El Mártir caminó sereno hacia el cadalso. Ya había trasladado la totalidad
de su ser fuera de este mundo; estaban por ejecutar a un muerto.
La razón de la pena impuesta por un gentío deforme y maloliente, no viene
al caso, porque no pasan de calumnias y mentiras. Pero si vamos al motivo real
que los llevó a tomar la determinación de condenar al Ermitaño, fue justamente
eso: ser capaz de vivir apartado de todos, lejos de sus fantasmales
proyecciones. De alguna extraña manera ellos sentían que los dejaba en
evidencia, de que estaban en falta con ellos mismos, ya que nadie había sido
capaz de acceder a aquellos niveles de sabiduría, a pesar de haber vivido en el
mismo sitio, y durante la misma cantidad de tiempo. Algo en el interior de cada
uno les gritaba que eran unos cobardes, que disfrazaban de holgazanería lo que
en realidad era puro temor. Miedo a saber.
El Condenado podía ver aquello que movía los ánimos en su contra, desde que
comenzó a enseñar a un pequeño grupo de estudiantes. Querían detener la peste.
Una vez expandida, comenzaría la fiebre del saber, y ellos quedarían relegados
a un plano de existencia básico, sin esencia, una especie de animal doméstico
al lado de los despiertos.
Cuando por fin estuvo frente a los falsos acusadores, intervino sus almas
con la estocada de su clara visión, haciéndoles ver que conocía sus temores y
que los comprendía, reduciéndolos a poco menos que una nada, una masa
intrascendente sin la menor gracia. Grabándoles en el pecho con fuego
indeleble, la vergüenza de no poder soportar la presencia de un ser superior
entre ellos, evidencia de una lacerante inferioridad jamás asumida. Porque
aunque se deshicieran del Mago, su magia permanecería, como su imponente mirada
por sobre las cabezas de los verdaderos condenados a la peor flagelación de
todas, la propia.
Entonces el Maestro usó su autoridad superior y sometió a todos los
presentes en aquella plaza donde se disponían a matarlo. Por un instante
arrebató sus almas con el poderoso viento de su voluntad, y los llevó a un
ominoso paseo fuera de este mundo.
En el no tiempo, un segundo puede abarcar vidas enteras. Las proyecciones
en el espacio dejan de tener fin, y uno Es más allá de los límites conocidos.
Allí los arreó como un ganado y los sostuvo como si fueran un solo par de ojos
y un solo par de oídos. Luego les mostró sin piedad, la causa de todos su
miedos.
Les reveló la verdadera estatura de su ser, que a los ojos humanos superaba
los siete metros de alto, y este a su vez los elevó a cada uno de los cielos
personales, a los que había accedido gracias a sus años de esfuerzo para
recuperar la sabiduría propia de un hombre espiritual.
La visión aterró las almas de todos. Para ellos esas abstracciones no eran
más que ornamentos visuales incomprensibles, que por alguna extraña razón les
provocaba además, una nostalgia infinita.
Pasaron de un cielo a otro contemplando el éxtasis de comprensión y
sabiduría del Hierofante, con admiración y respeto, para finalmente desplomarse
sin escalas al infierno de sus vidas, donde no eran más que anónimas sombras representando
el miserable papel que su grey les imponía. Un rol que venían repitiendo hacía
milenios, sin atreverse a detener por un segundo su argumento.
Una vez sueltos de la fuerza del Guerrero, a salvo de nuevo en sus
respectivos cuerpos, y sin recordar nada de lo que habían visto, lo único que
lograron retener fue el indescriptible terror que les causaba la sola presencia
del Loco, al punto que se saltaron las tediosas demoras de la ejecución, y se
entregaron al insano frenesí del
linchamiento.
No hubo sorpresas para el Inmortal, que simplemente se dedicaba a
contemplar el predecible comportamiento humano. Seres que a pesar de haber
recibido la gracia de sus postreras revelaciones, prefirieron volver al tedio
de su reconfortante ignorancia. Este acto, siempre el mismo, fue grabado a
fuego en la sangre del ser humano, para así perpetuar la ceguera sobre la faz de
esta tierra. Esa ceguera es lo único que protege al gregario animal, que erróneamente
llaman hombre, de su individuación final fuera de su especie.
Eugenio J. Cáceres