Bajás del colectivo como todas las tardes que
volvés de trabajar, cruzás la placita y te internás en el barrio. A veces,
llegar tiene un lánguido sabor a otros tiempos, entonces acomodás la percepción
como para evitar las construcciones más modernas y en tus ojos se produce el
milagro; es una tarde de invierno igual a esta, pero vos no tenés más de diez
años. Te duele la garganta y el interior de las fosas nasales de tanto correr; estás
jugando a la escondida y no sabés para donde corrió Laurita. Te encanta
esconderte con ella, te gusta sentir como respira agitada cerca tuyo, ahogando
risas, con ese perfume a limpita. No como vos que estás siempre sucio y olés a
tierra y a humo, porque con los pibes se la pasan haciendo fogatas en el
baldío. O tal vez sos más grande, tenés quince o dieciséis años y ya estás
dando vuelta los horarios y las siete de la tarde, que hasta hace poco era el
fin de la diversión, ahora es el comienzo de esa noche que promete tantas
cosas.
Pero hoy tus ojos se niegan a soñar, quizás porque
hace mucho frío y sólo pensás en apurar el paso para llegar pronto a tu casa.
Anhelás el calor insípido de tu soledad.
Él único ser que te espera es tu enorme perro, aunque sin
fiestas, con interés; no por vos, sino por la comida. Desde el día que te
lo regalaron tenés la extraña sensación de que ese perro no es como los demás.
En su mirada habita la indiferencia y la frialdad. Para vos ese animal es
incapaz de querer o de hacerse querer. El único contacto
afectivo que tienen en común es al llegar de trabajar, cuando él se te acerca
casi amistosamente para que le dés de comer. Después de ese acto, entre ustedes
no hay nada.
Apenas asomado entre la
bufanda y el gorro de lana, con las solapas del sobretodo levantadas, apretás
las manos en los bolsillos y te maldecís por haber olvidado estúpidamente los
guantes en la oficina. Mañana cuando abras el segundo cajón de tu escritorio
van a estar ahí, riéndose de vos.
Al doblar la esquina, después de comprar los
cigarrillos en el kiosco, esperás escuchar la nitidez de tus pasos contra el
paredón de la fábrica; eso te gusta. A veces intentás silbar una melodía para
aprovechar la acústica, pero ese no es tu fuerte.
Después del paredón está el baldío. Todo cambió a
su alrededor, pero esa fracción de inmensidad sigue allí, intacta, virgen,
acechándote desde lo atemporal. A veces, cuando hay pibes jugando en la
canchita, te quedás un rato a mirar. Te reconforta saber que la tradición sigue
intacta a través del tiempo. Pero cuando está solitario como ahora, te
estremece y te absorbe una especie de temor sin fundamentos. Escudriñás el
cañaveral del fondo con desconfianza, porque sabés que en un lugar como ese se
puede esconder lo imposible; eso que acecha a los niños en la oscuridad y a las
gentes simples del campo por las noches.
Un bulto se mueve más adelante entre las altas
matas de pasto. Te paraliza. No te animás a seguir caminando. Eso se mueve
cerca del paredón que da a la esquina y amenaza con cortarte el paso. En tu
mente acomodás las cosas pensando que seguramente se trata de un perro. Si, no
puede ser otra cosa que un perro hambriento y enfermo, y por lo tanto, muy peligroso. Disfrazás al miedo de
prudencia y decidís dar un rodeo para evitar cualquier inconveniente. Pero
justo cuando vas a bajar a la calle, escuchás una voz que se proyecta desde los
matorrales directamente a tus nervios. El pánico no te deja percibir con
claridad lo que dice el susurro, pero no tenés dudas que se trata de una mujer;
una anciana.
La anciana está recostada contra la pared y sólo
cuando se incorpora un poco, alcanzás a ver sus facciones. Ella vuelve a hablar
con voz temblorosa y por fin sus palabras llegan nítidas hasta tus oídos,
“tengo hambre y mucho frío, una ayuda por favor”. Conmovido por la situación
buscas en tus bolsillos, pero casi inmediatamente le hacés un gesto de
impotencia, dándole a entender que no tenés nada. Seguís caminando aunque en
tus bolsillos se dejan oír unas pocas monedas que seguramente vas a necesitar
mañana para pagar el colectivo.
Nunca te destacaste por ayudar a los demás. El
sufrimiento ajeno no es un asunto tuyo. Aunque te considerás
sensible, no vas a hacerte cargo de la situación de un extraño. Es como una
especie de impedimento físico que no te permite actuar en consecuencia. Entonces aparece la reconfortante idea de Dios y le rogás que por favor se
apiade de esa mujer. Tenés la absoluta certeza de que te escucha siempre. A eso le llaman fe. Porque te
juzgás un gran creyente y en consecuencia delegás todo a tal punto en ese rumor
al que todos llaman Dios, que ni siquiera te das cuenta que vos sos el único
que tiene la posibilidad real de ayudar a la anciana. Dios ya debe estar al tanto
de todo; de tu impedimento, de tu voluntad y de tus ruegos. Pero de ella, de su
frío y de su hambre, al parecer no.
