martes, 19 de abril de 2011

ROMANCE DEL MARQUÉS Y LA MUERTE


El Marqués despertó en medio de la noche como si estuviera naciendo. Su lecho, helado. El fuego, apagado, y las ventanas abiertas de par en par. La nieve entraba sin cesar y se acumulaba dentro de la habitación junto a la pared. Estaba solo. Aunque su memoria le decía que nadie faltaba allí, el frío exaltaba aún más la soledad.
Se envolvió en las gruesas frazadas y se levantó para entrar nuevamente en calor. Apenas sentía los pies. La piel de los pómulos entumecida no lo dejaba pensar con claridad. Quería encender el fuego, pero algo andaba mal en su mente. No tenía idea si había leña ni dónde podría encontrarla. En realidad, no recordaba nada. Lo único que sabía con certeza era que él era el Marqués, amo y señor de aquellas escarpadas colinas, donde nadie parecía haberse aventurado hacia demasiado tiempo.
De haber tenido sirvientes, el fuego no se habría apagado, pensaba la extraña silueta descoyuntada del Marqués, mientras caminaba por los oscuros pasillos. Nadie a la vista. Sus pasos resonaban rompiendo un silencio polvoriento y seco. Todos los recintos con sus puertas y ventanas abiertas de par en par, como en pleno verano. Fue entonces cuando algo en sus ojos se acomodó y la realidad dejó ver su siniestro ademán de pesadilla; se había retirado a sus aposentos en pleno verano y había dormido desde entonces hasta el corazón mismo del invierno.
_ ¡No! _ El grito escapó de su pecho traspasado por la angustia. Lo peor era que esto ya le había sucedido durante los días en que la guerra civil dividió al reino en dos. Y antes, cuando la aldea al pie de su colina, del otro lado del torrentoso río, fue arrasada por la peste.
Abatido, descendió la escalera y buscó la puerta principal con sus manos en el aire, como un ciego. Abrió ambas hojas de la pesada puerta principal y allí sus ojos comprobaron la verdad. Algo portentoso había sucedido allá afuera. Algo indefinido latía en el agreste paisaje. Tenía peso propio, como si se pudiera palpar en el aire toda esa cantidad inexplicable de tiempo transcurrida.
¿Y si el sueño había durado años o tal vez, siglos? El Marqués sintió la duda crecer desde sus piernas hasta la garganta, y como era un consumado actor dramático, cayó al suelo con un rictus de horror en el rostro, tomándose el cuello con las manos y arqueándose simulando los estertores de la muerte. Pero no se dio cuenta que con esto atraía peligrosamente a la verdadera muerte que, astuta y flexible a la hora de aceptar invitaciones, se acercó a la solitaria escena con jadeante expectativa.
De súbito el Marqués desistió en su forzado acto, y se sentó en el suelo con los ojos desorbitados, agudizando los oídos. Había sentido una fuerte presencia a sus espaldas. Con gran dificultad se puso de pie en la oscura habitación, y olisqueó el aire a su alrededor. Lo primero que detectó fueron los retazos de un recuerdo, que no podía provenir de su pasado real. En el recuerdo no había rastros de sus acostumbrados destellos de gloria, ni de las altas expectativas y sus inigualables logros apenas ensombrecidos por el tedio de la espera. En él se veía abandonado por todos, agonizando en un rincón de una habitación sin muebles en su propio castillo. En una celda que usaban los monjes peregrinos cuando pernoctaban allí, merced a su hospitalidad. Era tan inverosímil aquel pseudo recuerdo que enseguida fue descartado por otros pseudo recuerdos inventados, mucho más acordes a su gracia. Más fieles a lo que debería haber sido el verdadero pasado de un héroe y un patriota como él, que había llevado tantas veces a su pueblo a la victoria y conquistado reinos tan lejanos y tan vastos como los más grandes próceres.
