1 -
El padre Alfredo cruzaba el vasto parque interior hacia
la iglesia con su característica parsimonia, deteniéndose en todos los detalles
posibles inspirando así su corazón para dar la misa de las seis de la tarde. Su
hábito franciscano se mimetizaba perfectamente entre las sombras de los enormes
álamos, paraísos y eucaliptos. Nadie en cincuenta metros a la redonda podía
adivinar siquiera su presencia, y esa clandestinidad era su secreta y efímera
gloria vespertina. Como solía hacer, se detuvo a medio camino y contempló los
últimos rayos del sol otoñal. Respiró hondo e intentó brindarle una última
sonrisa al día que se retiraba hacia otros atardeceres. Pero no pudo. Algo
indefinido pero omnipresente perturbaba el paisaje. Era algo que se insinuaba
en su mente y a la vez interfería en el paisaje; eso crecía junto con las sombras que
avanzaban desde el este, sobre el bosque de Santa Catalina. Era esa extraña
secta que le venía quitando el sueño, desde que su amigo el doctor Gruber le
había hablado acerca de ellos.
Parecían haberse instalado en el viejo almacén de
Luzuriaga y Garibaldi, hacía ya varios meses. Pero jamás abrieron el local. La
gente creía que allí se reunía un grupo de evangelistas o testigos de
Jehová y nada más. Pero el doctor Gruber, aseguraba haber visto que también celebraban
reuniones detrás de la cruz de los franciscanos, por las noches, en los
terrenos pertenecientes a la Facultad de Agronomía. Y el padre Alfredo sabía
muy bien de qué secta se podía tratar. Eran viejos conocidos. Tanto que, en los años cuarenta, esa cruz había sido
llevada al hombro hasta ese lugar por el padre Monterroso, como un intento de
exorcizar aquella encrucijada que tenía fama de ser una entrada a los
infiernos. O mejor dicho, un pasadizo de acceso hacia este mundo utilizado por
seres infernales.
Esto era justamente lo que más inquietaba al franciscano.
Lo cierto era que desde entonces, el corazón del corpulento padre, presentía
que al barrio le había crecido una sombra. Aunque aún no se animaba a
mencionarlos en misa, porque no quería despertar sospechas infundadas, no se
había desentendido del asunto. No. A él le gustaba hacerse cargo de las cosas
personalmente, como solía decir en sus misas, le gustaba tomar el toro por las
astas. Hacía varios días que había convocado a algunos fieles, discretos y
confiables, para averiguar más acerca del tema. Pero, extrañamente, hasta el
momento, no había llegado ninguna novedad.
El parque se sumió en un ominoso silencio. Los pájaros
callaron al unísono y una brisa sospechosamente estrecha, se filtró por entre
los árboles. El padre Alfredo dejó por fin sus especulaciones y retomó el
camino hacia la iglesia. Ahora su apacible rostro lucía contraído en un gesto
grave e introspectivo.
2 -
Las campanadas de la iglesia de San Francisco llaman a la
misa vespertina, mientras el barrio va encendiendo lentamente el neón de sus
tenues marquesinas. Es un barrio de casas bajas dónde las cúpulas góticas de la
iglesia dominan el paisaje hacia las cuatro direcciones. A esta hora, el
bosque, profundo, virgen, comienza a latir con vida propia. Desde el oeste, el cementerio de
los disidentes, crece con su ominosa presencia desde las
entrañas del pasado.
La gente mayor, cuenta sus historias del bosque como se
cuenta un sueño, sin orden y con muchas imprecisiones. Pero algo, muy poco,
apenas una sensación, lograron transmitirles a los más jóvenes que jamás se
adentran en esas verdinegras fauces cuando empieza a oscurecer.
Por lo demás, gracias a su extraña disposición en el
mapa, es un barrio tranquilo. Está perfectamente aislado en el medio de una zona
totalmente urbanizada. No queda de paso hacia ningún lugar. Está cercado por
sus cuatro flancos, y cuenta con apenas dos o tres accesos desde el resto del
partido de Lomas de Zamora.
Hacia el este se encuentra el parque industrial, con sus
grandes extensiones arboladas entre las fábricas, y las vías del tren. Más
hacia el sur, el barrio del arroyo entubado, con sus intransitables calles,
hace las veces de límite natural hasta dar con la Dánica, luego las vías hacen
una L cerrando al barrio desde el sur hasta la estación.
Hacia el oeste se encuentra la fábrica Canale, y una
extensión de campo ralo enorme que se extiende hasta el Camino de Cintura. Al
noroeste está el cementerio de los disidentes o de los ingleses, que se une en
otra L con el bosque de Santa Catalina, que cierra al barrio por el norte. La
extensión total es de unas quince cuadras (de la estación al bosque) por diez de ancho.
La calle Luzuriaga, es su columna vertebral y termina en una T con Garibaldi,
que bordea el bosque desde el parque industrial hasta cortarse a la altura del
cementerio y choca con el bosque virgen que rodea al rectorado de la Facultad.
En el punto justo donde se forma la T, está la cruz de los franciscanos. Una
cruz de dos metros, de palo, clavada ya en los terrenos donde empiezan los
campos sembrados de la Facultad de Agronomía y el bosque de Santa Catalina.
Está dispuesta de tal modo, en el medio donde se corta Luzuriaga, que domina la
calle por varias cuadras, casi hasta la iglesia misma, que esta a unas cuatro
cuadras de allí.
La cruz, el sembrado, el cielo gris del atardecer, y
justo enfrente, en la esquina, un viejo almacén de campo, es el epicentro de
extraños acontecimientos en los últimos días. Porque aunque los vecinos tratan
de ocultarlo, todos saben que allí se está generando de nuevo aquello que los
más grandes a veces intentan relatar apresuradamente, omitiendo datos casi con
pudor de mencionar ciertos horrores, o quizás por temor a evocarlos. Aquello
que había salido en los diarios de la época con más incógnitas que certezas,
pero que cuando por aquél entonces comenzaron a reportarse las primeras
desapariciones y muertes en extrañas circunstancias, atinaron a explicarlo como
el efecto de una superstición popular mutando en realidad, debido a una nueva
patología moderna creada por el constante bombardeo informativo mezclado con
antiguas creencias; creencias que ya no tienen lugar en la sociedad según los
expertos, pero que una parte oscura de nosotros añora y por épocas, aflora como
una epidemia; como la peste.
Lo cierto es que nadie lo ignora y todos, al menos en las
cuadras linderas, sienten una presencia despertando después de más de veinte
años. Las miradas fugaces se dirigen hacia el bosque como buscando algo, y por
las noches ya no reina la apacible calma que siempre caracterizó al barrio.
3 -
El doctor Gruber, el clínico en quién todo el barrio
confiaba su salud. Barrio aferrado a la usanza antigua de la medicina
personalizada y reacio a las prepagas de los grandes y modernos sanatorios.
Cerró el consultorio a las siete y media, como cada miércoles y caminó media cuadra
por Luzuriaga hasta la esquina de la iglesia donde solía dejar su auto. La misa
estaba llegando a su fin y el doctor jugaba en su mente calculando si ya había
descendido el paráclito o si aún la misa estaba por el sermón. El breve vistazo
que pudo dar hacia el interior le indicaba que ahí no había descendido nadie,
ni nada jamás descendería mientras el dogma se durmiera en el mero ritual,
vacío, sin sustancia. Gruber realmente estimaba al padre Alfredo, le parecía
una buena persona, pero lo consideraba una especie de niño grande. “Esa es la
manera más directa de entrar al reino de los cielos”, le había dicho muy
sonriente el padre, una vez que el ácido doctor dejó escapar la observación
como explicación a aquella obstinada fe en un dogma prácticamente muerto.
Esa noche en casa de Gruber desfilaron dos botellas de
buen vino y media botella de escocés, y el padre en ningún momento bajó la
guardia. La bebida parecía no afectarle, o más bien parecía acentuar aún más su
acostumbrado estado de gracia que siempre detentaba, y que a Gruber lo sacaba
de sus casillas. “Nadie con dos dedos de frente podía andar tan feliz por la
vida”, pensaba Gruber. Le divertía imaginar que detrás del iluso padre Alfredo,
quizás, existiera una sabiduría que a él por el momento se le escapaba. “¿Y si
el padre tenía razón? Todos deberíamos llevar una vida monástica de celibato y
oración”, El doctor ahora reía de buena gana mientras maniobraba para salir con
el auto, contemplando a través del retrovisor los ventanales iluminados de la iglesia
de San Francisco.
_Nos extinguiríamos en una generación o dos_ concluyó,
sin querer, en voz alta, entre carcajadas.
Su casa quedaba a unas ocho cuadras hacia el lado de la
estación, pero Gruber tomó lentamente por Luzuriaga para el lado del bosque. Y
era que por esa zona había algo que lo tenía muy intrigado y quería seguir los
acontecimientos de cerca.
Hacía dos semanas atrás, dando un rodeo por Garibaldi
junto al bosque a la hora en que salía del consultorio, vio una escena que no
le gustó nada. Algo en ella lo intimidaba personalmente. Y como él no era dado
a los temores infundados, decidió investigar más a fondo.
En aquella oportunidad en el almacén no vio nada. Estaba
totalmente a oscuras. Pero enfrente, detrás de la cruz de los franciscanos,
unos diez metros adentro del predio de la Facultad de Agronomía, donde empiezan
los sembrados, apenas pudo distinguir en la negrura, un grupo de personas
dispuestas en círculo.
A esas horas, un auto por Garibaldi llama mucho la
atención, así que desistió de pasar nuevamente. No quería levantar sospechas.
No quería que ellos terminaran ocultándose mejor, volviéndose aún más clandestinos y peligrosos. Por lo menos, mientras no lo
detectaran, los podía observar.
Media cuadra antes de llegar a Garibaldi, estacionó y
siguió a pie por la vereda de enfrente al almacén. Era extraño que no hubiera
nadie en la calle, porque era una noche cálida, quizás la última que el verano
lograba robarle al inminente otoño. Para disimular dobló por la vereda en
dirección opuesta. Planeaba hacer unos metros, volver sus pasos y cruzar hacia
el almacén.
Así lo hizo, caminó unos cincuenta metros, giró sobre sus
pies sin detener la marcha y se encaminó hacia la misteriosa esquina del
almacén. Se trata de un viejo almacén de campo, hoy tapiadas sus ventanas y
puertas con ladrillos de canto. Cuatro grandes álamos mantienen el lugar en
perpetuas sombras y lo vuelven prácticamente inexpugnable. Uno tranquilamente
podría pasar por allí sin siquiera reparar en el viejo almacén. “El escondite
perfecto”, pensaba el doctor mientras cruzaba Luzuriaga en dirección a la
esquina.
Una vez allí, decidió quedarse un rato sentado en la
parada de colectivos que está sobre Luzuriaga, ya que habían colocado una de
las nuevas paradas con techo y asientos. Podía fingir esperar el colectivo
tranquilamente ya que no pasaría ninguno en la próxima media hora. Él sabía de
las penurias de los de a pie, porque lo había sido durante mucho tiempo.
Trató de agudizar el oído para detectar algún movimiento
adentro, pero no podía percibir nada. Después de un tiempo en ese estado de
atención, su mirada sola buscó movimientos en la cortina negra de la noche que
se veía detrás de la cruz de los franciscanos. Algo parecía haber borrado el
paisaje. Gruber intentaba adivinar los sembrados y más allá, hacia la derecha,
la primera línea de árboles del bosque, pero no lograba ubicarlos.
“No hay luna, eso es”, respiró aliviado ante el auxilio
de su racionalidad justo a tiempo, cuando el silencio alrededor crecía de un
modo alarmante.
4 -
La voz del padre Alfredo se amplificaba en las paredes
gracias al nuevo sistema de sonido, que retumbaba de manera espectral
aumentando así el cariz apocalíptico en la lectura del evangelio.
_Vi en la mano derecha del que estaba sentado sobre el trono,
un libro escrito por dentro y por fuera, sellado con siete sellos. También vi a
un ángel poderoso que proclamaba a gran voz: “¿Quién es digno de abrir el libro
y desatar sus sellos? Pero ninguno, ni en el cielo ni en la tierra ni debajo
de la tierra, podía abrir el libro; ni siquiera mirarlo. Y yo lloraba mucho,
porque ninguno fue hallado digno de abrir el libro; ni siquiera de mirarlo._ Es
palabra de Dios…
_Te alabamos Señor_, respondió un murmullo dubitativo
El padre Alfredo cerró el libro violentamente en su mano
derecha y apuntó hacia los escasos feligreses como intentando detectar una
energía extraña con la Biblia como instrumento. Sabía que algo no encajaba ahí
adelante, entre los bancos. Pero no lograba ver nada fuera de lugar. Salvo por
una persona justo a un costado en la parte oscura, cerca del confesionario. Los
crédulos ojos del padre, esta vez se negaban a dar fe de lo que estaban viendo.
Un hombre alto y de algún modo oscuro, no por su color de piel ni vestimenta,
sino por su condición, se hallaba de espaldas al altar, deliberadamente.
El padre decidió no enfrentarlo abiertamente para que la
gente no se alarmara. Entonces siguió con su sermón, pero impregnándolo
secretamente de una buena dosis de exorcismo hacia esa afrenta en la misma casa
de Dios.
_Ellos
entonaban un cántico nuevo, diciendo: “¡Digno eres de tomar el libro y de abrir
sus sellos! Porque tú fuiste inmolado y con tu sangre has redimido para Dios
gente de toda raza, lengua, pueblo y nación. Tú los has constituido en un reino
y sacerdotes para nuestro Dios, y reinarán sobre la tierra_.” El timbre de la
voz se ensombreció con una indignación contenida, cuando levantó la
vista y vio que ese tipo seguía ahí, y ahora parecía mirarlo a los ojos a través de su
propia nuca. _Y miré, y oí la voz de muchos ángeles alrededor del trono y de
los seres vivientes y de los ancianos. El número de ellos era miríadas de
miríadas y millares de millares. Y decían a gran voz: “Digno es el Cordero, que
fue inmolado, de recibir el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la
honra, la gloria y la alabanza_.” Y ahora Alfredo no tenía idea de por qué le
temblaban las piernas.
5 -
Al doctor Gruber le gustaba ese recreo de la realidad que
le otorgaba estar ahí, sentado en medio de la esquina desierta; ahí donde
termina el barrio y empieza la noche antigua. Por un instante le llegó
como en un hormigueo físico, la preocupación de su mujer y el total desinterés
de sus dos hijas adolescentes. Pero resistió el embate, y se mantuvo firme en
su rol de investigador y volvió a desplegar su atención para no dejar pasar
ningún movimiento alrededor.
Decidió caminar un poco, sin abandonar la parada, con intención
de desentumecer la espalda. Dio un rodeo a
la esquina e inspeccionó la parte del almacén que daba a Garibaldi y al
bosque. Nada. Oscuridad total y silencio. Lentamente volvió al asiento de la
parada contemplando las ventanas tapiadas, intentando rearmar en su cabeza el
aspecto original de aquella construcción, y pudo visualizar el palenque entre
los álamos.
“En aquella época_ pensaba el doctor_, desde esta esquina
se podía ver el convento. Allá en De la Peña hacia el este, la Iglesia hacia el
sur, y el cementerio de los disidentes al oeste. Lo demás debían ser ranchos
esparcidos entre calles de tierra”.
_ Y ahí enfrente_ murmuró en voz baja_, ese mismo bosque…
Era la hora de volver. Ya había divagado lo suficiente
como para recargar energías. Al fin de cuentas de eso se trataba. Se incorporó
para buscar en su bolsillo la llave y desactivar la alarma del auto, pero
cuando giró hacia donde debía estar estacionado, ahí no había nada. Pudo notar
en su estupor, que ni siquiera había marcas de huellas húmedas en el asfalto.
No podía ser. Se lo habían robado en sus narices y no escuchó nada. Volvió a
mirar la llave como buscando una explicación. Debía haber sonado la
alarma. ¿O no había funcionado? ¿o alguien la habían desactivado de alguna
forma?
Su frente ardió de golpe, y el sudor se acumuló en sus
cejas. Se le aflojaron las piernas y se dejó caer de nuevo donde había estado
sentado hasta hacía un segundo.
No sabía qué hacer, el celular lo tenía en la guantera
del auto. No podía llamar a nadie. Y además, no quería llamar a nadie.
6 –
_… y las estrellas del cielo cayeron sobre la tierra,
como una higuera arroja sus higos tardíos cuando es sacudida por un fuerte
viento. El cielo fue apartado como un pergamino enrollado, y toda
montaña e isla fueron removidas de sus lugares. Los reyes de la tierra, los grandes, los comandantes, los
ricos, los poderosos, todo esclavo y todo libre se escondieron en las cuevas y
entre las peñas de las montañas, y decían a las montañas y a las peñas: “Caed
sobre nosotros y escondednos del rostro del que está sentado sobre el trono y
de la ira del Cordero. Porque ha llegado el gran día de su ira, y ¡quién podrá
permanecer de pie!”
Y el padre Alfredo miró, y vio que ese engendro de la
bestia soportaba sus poderosas palabras, cargadas de Espíritu Santo, sin
inmutarse siquiera. Parecía no oír. “Quizás tuviera los oídos oportunamente
tapados con algo para evitar ser doblegado”, pensó, y decidió cambiar de
táctica. Pero debía seguir impregnando su sermón con poder porque sino lo que
fuera que el otro estuviera haciendo, tendría efecto.
_Y oí a toda criatura que está en el cielo y sobre la
tierra y debajo de la tierra y en el mar, y a todas las cosas que hay en ellos,
diciendo: “Al que está sentado en el trono y al Cordero sean la bendición y la
honra y la gloria y el poder por los siglos de los siglos.” Los cuatro seres
vivientes decían: “¡Amén!” Y los veinticuatro ancianos se postraron y adoraron.
El padre miró hacia el Santísimo y pensó en ir a buscarlo
para luego encarar al visitante y ofrecérselo delante de todos. Pero justo
cuando tomaba el impulso para subir la breve escalinata hacia el altar, una estrecha racha de viento cruzó la nave y no le hizo falta siquiera voltearse a mirar para saber que
el extraño ya no estaba ahí.
7 –
El doctor buscaba rehacer la calma en su cerebro para no
entrar en pánico, no tanto por el robo, que tenía solución, después de todo
estaba bien asegurado, sino por la situación totalmente inverosímil que estaba
atravesando.
¿Y por qué el mundo querría conspirar contra su
coherencia? Imposible no desandar su camino y ver la verdad. No estaba loco…
El sonido de una puerta que rechina y se arrastra lo
sorprende a sus espaldas. Es el almacén. una tenue luz emana desde su interior; ya no están
sus puertas y ventanas tapiadas con ladrillos. Gruber traga saliva porque no
tiene la menor duda de estar en sus cabales; eso está sucediendo en verdad. Sin
intervención alguna de su voluntad sus pies caminan hacia la puerta. Entra. Los
parroquianos no lo ven. Gruber se mueve como debajo del agua. Un olor fuerte a
tierra húmeda y madera se filtra a través del velo del tiempo. Una racha suave
de viento fresco entra por los ventanales abiertos, y trae consigo el balsámico aroma de las flores silvestres. Afuera se
puede ver un yuyal alto y espeso, y una negrura eléctrica, cargada de una
voracidad desquiciante, que amenaza con generar un vórtice hacia otras épocas
aún más distantes.