Seguís caminando, pero ahora tus pasos resuenan
opacos, culpables. Te repetís mentalmente que tus escasas monedas no hubieran
podido sacar a esa mujer de la situación en que estaba.
Llegás por fin a tu casa, la llave está tan fría
que te hace doler los dedos. Una vez adentro tu perro te recibe ya no con su
acostumbrada indiferencia, sino que esta vez parece contemplarte con
desprecio. Es como si estuviera amonestándote por lo que hiciste; o lo que no
hiciste. No puede ser, pensás, un perro no puede estar al tanto de esas cosas. Pero ese pensamiento no te tranquiliza y te apresurás a calentar la comida que
le tenés preparada en la heladera.
De repente una violenta racha de viento te
sobresalta mientras las gotas heladas comienzan a golpear en tu ventana como
los huesudos nudillos de la anciana pidiendo entrar. La lluvia es atroz.
Sabés que es demasiado castigo para una mujer de esa edad y tu conciencia grita
“¡tenés que hacer algo!”. Estás tan alterado que pensás en salir a llevarle una
manta y algo de comer, pero una vez más te dejás llevar por esa tenaz
indiferencia y encendés la tele para despejarte un
poco. Le das la comida a tu perro en la cocina para que no se moje y, no sin
dificultad, te desentendés del asunto.
¿No debería ser más importante un ser humano que
cualquier animal? Claro, seguramente hay alguien ahí afuera mucho más
predispuesto que vos a ayudar; hay gente que se dedica a eso. Pero, ¿Y si nadie
sabe de esa anciana excepto vos?
Te cocinás lo de siempre, un poco de carne con
papas y te dejás llevar por la prepotencia del televisor. Comés apurado, estás
cansado, querés acostarte y dormir; la noche allá afuera es un abismo.
Entrás al sueño bruscamente, directamente a ese averno que tanto te gusta,
aunque ya estás aburrido de encontrar siempre lo mismo. Tus músculos, tus
nervios y tendones, se contorsionan allá en el cuerpo que se sacude en tu cama
presa de un terror intenso. Sentís que algo roza tus frazadas desde los pies
hasta terminar en tu cara. Despertás sobresaltado. La habitación está helada.
En la oscuridad te preguntás si se apagó la calefacción o si te olvidaste
alguna ventana abierta, pero no, la estufa de gas está al máximo y la ventana
está cerrada igual que la puerta que da al comedor.
Sentado en la cama, asistís con horror a un
imposible desfile de imágenes que deambulan por el aire como gélidas bocanadas
de vapor, intentando sin éxito formar figuras antropomórficas. Accionás la
perilla del velador varias veces hasta que por fin tu razón advierte que se
trata de un corte de luz. Salís de la cama y te dirigís a la cocina a buscar
velas, pero cuando vas a abrir la puerta de la habitación, sentís que algo golpea
con violencia desde el otro lado. Es tu perro, tu querido perro, que gruñe como
una bestia infernal a la vez que se lanza contra la puerta una y otra vez.
Sabías que alguna vez esto iba a suceder, pero nunca que lo haría como un agente desatado por
tu propia conciencia. Confundido das la vuelta pensando en escapar por la
ventana, pero algo aún más extraño te detiene. En la penumbra alcanzás a ver tu
silueta en el espejo grande que perteneció a tu madre. Te acercás como hipnotizado
por una deformidad que se adivina en tus contornos. La realidad se mezcla
con la atmósfera del sueño reciente y los golpes de tu perro suenan como desde
algún remoto lugar en el tiempo. Ahí, en el espejo, la imagen que se adivina no
es la tuya. Es más pequeña y parece agazapada. La espectral luz de un relámpago
te saca de la duda; es la anciana. Azotada por la lluvia, temblando por el
frío, te mira mientras su rostro se deforma en un interminable rictus de
desesperación hasta desencajar la mandíbula. El espejo se rompe, la ventana se
abre y el agua te alcanza con sus agujas frías. Sabés que esto no puede ser
otra cosa que la ira de Dios.
La culpa golpea desde tu interior con la misma
insistencia que tu perro se arroja contra la puerta con la intención de
derribarla. Hasta que por fin lo logra. No te queda más opción que escapar.
Saltás por la ventana y salís a la intemperie, tu perro sale detrás y te
alcanza. Muerde con furia inusitada. Tus esfuerzos por zafar de sus dientes te
lastiman aún más y gritás con todas tus fuerzas. Y aunque la noche es un
torbellino de ráfagas y truenos, hay alguien ahí afuera que te escucha pero no te puede ayudar. Está agonizando. Apartás al animal por un
momento y lográs incorporarte, pero esta noche tu suerte está echada; la tierra
hecha fango se abre debajo de tus pies y te engulle cerrándose después como si
jamás hubieses existido. En el lugar, tu perro se queda escarbando con
insistencia maligna mientras que, allá en el baldío, la muerte
se apiada y rescata a la anciana del frío, del hambre, y de la cruel
indiferencia de los demás.