jueves, 3 de agosto de 2017

EXTREMA UNCIÓN







_ ¡Juan! _ Retumbó una voz varonil en el silencio de la habitación a oscuras. El muchacho, entre sueños, no reconocía la voz como la de su padre ni la de nadie conocido. Un pánico ancestral estremeció su mundo, que por aquel entonces no era otra cosa que un desierto interminable; gris el cielo, gris la tierra.
_Juan_ Repitió la voz imposible del Anciano de los Días que se asomaba a la vida de aquel joven de diecinueve años, como a tantos hombres en el pasado, en la más absoluta intimidad.
_ Juan, despierta y escucha ¡Has sido elegido, regocíjate! Bendito seas entre los tuyos.
El joven se incorporó ya consciente de que algo único le estaba sucediendo. Recordaba haberse dormido rezando entre lágrimas, en una de sus frecuentes crisis existenciales, que gracias a su precoz sentido común, asociaba a esa conflictiva etapa de la vida que estaba atravesando; la adolescencia.
Fijó su mirada en la penumbra, pero allí no había nada. Miró la ventana cerrada, la luz de la calle se filtraba a través de la persiana. Nada.
Desconcertado, bajó de la cama, se arrodilló a un costado y se puso a rezar. Después de dos Padrenuestros, la voz resonó otra vez en su oído interno.
_ ¡Bendito seas!  Juan, regocíjate. Prepárate para ser un siervo agradable a los ojos del Señor.
_ ¡Señor! _ Gritó Juan en la soledad de su cuarto y rompió en un llanto mezcla de gratitud y temor. Aquel temor reverencial, paulatinamente se fue transformando en el más puro terror, ante el cual no cabía más alternativa que la sumisión absoluta.
_ ¡Señor! _ Repitió Juan y escuchó atentamente el silencio vacío esperando una respuesta. Pero Dios ya no contestó, sin embargo él aún sentía su poderosa mirada omnipresente en todas las cosas. El alma le vibraba llena de una sublime alegría.
Así fue que al día siguiente transmitió a su familia, previa reseña de lo ocurrido, la firme determinación de ingresar a un seminario para ser sacerdote católico. Su familia, aceptó la decisión con estoica resignación ya que eran fervientes católicos y no dudaron ni por un segundo lo que Juancito les había contado con lágrimas en los ojos. “El señor se mueve de maneras misteriosas”, pensaban para no inquietarse respecto de la salud mental de su hijo.



Sus días en el seminario, transcurrían en una especie de sopor místico que el mismo ámbito contagiaba a los internos y se movía entre sus arrobados espíritus con todo el poder de la fe. Él sinceramente pensaba que todos sus compañeros habían sido llamados en medio de una experiencia sobrenatural como la suya. Aunque, a veces, una especie de arrogancia le hacía suponer que con los demás solo habían hablado mensajeros menores, ángeles o quizás algún santo, pero nunca Dios mismo en persona. La realidad distaba mucho de sus expectativas y con el tiempo fue descubriendo que la verdad era que nadie de entre los seminaristas ni siquiera entre los sacerdotes, había tenido una experiencia como la suya.
Durante aquellos años obedeció a sus superiores con la misma pasión con que había obedecido a esa voz que había irrumpido en su habitación para cambiarle la vida para siempre, y en un espontaneo gesto de humildad, había decidido no referir a sus compañeros nada al respecto, entre otras cosas, para no desalentarlos. Para que no se frustraran por no haber escuchado todavía la voz inefable del Señor. Cada vez que se tocaba el tema, él solo se limitaba a decir que el llamado lo había sentido en lo más profundo del corazón. Poco a poco, su inocultable entusiasmo fue ganando el favor y la simpatía de todos.
De la nueva camada de seminaristas, Juan se había destacado casi desde el primer día. Una beatífica luz le iluminaba la mirada durante las oraciones, una sonrisa amanecía con él y se quedaba, inseparable, hasta última hora. Nada lograba ensombrecer su ánimo ni nadie igualar su energía, a tal punto, que era el último en acostarse después de recorrer los pasillos apagando las luces de los claustros de todos sus compañeros desde afuera, con un “que Dios te bendiga, buenas noches”. Desde adentro sólo respondían los trasnochados que se habían quedado leyendo la Biblia o rezando con el librito de las oraciones, pero en la mayoría de los casos su saludo ya no era contestado, porque en su interior, los futuros sacerdotes dormían profundamente.
Se podría decir, que Juan fue el puntal anímico de aquel grupo que recibió las dotes, casi sin tropiezos ni deserciones. Sólo un incidente empañó la magia de esos días y fue el mismo Juan quien sacó adelante al hermano caído.
Una de esas noches mientras recorría las habitaciones despidiéndose de todos, desde el interior del claustro donde dormía el hermano Gabriel, ciertos estertores atípicos llamaron la atención de Juan, quien se detuvo ante la puerta unos segundos antes de apagarle la luz. En vez de darle las buenas noches, Juan se acercó más a la puerta y como si le confesara un secreto a la veteada madera dijo “estoy por apagar la luz”. Adentro el sonido siguió y entonces Juan, elevando un poco el tono de su voz le preguntó si se sentía bien a lo que Gabriel no respondió. Juan, preocupado, ya que él estaba a cargo de las urgencias nocturnas que pudieran surgir y recientemente había ocurrido un caso de apendicitis grave que de no ser por su acertada intervención, el joven podría haber muerto, decidió entrar y asegurarse de que todo estaba bien. Pero no estaba preparado para ver lo que vio. Gabriel se estaba masturbando, agazapado en un rincón. Lo que más impactó a Juan, fue que lo hacía de rodillas, como si rezara ante la imagen de una revista en la que sólo pudo distinguir figuras de hombres. La revista estaba parada sobre una pila de libros grandes, lo que le daba la apariencia de improvisado altar pagano. Libros entre los cuales Juan no podía siquiera imaginar que se encontrara la Biblia. Pero así fue, quedaron grabadas en sus retinas las doradas letras en el lomo del último libro sobre el cual se sostenía la revista; “El Libro del Pueblo de Dios” se leía.
Aunque Juan estaba sumamente contrariado, sabía que a esa edad la carne es débil, no comunicó a las autoridades el hallazgo y decidió ayudarlo por su cuenta. Lo primero que hizo fue quemar las revistas y juntarse a rezar con Gabriel cada noche, a la hora crítica en que la tentación agitaba la sangre del seminarista.