El sonido ambiente por momentos se embota y aparece otro;
una especie de cántico monótono, muy desagradable. Las lámparas a querosene y
las velas del almacén se apagan de un soplo. Las ventanas vuelven a estar tapiadas, y ahora el doctor las ve desde adentro. Es el almacén, pero vacío y a oscuras. Lo rodea un siniestro
grupo de hombres que canta una melodía repetitiva y asqueante. En esa penumbra
se empiezan a reconocer las siluetas, los rostros pálidos y el brillo maligno
en los ojos. Desencajado, el doctor apenas puede mantenerse en pie en medio del
círculo formado por los doce miembros de la secta.
8 –
La contraparte del barrio está prácticamente inhabitada.
Es el bosque, el rectorado de la facultad y la estación Santa Catalina. Es una estación detenida en el tiempo,
no posee nada moderno, nada. El tren allí aparece desde un llano interminable y
desaparece al otro lado en una curva que se mete en el bosque. El paisaje
general remite a mediados del siglo XX. Allí para un tren de esos
tiempos, que hace un trayecto casi fantasmal de Haedo a Temperley,
Más allá del bosque y la estación, hay lagunas
artificiales creadas por los camiones que extraen toscas. El paisaje allí es
yermo, sin árboles, casi desértico. Hacia el oeste comienzan los sembrados de
la facultad, aún circundados por bosque virgen hasta el rectorado que da sobre
el Camino de Cintura, del otro lado de Juan XXIII, está la facultad y más allá la laguna.
La extensión total desde la estación en el bosque, la
tosquera, el sembrado, y el bosque virgen hasta el rectorado, es equivalente a la
del barrio habitado. Es como su doble oscuro y silencioso, su contraparte atemporal hecha de puro misterio.
Existe algo en la esencia misma del lugar que logra
ahuyentar a la gente. Digamos que el bosque no es como para un paseo dominical. El
que puede evitarlo lo hace y el que tiene que transitarlo por obligación, ya
sea porque trabaja en el rectorado o baja del tren en Santa Catalina, lo transita
lo más rápido posible. No invita a detenerse y contemplar sus bellísimos
paisajes. Que los tiene y de sobra. Si hasta a veces se puede ver desde
Luzuriaga un caballo blanco de largo pelaje corretear por el pastizal que rodea
al sembrado cerca del viejo palomar. Una postal imposible de encontrar sino es
a varios cientos de kilómetros adentro de la provincia. Pero desgraciadamente
hay algo que mueve a los pies a apresurarse. Eso que cuando anochece se adivina
desde el barrio, por sobre los techos de las casas, y en algunas esquinas de
ventanas tapiadas. Eso siempre estuvo ahí. Sólo que ahora parece estar más vivo
que nunca. La razón de esto es un secreto a voces; la secta.
Aquello estaba presente en
la mente de todos. Estaba grabado en el subconsciente colectivo. Y desde
hacía unos meses, la paranoia había crecido fuera de todo límite, y no era para
menos. Los últimos casos habían reflotado el recuerdo del sombrío invierno
del ochenta y cinco, cuando comenzaron a aparecer los cadáveres de mujeres en
el bosque. Luego aparecieron los comentarios acerca de la secta, y después las
desapariciones entre los que se aventuraban a querer esclarecer los hechos. La
mayoría de la gente optaba por hablar del tema a escondidas y con los suyos.
Desconfiaban de todos. Saber algo de aquello era muy peligroso. Y ahora se
repetía el mismo patrón. Primero fue el cadáver de la profesora Martell, cerca
del rectorado. Y hace apenas un mes una alumna de ciencias agrarias, Mónica
Vilca, en el medio del sembrado. Las dos desmembradas. Esparcidos sus cuerpos
en la misma extraña disposición. Todo esto sumado a la desaparición del doctor
Gruber, terminó por agravar la ya compleja situación. La familia era muy
conocida y enseguida se corrió la voz. En menos de seis horas de denunciada su
desaparición, ya estaban trabajando la seccional Parque barón y la primera de
Lomas, en el caso.
9 -
Ángel Vera era el periodista local más conocido porque
trabajaba para el suplemento zonal del diario de más tirada en todo el país. La
edición del suplemento salía los jueves a la tarde, y su columna era sobre la
historia de Llavallol y sus alrededores. Muchos vecinos contaban orgullosamente
haber colaborado con sus notas sobre tal o cual edificio antiguo o paraje
singular de los tantos que se encuentran por la zona, y se jactaban de haber
sido nombrados en la columna de Vera. Muchos tenían la costumbre de apenas
leídos los titulares pasar directo a la sección local donde aquel muchacho
hacía tan pintorescas notas sobre lugares tan íntimos y queridos.
Sus lectores se vieron sorprendidos los dos últimos
números porque Vera había enfocado su minuciosa atención de paisajista, en los
escalofriantes detalles de las muertes de las dos mujeres halladas en los
descampados. El joven periodista sacó a relucir lo mejor de su formación y
comenzó a pensar en voz alta. Usó su columna para hilar cabos sueltos, llamando
una y mil veces a todo aquel que hubiera visto algo o creyera saber algo al
respecto, para que se presentara a declarar. Quería concientizar para evitar la
propagación de aquello. Porque todos sabían que la peste no se detendría allí
nomas, sino que seguiría creciendo. Algunos viejos en sus frenéticos relatos de los años ochenta, contaban que la gente había entrado en un estado demencial. “A lo
último uno se podía cruzar a alguno caminando como muerto viviente. Mucha gente
hablando sola y demás cosas horrorosas”
decía el zapatero don Antonio. “Yo recuerdo cómo actuaba mi mujer por
esos días. Andaba medio muda. Sonreía como tonta y por las noches pegaba unos
gritos que alertaban a todos los vecinos”, se lo oyó decir a Marcos, el dueño
del buffet del club.
Ángel conocía estos relatos y muchos más, debido a sus
largas charlas con los vecinos, en sus asiduas recopilaciones de historias de
lugares y también hechos relevantes del pasado. Por esa razón se había
propuesto impulsar todo lo posible las investigaciones haciéndoles un
seguimiento desde su columna, que aunque ya existía una columna de policiales
llevada muy bien por Carlos Giroud, este sólo cubría los sucesos a medida que
acontecían, en cambio Ángel pretendía seguir los casos del bosque puntualmente
y hacer causa con sus lectores para resolverlos o por lo menos, hacerles más
difícil la tarea a los que se movían detrás de aquello, que en realidad no eran
más que un puñado de psicópatas asesinos.
La mañana siguiente a la desaparición del doctor Gruber,
Ángel ya estaba en la comisaria de Parque Barón, tal y como lo había hecho
después de enterarse de los anteriores asesinatos. La primera vez, se acercó a
la estación con mucho escepticismo. Casi no hizo preguntas pero se quedó toda
la mañana esperando alguna novedad. En su cuaderno no había anotado mucho. Lo
básico. Apenas los datos que había podido espiar de la ficha, en un momento de
descuido del oficial de turno. Víctima - Irene Martell. Profesora en Facultad
de Agronomía. Muerte violenta. No hay sospechosos.
Con la segunda víctima, la angustia golpeó más fuerte. Era una chica
conocida por todos. Para esa ocasión se identificó en la comisaría como
periodista y con su cámara digital en mano, comenzó a hacer preguntas a todos
los oficiales a cargo del caso. Entonces fue cuando comenzó su campaña para
encontrar testigos.
A Mónica Vilca la habían encontrado en los sembrados,
cerca de Luzuriaga. Por esa razón en la seccional las opiniones estaban
divididas a la hora de relacionarla con el anterior caso. Se trataba del mismo
predio pero en extremos opuestos, a más de trescientos metros y cerca de la
calle. Podría tratarse de otro tipo de crimen, y no de esos que acontecían en
el bosque y que traían una marea de siniestros sucesos detrás. Pero era muy difícil no relacionarlos, ya que
ambas mujeres habían sido desmembradas. Según la inquietante psiquis del
detective Marino, los desmembramientos podían haber sido causados por perros
callejeros que merodeaban el bosque en jaurías de más de diez canes
hambrientos. El inspector dijo que había que esperar los resultados del
forense, pero que en el cuerpo de la profesora también se habían advertido rastros de
mordidas y laceraciones evidentemente causadas por dentaduras caninas. Esto
complicaba las cosas a la hora de determinar con exactitud la causa de la
muerte y el trabajo de los peritos no arrojaba datos precisos con respecto a la
fecha y hora de los hechos.
Ángel eligió relacionar los hechos desde el principio y
trabajar en esa dirección. Habló del tema con minucioso detalle en su columna y
gracias a ello durante los siguientes días, lo llamaron varios vecinos para
hablarle de la secta y de los movimientos extraños por las noches en el
sembrado, detrás de la cruz de los franciscanos. Trató por todos los medios de
filtrar los informantes según el grado de alucinación y descartar a los menos
serios. Pero todos coincidían en dos o tres datos que aunque demasiado vagos
para ser tomados en cuenta en la causa en sí, servían como información
secundaria para alertar a los desprevenidos y saber en qué dirección mantener
los ojos atentos.
En su trabajo recopilatorio de noticias de los años
ochenta, había encontrado que las
víctimas siempre eran desmembradas y también se hablaba de jaurías de perros
salvajes. La única diferencia que encontró con las noticias de aquellos días y
su investigación actual, fue que a pesar de que en esos archivos se mencionaba
una secta, no se señalaba a ningún líder. En cambio ahora algunos vecinos, tal
vez los menos confiables, habían deslizado el nombre de un presunto líder; un
tal Asmodeo. Otros se habían referido al líder de la secta como “el Obispo”.
Ángel no descartó estos datos, aunque sí descartó a los
que se lo habían contado. Por esa razón esta vez estuvo en la seccional antes
que nadie. Sabía que el doctor Gruber era una eminencia en el barrio, conocido
y querido por todos. El impacto iba a ser grande en la gente, quizás pudiera
dar con un testigo fiable que lo ayudara a recoger más datos. El misterio debía
dejar de serlo a fuerza de datos concretos. El autor o los autores de tan
aberrantes hechos no podían seguir protegidos por ese halo que los volvía
invulnerables hasta para la justicia de los humanos. Porque tanto en aquellos
años como ahora, la policía nunca llegó a resolver absolutamente nada. No hubo
siquiera sospechosos demorados. Nada.
La media mañana había pasado sin novedad. Los oficiales
se mantenían comunicados con la familia esperando un llamado de los
secuestradores, inclusive había llegado un experto negociador desde la primera
de Lomas. Ángel pensó en hacer un recorrido estratégico por el barrio a ver qué
se contaba en la calle, pero justo cuando se despedía del oficial a cargo de la
mesa de entrada, éste le dice que no se vaya aún, que tenía algo para él.
Sorprendido esperó acodado en el mostrador, mientras veía
como un cabo sin dejar de hablar por teléfono, le escribía algo en un papel al
oficial. También había podido notar el aire distendido y hasta una sonrisa
burlona en los ojos del cabo.
_Tome Vera. Una mujer que dice tener información
importante que quiere hablar con usted, bah, con el periodismo. Entonces le
dijimos que usted andaba por acá y bueno, dice que la llame.
_Gracias. Pero, ¿ustedes no le van a tomar una
declaración?
_Sí ya le tomamos la otra vez. Y ahora dice exactamente
lo mismo así que mucho no aporta a la investigación, pero por ahí a usted le
sirve_. La sonrisa del oficial era ahora una especie de mueca de dolor. El
oficial evidentemente no acostumbraba a sonreír muy seguido.
Ángel apenas salió de la comisaría llamó al número desde
un teléfono público. No usaba celular. Con su sueldo no se podía dar ese lujo. Era una mujer que vivía con su madre del
otro lado de la estación Santa Catalina, pasando las tosqueras. Ni bien se
presentó, del otro lado la mujer comenzó a contar atropelladamente un conjunto
de partes inconexas que pretendían ser una descripción de algo que ella decía
saber, pero se interrumpía a cada instante porque según decía, ya lo había
contado mil veces en la comisaría y nadie “le había llevado el apunte”. Y que
no sabía para qué se molestaba en repetirlo, si al final iba a ser ignorada
como siempre. Pero lo interesante eran los datos que dejaba caer cada tanto
mezclados entre sus quejas. Según ella la actividad de esa gente venía siendo
activa hacía por lo menos cinco años.
Ángel decidió ir personalmente hasta la casa ese mismo
mediodía. Ella le había indicado cómo llegar describiéndole el camino por sus
particularidades. “Pasando la fábrica, frente al Tiro Federal, pasando dos
tranqueras de su mano izquierda viniendo de Lomas”. Porque según dijo, su
dirección no le servía a nadie a la hora de encontrar su casa.
Ángel estacionó su Fiat blanco sobre la banquina de Juan
XXIII, justo a la entrada del camino de tierra cerrado por una tranquera. El
camino conducía a una modesta y solitaria casa, unos cincuenta metros adentro
en un terreno pelado que contaba con un solo árbol justo al lado de la puerta
de entrada. Lo más cercano que se veía desde allí era la enorme fábrica a unos
doscientos metros y nada más. La casa estaba rodeada por las interminables
tosqueras y una resaca de pastizales y baldíos que se extendían hasta el Camino
de Cintura.
Golpeó las manos y salió un cusquito negro a ladrarle
moviendo la cola. Una señora de aspecto soñoliento corrió la cortina de la
puerta y por señas lo invitó a pasar. Ángel atinó a señalar al perro en una
muda pregunta acerca de su ferocidad, a lo que la mujer con una sonrisa le
insistió para que entrara de una vez. Apenas franqueada la tranquera, el
cusquito pasó de ladrar a saltar frenéticamente a su alrededor todo el camino hasta la casa.
_Buenas…
_ Buenas, siéntese don Vera, yo soy Patricia, todos me
dicen Pato_. Hizo un ademán hacia un rincón que permanecía a oscuras _y ella es
mi hija Florencia. Los ojos de Ángel todavía no se acostumbraban a la oscuridad
interior, pero pudo ver un bulto junto a unas cortinas rojas, y hacia allá fue extendiendo
su mano que estuvo en el aire más de la cuenta buscando en vano la otra mano
para estrecharla. No encontró nada en su camino. Unos dubitativos pasos más y
justo cuando ya desistía, a punto de bajar la mano, un agarre nervioso le
indicó que estaba apuntando hacia otro lado. Florencia estaba sentada en una
estrecha cama, a su derecha casi a sus espaldas.
_Hola Florencia con vos hablé hace un rato…_ Disimuló la
sorpresa bajo lo que intentaba ser una cálida sonrisa, pero que en realidad
había sido apenas una mueca.
_Sí, yo fui quien lo atendió cuando llamó.
_El oficial a cargo me dio gentilmente su número porque
dijo que querías hablar conmigo. Me gustaría si es posible que me contaras todo
lo que creas que está relacionado con los asesinatos y este último secuestro
del doctor Gruber.
_Tenemos miedo señor Vera_ Dijo Florencia en un susurro
urgente que descolocó al periodista. Él todavía tomado de la mano de Florencia
buscó inquisitivamente a la madre, pero esta esquivó la mirada y salió al
patio, desapareciendo en la luz exterior detrás de la cortina. Por fin el
agarre nervioso de las manos cedió y Florencia en un tono más tranquilo intentó
explicarle la situación por la que ella y su madre estaban pasando.
_Cuando llegó usted estábamos durmiendo señor. Aprovechamos
a dormir de día. Las noches están muy difíciles por acá y las pasamos en vela
_La compungida voz de Florencia sonaba a mujer mayor aunque según le había
dicho por teléfono tenía veintiocho años.
Ya sentado frente a ella pudo verla mejor. Florencia era
albina; la oscuridad interior había sido calculada. Tenía el pelo lacio y
largo, era delgada, de cara redonda y llena. Sus pestañas blancas enrarecían el
marco de unos grandes ojos negros.
Aunque vivían en una casa bastante austera, tanto
Florencia como su madre parecían pertenecer a una clase más acomodada. Eso era
lo primero que había descolocado al joven periodista que no podía todavía unir
a esas dos mujeres con el entorno. Se le hacía difícil imaginarse a sí mismo
teniendo que vivir allí. “No duraría ni dos días, o quizás ni una sola noche”
pensaba. Pero sin embargo ellas estaban allí, tan solas y tan frágiles, lejos
de todo y a merced de cualquiera.
Ángel, sin percatarse se había quedado pensando con la
mirada vacía, acariciando sus bigotes, jugando con las puntas que ya intentaban
doblarse un poco hacia arriba. Un profesor de la facultad, uno de esos fuera de
serie, le había recomendado que los usara como antenas. “Vos con veinte años ya
parece que te estás quedando calvo y el pelo es muy importante porque es la
extensión de nuestro sistema nervioso central hacia el exterior. Déjate los
bigotes y vas a poder compensarlo. Te agudiza la intuición y eso es algo que
todo buen periodista debe desarrollar constantemente”.
_Sí señor Vera _continuó Florencia_, hace veinte años que
vivimos acá solas, pero jamás la pasamos tan mal como en este último tiempo. Mi
padre falleció en los noventa, y para los sucesos de aquella época yo era muy
chica y mucho no me enteré. Pero ahora los estoy viviendo en carne propia
porque parece que la secta está de vuelta. O mejor dicho, no se fueron nunca,
sólo que ahora se los puede ver a simple vista.
_ ¿Me podrías explicar mejor eso? _Sólo entonces Ángel se
acordó de activar su pequeña grabadora. La luz roja del encendido aunque apenas
visible por lo general, allí había iluminado por completo los rostros y el
desolado aspecto de aquel rincón de la vivienda. Tanto, que la muchacha albina
tuvo que parpadear fuerte para mitigar el efecto.
_Perdón, ¿te molesta si grabo la conversación?
_No, para nada. Es que la luz…
_Ah… sí. Discúlpame_ dijo Ángel, y guardó el grabador en
el bolsillo de la campera_, en el bolsillo graba igual_. Ella esbozó una tímida
sonrisa, la primera que registraba él. La chica era bellísima.
_Según lo que sé, esa secta está por acá desde antes que
todos nosotros. Aparecen y desaparecen de nuestra vista pero nunca se van _Las
palabras de Florencia ahora resonaban y se amplificaban en la casa de un modo
extraño. Poco a poco el sonido de su voz se iba aclarando, a medida que parecía
entrar en confianza con su interlocutor y dejaba atrás la urgencia inicial_. El
bosque y toda esta extensión desde el Tiro Federal hasta el rectorado, es de
ellos _continuó Florencia_. Del otro lado, el barrio entero con el convento y
la iglesia inclusive, les pertenece. Adoran a una entidad llamada Asmodeo, que
a su vez es el líder del grupo. Los sacrificios son siempre para él. Asmodeo
subyuga a la gente espontáneamente, a cualquiera, y les hace realizar lo que yo
llamo sacrificios involuntarios. Muertes ofrendadas sin conciencia de parte del
operante. ¿Me entiende? Los miembros de la secta son trece, pero tienen muchos
adeptos por fuera, conscientes e inconscientes de que lo son.
