera estaba cargada de negros nubarrones bajos. Desde la ventana de la cocina podía verlos casi rozar las cúpulas de San Francisco. No era buena idea salir, lo sabía muy bien. Se podría decir que su cuerpo, su parte animal, le transmitía un miedo básico. Paralizante. Pronto unos gritos a lo lejos reafirmaron esa sensación. Como surgiendo de la misma oscuridad que lo rodeaba, aparecieron los increíbles ojos de Florencia en un recuerdo visual, acompañados de una sensación de vértigo físico; se estaba abriendo el portal dimensional.
La información que poseía Ángel a nivel esotérico era nula, pero intentó poner en marcha su memoria al respecto para vislumbrar cuáles serían las consecuencias inmediatas de un suceso de tal naturaleza. Enseguida imaginó a sus muebles cambiando sus formas caprichosamente. Paredes inconsistentes. Profundidades insospechadas. Pero no logró sostener nada de eso en el campo de lo posible. Duró lo que le llevó elaborarlos, y se esfumaron para dejar en su lugar la nada reconfortante realidad.
El recuerdo de los hipnotizantes ojos de la albina le devolvieron la urgencia. Florencia corría peligro y él era el único que lo sabía. Tenía que hacer algo y pronto. Entonces con un solo movimiento tomó las llaves del auto, se puso su campera; cerró los puños, apretó los dientes y por fin abrió la puerta.


25 -


El barrio entero pasaba lentamente de la oscuridad del apagón a otra mucho más negra y profunda. Parecía hundirse y en su lugar dejar un espejado lago que no reflejaba nada. Sin embargo, desde el bosque, una a una se fueron encendiendo  misteriosas luces que la niebla difuminaba y hacía ver como espectros. Eran fogatas. Los débiles focos aparecieron como al azar, y se replicaron en el barrio, donde algunas esquinas también comenzaron a iluminarse. Sin embargo había un orden detrás. En total eran trece. Cada una encendida y alimentada por un miembro de la secta. Doce formaban los puntos externos e internos de una estrella de seis puntas, que se dividía en dos mitades perfectas entre el barrio y el bosque, y una, la número trece, estaba ubicada tenía su centro en Garibaldi y Luzuriaga; en la cruz de los franciscanos. Allí se alzaba el altar principal; la pira de Asmodeo.
Desde el campanario de la iglesia en ruinas, el padre Alfredo logra divisar los fuegos más distantes. A estas alturas, el padre vive con total normalidad su constante batalla contra los seres azules que trepan por las paredes exteriores de la iglesia. En realidad, le parecía que hacía tanto tiempo que estaba allí, que ya casi no recordaba cómo había sido el mundo antes de esa noche. Cuando tuvo un respiro, dando un giro completo de trescientos sesenta grados sobre sí mismo, pudo contar los fuegos. Lamentablemente había leído suficientes tratados de demonología para saber de qué aquello era una monumental invocación a Asmodeus. En cada fogata habría sacrificios en cantidad, y cuando se concretaran los doce, se abriría el portal para la ascensión de Saturno; el plano donde habita Asmodeo. Entonces desde el altar central, él mismo Asmodeo ejecutará el sacrificio principal, el que detiene el tiempo y cancela la luz del día. Con ese acto toma posesión para siempre de este territorio. Así lo vienen haciendo desde hace milenios, para un día lograr sumergir al mundo entero en las profundidades saturnales de su reino. 
Alfredo sabía que en este tipo de trabajos los demonios eran incansables y que esa persistencia, les venía dando un triunfo rotundo sobre los esporádicos e infructuosos intentos del otro lado. Así y todo, no se permitía caer en la desesperanza. Mantenía la fe bajo el precepto que dice que si uno sólo logra mantenerse firme, entonces no está todo perdido. Si había de morir sería en gracia; en batalla. Nunca rendido ni derrotado.