Habiendo recibido las dotes sacerdotales, lo único que le quedaba era esperar para saber cual sería su misión para la obra de Dios. Cuando por fin recibió la carta del obispado, aún sin abrirla, sintió una emoción inmensa. Su futuro estaba por revelarse. Allí, en ese sobre, estaba su destino escrito de puño y letra por Monseñor Ginnelli; la mano que había elegido Dios para manifestar su voluntad. Y su voluntad era depositar en Juan, la responsabilidad de dirigir el servicio sacerdotal de urgencia de toda la diócesis, con cinco parroquias y siete capillas a su cargo y una oficina propia en la catedral.
Una prueba difícil, pero sin dudas gratificante, como todas las pruebas que el Señor solía poner en el camino a todo buen cristiano.
Cuando entró por primera vez a la que iba a ser su oficina en el edificio anexo de la Catedral, se encontró con el padre Darío, quien dejaba el cargo para dirigirse al sur, donde lo habían destinado. El padre Darío estaba exultante de alegría y Juan lo entendía perfectamente.
_Le deseo la mejor de las suertes_ dijo el padre Darío_ y le aseguro que la suya es una hermosa misión espiritual.
Dejó sobre la mesa una carpeta con nombres y direcciones que, según dijo, era conveniente tener siempre actualizada. Se trataba de las personas cuya muerte era inminente y cuyos familiares ya se habían comunicado con el servicio para tener todo coordinado. Juan le agradeció, le deseó suerte y se abocó de lleno a su tarea.
En aquellos primeros días, Juan sentía esa mezcla de entusiasmo contenido y osadía, que había sentido durante sus años como seminarista, sabiendo que el mismo Padre Eterno lo había convocado en persona, sin intermediarios. Recorría los pasillos y galerías del seminario haciendo ondear los pliegues de su sotana, de manera tal, que estos parecían prolongarse en estelas sobre el aire que brillaba a la luz del sol, traspasando los ventanales en forma de rayos, como en una nimia evocación de las tantas manifestaciones de Jehová en el antiguo testamento.
Bajaba y subía escaleras sin ningún apuro. Se detenía en todos los detalles y se daba al lujo de abandonarse a la contemplación. Nada agitaba su alma. La Iglesia, ahora su madre y esposa, lo sostenía en el camino correcto y él sólo tenía que servirle con toda devoción. Este era el ánimo que llevó a Juan a esmerarse tanto en su tarea de coordinador del servicio sacerdotal de urgencia.
La oficina estaba ubicada en un codo de la construcción que daba a la esquina, donde habían tapiado las ventanas con material, por el peligro que representaban los frecuentes accidentes automovilísticos por el cruce de la avenida y una calle muy transitada. Sin ventanas, aquél esquinado espacio, alto como una capilla, presentaba un color celeste pastel en las paredes que contrastaba con el blanco del techo. El escritorio de madera oscura, maciza, gravitaba en el centro de la habitación, como un navío a la deriva. El antiguo teléfono negro en el centro del mueble, apenas era acompañado por una pila irregular de papeles y una enorme carpeta forrada con papel araña azul. La etiqueta decía:
S.S.U.

Diócesis

Santa Catalina.