_¿O sea que para vos estos asesinatos están relacionados
con esa secta? ¿Ya declaraste esto en la seccional?
_Sí, pero no nos toman en serio. Hoy el policía que me
atendió me dijo que esas cosas son para el periodismo amarillo, pero que a la
causa no le aportaban nada. Entonces me dijo que usted estaba ahí, y yo le pedí
que por favor le diera mi número.
_Así que ahora soy un periodista amarillo… _ pensó en voz
alta Ángel sin poder ocultar su indignación.
_Yo no creo eso. Conozco muy bien su trabajo y con mi
madre lo leemos siempre. Sabemos que si se metió a investigar esto, no es por
hacer periodismo amarillo ni nada de eso. Es por la gente del barrio. Usted no
quiere que sigan sucediendo estas cosas, al igual que todos nosotros y se
compromete desde su espacio. Nosotras apreciamos eso.
Esta vez una espontanea sonrisa se dibujó en el rostro
del compungido periodista y comprendió por fin que su esfuerzo de años en esa
columna semanal, había forjado una buena impresión en sus lectores y eso era lo
que importaba. Por lo demás, ¿Qué podía saber un oficial de una seccional tan
pequeña como Parque Barón, acerca de su trabajo periodístico? Era obvio que esa
gente no leía más que formularios, fichas y denuncias, la mayoría de índole
doméstica.
_Disculpe señor Vera, no le ofrecí nada _La mujer se
incorporó presurosa y comenzó a moverse en las sombras con gran agilidad_.
¿Cómo quiere el café?
_Solo. Gracias.
La madre de Florencia entró y se sentó junto a la puerta
a tejer. Aprovechaba el único haz de luz que penetraba en la casa para ver.
Florencia volvió al rato con dos cafés y lo invitó a sentarse en una pequeña
mesa en el centro de la estancia. Bebieron en silencio. La presencia de la
madre de algún modo perturbaba el natural fluir de las preguntas que Ángel
tenía para hacer. No quería importunarla. Pensó en quedarse un rato más
hablando de bueyes perdidos y luego irse, pero Florencia lo sorprendió cuando,
sin ningún preámbulo, retomó el hilo de la conversación en el tema de la secta.
_Nadie sabe mucho acerca de la secta. Ni siquiera se sabe
quiénes son sus miembros. Pero forman parte de la historia negra de este lugar.
Lo peor señor Vera, es que tienen dominios sobre otros planos de existencia.
Esa es la razón por la cual no se los puede ver con facilidad, y mucho menos
atrapar con la policía. Se meten en los sueños de la gente y los van cercando
hasta que o se unen a ellos o se convierten en una nueva víctima.
_ ¿Y cómo es que sabés todo esto?
_Lamentablemente, tengo el don de la clarividencia desde
que nací, y me atrevería a decir desde antes, porque también conservo recuerdos
de ese limbo que existe entre una vida y otra.
_Increíble _dijo Ángel
_Sí, sabía que no me iba a creer una palabra, pero es la
verdad.
_No lo dije con esa intención. Me parece muy interesante.
Por favor contame todo lo que vos creas que pueda servir para esclarecer la
causa_ Ángel aunque impactado por el tenor de la información que Florencia le
estaba dando, pretendía encausar la charla hacía lo estrictamente policial.
__Las cosas que tengo para decirle deberían ayudar a
esclarecer la causa, como dice usted. Sin embargo, por hablar de estas cosas
que sé, la secta ahora nos tienen aterrorizadas. Desde entonces se nos aparecen
por las noches y merodean la casa… Es horrible.
_ ¿Pidieron protección policial? _La pregunta sonó tan
inocente y desubicada que la joven albina comenzó a reír de buena gana. El
periodista sin darse cuenta también comenzó a reír no tanto porque le hubiera
causado gracia lo que había dicho, sino más bien de puros nervios. Ella era
demasiado inquietante para su habitual rigidez. La verdad era que el giro de la
charla, la casa en sombras, el extraño aspecto de Florencia, lo incomodaban de
un modo atroz. Apagó el grabador y con un ademán por demás exagerado, estudió
su reloj orientándolo hacia el único hilo de luz de la puerta.
_Se me hace tarde. Tengo una entrevista más con un
posible testigo que quería hablar conmigo con urgencia.
La joven albina arqueó las cejas en un gesto de genuina
sorpresa, e inmediatamente después cayó sobre ella el peso del abatimiento.
_Corremos peligro de verdad, señor Vera. Pero nadie nos toma en serio.
_Yo te tomé en serio todo el tiempo, pero…
_Por favor, quédese un minuto nomás. Como vidente tengo
algunas cosas que decirle aunque usted no las publique en el diario _La
lucecita del grabador volvió a encandilar a Florencia que esta vez no se detuvo
y continuó hablando_. Yo sé cuál es el punto débil de Asmodeo, pero necesitamos
a mucha gente que sepa esto y que actúe a la vez. Es complicado. Debemos
triplicar el número de miembros de la secta y ellos son trece con Asomdeo
inclusive, o sea que necesitamos treinta y nueve personas con algún
conocimiento previo en el campo esotérico o espiritual.
_Lamentablemente
estás hablando con un periodista ateo. Así que muy poco te puedo ayudar
con esto por la sencilla razón de que no creo en demonios ni angelitos. Peor si
se trata exclusivamente de un asunto católico, creo que lo mejor sería que
hables con el padre Alfredo en vez de conmigo.
_Asmodeo no tiene nada que ver con el catolicismo
_respondió ella_ Es mucho más antiguo. Más aún, es anterior a todo concepto de
iglesia o religión. Además no es de este planeta.
_Ah, ¿pero entonces estamos hablando de un
extraterrestre? _dijo Ángel cada vez más incómodo.
_Es un ente saturnal…
Para Ángel la entrevista era irremontable. Lo peor de
todo era que estaba perdiendo un valioso tiempo que podía haber empleado en
caminar el barrio recolectando impresiones. Porque ese era el caldo de cultivo
de la versión extraoficial, que por el momento y a falta de una oficial era la
única en la cual podía sostenerse.
Esta vez sí Ángel apagó definitivamente el grabador y se
incorporó para retirarse. La joven permaneció en su lugar y apenas correspondió
el saludo cuando el periodista le estrechó la mano, ofreciéndole sus sinceras
disculpas por no poder ayudarlas. Ella permaneció inmutable, hombros caídos,
mirada ausente. Ángel sintió una leve asfixia en el pecho. El aire parecía
electrificado. Las piernas no le respondían bien. Fueron eternos los pocos
pasos que tuvo que dar para llegar hasta donde se encontraba la madre tejiendo,
para saludarla y despedirse. No sabía qué le pasaba. Ya casi llegaba a la
puerta y se disponía a correr la cortina hacia la incandescente luz solar del
otro lado, cuando oyó a sus espaldas la voz de Florencia que le decía “Ellos ya
saben que usted está acá”. La voz sonó como si estuviera a centímetros de su
oído izquierdo. Instintivamente miró hacia atrás, pero allí no había nadie; la
madre tejiendo en su sillón, ausente, y allá en el medio de las sombras, la
espectral silueta de Florencia que aunque no podía distinguir sus rasgos con
claridad, podía sentir sus penetrantes ojos clavados en lo más íntimo de su
ser. Podía sentir su agarre. Lo tenía paralizado, sin conseguir moverse de una
vez fuera de la casa. Florencia finalmente lo soltó desviando su mirada, y
Ángel pudo salir otra vez a la luz del día.
10 –
Mario Ledesma, un amigo de la infancia del doctor Gruber
que estaba al tanto de su desaparición, vio desde el colectivo donde viajaba, doblando por
la esquina de Garibaldi y Luzuriaga, el auto del doctor estacionado
sobre Luzuriaga a pocos metros de la esquina. Bajó en la siguiente parada, y
volvió hacia atrás para ver el coche y su interior; estaba vacío y cerrado.
Mientras lo inspeccionaba, llamó a la policía desde su celular. En pocos
minutos un patrullero estuvo ahí. Luego de verificar que se trataba
efectivamente del auto del doctor Gruber, invitaron a Mario a subirse al
patrullero para ir a hacer la declaración de rigor.
Una vez en la seccional, Mario pudo notar que la
actividad era bastante agitada, a pesar de ser una dependencia chica. Había, tanto en el personal femenino de la mesa de entradas como en los oficiales y
cabos, un nerviosismo generalizado, y no era para menos. Desde la primera de
Lomas se corrían los rumores de que un asesino en serie les estaba
prácticamente tomando el pelo, ejecutando a sus víctimas en sus narices. Esto
podía traer serias consecuencias para todos en Parque Barón; sus puestos
corrían peligro. Ante un caso como ese, tan grave y aún sin resolución, las sanciones no se iban
a hacer esperar. Empezando por arriba, en los escalafones más altos, hasta el
último cabo de guardia todos podían ser removidos, o trasladados a dependencias
lejanas. Porque cuando una seccional se manifestaba impotente ante delitos
graves como asesinatos o narcotráfico, la directiva era desarticular la
departamental en cuestión, para no alentar sospechas de connivencias con el
delito. Por este motivo pronto tendrían que presentar algún detenido o señalar
al menos un sospechoso, sino el mecanismo se dispararía solo. Por supuesto
estaba el último recurso, “el perejil” o “chivo expiatorio”, pero ese truco ya
estaba demasiado quemado y los fiscales ya no accedían a tomarlos en serio.
Aunque cada seccional tenía sus amistades y favorecedores dentro del sistema
judicial, no convenía abusar de ellos porque desde que había asumido el nuevo
ministro de seguridad de la provincia, éste había centrado su trabajo en la
purga del sistema judicial carcelario, y tenía especialmente en la mira a las
dependencias policiales.
Los oficiales de la patrulla regresaron de inmediato a
Luzuriaga, para tomar declaración a los vecinos y esperar la grúa para llevar
el auto del desafortunado doctor al depósito judicial. Empezaron llamando en
cada casa, desde la esquina de Garibaldi hacia donde se encontraba el coche.
Nadie los atendía. Eran las cuatro y media de la tarde y la mayoría estaban
ausentes, en sus respectivos trabajos, y los que no, dormían la siesta. Una
costumbre muy fuerte en este tipo de barrio que aún conservaban una
tranquilidad ideal; casi sin tráfico en las calles ni ruidos molestos de
fábricas o industrias de ningún tipo. El parque industrial quedaba del otro
lado de las vías, donde los árboles del bosque virgen se continuaban en una
enorme arboleda plantada, que delimitaba la zona fabril. Por esta razón, el
barrio conservaba un microclima ideal para el descanso en horas de la siesta.
Contrariados por la imposibilidad de recabar datos, los
oficiales optaron por parar a la gente que pasara caminando por allí. Sabían
que nadie andaba de paso por esa zona, que si alguien pasaba caminando era
porque vivía en las cercanías.
Un viejo que venía tranquilamente por el medio de
Luzuriaga, fue el único que se detuvo ante la presencia policial. No hizo falta
que se lo pidieran. Se detuvo solo a observar el trabajo de los oficiales que,
sin hacerle caso, continuaban esperando encontrar un testigo más fiable.
El viejo quedó atrapado por el sonido del radio de la
patrulla, que no dejaba de transmitir mensajes inconexos entre los distintos
móviles en servicio, al punto que llegó a apoyarse en la ventana para escuchar
mejor.
_... Móvil Centenario a Parque Barón tres ¿Me copia?…
_... Cardozo tengo dos Natalias por averiguación en
progreso…
_... 12 de Octubre y Saenz, transgresión de perimetral
por violencia doméstica…
_... ¿Tenemos un móvil en las inmediaciones?
_… Afirmativo. Tenemos el móvil consigna por el partido
en Los Andes… Ya sale…
El viejo parecía realmente entretenido con la suculenta
información que se sucedía a buen volumen en la patrulla. Uno de los oficiales
que se encontraba anotando las direcciones a las que debían volver más tarde,
advirtió al viejo acodado en el patrullero con la cabeza prácticamente metida
dentro del habitáculo.
_¡Eh! ¡Abuelo! ¿Busca algo? _El oficial Sabelli bajó a la
calle. Los pulgares enganchados al chaleco antibalas.
_Nada agente. Nada.
_Dígame, ¿usted es vecino de la zona?
_Sí, vivo acá dos cuadras por Garibaldi al fondo. En la
esquina frente al cementerio.
_Su nombre… _El oficial Sabelli, evidentemente no prestó
atención a la inverosímil dirección que le había dado, ya que frente al
cementerio sólo había un descampado. Sacó una libretita y se dispuso a anotar
el nombre del viejo.
_Antonio Riera.
_ ¿Vio algo raro por el barrio últimamente?
_Sí, señor. Vea, de un tiempo a esta parte se ven muchas
cosas raras por acá… yo que ustedes averiguaría ahí en el almacén tapiado de la
esquina.
_ ¿Por qué? ¿Qué pasa en el almacén? Parece vacío.
_En apariencia nomas. El otro día lo vi todo
iluminado y parecía que había vuelto a funcionar. Yo conocí el almacén cuando
estaba abierto, lo atendía el gallego don Muiño, y juro que lo vi igual. Yo
venía por la mano de enfrente y hasta me dieron ganas de entrar para ver quién
lo había abierto, pero había algo que no me gustaba. No me animé. Pensé en
pasar en otro momento, de día. Esto que le estoy contando sería a eso de las
diez, diez y media de la noche. Al otro día pasé y estaba como usted lo ve
ahora. Tapiado por los mismos ladrillos como lo estuvo los últimos veinte años.
No le dije a nadie, porque a uno a esta edad lo creen loco simplemente por haber
vivido demasiado ¿vio? La gente cree que uno después de vivir mucho se vuelve
loco. ¡Y por ahí tienen razón! _dijo el viejo y soltó una carcajada de esas que
ponen en duda cualquier rastro de cordura.
Sabelli palmeó amistosamente la espalda del viejo Riera,
le agradeció el testimonio y le prometió tener en cuenta su observación. Y esto
no fue sólo un formalismo ya que en su libreta anotó: “Investigar
almacén”.
11 -
Desde los sucesos del ochenta y cinco, la percepción del
viejo Riera había quedado entre dos mundos, como un limbo desde donde se veía
todo junto; el mundo cotidiano y el otro. Porque esa era la intención en el
accionar de la secta Ese era su objetivo entre otros muchos demasiado obtusos e
incomprensibles para la mente humana. Ellos utilizaban a la gente como medio
para sus extraños fines. Les dejaban marcado en la memoria la existencia de
cosas fuera de tiempo y lugar, haciéndoles atravesar portales dimensionales a
la fuerza; la psiquis de algunos lograba bloquear el recuerdo. Otros quedaban
con ambas posibilidades latentes, al punto que sus realidades fluctuaban. Unos,
los más fuertes, se percataban del cambio y lo ocultaban de los demás lo mejor
posible. Los más débiles, como el caso del viejo Riera, no podían manejarlo al
punto que los demás no lo notaran. Desde entonces quedó así. Como uno de los
tantos viejos locos del barrio.
A estos viejos locos se los reconocía fácilmente por el
andar cansino y la mirada perdida. Cruzaban las calles sin mirar a los
costados. No respetaban ningún semáforo. Simplemente caminaban como si no
percibieran su entorno. O como si el entorno fuera otro.
Riera solía contar a quien quisiera escucharlo, que no
era recomendable pasar de noche frente a la iglesia en ruinas. La gente
descartaba de inmediato sus advertencias, porque en realidad no asociaban
“iglesia en ruinas” con San Francisco, que era la única iglesia del barrio y que además
estaba en perfectas condiciones. Al bosque le llamaba “la trampa”, y solía
llegar hasta el paroxismo intentando advertir a los chicos que con sus bicicletas
todo terreno lo frecuentaban, que no se metieran allí. Pero poco caso le hacían. Entraban igual
y se divertían a lo grande, transitando los casi imperceptibles senderos que
surcan el bosque.
Cuando alguien le preguntaba dónde vivía, el viejo
respondía “en la casa del bosque, frente al cementerio”. Y ante las risas de
sus ocasionales interlocutores que conocían esas tres paredes semi derrumbadas
que alguna vez había sido una gran casona, a la que ahora no le quedaba ni el
techo, les porfiaba que sin embargo él tenía una habitación bastante cómoda con
chimenea y todo.
Pero aunque el viejo sabía el por qué de las burlas, no
podía explicarles que ambos tenían razón. Que estaba en ruinas, que inclusive
algunas veces desaparecía por completo durante días. Pero que la mayoría de las
veces él dormía allí, en una cama de más de dos plazas, en una habitación de la
planta alta que contaba con chimenea propia.
Él sabía que era cuestión de suerte. Todo consistía en
acertar a llegar hasta la esquina del bosque y el cementerio, tomar por entre
los arbustos y matorrales altos que dan al lado norte de la casa, en el momento
indicado. Había que acelerar el paso en ciertas zonas y en otras esperar. A
veces llegaba a esperar horas hasta que por fin las luces de la casa se hacían
visibles. Se encendían de a una a la vez. Primero en las partes altas, luego
alguna de abajo, y por último la entrada. Las luces eran tan mortecinas que si
uno miraba desde la calle no se veía nada en absoluto. Por eso primero era necesario
atravesar los cincuenta metros de tupida maleza y un bosquecillo de árboles
bajos, y recién entonces aparecían las mortecinas luces de la casa.
_Abuelo, ¿y quién vive con usted ahí en la casa?
_preguntaba divertido alguno de los muchachos de la barra de la vieja farmacia
sobre Luzuriaga. Todos los días de semana se reunían allí con una puntualidad
casi ritual. La cita era después de los siete y media, cuando doña Irma bajaba
la persiana.
_No soy tu abuelo _respondía lacónico Riera.
_ ¡No te enojes viejo! Queremos saber de verdad _decía el
Colo, un pseudo adolescente de más de veinticinco años, mientras contenía la
risa apoyado en el manubrio de su ciclomotor.
_En la casa hay mucha gente. No sé cuántos, pero yo me
los encuentro a todos ahí. Mis amigos de siempre. Algunos compañeros del liceo
militar. Las chicas… Norma, Luisa, Loli… Ellas tienen un montón de gatos. Yo me quejo
y digo que los saquen de la casa, pero no me dan pelota. Odio a los gatos.
_ ¡Eh, los gatos son re grosos! ¡No te ortivés viejo! _
protestó el más chico de la barra.
_ Ustedes no entienden nada. ¿Ustedes qué
saben? Si no pasaron por la epidemia de muertes del ochenta y cinco. Están
sanitos, vírgenes, y bien bobos. Van a caer como moscas. Y cuando vengan a la
casa muertos de miedo pidiendo que los dejemos entrar, porque afuera están ellos, cuando se hagan bien encima, yo mismo personalmente los voy a mirar uno por uno a los
ojos, y les voy a cerrar la puerta en las narices, por boludos _Y Riera
estallaba en una carcajada teatral que helaba la sangre de todos los pibes.