Alfredo cuenta los resplandores que alcanza a ver en la distancia “Cinco, seis, siete… Ya falta poco. Malditos. Van a hacer una matanza”.  El padre conoce muy bien el número de fuegos que se iban a encender en aquella bruma espesa, y cuántas víctimas se necesitaban para abrir el portal.
Ahora es atrapado por la visión del cielo bajo, espeso de nubes, que cambia a un amarillo azufre. Ya había cambiado varias veces de tonalidad, pero esta vez su sola visión era insoportable. Cada cambio en la luminosidad era precedido por lapsos de un vacío cuya inercia hacía caer todo hacia arriba. No duraban mucho esos lapsos, sin embargo había visto como los hombres azules que no estaban bien agarrados de algún marco o baranda, salían despedidos para caer a ese pozo infinito que se abría en lo alto. Primero se escuchaba el grito apagado de la bestia en cuestión, era un grito seco, cortado por la angustia. Luego el silencio dominaba la escena de la extraña ascensión. Se veía una figura plana, bidimensional, ya sin sustancia, que subía vertiginosamente. Parecía haber, no muy lejos allá arriba, un invisible domo que cancelaba los sonidos y congelaba las imágenes de un modo extraño. Absorbido por su propia irrealidad.
De pronto el padre Alfredo descubre que todo comienza a iluminarse debido al cielo color azufre. Por vez primera, después de una eternidad a oscuras, puede ver hacia adentro de la iglesia. Lo que ve no lo alienta a aventurarse en ese desquiciado aquelarre. Pero si quiere hacer algo para detener todo aquello, debe intentar salir. “Quizás se trate de un amanecer infernal” piensa el padre, queriendo calcular con cuánto tiempo de luz dispone. Pero aunque trata de recordar algún dato acerca de la duración de la luz diurna en los círculos infernales, no consigue encontrar el sitio de su propio ser, donde guarda toda esa información recabada durante años y años de estudio; porque esos círculos no son más que vanas copias, facsímiles, de nuestro mundo creado, y como tales tienen sus ciclos, sus parodias de días seguidos por sus correspondientes noches.
En la amarillenta penumbra Alfredo emprende el intento de bajar. Quiere ganar la calle y si es posible, llegar a tiempo a la cruz de los franciscanos. Sabía que ese era el altar central. Se consagra al Señor y abandona el campanario. Lo reciben escalones de madera podrida que se parten a su paso. Mientras intenta evadir los brazos y manos de los azules que pugnan constantemente por asirlo. Al tacto son lánguidos, y bastante débiles. Pero lo peor es la repulsión física que provoca su sólo contacto. Un terror fuera de todo límite, hasta para un temerario hombre de fe como el padre Alfredo.
Zafa de un agarre múltiple al pie de la escalera de material que conduce al atrio, y corre entre los amontonados tablones que una vez fueron las filas de bancos de la nave principal. Sólo entonces se percata que su hábito es una magra tela gris reducida a harapos. En ese momento se abate sobre él, todo el peso de la duda más humillante, no encuentra cómo rehacer su fe. Se siente en falta grave. La duda en ese momento es fatal. Se abandona. Una horda de ectoplasmas grises surge desde adentro de su propio ser, para luego materializarse en el exterior como insectos duros y brillantes que golpean infructuosamente su cuerpo, intentando regresar por donde salieron.
El padre Alfredo cae. La mirada vacía. El cuerpo avejentado. La voluntad; ausente.