Aquella agonía miserable y solitaria, que aún persistía en su memoria y se alojaba en el paladar con su sabor agrio, no podía ser otra cosa que la consecuencia de esa presencia negra que se había infiltrado durante su actuación; porque sabía que a ella se la podía invocar o evocar. Él siempre la había invocado secretamente para ganar en las batallas. Comulgaban con la sangre de sus enormes matanzas, amorosamente. Entonces, él entraba con su ejército de mamelucos y arrasaba una aldea, mientras ella desde el aire, gobernaba extasiada de placer y agradecimiento al gran Marqués. Porque eran amantes, y su romance, una aventura perfumada con el vértigo de la ansiedad.
Pero esta vez, en un descuido, la había evocado y era demasiado peligroso habiendo tanta pasión entre ambos. Porque cuando se actúa con demasiada convicción, identificándose con la situación o con el personaje, la fuerza que le corresponde en el misterio, ese que nos acecha a todos por igual, se desata y se manifiesta. Eso es una evocación. Y es igual de efectiva que una invocación, aunque su arte es todavía más difícil.
Lo cierto era que esta vez el Marqués no estaba en condiciones de dedicarle ninguna gloriosa matanza; porque habían sido gloriosas aquellas matanzas en las que el mundo se inclinaba a su paso y no existía otro Dios en la Tierra que el Marqués y su sagrada voluntad. Era el Señor de la vida y de la muerte. Y si esto era así, y nada se lo impedía, era porque esa debía ser la divina voluntad manifestándose a través de sus actos. Aunque la única divinidad que se manifestaba en aquellas oportunidades, era la misma que ahora lo observaba a escasos centímetros, con inquietud.
Descalzo y envuelto en la manta con la que había dormido una cantidad indefinida de tiempo, salió al inclemente exterior. Bajó las escaleras de mármol hacia los jardines delanteros, ahora un yuyal salvaje de arbustos y enredaderas, y los cruzó embriagado por lo espectral de la niebla sobre la nieve. No sentía frío ni dolor en la piel entumecida. Parecía haber cruzado un secreto umbral del ser, donde las sensaciones entran en un limbo. Con movimientos torpes intentó bailar girando sobre sí mismo, haciendo ampulosos ademanes, porque se sabía acompañado y quería demostrarle su incondicional amor. Cerró los ojos para imaginar aquel pasado junto a ella, cuando avanzaban embriagados de sangre nueva, en el estruendo de la batalla.
Y vio la caballería, primera en la carga, desde lo alto de una ladera. En plena noche solitaria de invierno, alumbró el sol sobre los yelmos y los cascos, y sonó la artillería, y enseguida, los lanceros con su uniforme punzó avanzaron sobre el terreno como una feroz calamidad. Era una máquina de matar perfecta, contra campesinos hambrientos y soldados mal pagos, lejos de casa. No podía fallar.
Y todos para ella, sino ¿para quién más?
El filo entraba en la carne. El grito se ahogaba en la nada. La mirada pétrea del final, y sólo ella reflejándose en el espejo opaco de las pupilas. Ella, con esa larga mano huesuda, que en realidad es una garra, y a la vez una serpiente. Y su fuego negro que desarma todo en un perfecto caos; el orden primigenio. Llegaba al éxtasis en su rol de amante redentora, porque compartía con el Marqués su afición por el drama. Asaltaba al combatiente en el momento exacto en que este dejaba de luchar, y excitada por la obscena sensualidad del abandono, se saciaba de ellos congelándoles el corazón, susurrándoles en el oído que ya nada más importaba, y que no se podía morir dos veces.
El orgasmo llegaba con el último estertor del caído, justo cuando más allá de la barrera del extremo horror viseral, vislumbraba lo imposible y su hálito sagrado se mezclaba con la carroña fresca y el fango.  
Por fin abrió los ojos en la gélida noche y esta vez otro recuerdo se desplegó ante el Marqués en tiempo real.
La aldea al pie de la colina, ardía de un extremo a otro. El Marqués la contemplaba desde el estrecho balcón de la segunda planta que daba a sus aposentos, hipnotizado por aquel soberbio espectáculo, que parecía desprenderse del mismo crepúsculo para dominar la inminente noche.