Entonces, para romper el hechizo, el Colo encendió su ruidoso ciclomotor y
salió coleando por Luzuriaga al grito de “¡Este viejo está looooco!”. Para luego dar la vuelta en la esquina y
pasar de nuevo haciendo un Willy.
El caso más extraño entre estos personajes era el de un
viejo y su hijo, igual de viejo, a los que se los conocía como los uruguayos.
Deambulaban todo el día uno a cada lado de una bicicleta inglesa a la cual
ninguno de los dos se subía. Siempre el termo bajo el brazo del padre cebando
constantemente, y el hijo con el resto del equipo, el porta termo de cuero
colgado y la yerbera a mano. No hablaban con nadie, pero era sabido que habían
quedado deambulando desde entonces.
Lo cierto era que a ninguno de estos personajes se los
veía demasiado desalineado o andrajoso. Por esa razón y algunas más, eran
tomados mitad en broma y mitad en serio. Era obvio que deliraban, que no
estaban en sus cabales, pero también era evidente que en algún lugar se
aseaban, se alimentaban y que alguien les proporcionaba ropa limpia. Y lo
cierto era que no había ningún albergue en el barrio, y si alguien les
preguntaba dónde vivían, respondían “allá, del otro lado” señalando hacia el
bosque. Otros simplemente sonreían sin hallar las palabras para explicarse.
Sólo el viejo Riera contaba con lujo de detalles que vivía en la casona del
bosque frente al cementerio.
Claro está que las mujeres no eran una excepción a la
regla. Las había y en cantidad. Pero nadie se atrevía siquiera a mirarlas
demasiado. Eran temibles. Esa abertura entre los mundos no parecía haberlas
afectado tan mal como a los hombres. Por el contrario, ellas se mostraban
poderosas y amenazantes. Eran famosas por los sustos que solían propinarles a
las parejas en la plaza o en los alrededores de la estación, apareciendo
súbitamente de la nada como un espejismo. Se las podía reconocer por su
apariencia. Sus prendas lucían anticuadas; fuera de época. Su aspecto físico
distaba mucho de la decrepitud que se apreciaba en los varones. La vejez de
estas mujeres parecía estar atenuada por una inexplicable fuerza interior que
les hacía brillar los ojos como gatos y no permitía arrugas en sus rostros.
Cada una de ellas acumulaba un sinfín de historias
espeluznantes a su alrededor. Pero estas historias eran contadas por otros.
Nunca por ellas mismas. Y mientras el folklor popular las había idealizado como brujas o
demonios, los viejos sólo habían llegado a ganarse el mote de
locos, pobres viejos inofensivos, rebajados casi
al nivel de un simple linyera.
12 –
El padre Alfredo, con los ojos aún cerrados, permanecía
sentado en su cama sin poder despertar del todo de su siesta. Intentaba
encontrar su centro, su ser, para salir de ese estado y poder decir sus
oraciones. Estaba consciente de haber pasado toda la siesta fluctuando entre
pesadillas y eso no le parecía normal; jamás tenía malos sueños. Así que de
algún modo tenía la certeza que debían tener un origen maligno, y por lo tanto
debía actuar en consecuencia.
Cuando por fin pudo despegar los párpados, la penumbra
interior de su cuarto no le resultó para nada tranquilizadora. Las sombras se
movían furtivas por todos los rincones y la puerta entreabierta hacía sonar sus
goznes. Miró a través de las hendijas de la persiana para ver si se trataba del
viento o alguna sorpresiva tormenta, pero afuera la tarde era soleada y
apacible. Los árboles quietos bajo un cielo azul claro, no se condecían con el
interior del cuarto, que parecía un barco a la deriva en medio de una
tempestad.
Entonces le vinieron los recuerdos de la misa de la noche
anterior en imágenes fugaces, y supo sin lugar a dudas, que el intruso que
había permanecido de espaldas durante el sermón era quien estaba detrás de las
pesadillas y la agitación que ahora reinaba en su cuarto.
Tomó la Biblia, se hincó de rodillas en medio de la
habitación y comenzó a rezar con toda la
intención de la que era capaz. Las sombras alrededor se agitaron aún más. La
puerta se abrió de par en par, y hasta le pareció ver de reojo, a la estatuilla de la virgen
empotrada en la pared del pasillo, como si tuviera los cuencos de los ojos
vacíos. Luego la puerta se cerró violentamente, mientras el padre horrorizado
intentaba retomar el hilo de sus oraciones.
Enseguida apareció Ana, la señora a cargo de los
quehaceres personales del padre, alertada por el ruido.
_¡Dios bendito! Padre, ¿Está usted bien? ¿Qué fue ese
ruido?
_Estoy bien, debe haber sido una racha de viento que
golpeó la puerta, nada más.
Ana tranquilizada a medias por las palabras del padre,
que no lucía nada bien, bajó las escaleras de vuelta a la iglesia donde estaba
preparando todo para la misa y le sorprendió ver en el vestíbulo a un grupo
bastante nutrido de personas. Podía ver sus siluetas a través de los amplios
vitrales de las puertas. Era muy extraño aquello, porque faltaban más de dos
horas para la misa y los padres que buscaban a sus hijas en el colegio, lo
hacían al lado, sobre la vereda. Ya más cerca escuchó que algunos de ellos
golpeaban tímidamente las puertas.
Ana abrió una de las puertas laterales y se asomó para
ver de qué se trataba. Eran todos conocidos. Allí había padres de alumnos y
vecinos que frecuentaban las misas. Esbozó una amable sonrisa y sin salir,
apenas asomando la mitad de su rostro, les preguntó qué deseaban.
_Buenas tardes señora Ana _dijo una de las mujeres del
grupo_. Queremos hablar con el padre. ¿Es posible?
_El padre está en oración. No puedo interrumpirlo. ¿Qué
se les ofrece?
_Estamos preocupados por lo que viene pasando en el
barrio y queremos hablar con él antes de la misa. Tenemos malas noticias…
La amable sonrisa de Ana se borró al instante _Apenas esté disponible le aviso que ustedes
están acá.
Cerró la puerta y volvió sobre sus pasos pero esta vez
con prisa. Subió al primer piso y se detuvo respetuosamente en el pasillo a
esperar que el padre saliera. Sabía que le faltaba poco para terminar sus
oraciones y que saldría por su mate cocido en cualquier momento.
En el interior de la habitación del padre Alfredo, las
sombras se habían retirado. Ya vestido con sus hábitos, buscaba entre sus
libros uno en especial. Sabía que la calma sería pasajera, por eso procuraba
encontrar su pequeño libro de exorcismos. Aunque algo le decía que era en vano,
él igual prefería mantenerse fiel al dogma. Al oír los movimientos dentro, Ana
se animó a llamar a la puerta suavemente.
_Padre hay muchos vecinos en la puerta y quieren hablar
con usted. Parece urgente.
_Pero Ana, ¿Qué podría ser tan urgente?
_Dicen que traen malas noticias.
_¡Madre de Dios! Espero que no tenga que ver con lo que
estoy pensando… En esta iglesia
últimamente uno no gana para sustos, mi querida. Por favor tráigame el mate
cocido a la puerta que voy a atender a la gente.
_Ya se lo llevo. Tenga cuidado que el piso todavía puede
estar mojado porque estuve trapeando.
_Gracias Ana. ¡Lo único que falta es que me rompa la
crisma y cartón lleno!
Ana sonrió por la broma del padre que intentaba distender
el clima, pero estaba tan preocupada que esta vez la sonrisa no le salió.
Cierto era que el padre también tenía un gesto bastante serio y a la vez,
demacrado, por haber dormido mal la siesta; la siesta era el secreto de su
lozanía y buen humor, siempre lo había admitido en público.
Apenas asomó su voluminoso cuerpo vestido con una túnica
blanca y estola verde, en la puerta lateral que Ana había dejado sin llaves, la
pequeña multitud se le vino encima
_¡Padre! ¿Qué vamos a hacer? _dijo una mujer angustiada.
_Es terrible. ¿Ya se enteró lo del doctor? _preguntó José
Luis el ferretero, que evidentemente había dejado su trabajo para venir, porque
vestía su guardapolvo azul.
_Tenemos que hacer algo con esa secta. Son asesinos
satánicos _dijo una señora mayor en tono autoritario.
_Despacio. Despacio. A ver, que no me he enterado de
nada.
_El doctor Gruber desapareció ayer _dijo José Luis,
buscando ver la reacción del cura por
sobre sus anteojos de ver de cerca.
_Pero… ¿Cómo saben ustedes esto?
_La familia ya hizo la denuncia y hace un rato
encontraron el auto en la primer cuadra de Luzuriaga _dijo Rosa la de la
dietética de la esquina frente a la iglesia_. La policía cree que es un
secuestro, pero están sobre la pista equivocada. Acá es obvio que volvió a actuar
la secta… como aquella vez _Rosa tenía más de cincuenta años y había vivido y
sufrido en carne propia el accionar de la secta en los ochenta. Porque ella
misma había encontrado uno de los cadáveres, el de una muy querida chica del
barrio, tirado frente al cementerio de los disidentes, a metros del palacete en
ruinas.
_Dios mío _El padre miró en dirección a la casa de Gruber
instintivamente.
_Todos estamos rezando para que aparezca con vida, pero
después de lo de las dos mujeres que encontraron en el bosque y en el sembrado,
tenemos miedo de lo peor.
_ ¿Y por qué hablan de una secta? No se precipiten
_replicó el padre Alfredo, intentando evitar una paranoia generalizada_, hay
que esperar a ver qué dice la policía ¡No seamos tremendistas por favor!
_Es que todos queríamos mucho al doctor_ dijo el
ferretero.
_Lo queremos, José Luis, lo queremos. No hablemos en
pasado… _corrigió el padre mientras recibía de manos de Ana su mate cocido.
Luego los bendijo a todos con una señal de la cruz al aire y entró presuroso a
la iglesia con intenciones de llamar por teléfono a la familia Gruber y al
subcomisario Medina, su amigo personal.
Una vez en su oficina, el padre Alfredo optó por marcar
el número de la familia. Apenas sonó atendió Silvia, la esposa del doctor, con
tono desesperado.
_¡Hola! ¡Hola! ¿Quién habla?
_Disculpe Silvia soy el padre Alfredo, es que recién me
entero…
_¡Padre! Venga por favor, lo necesitamos en esta casa _La
voz era apenas un hilo_. Lo atendí así porque estamos esperando una llamada de
alguien que sepa algo. O de los secuestradores… No sabemos nada todavía.
_Entonces cuelgo y salgo para allá.
_Gracias padre. Lo esperamos. Gracias.
Alfredo le pidió a Ana que suspendiera la misa de las
siete y fue por su auto al garaje que tenía salida por la parte de atrás de la
iglesia. Nada le llevó estar en lo de los Gruber. Al llegar, un patrullero en
la puerta lo metió sin escalas en el drama que se estaba viviendo en esa casa.
Antes de llamar a la puerta saludó a los agentes y preguntó por alguna novedad.
Le informaron que se había encontrado el auto cerrado por fuera y nada más.
Agradeció con una bendición a los muchachos y luego subió los escalones de la
entrada que él tantas veces había subido en sus asiduas cenas con el doctor y
la familia. Eran amigos y se conocían de antes de haber elegido sus respectivas
vocaciones. Pero ahora los visitaba exclusivamente como sacerdote. Porque sabía
que dadas las circunstancias, no podía hacer mucho por tranquilizar a esa mujer
y a sus hijas, más que rezar.
13 –
Ángel estacionó el coche enfrente de la casa de los
Gruber. Tenía intenciones de hablar con la familia. Según sospechaba, el doctor
debía haber tenido antes alguna experiencia cercana a la secta. Según sus
estudios en el tema, la secta prefería a las victimas mujeres, pero siempre que
habían desaparecido varones, había sido porque estos andaban detrás de sus
pistas. Era conocido el caso de Marcos Ursik, el hijo mayor de los dueños de
propiedades Ursik, quién había denunciado a la secta en la policía durante los
sucesos del año ochenta y cinco, y que apareció muerto dos días después,
descuartizado a la manera característica de la secta. Él desafortunado joven
había visto a la secta en plena acción en los linderos de la casona abandonada
frente al cementerio. Esa era su guarida secreta por aquellos años. Hoy aunque
el predio sigue siendo un bosquecillo infestado de maleza, de la casa no queda
más que tres paredes y parte de la entrada. El testimonio de Marcos Ursik había
logrado que la gente y las autoridades pusieran su atención en esa zona en
particular, haciéndoles así cada vez más difícil sus furtivas reuniones. Quizás
su denuncia haya sido decisiva para que la secta se retirara a sus oscuros
confines y dejara en paz al barrio, que cierto es que jamás se recuperó del
todo de aquellos horrores.
En los registros de anteriores apariciones de la secta,
por ejemplo a mediados de los sesenta, los sucesos se repetían. Aquí ya no
había tanta información y la razón era que la policía había decidido ocultar
todo de la opinión pública. Los únicos testimonios eran de los testigos
directos que aún vivían. Ellos le habían contado a Ángel en su momento, que
después de las consabidas víctimas femeninas de rigor, que eran empleadas en
sus rituales, la peor parte la había llevado la misma policía. Habían llegado a
desaparecer de a tres agentes juntos. Encontraban el patrullero vacío sin señas
de enfrentamiento ni nada. Tal cual lo sucedido con el doctor Gruber. Uno de
sus informantes le había llegado a confesar que el número de bajas en Parque
Barón durante los sucesos de los años sesenta, habían sido más de diez.
Prácticamente todo el destacamento, inclusive un inspector en jefe. Esto dio
motivo para que interviniera la policía federal. Así y todo, nunca averiguaron
nada de la secta, y a sus agentes los fueron recuperando con el correr de los
años en el bosque, y por partes.
Ángel cruzó la calle y encaró las escaleras de la casa de
los Gruber. Pero le salió al paso un policía de los que estaban de consigna en
la vereda.
_ ¿Adónde va?
_Soy periodista y quiero hablar con la familia Gruber
acerca del caso de la desaparición del doctor.
_No va a ser posible. La familia no recibe a nadie. Orden
del subcomisario Medina.
_Entiendo, está bien _Ángel se quedó allí mirando en
ambas direcciones como buscando en el aire qué hacer. Le costaba decidir el
siguiente paso, porque tenía la sensación de haber perdido su tiempo
infructuosamente, tanto con Florencia en la casa de las tosqueras, como ahora.
Ya decidido a volver a su casa a trabajar en el artículo de la semana que tenía
que entregar en no más de cuarenta y ocho horas, volvió sus pasos hasta el
coche y allí se quedó sin dar arranque, pensando.
Después de un rato de cavilaciones, con la mirada posada
en el retrovisor, sin ver más que el paisaje asimétrico de la tarde noche que
evocaba extrañas remembranzas de su infancia, notó que el auto estacionado
justo detrás, pertenecía al padre Alfredo. Una leve sonrisa se dibujó en el
rostro, por segunda vez en el día, y decidió esperarlo. Necesitaba una
voz autorizada en su nota hablando del caso. Un referente del barrio, y el
padre era el indicado.
14 –
Las sombras de las seis de la tarde caían oblicuas sobre
el pastizal que rodeaba la casa de Florencia. Ella recién a esa hora se animaba
a explorar el mundo exterior, siempre por la puerta lateral que daba hacia el
este. Desde allí miró en dirección a la fábrica y pudo ver todavía el brillo
del sol sobre las ventanas y chimeneas más altas. De algún modo ese fulgor la
espantaba. Era el equivalente de lo que la negrura total provoca en un niño.
Allí había una amenaza implícita, y ella no la interpretaba como un asunto
personal debido a su condición, sino como algo que nos incumbía a todos. Todos
vivíamos bajo esa amenaza permanente, sólo que como nuestros ojos lograban
acostumbrarse, podíamos convivir con esa monstruosidad lamiéndonos la energía
vital día tras día sin percatarnos. Pero ella sabía que ser albina, aunque la
dejaba indefensa ante su presencia directa, de algún modo era una bendición. Sólo
así, evitando la influencia solar, se podía ver la verdadera situación humana.
De otro modo, sufriría la misma ceguera que todos los demás y eso es algo que
una vez caídos ciertos velos, es inadmisible.
Ver la verdad al desnudo tenía un precio muy caro a
pagar, pero ahora ella sabía que valía la pena. De allí en adelante sólo
quedaba replegarse y huir. Dejar en lo posible un reemplazo de uno mismo para
que el mundo no detecte nuestra ausencia, y luego irse. Dar la vuelta.
Desaparecer. Y nunca mirar atrás. Florencia estaba en esta vida desandando
otros pasos, pasos perdidos en la memoria entre vidas, pero al fin de cuenta
sus propios pasos. Por esa razón ahora evitaba darlos. No podía seguir
avanzando. Ya no había hacia dónde.
Existía, sin embargo, una relación entre el desolado
paisaje que la rodeaba y ella misma; de algún modo prefiguraba el aislamiento
que traía consigo el conocimiento directo de una trama desquiciante. Una
entidad colosal, un tirano solar, tenía dormido y esclavizado al ser humano, y se
alimentaba de sus entrañas psíquicas a fuerza de dolores, esperanzas, emociones
y sobre todo, de esa farsa del amor. Florencia sabía que esa desproporcional
fuerza que nos abrasaba inexorable doce horas al día, todos los días, no era
otra cosa que un predador cósmico. Debido a su particular condición de albina,
en determinadas ocasiones su visión le revelaba otro aspecto de los rayos
solares. A veces en la oscuridad de su cuarto, podía ver los diminutos rayos
que se filtraban por entre las persianas cerradas como extremidades con vida
propia. Tentáculos luminosos succionadores de energía. Ella veía que la
succionaban del aire con una especie de pilosidad. Pero lo más impactante de
todo era la extrema agresividad que percibía en este accionar. Había como una
animosidad, una violencia innecesaria lindando con lo sádico. Por eso,
Florencia sabía sin lugar a dudas, que se trataba de una entidad de naturaleza
perversa; maligna.
Una racha de viento atravesó el patio de sur a norte.
Florencia sintió llegar con ella uno de sus cada vez más frecuentes accesos de
clarividencia. Porque en realidad tenía el don, pero no la capacidad de
controlarlo a voluntad. Era más bien una víctima de algo que le susurraba
insistentemente sucesos por acontecer, la mayoría totalmente ajenos a ella.
Adivinó una fuerte presencia en el bosque que amenazaba con expandirse a un
ritmo vertiginoso. Pero no supo cómo interpretarlo en el momento. Sólo pudo
identificar entre el cúmulo de sensaciones que la invadían sin piedad, una
urgencia, una desesperación por advertirles a todos que estaban en peligro. En
el mismo momento una voz de hombre, clara y fuerte, pronunció un nombre;
Ángel.