26 -


Ángel Vera conduce a paso de hombre por las calles oscuras. La visibilidad está reducida por el humo de los fuegos que de tanto en tanto, puede ver al cruzar alguna bocacalle. Intuye el peligro en muchas de sus formas. Sabe que la policía debe estar desbordada a estas horas, pues ya lo estaban antes del apagón, y reconoce con todo su ser que está jugado a su suerte.
Al cruzar otra calle ve que, a lo lejos, las luces de la avenida Frías están encendidas. No quiere ir a ver a Florencia sin antes avisarle. No quiere asustarla. Por eso decide ir hasta Frías y llamar desde el teléfono público de la estación de servicio. No usaba celular desde hacía varios años. No le gustaba estar ubicable para nadie, menos para sus jefes. Además le gustaba hacer las cosas a la antigua. No tanto por romántico, sino más bien por rústico.
Con la estación de servicio a la vista, Ángel acelera su marcha en dirección a esa isla de luz blanca en la distancia. Sin darse cuenta, porque no las ve, cruza algunas esquinas sin siquiera frenar. En una encrucijada ve pasar a una persona corriendo justo delante, tan cerca que tiene que clavar los frenos haciendo colear levemente el auto. Traga saliva y vuelve a avanzar; ese tipo ni siquiera había visto los focos del auto. “Imposible no ver mis luces, en esta oscuridad”, piensa Ángel; que se queda con la extraña expresión que, por un instante, había alcanzado a vislumbrar en la mirada perdida de aquél hombre. No era locura. Era otra cosa. Algo aun más terrible, que en su mente no alcanzaba a formular. Aunque tenía un resabio de ese estado del ser, una especie de recuerdo anulado por distancias más grandes que el tiempo, en algún rincón de sí mismo.
Ángel baja del auto frente al minisuper de la estación de servicio, y pone dos monedas en el teléfono público de la entrada. El reloj marca las 2:32am. Del otro lado el teléfono suena una vez.
_Hola.
_Florencia, no te asustes. Soy yo, Ángel.
_Lo suponía _dice Florencia_, ¿Está solo?
_Sí _Responde Ángel mecánicamente, aunque la pregunta le había extrañado sobremanera. “¿Con quién más podría estar a estas horas?" se pregunta para sí.
_Desde el corte de luz esto es un infierno. He escuchado pasos en el techo. Mi madre duerme profundamente. Cómo la envidio… La quise despertar pero es imposible. Tomó una dosis muy fuerte de somníferos.
_ ¿Ellos están ahí?
_Claro, ellos tienen que venir por mí. Yo les di ciertas señales que no pueden ignorar. Ahora lo único que espero es que mi plan no falle. ¿Usted pudo hablar con alguien más al respecto?
_No.
_Si tan solo pudiera contactar al padre Alfredo…
_Podría pasar por la iglesia y ver si me atiende…
_No. Déjelo. Debe estar ocupándose de esto de todos modos. No es de los que se quedan de brazos cruzados.
_Tengo apenas unas monedas. Esto se va a cortar en cualquier momento. Quiero ir a tu casa para estar con vos. Quizás juntos podamos resistir mejor.
_ ¡No! No venga. Estoy sosteniendo con mucho esfuerzo un perímetro de protección, que al parecer no pueden franquear. Si usted viene, con su presencia lo va a romper y después no sé si voy a tener el tiempo y las fuerzas para volver a crearlo.
_ ¿Pero de qué perímetro me hablás, si te están caminando por el techo?
_Precisamente, si están en el techo es porque no pueden entrar. El secreto es mantenerlos ocupados hasta el amanecer. Quizás yo pueda entretenerlos acá para que no hagan tanto daño a otros por allá. Sé lo que buscan, y sé muy bien lo que quieren hacer esta noche.
_Estás loca.
_Muchas gracias por el elogio. Pero no se preocupe, estoy bien.
_Voy para allá.
_ ¡No! No le voy a abrir la puerta. Se va a tener que quedar afuera con ellos y no se lo recomiendo. Tienen que abrir el portal sacrificando sangre pura, y usted la tiene, aunque está dormido y no lo sabe. Puede ser presa fácil.
_Sangre pura…
_Sí señor. Como yo _. Y la voz de Florencia quedó flotando en el aire. se había cortado la comunicación.