Al lado de cada apellido ordenado alfabéticamente, había una detallada información del moribundo y su estado de salud desde la última visita. En algunos casos, se podían encontrar breves transcripciones de partes médicos juntos con la fecha y hora, en rojo.
Después de haber organizado las distintas delegaciones para asumir el funcionamiento para todo el año, no le restaba más que esperar. Solo, en silencio, en aquella opresiva oficina, leyendo y releyendo con avidez las sagradas escrituras.
Después de días, justo en el momento en que su mente corría ciega hacia la peligrosa pregunta, ¿Qué estoy esperando? Por primera vez, la todavía desconocida campanilla del teléfono, sonó.
_Servicio sacerdotal de urgencia ¿Quién habla?
_ Hola Padre, Lidia Fernández_ Dijo la trémula voz de una anciana del otro lado de la línea.
_Buenas noches, señora _ Dijo Juan.
_ Padre, mi marido se puso muy mal y desde hace una hora se agravó y tengo miedo que no pueda recibir el sacramento_ Y mientras la anciana decía estas palabras, Juan ya había encontrado en la carpeta azul, la dirección de donde lo estaban solicitando.
_Ya estoy saliendo para allá. Adiós.
_Gracias, pero... _ Sin dejarle terminar la frase, Juan ya había colgado. No era mala educación, pero el sacramento era lo más importante.
Cuando llegó a la antigua casa con galería lateral, la anciana lo estaba esperando en la entrada.
_Pase Padre, por acá.
Adentro, Juan pudo sentir el ambiente lúgubre, un tanto espeso, que antecede a la muerte. Desde la habitación en penumbras, el estertor entrecortado por tremendos ataques de tos, le dieron la pauta de la situación del moribundo.
Apenas se recortó contra la luz que entraba por la puerta la importante silueta del Padre Juan, el viejo se irguió como pudo y comenzó a insultarlo presa de una ira descomunal. Juan, enseguida pensó en la posibilidad de una posesión demoníaca; algo que solía ocurrirles a algunas personas próximas a la muerte, cuando el demonio cree que puede llevarse un alma porque le pertenece. Pero, por supuesto, Juan había sido preparado para una situación como esa y aunque fuera la primera vez que veía un fenómeno de estas características, se sentía confiado y seguro de sí mismo.
El viejo no parecía insultar a Juan como persona, sino a lo que él representaba en aquel momento allí. La anciana tomó por el brazo a Juan y lo sacó de la habitación. Compungida le dijo que lamentaba mucho lo que estaba sucediendo, pero que ella sentía la necesidad de que su marido reciba el último sacramento a pesar de su negativa.
_Con el padre Darío ya nos había sucedido antes, pero él tenía la esperanza que en el último momento su corazón se ablandara y sintiera deseos de descansar en la gloria del Señor. Lo que pasa es que está grave hace ya varios años y cada vez que llamo al servicio es la misma historia, se pone como loco y hasta pareciera que se niega a entregar su alma y descansar en paz.
Juan no sabía qué pensar al respecto. Vagamente había entendido que la anciana deseaba que su marido se convirtiera en la hora final, pero también había notado notó en ella cierta urgencia para que el viejo dejara de aferrarse a la vida.
_Señora es necesario que usted me diga sí su marido recibió todos los sacramentos._  Dijo Juan.
_Todos Padre; bautismo, comunión, confirmación, matrimonio. Lo que pasa es que con los años se volvió más y más escéptico._  respondió Lidia.
Volvieron a la habitación donde el viejo ahora se quejaba amargamente de unos dolores. Parecía no quedarle más que un par de minutos de vida. Esta vez ni siquiera había advertido la presencia  del sacerdote a su lado, junto a la cama.
Entonces Juan comenzó orar. Siempre ante la duda había que rezar para que el Señor iluminara el entendimiento y el corazón, además el moribundo parecía necesitar más que nunca de la misericordia divina. En ese momento, el viejo volvió a abrir los ojos y otra vez estalló en un incontenible ataque de ira.
_ ¡Pero la puta que lo parió!, ¿Por qué no se van Dios y la santa Iglesia a la mismísima mierda? ¿Eh? ¡pollerudos! ¡Déjenme morir tranquilo! _Gritó el moribundo antes de sucumbir a un violento ataque de tos.
Juan hizo oídos sordos y siguió rezando por el enfermo abnegadamente toda la noche. Durante todas esas largas horas, el viejo sufrió lo indecible, pero no sucumbió al dolor en ningún momento y cada vez que Juan le ofrecía confesar todos sus pecados, el viejo reunía sus pocas fuerzas para volver a insultarlo.
Juan, por fin, a la mañana siguiente se fue un tanto contrariado. Sabía que había piedras en el camino, pero que a pesar de todo nada lo debía detener. Después de su trascendental experiencia y su posterior conversión, ninguna adversidad seria lo suficiente como para hacerlo retroceder.