Ofuscada renegó contra sí misma y su don, porque parecía
empecinarse en mortificarla. Era evidente que Ángel no la había tomado en
serio. Entonces ¿por qué había recibido su nombre con tanta claridad en medio
de su acceso? Era evidente por el tono y la intensidad con que fue recibido el
nombre, que ese muchacho podía hacer algo para ayudar a detener eso que acechaba
desde el bosque. Debía intentar contactarlo nuevamente. El poder esta vez
seguramente actuaría sobre ambos indicándoles qué hacer.
15 –
Mientras Ángel esperaba en su auto estacionado que
saliera el padre Alfredo de la casa de los Gruber, en su cabeza resonaban
insistentemente las alucinadas palabras de Florencia, y no se podía explicar
por qué le sonaban ciertas. “Imposible _pensaba queriendo despejar su mente de
asuntos esotéricos tan complejos y oscuros_ No son más que un grupo de
psicópatas. Todo lo demás es pura fantasía”.
Esperaba al padre Alfredo precisamente para saber qué
pensaba. Quería plantearle lisa y llanamente el asunto de la secta sin
anestesia. Como autoridad del culto en la zona debía estar al tanto, y si no lo
estaba, pues era hora que lo estuviera. Él le diría todo lo que sabía por boca
de los testimonios que había recabado en este último tiempo. Por supuesto que
sabía que el padre sería reticente a hablar abiertamente de algo así y más con
la prensa. Pero intentaría encarar la charla de un modo informal.
Las luces de la calle comenzaron a encenderse y recién
entonces Ángel consultó su reloj. Las siete. Una extraña punzada de terror
primitivo lo sorprendió cuando su mente lo llevó a la velocidad del pensamiento
a la casa de Florencia, del otro lado del bosque, en medio de la más
inquietante soledad de las tosqueras. Presintió los horrores de la noche en
vela que se avecinaba. Para sacudirse el impacto, encendió un cigarrillo a
pesar que se había prometido no fumar durante la semana, para darse el gusto
durante los sábados a la noche, cuando salía a tomarse unas copas con sus
amigos. Como siempre que lo hacía, no pudo evitar que el humo le entrara en los
ojos nublándolos por un momento; el momento justo en que el padre Alfredo salía
de la casa, tan deprisa que en unos segundos ya estaba en su auto dándole
arranque. Ángel oyó la puerta y el motor, y entre el humo y sus lágrimas,
apenas pudo ver el coche pasando a su lado.
Se insultó a sí mismo en voz alta, mientras arrancaba
para seguirlo. Ya estaba casi a una cuadra de distancia, y por lo visto el
padre manejaba bastante rápido. Ángel se tranquilizó un poco pensando
alcanzarlo cuando estacionara en la iglesia; quizás pudiera cruzar unas
palabras allí. Pero para su sorpresa, el padre dobló antes de llegar. Parecía
estar yendo en otra dirección. Alfredo tomó por calles internas tan solitarias
que enseguida dejarían en evidencia que lo estaba siguiendo, así que después de
la segunda o tercera vez que el padre dobló por esas calles internándose más y
más en el barrio, Ángel desistió y tomó el camino en dirección a su casa.
16 -
Los asiduos feligreses que asistían a la misa de las
siete estaban consternados. Se habían encontrado con las puertas cerradas y la
iglesia a oscuras. Para peor, entre ellos corrió la voz de la desaparición del
doctor Gruber. La sensación de pánico era prácticamente palpable. La nutrida
concurrencia se quedó casi por inercia en la puerta esperando una explicación.
Las voces iban y venían con frases tan inquietantes como “el barrio cayó otra
vez en desgracia”, “Esto es parte de una maldición que viene de muchos años”,
“La secta está de vuelta entre nosotros”. Lo cierto era que todos más o menos
tenían en claro que los sucesos estaban unidos entre sí, y eso era más de lo
que la misma policía había logrado descifrar hasta el momento en el caso.
_Parque Barón está fuera de combate en esto _dijo el
profesor Vega_ Nunca pudieron hacer nada con la secta ni van a poder. El asunto
no es meramente policial. Intervienen otras fuerzas en esto.
El profesor Eliseo Vega era un reconocido metafísico que
enseñaba y ejercía el arte del tarot. No estaba allí por la misa de las siete
como los demás, sino que se había acercado para hablar directamente con el padre Alfredo
acerca de la secta. Ambos se conocían y respetaban mutuamente a pesar de sus
diferentes dogmas. Como buen masón sabía tener buenas relaciones con la
iglesia.
_Profesor, sean las fuerzas que sean, Dios puede detener
a estos infames y entregarlos a la policía. No hay nada imposible para Nuestro
Señor _sermoneó la “Tana”, una mujer de unos cincuenta años que vivía su fe con
devoción casi fanática.
_Por supuesto, es así, pero no olvidemos que Dios actúa a
través de los hombres de fe, como el padre Alfredo.
_Pero usted no es católico ¿o sí? _ replicó la Tana
_Soy amigo del padre y por eso estoy acá. Creo que el
padre debe tomar cartas en el asunto, y yo me vengo a poner a su disposición
para lo que pueda ayudar desde mi conocimiento, para librar esta batalla contra
las fuerzas oscuras. Todos estamos involucrados en esto. Ustedes como fieles y
nosotros como hombres de conocimiento, aunque de distintos dogmas, pero hombres
de Dios al fin de cuentas.
La Tana frunció el ceño en una clara muestra de
desaprobación. Aunque mucho no sabía de masonería, sabía que no le gustaba nada
eso de las sociedades secretas. Pensaba que nada bueno podría salir de gente
que se reunía en secreto a espaldas del resto de la sociedad. ¿Acaso la secta
no era algo por el estilo? Y además ella sabía muy bien que el tarot que ese
señor practicaba y con el cual lucraba descaradamente, estaba catalogado por la
Iglesia como un arte demoníaco como todas las mancias. Entonces, ¿Por qué
hablaba de Dios?
El profesor Vega continuó la charla con otros
interlocutores, sin notar la inquietud de la Tana hundida en sus
elucubraciones. Se había instalado en ella la oscura sensación de estar ante un
miembro de esa maldita secta, y hasta vio el peligro patente que representaba
que un miembro anduviera queriendo infiltrarse en la iglesia de San Francisco.
Ella creía tener un sexto sentido bien desarrollado, recibido gracias al estado
de oración en el que ella vivía permanentemente. Ahora sentía que tenía el
deber de advertirle al padre Alfredo acerca de este asunto, apenas tuviera la
oportunidad de poder hablar en privado con él.
17 -
El padre Alfredo a sabiendas de que un periodista lo
estaba siguiendo, tomó por las calles internas del barrio doblando al azar para
perderlo. Una vez que logró su objetivo, se dirigió a la iglesia. Entró deprisa por el garaje de la calle lateral
y se dirigió a su oficina. Tenía en mente organizar una reunión urgente con
algunos miembros destacados de su orden, especializados en satanismo y sectas.
Tomó su agenda y comenzó su búsqueda telefónica. No era nada fácil. Primero
debía pasar los filtros de rigor con sus secretarios y ayudantes, que como él
bien sabía estaban para garantizarle al párroco las menores molestias y
responsabilidades posibles. Debía ser claro e impetuoso en su propósito. Así
que decidió ir al grano sin ambages.
_Buenas tardes, necesito hablar urgente con el padre
Esteban Rey.
_El padre está en una reunión en la sede de la diócesis,
pero apenas vuelva le comunico su solicitud.
_No es necesario, gracias. Lo llamaré a la sede.
_Pero puede que se encuentre recién en camino…
_No importa, le dejaré el mensaje para cuando llegue.
Este es un tema muy urgente y Esteban debe estar informado a la brevedad.
Buenas tardes.
El primer intento había sido infructuoso tal y como se lo
imaginaba. Era muy poco probable que el padre Esteban se hallara camino a la
sede. Sabía que se trataba de una de esas mentiras piadosas, pero cuando el
padre averiguara el tenor de la llamada sin dudas se comunicaría cuanto antes.
El padre Esteban era demonólogo, y sabía muy bien que un llamado urgente de
otro párroco siempre era importante.
La segunda carta que tenía reservada el padre Alfredo
para jugar, era todavía más difícil de concretar. Se trataba de un obispo
luterano, muy mediático, por lo tanto prácticamente inaccesible. La idea era
convocarlos a ambos para reunirse el fin de semana en San Francisco, y allí
comenzar un exorcismo general que abarcara todo el barrio. Tenían tres días
para prepararse, no podía demorarse más tiempo; sabía que una vez comenzadas
las muertes, estas se incrementarían de un modo exponencial hasta lograr un
clímax tal, que al barrio le costaría años volver a la normalidad.
La suerte quiso que el obispo luterano se encontrara en
su oficina, cuando Alfredo llamó.
_Hola…
_Hola, ¿obispo Miguel Forja? El padre Alfredo de la
Iglesia de San Francisco, Llavallol, te saluda. ¿Cómo estás?
_Hola hermano, qué alegría escucharlo. ¿Cómo está usted?
_Bien, bien… Bueno, un tanto contrariado.
_Cuénteme, en qué le puedo ser útil.
_El motivo de mi llamado es debido a una serie de hechos
de índole policial que se están sucediendo en el barrio _La voz de Alfredo se
tornó más grave_. Hechos horrorosos. Asesinatos.
_Sí, algo leí en el diario… Dios se apiade de esas almas.
_Ayer hubo un secuestro y al parecer está todo
relacionado. Un amigo muy querido por mí y por todos: el doctor Gruber. El clínico del barrio. El asunto es que la gente sabe que se trata del accionar de
una secta satanista, y lo peor es que yo mismo he sufrido un ataque en la
iglesia. Uno de ellos estuvo aquí desafiando al altísimo en su propia casa.
De espaldas a la misa en pleno sacramento.
_Ah, pero eso es una afrenta.
_Sí. Es una provocación. Y tal y como sucedió en otras
ocasiones en que esta misma secta apareció en escena, la policía está
desbordada y sin ninguna pista firme. Yo creo que la única opción para detener
esto es combatirlos en el ámbito de la iglesia y con las armas de Cristo.
_Así será entonces.
_Mi intención es que nos reunamos lo antes posible. ¿Qué
te parece el sábado?
_Allí estaré.
_ ¡Bendito seas Miguel! Entonces, hasta el sábado.
_Dios esté con tu espíritu, Alfredo.
El padre Alfredo llamó a Ana y le comunicó que a partir
de ese momento comenzaba un riguroso ayuno. Sólo agua, hasta nuevo aviso. Ana
no preguntó nada y recibió la orden con una dramática expresión en el rostro.
Luego corrió escaleras abajo, y se postró ante el altar a rezar entre lágrimas.
Las manos juntas sobre el rostro, intentaban tapar los sollozos. Imaginó que a Gruber
lo habían encontrado muerto y que había desaparecido alguien más. Quizás
alguien más cercano todavía, y no pudo controlarse. La angustia la había
sobrepasado por completo.
Aunque desde su habitación, el padre Alfredo podía oírla,
no tenía tiempo para distracciones. Debía comenzar sus preparativos para una
operación de tal magnitud como la que planeaba. Tenía por delante una hora de
oraciones no convencionales a las cuales había que dedicarle especial atención,
por ser la mayor parte en latín. Luego tomaría un baño, también especial, en el
que debía consagrar hasta el agua de la ducha. Corrió la mesita de luz y la
puso junto a la ventana. Luego trajo del pasillo la virgen del nicho y la
colocó sobre la mesita. Arrojó la almohada al suelo y se postró de rodillas a
orar.
La noche exterior pronto se unió a la oscuridad interior
y aunque el padre Alfredo amaba las penumbras que siempre le traían paz y
recogimiento interior, optó por encender un cirio y colocarlo delante de la
imagen.
Las palabras en latín se sucedían monótonas apenas
interrumpidas por los sollozos de Ana que aún permanecía frente al altar, donde
había quedado en penumbras sin darse cuenta. Abrió los ojos rojos por las
lágrimas y el entorno se volvió extrañamente amenazante. Pensó en ir a encender
algunas luces, pero un sonido seco la detuvo en su lugar. Alguien golpeaba la
puerta lateral de la entrada. Los golpes eran lentos y pesados. Algo le indicó
en su corazón que no debía ir a ver de quién se trataba, y se quedó inmóvil en
el lugar, esperando a que cesaran de una vez. Tampoco quería encender las
luces. Sólo quería que quien fuese que golpeaba de esa manera, lo dejara de
hacer y se fuera de una vez. No podía ser una persona normal. “Nadie en sus
cabales golpea de esa manera una puerta. Y menos en una iglesia”, pensaba Ana.
Pero los golpes, no cesaban.
Finalmente su inercia pudo más que la prudencia y decidió
ir. No quería que esos golpes importunaran al padre Alfredo, y lo sacaran de su
profunda oración en un momento tan delicado. Caminó por uno de los lados de la
nave tanteando los bancos en la oscuridad. Los golpes no paraban. A medida que
se acercaba, Ana pudo distinguir una silueta masculina y alta del otro lado del
vitral.
_ ¡Ana! ¿Quién golpea de esa manera?_ El padre Alfredo
había aparecido repentinamente en la iglesia y ahora la increpaba con su
potente voz desde el altar, mientras encendía las luces laterales.
_No sé, padre. Justo estaba por ver… _ Ana llegó a la
puerta y la abrió. No había nadie allá afuera. La vereda y la calle estaban
desiertas. Salió unos pasos y miró en ambas direcciones. Nada.
_ ¡Ana! ¿Quién es?_ El padre volvió a indagarla desde el
otro lado de la iglesia.
_Nadie padre. Acá no hay nadie_ Alfredo sintió esas
palabras como detonantes en su interior. “Son ellos”, pensó.
Una vez adentro Ana cerró con llave y caminó lo más
rápido que pudo hasta donde estaba el padre, para explicarle mejor.
_Padre, yo hasta hace un segundo estaba viendo a una
persona del otro lado de la puerta… Pero cuando abrí no había ni un alma en la
calle. Nadie. Era un adulto alto, no se puede haber escondido tan fácil.
Las palabras de la pobre mujer indignaron al padre
Alfredo a tal punto que estalló en un ataque de furia. Golpeó con su puño el
revestimiento de madera de una de las columnatas del santísimo, y gruñó como un
animal.
_ ¡Son ellos! ¡Malditos!
Ana retrocedió unos pasos y casi cayó hacia atrás al
pisar sin querer el primer escalón del atrio. Estaba espantada. Casi no podía reconocer al
padre Alfredo. Sus facciones estaban transfiguradas por la ira.
_¡Esto es una afrenta!_ continuó gritando el padre,
quizás con la secreta intención de que “ellos” lo escucharan.
Enfurecido abandonó el altar y aún
maldiciendo, subió las escaleras. El padre Alfredo sabía que aquello no era
nada comparado con lo que le esperaba esa noche.
18 -
Ya de vuelta en su casa, Ángel comenzó a trabajar en el
artículo con lo que tenía en ese momento. Ya era de noche. Sentado a la PC, con
una taza grande de café a un lado, pensaba por dónde encarar el relato, cuando
por fin se decidió a evitar cualquier rodeo, y fue directo al tema que se
presentaba como central en toda la trama. La secta.
Hizo apenas una mención del secuestro de Gruber a modo de
detonante a su estudiado estallido. Y entonces sí podría volcar todo lo que se
decía del asunto, aunque no tuviera más pruebas que la confianza que
despertaban de por sí, los nombres detrás de los testimonios. Citó a gran
cantidad de vecinos y sus relatos. Las épocas se mezclaban. Iban de los ochenta
hasta ayer mismo de un salto, lo único que no cambiaba eran los sospechosos y
el paisaje. Lo demás era todo borroso y afiebrado. Pensaba terminar con las
desconcertantes palabras de Florencia, la albina. Pero mientras escuchaba la
cinta grabada esa misma mañana, encontró demasiados silencios y preguntas que
habían quedado en el aire. No le gustó lo que había conseguido. Sabía que
Florencia tenía mucho más para decir.
Decidió llamarla. La verdad era que algo en él se había
quedado prendado de ella, como de una pregunta no formulada. Había en ella un
acertijo mucho más grande que resolver, y eso iba más allá de lo profesional o
periodístico. Era personal, o quizás más aún. El enigma en esos ojos se le
había revelado como un asunto íntimo. Primordial.
La excusa del periodista interesado le pareció bien para
llamarla, y así lo hizo. Al fin de cuentas eso era lo que quería; escucharla.
Saber cómo estaba.
_ Hola Florencia. Soy Ángel Vera.
_Hola. Sí. ¿Usted vino hoy? ¿Se olvidó algo?_ La pregunta
no sonó tan inocente. Ángel pudo pescar el fino sarcasmo. La albina estaba al
tanto de lo que provocaba en los hombres. “Claro, es su rareza la que cautiva”
pensó risueño mientras encendía un cigarrillo para darse tiempo a responder.
_No. Estoy trabajando en mi artículo y me gustaría
extenderme un poco más en el asunto de la secta y su líder… Vos demostraste
saber más que todos por acá.
_Ah… Bueno. Pero mejor en otro momento, porque estoy
ocupada_ La voz era impostada y parecía elevarla para que la escucharan bien claro no tanto del otro lado de la
línea, como de su propia casa. De pronto la voz de Florencia se hizo un susurro
y sorprendió a Ángel con un “Ahora lo llamo” y cortó.
Ángel dejó el teléfono a un lado e intentó continuar con
el artículo, pero la verdad era que había perdido toda concentración y ahora
sólo esperaba la llamada de Florencia. Sonrió como un chico. Aquel momento le
parecía delicioso. Y por fin el teléfono sonó.
_Hola Ángel, creo que ahora podemos hablar tranquilos. Mi
madre ya duerme profundamente en el sillón con la tele encendida, como de
costumbre.
_Pero, ¿por qué tanto misterio? ¿Acaso tu madre se opone
a que vos digas lo que sabés?
_Bueno, no se opone precisamente a eso. Se opone a que
hable con un desconocido a estas horas.
_Ah, entiendo. Te cuida mucho. Es muy protectora…
_Algo así. Aunque
es un poco más complejo y embarazoso el asunto. Para resumirle, ella supone que
soy muy enamoradiza, y sabe que una relación con el hombre equivocado puede ser
fatal para el hombre en cuestión y para mí también. Recuerde que no soy una
chica como las demás.
_Para mí lo sos. Pero si ustedes creen que no, deben
tener sus motivos. Yo apenas si te conocí hoy a la tarde.
_Bueno, al menos sabe que soy albina y que tengo
videncias muy fuertes, y poderes extrasensoriales. Usted puede que no crea en estas cosas, pero
yo no me puedo dar ese lujo. Y mi madre que los sufrió desde mi infancia
tampoco. Hoy ella tiene la certeza que debe cuidarme más que cuando era chica,
y a medida que usted me conozca más se va a dar cuenta que no es del todo
exagerada.
_Sí, me contaste todo eso…
_Estamos en peligro señor Vera. Todos estamos en peligro.
Usted, nosotras, el barrio entero. Esta zona es en sí misma una confluencia de
planos energéticos. Para nuestra desgracia, el vórtice alinea con un mundo
sublunar denso. Para que usted se dé una idea, es como si el infierno
coincidiera con este lugar físico, pero en un plano invisible para nosotros,
salvo en los sueños. Allí lo conocemos todos, sólo que no los recordamos al
despertar.