Qué ironía el destino de los grandes… pensaba amargamente con sus ojos apenas humedecidos. Nerón había incendiado Roma porque la amaba demasiado, y ahora él había ordenado lo mismo con su propia aldea, porque la amaba y no podía verla ni un día más agonizando por la peste.
El Marqués mandó a sus hombres a incendiar la aldea al amanecer, con sus moribundos y sanos posiblemente contagiados, todavía durmiendo en su interior. La mayoría murieron en sus lechos y los pocos que despertaron a tiempo, murieron al intentar cruzar el río a nado, ya que el bosque que circundaba la aldea como una herradura también ardía y el Marqués, había ordenado levantar el puente, que era la única escapatoria posible del fuego.
El dolor de la pena y la excitación del delito flagrante, se mezclaban en esa inerme intemperie que era el alma del Marqués. Jadeando, llorando y por momentos riendo, recorría los aposentos del castillo buscando a su pintor favorito, con la intención de ser retratado e inmortalizado en aquel fatídico estado. Lo encontró en las dependencias de los sirvientes, prácticamente escondido, porque intuía lo que el Marqués le iba a pedir. A él, que había perdido a los suyos, primero por la peste y ahora por la implacable piedad del Marqués. Qué iba a plasmar en la tela, más que sombras y fealdades exacerbadas. No le podía pedir eso, por más artista y retratista personal del Marqués que fuera hacía tantos años. No.
Fue entonces, que al negarse, el viejo pintor fue ejecutado in situ por la misma mano del implacable Señor, que aún deliraba en su éxtasis despiadado. Y ella, la única musa que movilizaba sus actos, hacía vibrar las sombras que crecían desde todos los rincones del castillo, como una réplica de la peste.    
Desde aquel espantoso episodio, la corte del Marqués comenzó a disminuir en su número sin que él llegara a notarlo. Pero sus acólitos más cercanos permanecieron con él intentando tapar lo que era día a día más evidente. Las ausencias se evidenciaban por sus funciones. ¿Y por qué no se ha presentado mi cochero? ¿Dónde se ha metido la guardia? ¡Que todas las mucamas se presenten de inmediato! Los gritos se sucedían huecos, por los corredores que se hacían cada vez más largos y oscuros. Los únicos que permanecían a su lado eran el Barón Von Auster, jefe de su desalmado ejército (del cual había desertado más de la mitad y la otra planeaba dar un golpe y hacerse con el castillo), el contador y amigo personal de toda la vida Desiderio Cumor, el Tony al que había ordenado cortarle la lengua para que las infidencias de su corte no llegaran a oídos inconvenientes, una niña huérfana malabarista, y dos enanos.
Cuando el Marqués quiso hacer una reunión general en su enorme salón principal, se encontró con muchos ausentes con excusas fundamentadas por Desiderio y el Barón, y descubrió que los únicos presentes eran estos dos, el Tony, los enanos y la niña, que respetuosamente ocupaban los lugares vacantes en silencio.
Los miembros de su desmadrada corte, habían desertado aprovechando los cada vez más largos letargos del Marqués. Letargos que más de una vez habían sido confundidos por fallecimiento, y una vez comenzadas las exequias, alguien descubría que el Señor simplemente dormía profundamente. Y entonces lo sacaban del féretro, retiraban la mortaja y las flores, y lo dejaban en su cama.
Uno de esos letargos coincidió con un levantamiento armado de los soldados al mando de un joven comandante, devenido en caudillo. La sublevación no tuvo más resistencia que los insultos del Barón Von Auster, quien fue encarcelado de inmediato en la mazmorra del castillo. Al Marqués, que hacía más de un mes dormía en su lecho, no tuvieron más que trasladarlo a una celda para monjes peregrinos.
En esa celda, un buen día despertó. Y como la puerta no estaba asegurada, salió a recorrer su castillo y se encontró con una orgía sin igual. Todo el pueblo estaba allí bebiendo, comiendo, y revolcándose por los corredores semidesnudos, violando a las doncellas de las familias acomodadas y martirizando a los pocos nobles que aún quedaban.   