Después de varios días, otro llamado sonó en la solitaria oficina resquebrajando el frío de tanto mármol y silencio.
_Servicio sacerdotal de urgencia, hola ¿Quién habla?
_Adolfo Saenz Larragui. Necesito la presencia de un sacerdote a la brevedad. De esta noche no paso._ Se oyó un resoplar entrecortado en la línea y después una pausa. En ese momento, Juan comprendió la gravedad de la situación.
_Cálmese señor, dígame su dirección, por favor._ Y se apresuró a anotar en la libretita que llevaba siempre consigo en el bolsillo.
_9 de Julio, 1534.
_Ya salgo para allá._ Y sin esperar respuesta alguna, colgó.
Era una de esas casas estilo inglés de principios del siglo pasado. Por fuera lucía un tanto descuidada, en lo alto de sus paredes, grandes grietas cubiertas de musgo descendían hasta que se perdían en un espeso remolino de enredaderas salvajes. Juan entró sin llamar, las puertas estaban sin llaves. Todo el aspecto sombrío de su fachada, revelaba el opresivo ambiente interior apenas habitado por aquel ser agonizante, que lo esperaba sentado en una cama con respaldar de bronce y rosario gigante colgado sobre la cabeza.
_ Padre, no tengo fe y me estoy muriendo._ dijo el anciano apenas lo vio.
_Algo de fe debe quedar en tu alma para que hayas tenido fuerzas para llamarme._ dijo Juan.
_Usted no entiende nada, no sabe lo que es estar muriéndose y no tener ni siquiera una estúpida fábula en que creer. Lo envidio, no sabe lo que daría por lograr una paz como la que debe habitar en su alma de creyente y sacerdote.
_ Bueno, si usted deja entrar a Cristo en su alma, esa paz estará con usted  para siempre...
_ No es tan fácil, yo ya sé demasiado y nadie me puede convencer a mí con un cuento para chicos.
_No es un cuento, si usted lograra abrir su alma...
_Justamente de eso se trata, ¿de qué alma me habla? Yo no soy más que este despojo de vísceras infestadas y huesos carcomidos. Sólo puedo creer en mi realidad, en lo que siento; dolor e incertidumbre. Ustedes hablan de un tipo que vivió hace dos mil años en Palestina ¿yo qué tengo que ver con eso? Yo vivo acá y me estoy muriendo acá. Allá no sé, pero acá no hay profetas ni carrozas de fuego y por lo que sé, jamás las hubo.
_Usted está en una situación muy delicada y yo le recomendaría que no pensara más en esas cosas. Es para peor. ¿Por qué no reza conmigo y se entrega al Señor?
_ ¡Porque estaría mintiendo! ¡A usted! ¡A mí mismo!
_Deje en manos del Señor sus dudas.
_Pero no se da cuenta que eso es imposible, para mí su Señor no existió nunca, fue un invento de un par de vivos, llámense escribas, terratenientes, etc. En definitiva; el poder. Así se aseguraron que sus explotados se resignaran a su destino de sufrimientos y sacrificios para ir al Cielo. Claro, cómo no van a existir injusticias en el mundo, si su propio Salvador también las padeció. Y esos tipos, siempre viviendo a costillas de los demás… y su Vaticano, manejando el dinero de la mafia y bendiciendo armas.  ¿Se da cuenta?
_Lo que veo es una fuerte negación, pero a la vez, sus ganas de creer me dicen que su alma tiene salvación. Déjeme orar por usted.
_ Mejor dígame cómo hace usted para creer en semejante pavada.
_Orar no es ninguna pavada, orar es hablar con Dios.
_ ¿Sabe que me gustaría?
_ ¿Qué?
_Que me deje solo. Usted me irrita. Yo pensé que un hombre de fe me podría convencer con sabiduría, con argumentos válidos, pero usted sólo quiere ponerse a rezar. Usted sólo quiere alardear que habla con Dios en sus oraciones, y todo eso no es más que el fruto de su exaltada imaginación, justificada por la complicidad de otros tan auto engañados como usted, que se jactan de ser los dueños de la verdad. Y yo que me estoy muriendo, yo que estoy a un paso de saber La Verdad, tengo que soportar que uno tan o más ciego que yo, me quiera hacer creer que habla con Dios.
Juan no podía creer lo que escuchaba. Creció en una familia de creyentes y había estudiado desde niño en colegios católicos, a su alrededor nadie jamás dudó ni por un segundo de la existencia de Dios, de Jesús, de la Virgen y de todos los Santos. Las blasfemias que el anciano profería eran demasiado para él. Tuvo que reconocer en lo más profundo de su ser, que no estaba preparado para lidiar con situaciones como esa y por primera vez desde que le habló el mismo Dios, dudó y el mundo tembló bajo sus pies.
_Deje de rezar por mí y explíqueme cómo es posible que un hombre con dos dedos de frente, se la pase hablando de cosas que no ve y asegurando cosas que no sabe._ Un estertor pareció tensar el hilo de vida del cual pendía el viejo, hasta el límite de cortarse. Juan se preparó, pese a todo, para darle el sacramento; siempre estaba la posibilidad de un sincero arrepentimiento a último momento y una unción llena de fe, pero nada de eso sucedió. Las amargas sentencias del viejo y las oraciones que, por momentos, hasta a Juan le parecieron ridículas, se prolongaron hasta el amanecer.
Juan, abatido, se retiró dejando al anciano durmiendo y volvió a la oficina. Pensó en quedarse en la iglesia para la misa de ocho, como un buen ejercicio para renovar la fe y sacudirse aquella negra noche de sus espaldas y de su alma. Así que se quedó en la oficina, ordenando sus ya mil veces ordenados papeles.
Se disponía a pasar la dirección de la casa donde había estado de su libreta a la carpeta azul, cuando vio que ya estaba anotada con la letra del padre Darío. “Saenz Larragui, Adolfo, 9 de Julio 1534” y en la columna de visitas, más de tres el último semestre y otras tantas el año anterior. Su corazón volvió a latir en paz, al parecer, desafiar la fe de los pobres principiantes era el último pasatiempos de aquel viejo. Pero esa paz no duró mucho, a los diez minutos volvió a sonar el teléfono. Era Lidia Fernández que decía que esta vez sí, el marido se le iba. Pero no fue así.
Luego de repetirse varios llamados como ese, la mayoría falsas alarmas y casi siempre de las mismas personas, por fin hubo un deceso. El hombre, un creyente. Se confesó, Juan lo ungió y abandonó este mundo como Dios manda. Pero fue recién después de varias semanas, que aumentó considerablemente el requerimiento de sus servicios. Se trataba de verdaderos enfermos terminales a quienes, en la mayoría de los casos, logró hacer que se arrepintieran de sus pecados, justo a tiempo para recibir el sacramento. Escuchó con lágrimas en los ojos confesiones sentidas y sinceras, y vio en la mirada final, un brillo de esperanza que lo reconfortó y lo hizo volver a creer en su capacidad para tan delicada función.
Con el correr de los días se fueron presentando más y más unciones, y sus conversiones seguían siendo exitosas. Algunos de esos casos, suscitaron comentarios en las más altas esferas de la diócesis. Fue por esos días, que el obispo mandó a llamar a Juan a su oficina.