Cuelga el teléfono, y desde donde está puede ver la ominosa oscuridad del barrio como algo con vida propia que late y se mueve serpenteando sobre sí mismo. Hay una lengua de niebla y humo blanco que se extiende hasta la misma luz de la estación de servicio.
Mira alrededor y recién entonces cae en la cuenta de que está solo. Aunque el negocio está abierto, allí no hay nadie.
Se para frente a la puerta automática y esta se abre. Una vez adentro, quiere aprovechar la situación de alguna manera. Sonríe ante la posibilidad de abrir la caja y huir con el dinero. Pero él no es así. Tiene tan pocas necesidades o ambiciones, que sabe con total certeza que va a salir de allí con las manos vacías.
_ ¡Hola! _Saluda en voz alta, esperando una respuesta. Nada. Mira del otro lado del mostrador. Abre una puerta de servicio que dice “privado”, y nada. Todo parece haber sido abandonado minutos antes.
Vuelve sus pasos, y se dirige a la máquina de café. Toma el vaso más grande y se sirve uno. Toma un atado de cigarrillos y se va.
"Ahora sí sos todo un delincuente", se dice a sí mismo a través del espejo del auto, mientras apura el café que está especialmente delicioso.
Arranca despacio contemplando la avenida desierta en sus dos direcciones. No sabe qué hacer. Volver al barrio le parece tan nefasto como volver a una pesadilla. Sin embargo nota con estupor que sus manos dirigen el volante hacia la izquierda. Y después de un par de cuadras giran en dirección de vuelta a la negrura del barrio. Intenta reaccionar. Toma el control de sus actos por un momento y atina a doblar por una calle interna hacia el lado del parque municipal. Para ese lado sabe que se aleja, y además que pronto encontrará luz eléctrica. Puede verla por sobre las copas de los árboles más lejanos.
Los faros iluminan parcialmente un entuerto de cortadas y diagonales, que no recuerda haber transitado nunca. Intuye que está cerca del arroyo. En algún momento tiene que encontrar un puente. El coche se sacude con algunos baches y luego puede oír el sonido de los neumáticos pisando el pedregullo de una calle sin pavimento. A su derecha alcanza a divisar a todo lo largo de su campo de visión, la pared de un metro de alto que separa la calle del Arroyo del Rey.
El motor falla. Las luces se apagan. El auto avanza apenas unos metros más por inercia, y finalmente se detiene por completo. El silencio es insano.
Ángel se queda dentro del auto. Algo le dice que fue llevado hasta allí por fuerzas ajenas a su voluntad, y comienza a tomar conciencia de su verdadera situación. Trata infructuosamente de arreglar su visión para ver en la oscuridad. Un momento después puede distinguir los contornos a su alrededor. Sobre su izquierda, hay una fila de casas bajas hundidas en el terreno casi hasta la mitad, que parecen estar abandonadas hace más de medio siglo. No tienen puertas ni ventanas en sus aberturas.
Unos metros más adelante distingue un puente. Aunque no reconoce de cuál cruce se trata, le es imperioso ubicarse si quiere emprender el retorno a pie hasta su casa. Su conocimiento de mecánica es nulo. Muy poco puede hacer. Ni siquiera sabe qué pudo haber fallado. Pero el sólo hecho de pensar en bajar del auto le hiela la sangre. Hay algo maligno alrededor.
Vuelve a dar el arranque y nada. Instintivamente traba todas las puertas y se hunde en su asiento para pensar. Se maldice por no tener un celular como cualquier ser humano normal de esta época.
“A veces es muy alto el precio de ser un ermitaño" se dice a sí mismo a través del retrovisor.
La mañana se ve muy lejos como para esperarla allí. Dormir es imposible.
Pronto sus cavilaciones se interrumpen. Un parpadeo de luz en la distancia hacia el oeste, ilumina el contorno de las casas que parecen pequeñas capillas. De los techos en vez de chimeneas, se elevan rústicas cúpulas y torres. No hay cruces ni ningún símbolo religioso sobre ellas. Ahora Ángel tiene la extraña sensación de estar en medio de un cementerio, pero eso es imposible. No hay ningún cementerio en esa zona. Vuelve a mirar en torno para reconocer el sitio donde se encuentra, pero nada le es familiar, salvo el arroyo.
Reconoce que el resplandor en la distancia tiene que ser un fuego bastante grande. Piensa caminar hacia allí y ver si encuentra a alguien para poder ubicarse y pedir un teléfono. "Deben ser vecinos protestando por el corte de luz" se miente y lo sabe. Quiere aferrarse a una esperanza. Pero para eso hay que salir, y no se siente tan predispuesto todavía. Enciende un cigarrillo y se busca en el retrovisor para darse ánimos. Pero el espejo esta vez le devuelve una imagen que no es la suya. Ve un hombre inclinado sobre la luneta trasera, mirando hacia adentro del auto con una sonrisa macabra congelada en el rostro. El cigarrillo recién encendido cae salpicando de chispas todo el tablero. Ángel se da vuelta para ver de quién se trata pero allí no hay nadie. La respiración se acelera y un calor sofocante le sube a la cabeza. Intenta apagar el cigarrillo que cayó entre los pedales y las chispas que cayeron sobre el asiento, cuando de reojo vuelve a ver el rostro en el espejo. Se da vuelta una vez más y con estupor comprueba que atrás del auto no hay nadie, y que sin embargo, esa imagen sigue ahí en el espejo. Es entonces cuando un extraño estado de ánimo, una frialdad ajena a su temperamento, se apodera de Ángel y decide por fin salir del auto. 
Una horda de entes apenas visibles en la oscuridad surge de la calle desierta y lo rodea susurrándole incoherencias al oído.
_Estamos listos.
_No te asustes. Somos uno contigo.
_Es la hora. Es la hora.
Ángel se detiene en medio de la calle. Aquellas palabras despiertan una urgencia loca en su interior. Siente llegar la euforia desde alguna lejanía interna. Con gesto grave, encara a esas criaturas intentando atraparlas con su atención, pero falla. Son inasibles.
_Te estábamos esperando.
_Todos somos uno.
_Asmodeus.
Las voces susurrantes lo llevan al paroxismo y comienza a reír a todo pulmón. Las lágrimas caen por sus mejillas y casi no puede respirar de la risa, cuando ve su propio auto ponerse en marcha y a él mismo sentado adentro, con la misma macabra sonrisa del espejo congelada en su rostro.
Sabe perfectamente a dónde se dirige y no puede hacer nada por evitarlo. Esto le provoca todavía más risa. Desesperado, súbitamente consciente de todo, cae al suelo contorsionándose hasta la agonía. Desde las casas, un millar de ojos como brasas, lo contemplan. 