El Marqués corrió a sus aposentos y allí encontró al caudillo de los sublevados, totalmente embriagado, labrando actas de expropiación para todos los nobles y firmando notas de ejecución. El Marqués tomó su sable corvo de la pared y enfrentó al joven soldado. Éste desarmado, no tuvo opción y con el filo al cuello, se vio obligado a ordenar a sus hombres desalojar el castillo.
Ahora las órdenes de ejecuciones se multiplicaron por cientos. El valle y las terribles colinas se bañaron en sangre otra vez, y los furtivos encuentros amorosos del Marqués y la muerte, parecían ser sólo interrumpidos por sus descomunales letargos.   
Por aquellos días su psiquis superpoblada de fantasmas, no le dejaba ver que a su alrededor ya no quedaba casi nadie. Unos huían por temor a sus arrebatos de paranoia y el resto, por la falta total de perspectivas a futuro. Aquella aldea no era más que un territorio hostil, devastado por los delirios de un desquiciado. Y para entonces solía decir a quien quisiera escucharlo, que estaba enamorado de la muerte y que sus bodas se celebrarían pronto. El mismo día de su funeral.
Comenzó por hacer comprar un enorme coche fúnebre, que debía ser tirado por seis caballos blancos con penachos negros. También mandó a reparar el antiguo camino Real que llevaba al campo santo, al pie de la escarpada colina de los buitres. Aunque cierto era que nadie iba a llevar a cabo las obras, las instrucciones las recibía y anotaba cuidadosamente el Barón Von Auster, mientras Desiderio Cumor hacía los números de rigor.     
Desde entonces, vive preparándose para ella. Los letargos, no son otra cosa que fallidos intentos del Marqués por acercársele en su territorio. Él quiere entregarse durmiendo, porque en el fondo le teme al arrebato final de su amada. Sabe que el clímax, en la vigilia, viene junto con el horror. Es el peor lugar para su insensata cópula. Allí sólo ella gozará deshaciendo una a una las mentiras de su desaforada vida, despertando para siempre en sus sentidos, lo único real sobre esta tierra: el dolor en su máxima expresión. Y despojado para siempre, sobrevendrá la agonía de ser eternamente su esclavo. No su amante. Un destello perdido en el tiempo y el espacio. Una sombra entre sombras. Nada.
Pero semejantes peligros traían consigo la delicia del vértigo y una alucinante ansiedad, y esto lo compensaba todo. Sus más grandes triunfos los encontró velados detrás de riesgos inconmensurables, y él sabía que las dimensiones eran siempre proporcionales. Por lo tanto éste era el más grande de todos y por ende, el más glorioso.
La nieve cubre todo el parque del castillo que se extiende hasta las aguas profundas y torrentosas del río. El Marqués vuelve sus pasos hacia la gran puerta estilo romano, que lo espera abierta como una boca desdentada.
Una vez adentro, tiende la manta que lo abriga sobre el suelo y se acuesta encima. Instintivamente pone sus brazos uno doblado hacia arriba y el otro hacia abajo, formando la sagrada svástica que le había enseñado el antiguo brujo de la corte, ya desencarnado, Abrahmelín. Y comenzó a recitar una letanía que sólo él sabía, herencia del gran mago.
Pronto se hizo presente en el salón su diezmada corte, sorprendida de ver al Marqués otra vez despierto, con la consternación grabada en los rostros, porque sabían lo que aquel espectáculo representaba. Se estaba entregando a su amante en plena vigilia. El final era inminente.
Los enanos corrieron presurosos a encender las velas negras para colocarlas alrededor del Marqués, en el suelo. El Tony, trajo una tela negra y cubrió por completo los inminentes despojos, como un prestidigitador a punto de realizar su truco más grande. La huérfana trajo un puñado de lilas y las tiró con ceremoniosa malicia sobre el rostro del Marqués. Luego el Tony acomodó las flores con dolido gesto, y las puso alrededor de la cabeza, como la aureola de los santos.