_ Juan, me han informado que tu tarea al frente del servicio sacerdotal es ejemplar y quería felicitarte. Estamos muy contentos con tu dedicación.
“A veces, Dios nos pone a prueba y esa prueba es en sí misma, el premio. Por esa razón, siempre hay que estar dispuesto a sacrificarse cada día más y ser verdaderamente digno de ese premio. Tu función en la Iglesia es esa prueba y estás sirviendo bien al Señor, así que espero que en adelante sigas en constante progreso personal y espiritual.”
Los ojos de Juan brillaban con la más pura luz del alma, mientras sus oídos alcanzaban a registrar algo acerca de un considerable aumento en el presupuesto.
El obispo le dio la bendición y despidió a Juan que estaba en un estado de bienaventuranza total. Algo aleteaba en su corazón con fuerza, a tal punto, que apenas salió de aquella oficina, se puso en marcha para darle al servicio un nuevo concepto, mucho más moderno, totalmente informatizado.
La idea del 0-800 se le había ocurrido esa misma noche entre oración y oración, mientras rezaba agradeciendo por el voto de confianza que había recibido del obispo. El nuevo proyecto no lo discutió con nadie, ya que se sentía con suficiente autoridad para tomar decisiones por sí mismo.
Al día siguiente, los sacerdotes que trabajaban bajo su supervisión recibieron las nuevas instrucciones acerca de cómo debía funcionar el servicio en adelante. Las directivas eran tomadas con alegría y un poco de desconcierto, por lo novedoso del asunto. Pero en el fondo todos imaginaban que la sugerencia había venido del propio obispado y ninguno se atrevió a cuestionar nada al respecto.
A los dos días además de un aviso clasificado en el diario local, se podía ver en las paradas de colectivos y en las estaciones de tren, los carteles de un sobrio color lila y letras amarillas:

Servicio Sacerdotal de Urgencia
Santa Catalina
0800-UNCIÓN

A los pocos días, una cantidad de llamados hicieron colapsar el precario sistema que se había instalado en las oficinas de la catedral. Lo peor fue que la mayoría de esos llamados se trataban de bromas pesadas. Direcciones inexistentes, personas que gozaban de excelente salud, departamentos de mujeres que anunciaban en el rubro 59. Y lo peor del caso era que los sacerdotes no podían desatender a ninguna llamada, ya que se podría tratar de un caso real.
El caos fue total. En el obispado, no podían explicarse de donde había sacado el padre Juan, aquella descabellada idea. Por esos días recibió otra carta del obispado, esta vez firmada por el Padre Alfonso, quién había dado varias cátedras en su curso y quien se había ganado el afecto incondicional de todos los seminaristas, en la que ahora amonestaba gravemente a Juan llamándolo, entre otras cosas, necio, irresponsable y culpable de haber puesto a la Iglesia en ridículo, rebajando al servicio sacerdotal de urgencia y su santa misión, a la altura de un vulgar aviso clasificado. En la carta, además se daba la terminante orden de cancelar el proyecto y se lo citaba para que se presentara ante las más altas jerarquías de la diócesis después de las Pascuas de la Resurrección.