27 -


Florencia caminaba de un lado a otro de su casa con los ojos cerrados, concentrada, sosteniendo el perímetro de protección. Mantenía los ojos así porque no quería ver los ominosos rostros asomados a las ventanas, gesticulando, haciendo muecas horribles, con el fin de asustarla y así dominarla por el miedo. Hasta ahora no lo habían logrado. Lo peor eran los ruidos y las voces. Emitían leves chillidos, y decían frases sueltas, inconexas, pero con entonaciones sugerentes. Había pensado en taparse los oídos también, pero los necesitaba para estar atenta a su madre, y al teléfono; sabía que el periodista estaría llamando durante la noche entera.
La técnica para sostener un perímetro como ese, la había aprendido por su cuenta durante su más temprana infancia. Era una niña de cinco años cuando su padre murió de una enfermedad desconocida fulminante. Ella a pesar de su edad sentía el miedo de su madre, sola por las noches en medio de ese campo. Fue entonces cuando su madre empezó a consumir somníferos, y nunca los dejó. Florencia sentía que de algún modo ella podría mantener el lugar seguro, con solo usar su imaginación. El método era simple: recorría todo el perímetro de la casa con una luz verde proyectada desde el punto justo detrás de los ojos, y esta se quedaba allí durante horas. La luz, o mejor dicho, el color tenía la facultad de detener a cualquier invasor. Lo comprobó años más tarde cuando vio que durante las noches no entraba ningún insecto. Ella misma había visto cómo las cucarachas y las polillas se detenían ante el color y no lo traspasaban.
La técnica la fue perfeccionando de acuerdo a las épocas y con el tiempo, tuvo la certeza de que esto funcionaba también con los humanos. Durante los asesinatos del ochenta y cinco, se encontraron cadáveres en las tosqueras cercanas, cuyos perpetradores tenían que haber pasado frente a su casa. Y luego, en la ola de secuestros y asaltos que sacudió el barrio en los noventas. Ella siempre había sido la testigo solitaria de tiros, corridas, autos sin luces; todos pasaban por allí como si la casa no existiera.
Pero esta vez el perímetro estaba pasando su prueba de fuego. Florencia rogaba que ningún gato o roedor se filtrara en la casa por algún recoveco, porque se desarmaría al instante. Cualquier vertebrado podía desarmarlo, y aunque ella era capaz de restablecerlo en segundos, sería suficiente para que los merodeadores entraran. Y si no lo había hecho hasta ahora era porque la sustancia que sostenía el perímetro estaba hecha de pura voluntad. La voluntad de una mujer ausente del mundo, pero despierta en espíritu, de sangre pura, era algo que esas entidades no podían doblegar.
Eran las dos y media de la mañana y estaba resistiendo el embate contra su casa con todas las armas que disponía. Rezaba un Rosario de enormes cuentas como una sonámbula, recorriendo todos los rincones para reforzar el perímetro de protección. Podía oír pequeños golpeteos en las ventanas, y de a ratos, urgentes llamadas a su puerta. Luego empezaban las voces. Unas susurrantes, otras graves e hipnotizantes. Ellos tenían un extraño dominio sobre el logos; ella lo sabía. Pero aún así podía resistirlo.
El conocimiento directo de estas extrañas complejidades le venía a Florencia naturalmente cuando ella lo necesitaba. Por ejemplo, durante los días previos ella había estado recibiendo mucha información acerca de la secta, pero aún más acerca de Asmodeo. Según lo recibido, esta entidad era una especie de logos perdido intentando retomar el camino a su entelequia a través de un mundo espejo del nuestro. Pero ese espejo deformaba las cosas y doblaba el tiempo en curvas imposibles de transitar de manera lineal. Por esa razón sus rituales dependían de la ofrenda de sangre humana, porque es el elemento síntesis de la vida y con ella se moldea la voluntad del mundo, volviéndose maleable al operante. La sangre pura es mucho más potente pero a su vez escasa. Esta condición no tiene nada que ver con la raza, pero sí con la predisposición gnóstica esotérica a despertar espiritualmente. En el caso de Florencia su poder era todavía más patente al tratarse de una virgen de más de veinte años, y por su condición de albina; una rareza en sí misma.