Desiderio cerró las puertas, y junto con el Barón Von Auster, acompañaron las enigmáticas letanías del Marqués con inusitada expectativa. Nunca en sus vidas habían esperado nada semejante. Aunque en sus años junto a su Señor habían sido testigos de todo tipo de fenómenos extraños, éste en particular les parecía el más cercano a un milagro.
La silueta del Marqués por fin volvió al silencio inicial. En otro lugar, la letanía aún era recitada. Era otra voz. La tela negra que lo cubría se adhirió a sus contornos, como succionada por todos y cada uno de sus poros. Se delineaban perfectamente la nariz, la boca abierta, los ojos desorbitados…
El Barón Von Auster salió a la inclemente noche e hizo traer la enorme carroza fúnebre hasta la puerta. Los veinticuatro cascos sonaron impacientes sobre el empedrado de la entrada. Los penachos se agitaron entre la nieve arremolinada por el vapor que se levantaba de los blancos corceles.   
Adentro, los enanos lloraban escandalosamente mientras la niña les hacía burlas. Desiderio y el Tony levantaban el cuerpo sujetando la manta por sus lados, y lo llevaban hasta el féretro que ya estaba alojado contra una de las paredes laterales esperando su momento. Pusieron la tapa y la sostuvieron en su lugar, mientras el Barón llegaba desde afuera con los clavos dispuesto a sellarla.
Los martillazos inclementes se repitieron en todos los ámbitos del castillo y las miradas se cruzaron inquisidoras entre los escasos presentes. ¿Por qué la prisa? ¿Y si dormía? Pero nadie se atrevió a dar voz a sus palabras y continuaron con la apresurada ceremonia.
El Barón, Desiderio y el Tony, cargaron penosamente el féretro hasta la carroza. Era demasiado pesado. Su cara madera y ornamentos de plata, lo hacían ingobernable para tan sólo tres personas. Aunque los enanos casi se metían debajo para ayudar, lo único que lograban era entorpecer el paso, porque sus pequeñas piernas no lograban marcar el paso de los demás, y tropezaban y caían. Otras veces, la niña los empujaba o les ponía el pie.
Así llegaron hasta el ampuloso coche y colocaron el féretro en su interior. El Tony, los enanos y la niña, corrieron a ubicarse delante de los caballos. El Barón subió al puente y tomó las riendas. Desiderio subió atrás, sobre el estribo, de pie, como si formara parte de la desaparecida guardia.     
El Barón maniobró con suavidad a los seis corceles que se pusieron en marcha a paso de hombre. Estaban adiestrados para ello. Y delante de la carroza, el Tony comenzó con sus pasos marciales a marchar con la mirada puesta hacia arriba, adelante, en la escarpada colina de los buitres. Detrás, los enanos hacían sus mejores acrobacias, aunque en sus rostros se podía ver la tristeza y hasta un rastro de consternación. Y por último, venía la huérfana en puntas de pie, haciendo malabares con tres pinos.
La ceremonia marcaba el final, con toda la pompa que un noble de su estirpe se podía permitir. El gris cortejo subía la colina lentamente, contra el viento. El Tony, cada tanto cambiaba el paso, variando entre todas las marchas militares que había llegado a conocer en su malograda vida.
Cuando llegaron, encontraron la fosa abierta que el mismo Marqués había ordenado abrir, cuando había dado a conocer que su boda estaba próxima. Lo bajaron y luego echaron tierra con tres palas que habían llevado en el coche. Colocaron la pesada losa sobre la tierra y se retiraron corriendo.
El Marqués por fin se quedó a solas con ella. Ya nada los podía separar. Su amor y devoción iban a ser consumados por la gracia del horror en su máxima expresión. Ella lo iba a recibir en pleno orgasmo justo cuando él, otra vez despierto en este mundo, se viera a sí mismo dentro del féretro sellado y enterrado, transformado en exquisito lecho nupcial.

  




Eugenio J. Cáceres