Atento a las extrañas palabras de Florencia, Ángel
anotaba en un block lo que consideraba importante. Entretanto fumaba y daba vistazos con
desconfianza hacia la ventana abierta que daba a la calle.
_Este bosque y el barrio de la iglesia, están ubicados en
un pliegue topológico. ¿Escuchó hablar de los pliegues topológicos señor Vera?
_No. Por favor, decime Ángel y tuteame.
_Cómo no, Ángel. Aunque no creo que corresponda eso de
tutearnos. Nuestra relación debe ser lo más fría y distante posible. Tratemos
de mantener todo dentro del marco del profesionalismo.
Ángel estalló en una carcajada justo a mitad de una
pitada de su cigarro. Esto lo hizo toser y soltar el tubo que cayó sobre su
escritorio aturdiendo a Florencia del otro lado de la línea.
Ella indignada cortó y tiró el celular sobre la cama. No
lo podía creer. Ese tipo era otro más del montón, que siempre se comportaban de
la misma manera.
Ángel apenas si podía respirar cuando levantó el tubo y
se percató que ella había cortado. Tuvo el impulso de llamarla para
disculparse, pero al instante desistió. Eso arruinaría más las cosas. Volvió a
su PC y siguió trabajando en el artículo que se resistía a tomar forma. Copió
los datos que le había soltado Florencia en su corta charla para no olvidarlos
ya que le parecían términos demasiado abstractos. “Mundo sublunar, confluencia
de planos energéticos, pliegue topológico”. Mientras escribía se preguntaba de
dónde sacaría aquella chica todas esos términos. Una punzada le sacudió los cimientos mismos de su ser. ¿Y
si todo era cierto? ¿Si esa chica era la única que podía contarle la verdadera
causa de los asesinatos y cómo detenerlos? Ya era tarde. Lo había arruinado.
Ahora se debía conformar con lo que la policía se dignara a contarle o lo que
la confundida y asustada gente del barrio le dijera. Sintió que su trabajo
volvía al llano. Un desgano lo envolvió al punto de replantearse el contenido
total del artículo. Por qué no dejar sus ínfulas de investigador de lado y
dedicarse de lleno a lo suyo; los artículos paisajistas y sus interminables
anecdotarios. De pronto su vida se le había tornado hastiante. Conocer a
Florencia lo había dejado vacío. Más solo. Cómo si una extraña luz, más oscura
que brillante, lo hubiese encandilado. Desde aquél lúgubre rincón de esa casa
que parecía naufragar en la nada, Florencia había impresionado a su ser
irreversiblemente, aunque hasta el momento, Ángel no había podido percibirlo
conscientemente. De algún modo se había vaciado de sentido. ¿A qué se debe
esto? Se preguntó en voz alta. Su mente acudió al sarcasmo como única salvación
posible y le respondió “Claro, esa chica es deprimente” “¿Será una condición de
las albinas?” Y una desganada sonrisa interna fingió poner todo en su lugar.
19 -
Ana bajaba las escaleras cuando de súbito se hizo la oscuridad. Venía de asegurarse que el padre Alfredo hubiera tomado
bastante agua antes de meterse en la cama. Esto le servía para dos cosas. Para
estar hidratado durante el ayuno y también para no caer en un sueño pesado, y
pudiera despertarse bien temprano para
ir al baño, y así estar más alerta. Como llevaba la jarra de agua y un vaso en
las manos. No podía tantear. Quizás si pasara todo a una mano podría ubicar una
pared y así ayudarse. Pero esa negrura era demasiado impenetrable para tratarse
de un simple corte de luz. Ella lo intuyó inmediatamente y comenzó a rezar.
De pronto a sus espaldas surgieron voces guturales como
en una letanía. Suaves rachas de un aire tibio le pasaban por los lados
erizándole los cabellos. Pensó en volver sus pasos y despertar al padre. Pero
no pudo moverse. Quiso gritar pero tampoco pudo. Fue entonces cuando se escuchó
una fuerte carcajada en el medio de la iglesia.
20 -
El padre Alfredo había entrado al sueño profundo de un
modo abrupto. En el sueño podía ver claramente al que ahora profería una
estruendosa carcajada en medio de la nave principal. La tonalidad azul de la
piel no le dejó ninguna duda: Era un Djinn.
Hubiera querido intervenir con un conjuro o poder hacer
algo para expulsar a ese demonio, pero
en ese submundo onírico su situación era la de un espectador. No podía
intervenir, tan solo presenciar. Cuando comprendió esto, Alfredo tomó otra
actitud con respecto a los hechos. Y se dio cuenta que podía dirigir su
atención perfectamente con su voluntad. También supo que no era un sueño
normal, y que estaba viendo la iglesia real y en ese mismo instante, pero desde
el mundo astral.
Desde donde estaba contempló la noche a través de un
ventanal, e inmediatamente apareció flotando sobre la calle. En la oscuridad
exterior había algo inquietante, una quietud no humana. Entonces se percató de
algo inaudito. Las edificaciones habían cambiado. La iglesia, el colegio, las
casas y hasta la calle misma lucían como si se tratara de un pueblo fantasma,
abandonado hacía muchos años. El padre al contemplar esto, pudo controlarse y
volver a tomar las cosas como en un sueño normal. Pero algo no lo dejó
convencerse de que todo era una fantasía. Había una propiedad condensante que
le daba a cada segundo una calidad cada vez más y más real. Hasta que de tan
real, el cuerpo del padre fue adquiriendo peso y consistencia, a la vez que fue
perdiendo altura.
Terminó sentado sobre la vereda de enfrente de la
iglesia, sobre el pasto frío y húmedo. Desde allí apenas si distinguía los
contornos de las cúpulas o las ventanas del colegio. Pero cuando pudo adaptar
un poco su visión, notó que las elegantes persianas del colegio habían sido
reemplazadas por unas cortinas baratas de rollo, la mayoría de ellas
desvencijadas y otras tantas faltantes, dejando ver la negrura interior como
horrendas bocas desdentadas en congeladas muecas.
Sobre el frente del edificio pudo ver algunos
movimientos. Al principio parecían meras sombras, pero después de forzar la
vista en torno a las ventanas, vio que se trataba de hombres que trepaban de
una a otra por afuera. Lo hacían prácticamente al azar. Salían de una y se
metían en la de arriba o la de abajo, indistintamente. El padre Alfredo sintió
verdadero terror cuando uno de estos seres se detuvo a medio camino para darse
vuelta y mirarlo fijamente. Tenía el rostro azul, con unas extrañas manchas
negras alrededor de los ojos, como si de una máscara se tratara.
La inquietante visión sumada al frío de la noche, lo hicieron buscar refugio en la
iglesia. Por instinto corrió para cruzar la calle, temeroso de que alguno de
esos seres se le abalanzara desde las alturas. Una vez en la puerta se encontró
con que estaba cerrada con llave. Golpeó desesperadamente, pero inmediatamente
se dio cuenta de que era muy posible que nadie lo escuchara. Parecía un lugar
devastado hacía mucho tiempo.
Paralizada en medio de la oscuridad del corte de luz, Ana
ahora escuchaba los golpes en la puerta. Creyó por un momento reconocer la
silueta del padre Alfredo pero no podía ser. Hasta que vio un puño romper el
vitral de la puerta lateral y meter la mano para correr la traba desde adentro.
Entonces sí, sus alucinados ojos confirmaron que se trataba del mismísimo
demonio que había adoptado la forma humana del padre Alfredo y ahora entraba a
la iglesia enfurecido. No pudo seguir respirando, todo se nubló. Y Ana cayó
rodando por las escaleras, ante la incrédula mirada del padre Alfredo, que había
entrado a la iglesia en ruinas, justo para ver los resecos huesos de Ana
quebrándose con cada golpe hasta volverse polvo.
21 -
El teléfono sonó, sacando a Ángel de sus cavilaciones.
_Hola Florencia. Disculpame…
_No importa. Estoy acostumbrada a que la gente no siempre
me comprenda.
_Sí, bueno, tal vez se deba a que te cruzaste justo con
un tipo sin muchas luces que digamos.
_Puede ser. Esa es una posibilidad bastante correcta_
dijo Florencia y esta vez fue ella la que no pudo aguantar la risa.
__Ah bueno, ahora te toca a vos por lo que veo...
El sonido de la inverosímil risa de Florencia quedó
flotando en la oscuridad total. Luego, un sobresalto y el silencio total.
_Cortaron la luz acá_ murmuró Florencia con voz
temblorosa.
_Acá también. Parece que es uno grande… :Ángel
instintivamente tanteó sobre la mesa buscando el encendedor.
_Según me contaron antes pasaba lo mismo.
_ ¿Antes?
_Claro, la otra vez que apareció la secta. Ellos parece
que tenían contactos en lo que por entonces era Segba, y mandaban cortar doce
horas o más. Y la gente pasaba noches de tanto terror que al otro día aparecían
por las calles caminando en shock, como perdidas.
_Sí, algo de eso oí decir…
_Puede ser el caso. Ya los hechos se estaban precipitando
mucho con lo del doctor. Ahora tenemos que estar preparados para un ataque a
otro nivel.
_ ¿Más muertes?
_Eso debemos darlo por descontado. Ellos cada tanto
intentan la corporización del líder Asmodeo, para concretar la iniciación de un
grupo determinado de nuevos miembros, que según mi sospecha, viene haciendo los
deberes desde hace años, sólo que ahora entraron en acción. Ellos abren el
portal para que el líder pase del otro mundo a este, y ellos con eso se ganan
el acceso a ese más allá que ellos tanto desean.
_ ¿Vos todo esto que me decís lo ves? ¿O hay una voz que
te lo dice? Me interesa saber esto, porque es importante. Te imaginarás que
tengo que chequear las fuentes.
_Mire, si no me equivoco, en un ratito nomás usted mismo
va a tener la oportunidad de chequear las fuentes _Respondió Florencia de modo
lacónico.
_ ¿Vamos a poder entrevistar a Asmodeo o a alguno de su
séquito?
_No precisamente, pero es muy probable que si usted sigue
tras sus pasos, ellos terminen yendo a su encuentro. Eso sí se lo puedo
asegurar.
_Suena feo.
_Sí es muy feo. Ahora mismo, aprovechando el corte, están
desplegando una especie de manto negro sobre toda esta zona. No me gustaría
estar en este momento allá afuera. Ellos mueven el tiempo hacia atrás o hacia
adelante y entonces se produce el pliegue. A través de la grieta que ellos
estuvieron abriendo todo este tiempo mediante sus horribles sacrificios, surge
el otro mundo donde Asmodeo es real, o mejor dicho, posible.
“Porque Asmodeo es un ente demiúrgico. Un aspecto velado
hasta para los antiguos sacerdotes de todas las religiones del mundo, que no
son más que fachadas más o menos disimuladas de la verdadera religión mundial
que adora al demonio y su fabulosa creación. Todos le temen y rinden culto a
ese creador salvo unos pocos. Créame Ángel, esto es más serio de lo que
parece”.
_No tengo por qué dudar de tu palabra, porque no tengo
idea de qué estás hablando. Pero no importa. Vos seguí, que quizás mañana saque
algo en limpio de todo esto. ¿Entonces Asmodeo, no existe como vos y yo?
_Es un arquetipo capaz de tomar vida mediante la apertura
de portales. Un arquetipo que pasa de un mundo a otro. Automáticamente toma
forma como un ente del mundo al que entró. Supongo que adoptará una forma
humana o de animal. No lo sé.
“Los entes como Asmodeo son predadores parasitarios que
viven a costa de nuestra energía, son macrobios de otras dimensiones que vienen
cada tanto para traer dirección y propósito a los suyos, porque si no se
extravían en la nada. Luego, al pasar los siglos sus adeptos serán cada vez más,
entonces se hablará de un líder religioso que apareció en Santa Catalina y que
con su amor y bondad levantó al pueblo y dio nueva vida a los hombres de buena
voluntad. Se inventarán historias de cómo se lo maltrató por no comprenderlo, y
luego se recordará su martirio y muerte para crear en los humanos un
sentimiento de devoción, que ellos necesitan como el oro, para mantener al
macrobio vivo en este mundo. Así quedan marcadas áreas enteras de este mundo.
Pueblos, ciudades, países, y hasta continentes. Para estos seres se crean por
ejemplo, las catacumbas y mazmorras de catedrales y templos. Para ellos fueron
todas y cada una de las guerras santas. Para ellos es todo el horror de lo
sagrado y el frenesí de la esperanza infinita instalada en los hombres. Y son
estos, los que habitan desde entonces, en todos los recónditos subsuelos
abarrotados de osarios, y para ellos son todavía sostenidas, las farsas
idiotizantes de la paz y el amor. Ellos nos entregaron a los macrobios en su
celebradísimo pacto o alianza. ¿Va entendiendo algo?
_Nada. Pero noto un temblor en tu voz. Como una bronca
contenida. Sea lo que sea que me estás contando, para vos es injusto y nefasto.
Eso lo puedo sentir.
_Bueno, algo es algo_ dijo Florencia intentando
descomprimir la tensión en la que había entrado con su explicación_. Ahora hay
que hacer algo al respecto. Y según creo, yo por mi especial condición, puedo enfrentarme a ellos, o al menos arruinar sus planes. Pero este corte
de luz me hace pensar que quizás ya sea tarde.
_ ¿Y qué podríamos hacer, Florencia?
_Para empezar, ponerlos al descubierto. Usted es
periodista. Bueno, la idea es poner la atención de la opinión pública, no sólo
local (porque según creo por acá nadie va a estar en condiciones de ver nada),
sino de todo el sur del gran Buenos Aires y si es posible llegar hasta un medio
nacional, y dirigirla al riñón de la secta. Mostrar el almacén, la casa
abandonada; entrar con las cámaras al bosque. Echar luz para que las ratas no
estén cómodas en sus refugios. Esto además va a evitar cualquier nuevo
asesinato, o al menos les va a hacer las cosas bastante difíciles. Y luego está
la parte más complicada que es la batalla a nivel esotérico, eso creo yo que…
_ ¡Shhh! _Ángel hizo callar a Florencia porque había
escuchado pasos frente a su ventana. No se veía nada. Lo único que podía hacer
era agudizar el oído. Parecían haberse detenido cerca.
_ ¿Qué pasó Ángel?
_Nada, nada. Tu locura ya se me está contagiando.
_ ¿Así que ahora encima me llama loca? Esto es el colmo
_No te enojes. Era una broma. ¿A que ya me estabas por
cortar de nuevo?
_Claro.
_Me estabas
contando algo acerca de una batalla a nivel esotérico…
_Qué bueno, ¿Está anotando lo que digo? Eso ya me da más
confianza. Su lado profesional me está tomando en serio.
_Por supuesto. Mi insignificante personalidad informal no
puede ni siquiera hacerle sombra a mi metódica formación profesional.
_Menos mal.
_Sí, creo que fuera de mi profesión, no soy nadie. Una
especie de borrón en el paisaje. Hábitos solitarios e introspectivos, me han
dejado fuera del mundo.
_Mire qué casualidad. A mí también _contestó risueña
Florencia que se deleitaba con la nueva faceta confidencial del periodista.
_Con respecto a la batalla a nivel esotérico, creo que no
vamos a tener más remedio que darla sin ningún tipo de preparativos. Por esta
razón necesito que usted ponga su confianza en mí, y por unas horas, o quizás
un par de días, intente creerme a pesar de todo. Sus hábitos solitarios e
introspectivos pueden sernos de mucha utilidad.
_ ¿Cómo?
_Bueno, para empezar hay que estar lo más desapegado de
las cosas del mundo que se pueda. Usted, a pesar de no hacerlo con la intención
que necesitamos, de algún modo ha sido marginado por el mundo. Por lo tanto hay
una baja influencia de los poderes materiales sobre su ser. Ellos usan nuestro
amor por el mundo para esclavizarnos, por eso la mayoría de las personas
fracasan al intentar cualquier cosa por liberarse. Simplemente no quieren
liberarse. Prefieren el placer, el dolor, la angustia y el morbo, a la nada.
Nunca podrían ver la trampa.
_En la práctica, ¿Cómo influye nuestro apego por el
mundo?
_Fácil. Pueden comprarlo tentándolo con dinero, poder,
posibilidades mágicas, para que usted se traicione a sí mismo y nos entregue al
enemigo. Usted está adoptando un sitio clave en el mito que a partir de ciertos
signos ha de cumplirse. Y los personajes nos eligen según mérito. Cuídese bien.
No vaya a ser que mientras cree estar interpretando al héroe, en realidad
debido a una trampa perceptiva, esté usted interpretando al traidor.
_Entiendo _dijo Ángel frunciendo el ceño con gravedad
ante las inauditas palabras de Florencia.
Ambos quedaron en silencio; él sopesando las
posibilidades. Ella intentando descifrar a la distancia ese enigma que era
Ángel.
El silencio de la noche sin luz ni luna, era total. De
tanto en tanto Ángel miraba hacia la puerta como queriendo adivinar una
presencia, que él sabía bien que no estaba allí. Pero sin embargo había algo en
él, algo muy oscuro y profundo, que lo llamaba a salir. Quizás para sentir la
adrenalina del peligro, o ese miedo visceral a lo desconocido. Pero también
podía ser su viejo hábito solitario e introspectivo, que lo llevaba a
desafiarse con delirios absurdos hasta volverlos reales.
Un sobresalto corta la respiración de Florencia.
_Siento que se están abriendo las puertas dimensionales.
Estamos bajando. ¿Usted lo siente? Es como un vértigo en la boca del estómago.
Y la verdad era que Ángel estaba sintiendo exactamente
eso. Pero él lo atribuía a esos pasos que se habían detenido justo frente a la
puerta. Si se dejaba llevar apenas un poco por la imaginación, hasta podía ver
la silueta del hombre parado con la nariz casi pegada a la puerta de su casa,
esperando. Pero ¿esperando qué? El momento indicado. Una orden. Una palabra. La
palabra... ¿De quién? De él mismo, claro.
_Ya están acá_ dijo Florencia en un tono inexpresivo _. Y
por lo que intuyo, ya están a tu puerta...
Nadie cortó. La comunicación se interrumpió sola. Ángel
supo con la totalidad de su ser que tenía que hacer algo. Tenía que salir. Ya
no importaba el miedo de encontrarse cara a cara con eso que acechaba al barrio
desde las sombras. Ahora lo único que importaba era Florencia.
22 -
El corte de energía había dejado a la seccional Parque
Barón trabajando en penumbras. Sólo dos pequeños focos de emergencia iluminaban
todo el hall. Los teléfonos no paraban de sonar. Eran más sustos y preguntas
por el corte de luz, que verdaderas emergencias. Pero hubo un llamado que
parecía ser de urgencia y ya se preparaban dos efectivos para salir con el
móvil. Era el sereno del cementerio de Los Disidentes, quien decía haber visto
gente sospechosa en los fondos.