Juan sintió todo el peso del fracaso, había defraudado a la iglesia y al mismo Dios que había hablado en su corazón. La cuaresma lo arrebató en una orgía de dolor y abatimiento, languideciendo a causa del intenso ayuno que se había impuesto. Su habitación, que antes desbordaba de fe y alegría, se había transformado en su celda de penitente. Allí, encerrado, lavó con lágrimas su alma y rezó más que nunca antes en su vida.
Para el viernes Santo, estaba dispuesto a morir en la cruz si era necesario. Desvelado por la angustia, Juan se paseaba por los pasillos del seminario a altas horas en la penumbra como un alma en pena, añorando la elemental felicidad que había experimentado entre esas mismas paredes, no hacía mucho tiempo atrás. Sus pasos resonaban huecos en las galerías tristes, cuando un sonido fuera de lo común le erizó la piel. Era una respiración animal que parecía provenir de todos lados. Juan presintió la abominable presencia del maligno como una coagulación de la misma oscuridad. Más adelante, las enormes cortinas moradas de los ventanales se agitaron como con vida propia, allí parecía estar la misma bestia agazapada en un rincón para saltarle encima y terminar de devorar lo quedaba de su atormentada alma. Paralizado por el terror, Juan experimentó una súbita ola de coraje cuando supo que ya no tenía nada que perder y al mismo tiempo tuvo la fuerte sensación de que ésta sí era una verdadera prueba. Se refugió en su profunda fe y sacó fuerzas para caminar hacia eso que acechaba en la oscuridad, con valentía. Mientras lo hacía, notó que las cortinas se estremecieron para luego aquietarse. El sonido cesó. Ahora el diablo parecía temer sus decididos pasos. Juan sonrió por primera vez en varios días. Descorrió la cortina y lo que vio lo sumió en el más básico horror. Era el Padre Alfonso de rodillas abrazando el cuerpo desnudo de Pablo, el más joven de los seminaristas.
Un grito ahogado, una maldición y el llanto de Pablo, rompieron el silencio que ascendía desde los mismos infiernos. Juan corrió a su cuarto desesperado cerrando con fuerza los ojos para borrar la imagen que se había plasmado a fuego en sus retinas. Detrás, sin correr para no alarmar al resto de los estudiantes, el padre Alfonso lo siguió hasta su habitación. Golpeó la puerta varias veces hasta que Juan por fin abrió.
_ Juan, todos somos iguales ante Dios y somos tan pecadores como cualquiera_ Dijo el padre Alfonso, con voz firme, sin perder la compostura ni la autoridad. Permanecía de pie, en el medio del cuarto; las manos juntas a la altura del pecho no parecían un ruego, sino más bien el gesto de alguien que reúne todos sus recursos en un solo instante desesperadamente.
_ Nosotros somos servidores, aspirantes a Santos y por lo tanto, más conscientes que nadie de nuestras propias faltas. Si ni siquiera nuestro Señor estuvo libre de ser tentado. Ser tentado es ser probado, y fracasar es una de las dos alternativas que existen. Para nosotros caer en la tentación es más doloroso que para alguien que no consagró su vida a Dios.
“Juan, el amor es la fuerza más poderosa del mundo y cuando aparece, es como un don del Señor, un regalo. En nuestra más tierna infancia amábamos a nuestra madre como hoy amamos a la Iglesia y es verdad que hemos renunciado a las cosas del mundo, pero yo jamás pude dejar de amar con todo mi corazón a todos ustedes, mis seminaristas. Lo que viste detrás de esa cortina es amor, en exceso, pero amor de verdad. Yo ya estoy condenado desde el momento en que ese influjo embriagador me atrapó, arrastrando conmigo al más inocente y puro de mis estudiantes. Soy débil, tengo que caer para aprender. Para saber realmente cuánto arden las llamas.”
_Pero, Pablito debe sufrir más aún, _ repliqué_ debe estar afligido y confundido.
_Yo voy a encargarme de eso, debo reparar el daño que le causé. Dios ya nos perdonó a todos. Ahora por favor, es necesario olvidar este asunto y dormir. Hasta mañana, y que la luz de la comprensión nos ilumine y experimentemos en nuestras almas el perdón, que es el testimonio vivo del amor divino. 
Y Juan se quedó solo, en el cuarto a oscuras, en medio de la noche más larga de su vida. Acostado en su cama, la duda fue tan grande que llegó a sentir vértigo, nauseas, ataques de pánico y espasmos provocados por un intenso frío interno.
El alba lo encontró a punto de desmayar del dolor. En la primera misa no pudo controlar las lágrimas, pero cuando le preguntaban qué sucedía, Juan callaba y les sonreía dando a entender que no era nada importante.
Para el mediodía, a la hora de comer, Juan esperaba ver en que estado se encontraba Pablito y hablar con él. Pero su corazón dio un salto cuando vio entrar al comedor a Pablito, sonriendo sereno, del brazo del padre Alfonso.
Esa misma tarde Juan corrió a confesarse con el padre Arturo y decidió pedir consejo acerca de lo que debía hacer al respecto. El padre Arturo lo escuchó en silencio, y cuando Juan terminó de contarle lo sucedido, sólo se limitó a despedirlo con la lacónica frase “cada uno debe ocuparse de sus propias faltas y no juzgar a los demás, solo Dios tiene esa facultad”.