28 -


El coche de Ángel se manejaba solo por las calles. Su sonriente doble, simplemente viajaba sentado mirando al frente como un muñeco sin vida. El vehículo parecía saber la dirección que debía tomar a la perfección. Fue cuestión de minutos para que sus neumáticos pisaran la gramilla de la entrada de la casa de Florencia. Fue ese sonido el que se filtró por los agudos oídos de la albina que no tuvo más remedio que abrir los ojos.
Después del encandilamiento inicial a causa de los faros del coche, el horror le erizó la piel. Un sinfín de sombras de todos los tamaños y formas se movían por todos lados; unas trepaban, otras reptaban. Ahogó un grito con sus manos. Pero aún así tomó coraje para acercarse a la puerta a espiar por la mirilla. Era el auto de Ángel. Lo insultó por lo bajo por haberle desobedecido, pero en el fondo agradecía el gesto. Ángel había llegado justo cuando se estaba empezando a sentir sola y vulnerable.
Florencia ahora estaba en una encrucijada. Sabía que si lo recibía, habría un momento de zozobra en el que iban a estar los dos totalmente expuestos. Ella temía que Ángel no pudiera ver las criaturas a simple vista, y lo asaltaran en el camino a la casa. Aparentemente no las podía ver, porque caminaba sin apuros. Abrió el capó, lo dejó así. y comenzó a caminar hacia la puerta.
Florencia se apuró a sacar las trabas y abrir con sus llaves, para esperarlo preparada. Extrañada vio como las criaturas de pronto se quedaron quietas, expectantes. Ninguna lo atacó. Al contrario, parecían observarlo con temor. “Es su sangre pura la que los paraliza”, se dijo Florencia, para tranquilizarse, mientras abría la puerta.
_Entre… ¡Apúrese, por favor! _ Ella frunció el ceño intrigada por su extraña actitud. Apenas podía ver la silueta de Ángel parado justo a un metro de la entrada. Cuando su vista se adaptó a la oscuridad exterior, descubrió con estupor la horrible mueca en el rostro. Esa sonrisa desquiciada la paralizó de espanto. Fue demasiado. Su mente se desconectó, y cayó desmayada hacia adelante, como por inercia, justo a los brazos de Asmodeo.


29 –


El fuego mayor arde en la cruz de los franciscanos. Ya están los doce reunidos. El coche de Ángel, sin luces, se acerca por Garibaldi lentamente. Los miembros de la secta lo contemplan estáticos. La transfigurada sonrisa de ese rostro desconocido que conduce, les da la certeza que estaban esperando. Asmodeo había ascendido. Todo el bosque vibraba con un odio visceral sin nombre, reclamando el alimento predilecto del macrobio que estaba parasitando a Santa Catalina.
Asmodeo baja ceremoniosamente del coche. Hace una reverencia a los presentes y saca del baúl el cuerpo de Florencia inconsciente. El vértigo sacude a todos en el momento en que las fauces del macrobio se abren. El cielo se inclina hacia el este y desde allí, donde debería asomar el amanecer, aparecen unos imposibles ojos refulgentes en la negrura. Asmodeo carga a la víctima en dirección al altar. Está a punto de ofrendar a la virgen blanca, para así cancelar permanentemente la luz del día sobre esas tierras. En su lugar sólo quedara una copia barata de lo que fue alguna vez el barrio, que terminará diluyéndose ante el paso del tiempo, y quedará en el olvido. Ya nunca el verdadero sol alumbrará el bosque ni la iglesia. Un espacio híbrido se contraerá como una herida al cicatrizar, hasta comprimir todo en un par de metros cuadrados que la gente transitará indiferente; ajena a lo que alguna vez allí existió. Ni siquiera en los registros, archivos, ni libros de historia, quedará vestigio alguno.

La abominable energía saturnal asciende y se expande sobre el terreno en torno del centro de la estrella ritual. El cielo es un abismo abriendo sus fauces para recibir su alimento. Florencia despierta justo a tiempo para presenciar todo el furor del sacrificio. Sacrificio en el que ya no cesará de morir durante eones, hasta fundirse en la brea primordial que es la síntesis de la materia humana.







Eugenio J. Cáceres