_Ya le estamos mandando un móvil, por favor no cuelgue
_dijo la oficial Estévez, mientras anotaba a mano el horario de entrada de la
llamada y el motivo.
_No había terminado de encender el sol de noche, por el
corte, ¿vio? Que escucho en el fondo unas voces _contaba el sereno _. Acá le digo,
el silencio es una cosa que… Bueno imagínese, se escucha hasta el menor ruido.
_ ¿Cómo es su nombre?
_ Ayala
_ Ahora, ¿Cuál es su situación, señor?
_Yo ahora apagué el farol y me quedé a oscuras para ver
mejor hacia afuera de la garita. Apenas se me acostumbró la vista vi
movimientos. Sombras. Pero uno siempre ve esas sombras de gente. Eso es normal
en cualquier cementerio; son los muertos. La diferencia acá son las voces que
escuché; como si cantaran bajito. Y los pasos sobre la gramilla del camino perimetral.
Los muertos no hacen ruido al caminar, porque no pisan ¿vio? Ellos van como
flotando cerquita del suelo…
_ ¿Usted porta arma reglamentaria?
_Sí, la tengo sobre la mesita por cualquier cosa. Pero no
me da para salir, porque si no me equivoco, son muchos.
_No cuelgue por favor.
_No.
_...
_Hola señorita. Señorita… creo que abrieron la capilla.
Veo la puerta abierta desde acá.
_ ¡No salga de la garita, Ayala! El móvil ya debe estar
recorriendo el perímetro.
_Tienen que haber usado escaleras, porque el muro es de
tres metros… Seguro dejaron algún vehículo cerca…
_Eso estimamos. Hola, ¡hola! _ La comunicación se
interrumpió y todas las líneas murieron.
Ofuscada, pero a la vez aliviada del duro trabajo de más
de quince horas corridas de servicio que llevaba, la oficial Estévez dejó el
escritorio y salió a la puerta a fumar un cigarrillo. En la negrura exterior
dirigió su mirada hacia el oeste como buscando alguna señal de lo que pudiera
estar pasando allá en Los Disidentes. No le gustaba para nada lo que Ayala le
había contado.
Los ojos cansados se iluminaron de rojo con una pitada
“¿Qué carajos estará pasando allá?” Instintivamente llevó la mano al arma como
si de un oráculo se tratara, pero su intuición no le decía nada.
El móvil recorría a paso de hombre el muro exterior del
cementerio, cuando por las ventanillas bajas del patrullero se filtraron los
lúgubres cánticos provenientes desde el interior.
El oficial Santos bajó dejando abierta la puerta del lado
del acompañante y sigilosamente trepó el muro con gran agilidad. Volvió
enseguida.
_No se ve nada. Pero se oye gente cantando.
_Llevá la linterna. ¿Querés que te cubra? _pregunto el
sargento Oviedo.
_No. Los alumbro y doy la voz de alto. Si se complica te
llamo.
Santos se colgó la poderosa linterna del cinturón y
volvió a trepar el muro. Apuntó el haz hacia adentro, donde aparecieron las
primeras filas de antiquísimas lápidas; la mayoría de principios del mil
novecientos. Algunas de ellas son tan altas como una persona, por lo cual
Santos sospechaba que los intrusos podían estar escondidos detrás, quizás sin
necesidad de agacharse demasiado.
Los cánticos se interrumpieron justo antes de que pudiera
ubicar su procedencia. Siguió barriendo la zona con la luz, tratando de abarcar
cada vez más terreno. Pero pronto desistió. Apagó la linterna y se quedó
escudriñando en dirección a la casilla del sereno. No vio ninguna luz. Estaba
todo demasiado quieto.
Se volvió a colgar la linterna del cinturón y saltó hacia
la vereda. Cuando miró hacia la calle, su instinto le obligó a desenfundar el
arma. El patrullero estaba rodeado por una docena de hombres que lo miraban en
el más ominoso silencio.
_ ¡Oviedo! _gritó el oficial Santos, pero desde el
interior del móvil nadie respondió ¿Y ustedes... qué quieren? _atinó a balbucear.
Encendió la linterna y apuntó hacia el asiento del
conductor, y entonces lo vio. Uno de los desconocidos estaba seccionando
lentamente el cuello de Oviedo sin que este opusiera ninguna resistencia.
Oviedo lo miraba impotente y horrorizado, a la vez que el siniestro asesino
sonreía con repugnante malicia. Santos, desesperado, comenzó a dispararles a
todos por igual; aunque algo en él sabía que no serviría de nada. Mientras
descargaba su nueve milímetros contra esas sombras de rostro humano, algo en su
interior le decía que estaba viviendo algo totalmente fuera de lugar,
imposible, pero a la vez despiadadamente real. Cuando terminó toda la vaina,
descubrió que estaba solo, apuntando con la linterna al medio de la calle
vacía.
A lo lejos algo negro de enormes dimensiones atraviesa
reptando la esquina. Pronto escucha el gruñido y el estruendo lobuno. Ilumina
la zona y ve el informe remolino de una furiosa jauría de perros salvajes. Se
debaten una pieza grande, que por momentos queda prácticamente en el aire.
Cuando la alcanza el foco de luz, puede ver que es un hombre muerto. Lleva un
mameluco gris claro. Es el sereno del cementerio. Ahora una veintena de
brillantes ojos despiadados se enfocan en Santos, que por instinto apaga la
linterna. Pero sabe que es tarde, que no hay dónde huir. El mundo ha cambiado
para siempre, y su ser ya no tiene ningún asidero. Mientras los perros se
acercan, su instinto de supervivencia comienza a maniobrar en su interior como
para despertar. Es inútil. No es un sueño.
23 -
00:30hs. Javier entra al barrio desde la avenida Santa
Fe, cruzando el arroyo sobre Garibaldi. Es una noche tranquila. Casi no hay
autos en la calle. Le gusta mucho hacer este trayecto cada vez que visita a su
flamante novia, disfrutando de su flamante cero kilómetro. La música a volumen
adecuado, como para que no tape los eventuales sonidos del exterior. La
ventanilla apenas abierta, por la que cada tanto, una racha suave de viento
entra y le trae el sonido de los álamos gigantes del parque industrial.
Cruza la barrera del tren, y mira hacia esa boca oscura
que es el bosque, y adivina más que ve, la mortecina luz de la estación Santa
Catalina, a unos cien metros allá adentro,.
Sigue por Garibaldi hasta Luzuriaga. Su sueño es poder
algún día comprarse una casa frente al bosque. Por eso, va casi a paso de
hombre apreciando cada una de ellas; sus pros y sus contras. Las posibles
reformas. Llega a la esquina del viejo almacén y dobla por Luzuriaga que es más
ancha, casi como una avenida, y la blanca luz del mercurio parece más potente.
Se admira de la plácida seguridad que transmite el barrio, cuando la provincia
entera estaba en una crisis donde habían tenido que sacar a la gendarmería de
las fronteras para venir a custodiar las calles. En algunas casas puede ver
puertas abiertas, rejas apenas entornadas y hasta autos con las llaves puestas.
Lo que sí le extraña un poco es no ver gente en absoluto. No había visto a
nadie en todo el trayecto desde el arroyo.
Pero no le da demasiada importancia. Javier sigue soñando
despierto con un futuro ideal junto a su novia en aquel apacible barrio. ¿Y
quién podía decirle que no lo lograría, si se sabía el más empedernido suertudo
de todo el planeta?
Javier sonríe para sí y a la altura de la iglesia de San
francisco, acelera para llegar, aunque sabe que a ella la va a encontrar
dormida. Quiere verla pronto; cosas del amor. Entonces sale del barrio en
sentido al Camino de Cintura.
Lo que Javier no sabe, ni sabrás jamás, es que acaba de
dejar atrás un barrio vacío. Y que su ensoñación amorosa, lo salvó de entrar en
el verdadero barrio. En ese otro barrio a oscuras, sitiado por la secta. De no
ser por su meticulosa protección de una futura vida ideal felices por siempre,
Javier podría haber visto a la gente corriendo desesperadamente por las calles
con los ojos ciegos a la luz que él creía estar viendo. Quizás se hubiera
percatado que adentro de las casas abiertas, pasaban cosas demasiado extrañas
para un barrio tan apacible. Tal vez se habría cruzado una jauría de perros
rabiosos arrastrando un cadáver ya descoyuntado. O quizás habría escuchado los
gritos de que el pobre padre Alfredo, que estaba refugiado en el campanario de
San francisco, y desde allá arriba resistía la invasión de los seres
harapientos con rostros azules que trepaban por las paredes exteriores de la
iglesia.
Pero en alguna parte de su ser, Javier ya llevaba grabado
el imborrable recuerdo, aún no formulado, de cuando echó esa curiosa mirada
sobre el bosque a la altura de la barrera, de unos ojos estáticos y malignos
que contemplaron su paso desde la inquietante negrura, como si se tratara de un
rudimentario truco de esos que se pueden encontrar en un tren fantasma. Fue un
instante tan corto que su mente no lo registró, pero otra parte de sí mismo
había alcanzado a vislumbrar el tamaño de ese ser, y sus intenciones. Por tal
motivo prefirió hacer un vacío, un silencio, de esos a los que una mente nunca
se presta por sí sola. En realidad para lograr algo similar uno tiene que pasar
una cierta cantidad de años en un templo Zen. Pero en el caso de Javier,
sucedió instantáneamente. Luego él interpretó todo como una particularidad
propia del barrio. Un halo de misterio o magia que iban muy bien con el momento
sentimental que estaba viviendo. Quizás algún día la imagen verdadera lo asalte
en medio de algo y entonces grite con todos sus pulmones como un loco, esté
donde esté. Por ahí la suerte le juegue a favor, y sólo le aparezca en sueños.
Entonces será tan sólo una pesadilla. Nada de qué preocuparse. Salvo que sea demasiado
recurrente y haya que ir al psiquiatra para ser medicado. Pero igualmente es
preferible esto a recordar esos ojos, despierto y en plena calle o en el
trabajo. Entonces sí que no habría más alternativa que internarlo.
24 -
Ángel tomó coraje y se acercó a la puerta. Escudriñó por
la mirilla hacia afuera; la oscuridad era total. Luego intentó ver por la
cerradura. Nada. Pero sin embargo podía sentir una presencia muy fuerte que
tenía el poder de condensar en sí misma todo el misterio que rodeaba a la
secta. Como si el enigma de una trama espeluznante, que tanto perseguía como
investigador, ahora estuviera ahí afuera, acechando.
No pudo más que descartar todo usando su cada vez más
obtuso lado racional y terminó atribuyendo aquello a una terrenal obsesión por
la intriga y el misterio. Esos extraños que asediaban el barrio le habían
despertado tanta fascinación a nivel periodístico que ahora, en medio de la
negrura del apagón, se le había transformado en algo extremadamente personal.
Error de amateur, falto de profesionalismo. Pensó en salir y decirle a quién
estuviera allí que él era periodista y estaba interesado verdaderamente en el
nuevo culto que había llegado al barrio. Quizás el poder de su influencia
hiciera que ellos dejaran de verlo como una amenaza, o una presa, y confiaran
en su buena voluntad, llevando el papel del profesional a lo bonzo hasta las
últimas consecuencias.
Pero había una duda que se le planteó apenas tomó coraje
para salir. ¿Y si no eran ellos? ¿Si se trataba de un oportunista ladrón
aprovechándose del corte de luz? Buscó refugio en la cocina donde encendió un
cigarrillo para pensar con más calma. Calentó café y bebió en silencio
absoluto.
La noche afuera estaba cargada de negros nubarrones
bajos. Desde la ventana de la cocina podía verlos casi rozar las cúpulas de San
Francisco. No era buena idea salir, lo sabía muy bien. Se podría decir que su
cuerpo, su parte animal, le transmitía un miedo básico. Paralizante. Pronto
unos gritos a lo lejos reafirmaron esa sensación. Como surgiendo de la misma
oscuridad que lo rodeaba, aparecieron los increíbles ojos de Florencia en un
recuerdo visual, acompañados de una sensación de vértigo físico; se estaba
abriendo el portal dimensional.
La información que poseía Ángel a nivel esotérico era nula,
pero intentó poner en marcha su memoria al respecto para vislumbrar cuáles
serían las consecuencias inmediatas de un suceso de tal naturaleza. Enseguida
imaginó a sus muebles cambiando sus formas caprichosamente. Paredes
inconsistentes. Profundidades insospechadas. Pero no logró sostener nada de eso
en el campo de lo posible. Duró lo que le llevó elaborarlos, y se esfumaron
para dejar en su lugar la nada reconfortante realidad.
El recuerdo de los hipnotizantes ojos de la albina le
devolvieron la urgencia. Florencia corría peligro y él era el único que lo
sabía. Tenía que hacer algo y pronto. Entonces con un solo movimiento tomó las
llaves del auto, se puso su campera; cerró los puños, apretó los dientes y por
fin abrió la puerta.
25 -
El barrio entero pasaba lentamente de la oscuridad del
apagón a otra mucho más negra y profunda. Parecía hundirse y en su lugar dejar
un espejado lago que no reflejaba nada. Sin embargo, desde el bosque, una a una
se fueron encendiendo misteriosas luces
que la niebla difuminaba y hacía ver como espectros. Eran fogatas. Los débiles
focos aparecieron como al azar, y se replicaron en el barrio, donde algunas
esquinas también comenzaron a iluminarse. Sin embargo había un orden detrás. En
total eran trece. Cada una encendida y alimentada por un miembro de la secta.
Doce formaban los puntos externos e internos de una estrella de seis puntas,
que se dividía en dos mitades perfectas entre el barrio y el bosque, y una, la
número trece, estaba ubicada tenía su centro en Garibaldi y Luzuriaga; en la
cruz de los franciscanos. Allí se alzaba el altar principal; la pira de
Asmodeo.
Desde el campanario de la iglesia en ruinas, el padre
Alfredo logra divisar los fuegos más distantes. A estas alturas, el padre vive
con total normalidad su constante batalla contra los seres azules que trepan
por las paredes exteriores de la iglesia. En realidad, le parecía que hacía
tanto tiempo que estaba allí, que ya casi no recordaba cómo había sido el mundo
antes de esa noche. Cuando tuvo un respiro, dando un giro completo de
trescientos sesenta grados sobre sí mismo, pudo contar los fuegos.
Lamentablemente había leído suficientes tratados de demonología para saber de
qué aquello era una monumental invocación a Asmodeus. En cada fogata habría
sacrificios en cantidad, y cuando se concretaran los doce, se abriría el portal
para la ascensión de Saturno; el plano donde habita Asmodeo. Entonces desde el
altar central, él mismo Asmodeo ejecutará el sacrificio principal, el que
detiene el tiempo y cancela la luz del día. Con ese acto toma posesión para
siempre de este territorio. Así lo vienen haciendo desde hace milenios, para un
día lograr sumergir al mundo entero en las profundidades saturnales de su
reino.
Alfredo sabía que en este tipo de trabajos los demonios
eran incansables y que esa persistencia, les venía dando un triunfo rotundo
sobre los esporádicos e infructuosos intentos del otro lado. Así y todo, no se
permitía caer en la desesperanza. Mantenía la fe bajo el precepto que dice que
si uno sólo logra mantenerse firme, entonces no está todo perdido. Si había de
morir sería en gracia; en batalla. Nunca rendido ni derrotado.
Alfredo cuenta los resplandores que alcanza a ver en la
distancia “Cinco, seis, siete… Ya falta poco. Malditos. Van a hacer una matanza”. El padre conoce muy bien el número de fuegos
que se iban a encender en aquella bruma espesa, y cuántas víctimas se
necesitaban para abrir el portal.
Ahora es atrapado por la visión del cielo bajo, espeso de
nubes, que cambia a un amarillo azufre. Ya había cambiado varias veces de
tonalidad, pero esta vez su sola visión era insoportable. Cada cambio en la
luminosidad era precedido por lapsos de un vacío cuya inercia hacía caer todo
hacia arriba. No duraban mucho esos lapsos, sin embargo había visto como los
hombres azules que no estaban bien agarrados de algún marco o baranda, salían
despedidos para caer a ese pozo infinito que se abría en lo alto. Primero se
escuchaba el grito apagado de la bestia en cuestión, era un grito seco, cortado
por la angustia. Luego el silencio dominaba la escena de la extraña ascensión.
Se veía una figura plana, bidimensional, ya sin sustancia, que subía
vertiginosamente. Parecía haber, no muy lejos allá arriba, un invisible domo
que cancelaba los sonidos y congelaba las imágenes de un modo extraño.
Absorbido por su propia irrealidad.
De pronto el padre Alfredo descubre que todo comienza a
iluminarse debido al cielo color azufre. Por vez primera, después de una
eternidad a oscuras, puede ver hacia adentro de la iglesia. Lo que ve no lo
alienta a aventurarse en ese desquiciado aquelarre. Pero si quiere hacer algo
para detener todo aquello, debe intentar salir. “Quizás se trate de un amanecer
infernal” piensa el padre, queriendo calcular con cuánto tiempo de luz dispone.
Pero aunque trata de recordar algún dato acerca de la duración de la luz diurna
en los círculos infernales, no consigue encontrar el sitio de su propio ser,
donde guarda toda esa información recabada durante años y años de estudio;
porque esos círculos no son más que vanas copias, facsímiles, de nuestro mundo
creado, y como tales tienen sus ciclos, sus parodias de días seguidos por sus
correspondientes noches.
En la amarillenta penumbra Alfredo emprende el intento de
bajar. Quiere ganar la calle y si es posible, llegar a tiempo a la cruz de los
franciscanos. Sabía que ese era el altar central. Se consagra al Señor y
abandona el campanario. Lo reciben escalones de madera podrida que se parten a
su paso. Mientras intenta evadir los brazos y manos de los azules que pugnan
constantemente por asirlo. Al tacto son lánguidos, y bastante débiles. Pero lo
peor es la repulsión física que provoca su sólo contacto. Un terror fuera de
todo límite, hasta para un temerario hombre de fe como el padre Alfredo.
Zafa de un agarre múltiple al pie de la escalera de
material que conduce al atrio, y corre entre los amontonados tablones que una
vez fueron las filas de bancos de la nave principal. Sólo entonces se percata
que su hábito es una magra tela gris reducida a harapos. En ese momento se
abate sobre él, todo el peso de la duda más humillante, no encuentra cómo
rehacer su fe. Se siente en falta grave. La duda en ese momento es fatal. Se
abandona. Una horda de ectoplasmas grises surge desde adentro de su propio ser,
para luego materializarse en el exterior como insectos duros y brillantes que
golpean infructuosamente su cuerpo, intentando regresar por donde salieron.
El padre Alfredo cae. La mirada vacía. El cuerpo
avejentado. La voluntad; ausente.
26 -
Ángel Vera conduce a paso de hombre por las calles
oscuras. La visibilidad está reducida por el humo de los fuegos que de tanto en
tanto, puede ver al cruzar alguna bocacalle. Intuye el peligro en muchas de sus
formas. Sabe que la policía debe estar desbordada a estas horas, pues ya lo
estaban antes del apagón, y reconoce con todo su ser que está jugado a su
suerte.