Contrariado, pensó que lo mejor sería callar y no denunciar nada a nadie. Al fin de cuentas quién era él sino un pecador más, que a duras penas intentaba no caer en las infinitas trampas de Satán.
El lunes posterior al domingo de Pascuas, a Juan lo esperaban en la oficina principal del obispado. Eran las nueve menos cinco cuando llegó a la cita. En el interior, sentados a una gran mesa de roble, estaban el Obispo Francisco Martínez y sus dos secretarios, a quienes Juan no conocía. El obispo era un hombre calvo, flaco y alto, lucía una cruz imponente en su pecho y una sotana escarlata. Toda su figura le daba un aire ceremonial, hasta en sus gestos más triviales. Sin mediar siquiera un saludo, el Obispo lo invitó a sentarse en una silla, ostensiblemente más baja que la que ocupaban ellos del otro lado de la mesa.
_Padre Juan, _ dijo el Obispo_ me veo en la desagradable situación de tener que informarle que ha sido separado de su cargo al frente del servicio, debido a las desastrosas consecuencias de su proyecto para modernizar el área. Tiene plazo hasta el jueves para reorganizar el servicio como usted lo encontró y entregarle la oficina al nuevo director del servicio que será designado en pocas horas más.
_Pero yo quisiera... _ balbuceó Juan.
_Usted fue citado para escuchar mi sentencia y no tiene derecho a ningún tipo de defensa_ lo interrumpió el Obispo_ y si quiere más detalles, debería saber que el mismo monseñor Ginnelli decidió esta sentencia, porque se siente sumamente defraudado por usted, al igual que todos nosotros.
Acto seguido, el Obispo Martínez se puso de pie, y le señaló la puerta que permanecía abierta detrás de Juan. Pero Juan no se levantó, los miró a todos, uno por uno y dijo:
_Es mi deber aceptar tal castigo, sé que mi falta fue grave y pido perdón, pero tengo algo mucho más grave que informarles y mi alma no estaría en paz si así no lo hiciera.
Martínez volvió a sentarse y con un gesto lo invitó a hablar. Juan miró la puerta y quiso cerrarla, pero no se animó. Al ver esto, el Obispo le dijo que hablara sin miedo, que entre esas paredes no había nada que ocultar a nadie. Juan, más nervioso que cuando escuchaba la dura sentencia, se aclaró la garganta y en su mirada todos pudieron ver que la consternación torturaba su interior.
Al borde de las lágrimas, Juan les contó lo que había visto el viernes Santo en el seminario. Los nombres de padre Alfonso y Pablito, resonaban amplificándose debido a la acústica del amplio despacho, alarmando los oídos del Obispo y sus secretarios, y hasta los del mismo Juan que los pronunciaba. El brillo del sol contra el enorme ventanal que había a un costado de donde estaban sentados, parpadeó, y Juan creyó ver el aleteo apresurado de los ángeles, que escapaban espantados por lo qué él acababa de decir. Y esta vez ya no era el Obispo, sino Francisco Martínez en persona, el que se levantó de su ornamentado sillón y corrió a cerrar la puerta. Cuando volvió a sentarse frente al acongojado Juan, tenía la mirada perdida, vacía.
_ ¿Usted sabe lo que está diciendo? _Vociferó indignado.
_Yo sé muy bien lo que vi_ contestó Juan con valentía_ y el padre Alfonso también, porque me siguió hasta mi cuarto para hablar conmigo de lo sucedido.
_Y ¿Qué le dijo Alfonso a usted?
_Que él era débil, y que lo que yo había visto no era más que la consecuencia de su excesivo amor por sus seminaristas.
Francisco Martínez se puso de pie, golpeó la mesa y sus dos secretarios se estremecieron al unísono.
_ ¿Y usted pretende que nosotros le creamos semejante barbaridad? _ Exclamó_ Usted es un cínico que no sabe qué hacer para quedar bien parado después de la estupidez a la que rebajó nuestro servicio sacramental. ¿A ver, dígame cómo piensa probar lo que dice? ¿Acaso mandó poner también cámaras ocultas filmando en las galerías?
_La verdad está de mi lado, yo sé lo que vi._ Dijo Juan y echó a llorar de puros nervios.
_Hace bien en llorar. Espero que esas lágrimas sean de arrepentimiento._ soltó el Obispo con un gesto de timador callejero_ porque si no, lo voy a tener que sancionar con la excomunión.
A Juan se le heló la sangre y le zumbaron los oídos, tanto que no pudo escuchar cuando el Obispo le preguntaba si él le había contado todo esto a alguien más.
_ Me confesé con el padre Arturo.
_Y él, ¿Qué le dijo?
_ Que yo no debía juzgar a nadie y que esa era una facultad inherente a Dios._ Contestó Juan como si estuviera rindiendo un final oral.
El Obispo, o mejor dicho Francisco Martínez, se rascó la calva y acto seguido, su rostro se transfiguró en algo decididamente maligno. En un movimiento que a Juan le produjo verdadero terror, echó el crucifijo de su pecho hacia su espalda y se abalanzó sobre la mesa, acercando su cara a la de Juan.
_ ¿Sabe una cosa? Usted ha sido excomulgado, usted no pertenece más a la Iglesia. Yo mismo voy a promover su separación definitiva ante Monseñor Ginnelli.