Al cruzar otra calle ve que, a lo lejos, las luces de la
avenida Frías están encendidas. No quiere ir a ver a Florencia sin antes
avisarle. No quiere asustarla. Por eso decide ir hasta Frías y llamar desde el
teléfono público de la estación de servicio. No usaba celular desde hacía
varios años. No le gustaba estar ubicable para nadie, menos para sus jefes.
Además le gustaba hacer las cosas a la antigua. No tanto por romántico, sino
más bien por rústico.
Con la estación de servicio a la vista, Ángel acelera su
marcha en dirección a esa isla de luz blanca en la distancia. Sin darse cuenta,
porque no las ve, cruza algunas esquinas sin siquiera frenar. En una
encrucijada ve pasar a una persona corriendo justo delante, tan cerca que tiene
que clavar los frenos haciendo colear levemente el auto. Traga saliva y vuelve
a avanzar; ese tipo ni siquiera había visto los focos del auto. “Imposible no
ver mis luces, en esta oscuridad”, piensa Ángel; que se queda con la extraña
expresión que, por un instante, había alcanzado a vislumbrar en la mirada
perdida de aquél hombre. No era locura. Era otra cosa. Algo aun más terrible,
que en su mente no alcanzaba a formular. Aunque tenía un resabio de ese estado
del ser, una especie de recuerdo anulado por distancias más grandes que el
tiempo, en algún rincón de sí mismo.
Ángel baja del auto frente al minisuper de la estación de
servicio, y pone dos monedas en el teléfono público de la entrada. El reloj
marca las 2:32am. Del otro lado el teléfono suena una vez.
_Hola.
_Florencia, no te asustes. Soy yo, Ángel.
_Lo suponía _dice Florencia_, ¿Está solo?
_Sí _Responde Ángel mecánicamente, aunque la pregunta le
había extrañado sobremanera. “¿Con quién más podría estar a estas horas?"
se pregunta para sí.
_Desde el corte de luz esto es un infierno. He escuchado
pasos en el techo. Mi madre duerme profundamente. Cómo la envidio… La quise
despertar pero es imposible. Tomó una dosis muy fuerte de somníferos.
_ ¿Ellos están ahí?
_Claro, ellos tienen que venir por mí. Yo les di ciertas
señales que no pueden ignorar. Ahora lo único que espero es que mi plan no
falle. ¿Usted pudo hablar con alguien más al respecto?
_No.
_Si tan solo pudiera contactar al padre Alfredo…
_Podría pasar por la iglesia y ver si me atiende…
_No. Déjelo. Debe estar ocupándose de esto de todos
modos. No es de los que se quedan de brazos cruzados.
_Tengo apenas unas monedas. Esto se va a cortar en
cualquier momento. Quiero ir a tu casa para estar con vos. Quizás juntos
podamos resistir mejor.
_ ¡No! No venga. Estoy sosteniendo con mucho esfuerzo un
perímetro de protección, que al parecer no pueden franquear. Si usted viene,
con su presencia lo va a romper y después no sé si voy a tener el tiempo y las
fuerzas para volver a crearlo.
_ ¿Pero de qué perímetro me hablás, si te están caminando
por el techo?
_Precisamente, si están en el techo es porque no pueden
entrar. El secreto es mantenerlos ocupados hasta el amanecer. Quizás yo pueda
entretenerlos acá para que no hagan tanto daño a otros por allá. Sé lo que
buscan, y sé muy bien lo que quieren hacer esta noche.
_Estás loca.
_Muchas gracias por el elogio. Pero no se preocupe, estoy
bien.
_Voy para allá.
_ ¡No! No le voy a abrir la puerta. Se va a tener que
quedar afuera con ellos y no se lo recomiendo. Tienen que abrir el portal
sacrificando sangre pura, y usted la tiene, aunque está dormido y no lo sabe.
Puede ser presa fácil.
_Sangre pura…
_Sí señor. Como yo _. Y la voz de Florencia quedó flotando
en el aire. se había cortado la comunicación.
Cuelga el teléfono, y desde donde está puede ver la
ominosa oscuridad del barrio como algo con vida propia que late y se mueve
serpenteando sobre sí mismo. Hay una lengua de niebla y humo blanco que se extiende
hasta la misma luz de la estación de servicio.
Mira alrededor y recién entonces cae en la cuenta de que
está solo. Aunque el negocio está abierto, allí no hay nadie.
Se para frente a la puerta automática y esta se abre. Una
vez adentro, quiere aprovechar la situación de alguna manera. Sonríe ante la
posibilidad de abrir la caja y huir con el dinero. Pero él no es así. Tiene tan
pocas necesidades o ambiciones, que sabe con total certeza que va a salir de
allí con las manos vacías.
_ ¡Hola! _Saluda en voz alta, esperando una respuesta.
Nada. Mira del otro lado del mostrador. Abre una puerta de servicio que dice
“privado”, y nada. Todo parece haber sido abandonado minutos antes.
Vuelve sus pasos, y se dirige a la máquina de café. Toma
el vaso más grande y se sirve uno. Toma un atado de cigarrillos y se va.
"Ahora sí sos todo un delincuente", se dice a
sí mismo a través del espejo del auto, mientras apura el café que está
especialmente delicioso.
Arranca despacio contemplando la avenida desierta en sus
dos direcciones. No sabe qué hacer. Volver al barrio le parece tan nefasto como
volver a una pesadilla. Sin embargo nota con estupor que sus manos dirigen el
volante hacia la izquierda. Y después de un par de cuadras giran en dirección
de vuelta a la negrura del barrio. Intenta reaccionar. Toma el control de sus
actos por un momento y atina a doblar por una calle interna hacia el lado del
parque municipal. Para ese lado sabe que se aleja, y además que pronto
encontrará luz eléctrica. Puede verla por sobre las copas de los árboles más
lejanos.
Los faros iluminan parcialmente un entuerto de cortadas y
diagonales, que no recuerda haber transitado nunca. Intuye que está cerca del
arroyo. En algún momento tiene que encontrar un puente. El coche se sacude con
algunos baches y luego puede oír el sonido de los neumáticos pisando el
pedregullo de una calle sin pavimento. A su derecha alcanza a divisar a todo lo
largo de su campo de visión, la pared de un metro de alto que separa la calle
del Arroyo del Rey.
El motor falla. Las luces se apagan. El auto avanza
apenas unos metros más por inercia, y finalmente se detiene por completo. El
silencio es insano.
Ángel se queda dentro del auto. Algo le dice que fue
llevado hasta allí por fuerzas ajenas a su voluntad, y comienza a tomar
conciencia de su verdadera situación. Trata infructuosamente de arreglar su
visión para ver en la oscuridad. Un momento después puede distinguir los
contornos a su alrededor. Sobre su izquierda, hay una fila de casas bajas
hundidas en el terreno casi hasta la mitad, que parecen estar abandonadas hace
más de medio siglo. No tienen puertas ni ventanas en sus aberturas.
Unos metros más adelante distingue un puente. Aunque no
reconoce de cuál cruce se trata, le es imperioso ubicarse si quiere emprender el
retorno a pie hasta su casa. Su conocimiento de mecánica es nulo. Muy poco
puede hacer. Ni siquiera sabe qué pudo haber fallado. Pero el sólo hecho de
pensar en bajar del auto le hiela la sangre. Hay algo maligno alrededor.
Vuelve a dar el arranque y nada. Instintivamente traba
todas las puertas y se hunde en su asiento para pensar. Se maldice por no tener
un celular como cualquier ser humano normal de esta época.
“A veces es muy alto el precio de ser un ermitaño"
se dice a sí mismo a través del retrovisor.
La mañana se ve muy lejos como para esperarla allí.
Dormir es imposible.
Pronto sus cavilaciones se interrumpen. Un parpadeo de
luz en la distancia hacia el oeste, ilumina el contorno de las casas que
parecen pequeñas capillas. De los techos en vez de chimeneas, se elevan
rústicas cúpulas y torres. No hay cruces ni ningún símbolo religioso sobre
ellas. Ahora Ángel tiene la extraña sensación de estar en medio de un
cementerio, pero eso es imposible. No hay ningún cementerio en esa zona. Vuelve
a mirar en torno para reconocer el sitio donde se encuentra, pero nada le es
familiar, salvo el arroyo.
Reconoce que el resplandor en la distancia tiene que ser
un fuego bastante grande. Piensa caminar hacia allí y ver si encuentra a
alguien para poder ubicarse y pedir un teléfono. "Deben ser vecinos
protestando por el corte de luz" se miente y lo sabe. Quiere aferrarse a
una esperanza. Pero para eso hay que salir, y no se siente tan predispuesto
todavía. Enciende un cigarrillo y se busca en el retrovisor para darse ánimos.
Pero el espejo esta vez le devuelve una imagen que no es la suya. Ve un hombre
inclinado sobre la luneta trasera, mirando hacia adentro del auto con una
sonrisa macabra congelada en el rostro. El cigarrillo recién encendido cae
salpicando de chispas todo el tablero. Ángel se da vuelta para ver de quién se
trata pero allí no hay nadie. La respiración se acelera y un calor sofocante le
sube a la cabeza. Intenta apagar el cigarrillo que cayó entre los pedales y las
chispas que cayeron sobre el asiento, cuando de reojo vuelve a ver el rostro en
el espejo. Se da vuelta una vez más y con estupor comprueba que atrás del auto
no hay nadie, y que sin embargo, esa imagen sigue ahí en el espejo. Es entonces
cuando un extraño estado de ánimo, una frialdad ajena a su temperamento, se
apodera de Ángel y decide por fin salir del auto.
Una horda de entes apenas visibles en la oscuridad surge
de la calle desierta y lo rodea susurrándole incoherencias al oído.
_Estamos listos.
_No te asustes. Somos uno contigo.
_Es la hora. Es la hora.
Ángel se detiene en medio de la calle. Aquellas palabras
despiertan una urgencia loca en su interior. Siente llegar la euforia desde
alguna lejanía interna. Con gesto grave, encara a esas criaturas intentando
atraparlas con su atención, pero falla. Son inasibles.
_Te estábamos esperando.
_Todos somos uno.
_Asmodeus.
Las voces susurrantes lo llevan al paroxismo y comienza a
reír a todo pulmón. Las lágrimas caen por sus mejillas y casi no puede respirar
de la risa, cuando ve su propio auto ponerse en marcha y a él mismo sentado
adentro, con la misma macabra sonrisa del espejo congelada en su rostro.
Sabe perfectamente a dónde se dirige y no puede hacer
nada por evitarlo. Esto le provoca todavía más risa. Desesperado, súbitamente
consciente de todo, cae al suelo contorsionándose hasta la agonía. Desde las
casas, un millar de ojos como brasas, lo contemplan.
27 -
Florencia caminaba de un lado a otro de su casa con los
ojos cerrados, concentrada, sosteniendo el perímetro de protección. Mantenía
los ojos así porque no quería ver los ominosos rostros asomados a las ventanas,
gesticulando, haciendo muecas horribles, con el fin de asustarla y así
dominarla por el miedo. Hasta ahora no lo habían logrado. Lo peor eran los
ruidos y las voces. Emitían leves chillidos, y decían frases sueltas,
inconexas, pero con entonaciones sugerentes. Había pensado en taparse los oídos
también, pero los necesitaba para estar atenta a su madre, y al teléfono; sabía
que el periodista estaría llamando durante la noche entera.
La técnica para sostener un perímetro como ese, la había
aprendido por su cuenta durante su más temprana infancia. Era una niña de cinco
años cuando su padre murió de una enfermedad desconocida fulminante. Ella a
pesar de su edad sentía el miedo de su madre, sola por las noches en medio de
ese campo. Fue entonces cuando su madre empezó a consumir somníferos, y nunca
los dejó. Florencia sentía que de algún modo ella podría mantener el lugar
seguro, con solo usar su imaginación. El método era simple: recorría todo el
perímetro de la casa con una luz verde proyectada desde el punto justo detrás
de los ojos, y esta se quedaba allí durante horas. La luz, o mejor dicho, el
color tenía la facultad de detener a cualquier invasor. Lo comprobó años más
tarde cuando vio que durante las noches no entraba ningún insecto. Ella misma
había visto cómo las cucarachas y las polillas se detenían ante el color y no
lo traspasaban.
La técnica la fue perfeccionando de acuerdo a las épocas
y con el tiempo, tuvo la certeza de que esto funcionaba también con los
humanos. Durante los asesinatos del ochenta y cinco, se encontraron cadáveres
en las tosqueras cercanas, cuyos perpetradores tenían que haber pasado frente a
su casa. Y luego, en la ola de secuestros y asaltos que sacudió el barrio en
los noventas. Ella siempre había sido la testigo solitaria de tiros, corridas,
autos sin luces; todos pasaban por allí como si la casa no existiera.
Pero esta vez el perímetro estaba pasando su prueba de
fuego. Florencia rogaba que ningún gato o roedor se filtrara en la casa por
algún recoveco, porque se desarmaría al instante. Cualquier vertebrado podía
desarmarlo, y aunque ella era capaz de restablecerlo en segundos, sería
suficiente para que los merodeadores entraran. Y si no lo había hecho hasta
ahora era porque la sustancia que sostenía el perímetro estaba hecha de pura
voluntad. La voluntad de una mujer ausente del mundo, pero despierta en
espíritu, de sangre pura, era algo que esas entidades no podían doblegar.
Eran las dos y media de la mañana y estaba resistiendo el
embate contra su casa con todas las armas que disponía. Rezaba un Rosario de
enormes cuentas como una sonámbula, recorriendo todos los rincones para
reforzar el perímetro de protección. Podía oír pequeños golpeteos en las
ventanas, y de a ratos, urgentes llamadas a su puerta. Luego empezaban las
voces. Unas susurrantes, otras graves e hipnotizantes. Ellos tenían un extraño
dominio sobre el logos; ella lo sabía. Pero aún así podía resistirlo.
El conocimiento directo de estas extrañas complejidades
le venía a Florencia naturalmente cuando ella lo necesitaba. Por ejemplo,
durante los días previos ella había estado recibiendo mucha información acerca
de la secta, pero aún más acerca de Asmodeo. Según lo recibido, esta entidad
era una especie de logos perdido intentando retomar el camino a su entelequia a
través de un mundo espejo del nuestro. Pero ese espejo deformaba las cosas y
doblaba el tiempo en curvas imposibles de transitar de manera lineal. Por esa
razón sus rituales dependían de la ofrenda de sangre humana, porque es el
elemento síntesis de la vida y con ella se moldea la voluntad del mundo,
volviéndose maleable al operante. La sangre pura es mucho más potente pero a su
vez escasa. Esta condición no tiene nada que ver con la raza, pero sí con la
predisposición gnóstica esotérica a despertar espiritualmente. En el caso de
Florencia su poder era todavía más patente al tratarse de una virgen de más de
veinte años, y por su condición de albina; una rareza en sí misma.
28 -
El coche de Ángel se manejaba solo por las calles. Su
sonriente doble, simplemente viajaba sentado mirando al frente como un muñeco
sin vida. El vehículo parecía saber la dirección que debía tomar a la
perfección. Fue cuestión de minutos para que sus neumáticos pisaran la gramilla
de la entrada de la casa de Florencia. Fue ese sonido el que se filtró por los
agudos oídos de la albina que no tuvo más remedio que abrir los ojos.
Después del encandilamiento inicial a causa de los faros
del coche, el horror le erizó la piel. Un sinfín de sombras de todos los
tamaños y formas se movían por todos lados; unas trepaban, otras reptaban.
Ahogó un grito con sus manos. Pero aún así tomó coraje para acercarse a la
puerta a espiar por la mirilla. Era el auto de Ángel. Lo insultó por lo bajo
por haberle desobedecido, pero en el fondo agradecía el gesto. Ángel había
llegado justo cuando se estaba empezando a sentir sola y vulnerable.
Florencia ahora estaba en una encrucijada. Sabía que si
lo recibía, habría un momento de zozobra en el que iban a estar los dos
totalmente expuestos. Ella temía que Ángel no pudiera ver las criaturas a
simple vista, y lo asaltaran en el camino a la casa. Aparentemente no las podía
ver, porque caminaba sin apuros. Abrió el capó, lo dejó así. y comenzó a
caminar hacia la puerta.
Florencia se apuró a sacar las trabas y abrir con sus
llaves, para esperarlo preparada. Extrañada vio como las criaturas de pronto se
quedaron quietas, expectantes. Ninguna lo atacó. Al contrario, parecían
observarlo con temor. “Es su sangre pura la que los paraliza”, se dijo
Florencia, para tranquilizarse, mientras abría la puerta.
_Entre… ¡Apúrese, por favor! _ Ella frunció el ceño
intrigada por su extraña actitud. Apenas podía ver la silueta de Ángel parado
justo a un metro de la entrada. Cuando su vista se adaptó a la oscuridad
exterior, descubrió con estupor la horrible mueca en el rostro. Esa sonrisa
desquiciada la paralizó de espanto. Fue demasiado. Su mente se desconectó, y
cayó desmayada hacia adelante, como por inercia, justo a los brazos de Asmodeo.
29 –
El fuego mayor arde en la cruz de los franciscanos. Ya
están los doce reunidos. El coche de Ángel, sin luces, se acerca por Garibaldi
lentamente. Los miembros de la secta lo contemplan estáticos. La transfigurada
sonrisa de ese rostro desconocido que conduce, les da la certeza que estaban esperando.
Asmodeo había ascendido. Todo el bosque vibraba con un odio visceral sin
nombre, reclamando el alimento predilecto del macrobio que estaba parasitando a
Santa Catalina.
Asmodeo baja ceremoniosamente del coche. Hace una
reverencia a los presentes y saca del baúl el cuerpo de Florencia inconsciente.
El vértigo sacude a todos en el momento en que las fauces del macrobio se
abren. El cielo se inclina hacia el este y desde allí, donde debería asomar el
amanecer, aparecen unos imposibles ojos refulgentes en la negrura. Asmodeo
carga a la víctima en dirección al altar. Está a punto de ofrendar a la virgen
blanca, para así cancelar permanentemente la luz del día sobre esas tierras. En
su lugar sólo quedara una copia barata de lo que fue alguna vez el barrio, que
terminará diluyéndose ante el paso del tiempo, y quedará en el olvido. Ya nunca
el verdadero sol alumbrará el bosque ni la iglesia. Un espacio híbrido se
contraerá como una herida al cicatrizar, hasta comprimir todo en un par de
metros cuadrados que la gente transitará indiferente; ajena a lo que alguna vez
allí existió. Ni siquiera en los registros, archivos, ni libros de historia,
quedará vestigio alguno.
La abominable energía saturnal asciende y se expande
sobre el terreno en torno del centro de la estrella ritual. El cielo es un
abismo abriendo sus fauces para recibir su alimento. Florencia despierta justo
a tiempo para presenciar todo el furor del sacrificio. Sacrificio en el que ya
no cesará de morir durante eones, hasta fundirse en la brea primordial que es
la síntesis de la materia humana.
Eugenio
J. Cáceres