Y así fue como esa misma tarde, el padre Juan tuvo que dejar los hábitos. Aunque clamaba y clamaba al cielo, esa voz que lo había llamado por su nombre aquella vez, no contestaba. Pensó por primera vez en su vida, que sin dudas todo había sido un sueño. Muy vívido, pero un sueño. Sabía mejor que nadie que su fe no era tan fuerte en realidad, y esta sensación lo desesperaba, porque ya no le quedaba nada de qué aferrarse. Porque en su mente se generaba un abismo inconmensurable por el cual sólo se podía caer.
Mientras empacaba sus pocas pertenencias, un cambio radical afectó todo su cuerpo empezando desde su mirada. Una frialdad inusitada se apoderó de su ser y ya no le importó nada de él mismo ni de la Iglesia ni de Dios. Se sintió solo, despojado, pero a la vez libre y poderoso.
Un seminarista pecoso le preguntó por qué se iba y Juan no le respondió. Apenas sonrió levemente cuando el joven, ante su imperturbable silencio, le explicó que como había escuchado que el padre Alfonso era el nuevo director del servicio sacerdotal de urgencia, quería saber si lo habían destinado a otro lugar, o si lo habían asignado para dar misa en alguna iglesia. Juan no se sorprendió, no se indignó ante la designación de Alfonso ni nada parecido, pero sonrió con una mirada tan impersonal, que espantó al joven seminarista que salió corriendo.
No tenía sentimientos. Pensó que debía ser una especie de sistema de defensa que poseía la razón para soportar casos extremos. Así de esa manera, a pesar del increíble dolor uno no cae en la locura, ¿o sí?, ¿o acaso eso no era otra cosa que la prueba de que estaba volviéndose loco; o quizás lo estuvo siempre, desde antes de haber creído escuchar aquella voz?
_ ¡Basta, Juan! No te atormentes_ Resonó la voz del Anciano de los Días, tan fuerte, que él supuso que pronto todos correrían a ver qué sucedía en su recámara. Pero no fue así, y otra vez la idea de la locura se cernía sobre él como una sombra.
_ ¡Feliz el que teme al Señor y sigue sus caminos! _Tronó la voz.
_ ¡Señor! _Gritó Juan a todo pulmón.
Un silencio glacial, se condensó en el aire y Juan se sintió extrañamente ridículo. Pensó para sí que aquello era el colmo, que si el mismo Dios le estaba hablando, él debía dejar automáticamente el escepticismo de lado. Y como él jamás había sido escéptico, debía de estar en pleno éxtasis. Pero no, quizás debido al doble golpe que le había dado la vida, y la Iglesia, ahora sospechaba hasta de esa voz otrora sagrada.
Y si no, ¿Por qué siempre ese extraño silencio evitando el diálogo directo?
_Señor...
Juan contemplaba la nada en que se había convertido todo, buscando ver dónde se había averiado de tal manera su racionalidad, su cordura. Como un ciego, tanteó en el aire con sus manos extendidas buscando ayuda. Ya no tenía fe, la había perdido para siempre.
_ ¿Quién es el que oscurece mis designios con palabras desprovistas de sentido?  _ Preguntó la voz.
_Señor _miró hacia el blanco techo_,  creo que estoy enloqueciendo_ dijo como para sí.
No sentía nada de lo que debía sentir en esa situación. Nada de lo que había sentido aquella vez en su casa. Y otra vez el silencio como una falla, una interferencia.
_ Yo soy el Señor tu Dios.
Aterrado, Juan percibió algo horrendo detrás de esa voz. Sus palabras, entonadas con grandilocuencia, sonaban como un mal actor dándose aires.
_ Mi manto cubrirá a los impíos y exterminaré a los idólatras porque no creen en mí. Yo lo arrasaré todo, hombres y bestias. A los pájaros del cielo y a los peces del mar; extirparé a los hombres de la faz de la tierra_ continuó diciendo esa voz, que parecía estar recitando de memoria. Entonces Juan reconoció en Él, al indefendible Dios del antiguo testamento, con sus ataques de ira y sus memorables matanzas. El señor de los ejércitos. El irascible Dios, celoso y humano, que moraba en una tienda allá en el Sinaí, era el parecía estar comunicándose a su cada vez menos confiable subconsciente.
Claro, eso lo explicaba todo. No era él ni el mundo, sino Dios, el que estaba completamente loco. 
_ ¡Jesús! _ Juan clamó desesperadamente por el hijo, mientras aquella voz seguía delirando y hablando de sí mismo.
_ ¡Cíñanse las armas y espántense! Yo ordené a Moisés para que no tuviera clemencia con los Madianitas ni con sus mujeres ni con sus niños. Yo maldije a los Amorreos hasta diez generaciones. Desde Cades a Moab desenvainé mi espada y las convertí en ruinas. En Sijón asolé sus santuarios y humillé su enorme soberbia consagrándola al exterminio. Yo soy tu Dios, el único, el que... _
Y Juan no quiso escuchar más, tapó sus oídos con las manos, aunque sabía que era inútil. Salió de su cuarto y corrió escaleras arriba. En la terraza, el sol lo recibió con su embriagante luz y Juan sonrió por última vez en este mundo.
Abajo, en la calle, los transeúntes cerraron sus ojos con fuerza para no ver el horrendo espectáculo de Juan, arrojándose al vacío desde la terraza. Nadie quiso ver. Nadie se atrevió siquiera a contemplar por un segundo, como los magníficos rayos de roja sangre que surgían alrededor de su destrozada cabeza, formaban una aureola que lo santificaba sobre la gris avenida.













 

 


EUGENIO J. CÁCERES

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