viernes, 15 de noviembre de 2013

FUERTE CARGO DE CONCIENCIA









Bajás del colectivo como todas las tardes que volvés de trabajar, cruzás la placita y te internás en el barrio. A veces, llegar tiene un lánguido sabor a otros tiempos, entonces acomodás la percepción como para evitar las construcciones más modernas y en tus ojos se produce el milagro; es una tarde de invierno igual a esta, pero vos no tenés más de diez años. Te duele la garganta y el interior de las fosas nasales de tanto correr; estás jugando a la escondida y no sabés para donde corrió Laurita. Te encanta esconderte con ella, te gusta sentir como respira agitada cerca tuyo, ahogando risas, con ese perfume a limpita. No como vos que estás siempre sucio y olés a tierra y a humo, porque con los pibes se la pasan haciendo fogatas en el baldío. O tal vez sos más grande, tenés quince o dieciséis años y ya estás dando vuelta los horarios y las siete de la tarde, que hasta hace poco era el fin de la diversión, ahora es el comienzo de esa noche que promete tantas cosas.
Pero hoy tus ojos se niegan a soñar, quizás porque hace mucho frío y sólo pensás en apurar el paso para llegar pronto a tu casa. Anhelás el calor insípido de tu soledad.
Él único ser que te espera es tu enorme perro, aunque sin fiestas, con interés; no por vos, sino por la comida. Desde el día que te lo regalaron tenés la extraña sensación de que ese perro no es como los demás. En su mirada habita la indiferencia y la frialdad. Para vos ese animal es incapaz de querer o de hacerse querer. El único contacto afectivo que tienen en común es al llegar de trabajar, cuando él se te acerca casi amistosamente para que le dés de comer. Después de ese acto, entre ustedes no hay nada.
         Apenas asomado entre la bufanda y el gorro de lana, con las solapas del sobretodo levantadas, apretás las manos en los bolsillos y te maldecís por haber olvidado estúpidamente los guantes en la oficina. Mañana cuando abras el segundo cajón de tu escritorio van a estar ahí, riéndose de vos.
Al doblar la esquina, después de comprar los cigarrillos en el kiosco, esperás escuchar la nitidez de tus pasos contra el paredón de la fábrica; eso te gusta. A veces intentás silbar una melodía para aprovechar la acústica, pero ese no es tu fuerte.



Después del paredón está el baldío. Todo cambió a su alrededor, pero esa fracción de inmensidad sigue allí, intacta, virgen, acechándote desde lo atemporal. A veces, cuando hay pibes jugando en la canchita, te quedás un rato a mirar. Te reconforta saber que la tradición sigue intacta a través del tiempo. Pero cuando está solitario como ahora, te estremece y te absorbe una especie de temor sin fundamentos. Escudriñás el cañaveral del fondo con desconfianza, porque sabés que en un lugar como ese se puede esconder lo imposible; eso que acecha a los niños en la oscuridad y a las gentes simples del campo por las noches.
Un bulto se mueve más adelante entre las altas matas de pasto. Te paraliza. No te animás a seguir caminando. Eso se mueve cerca del paredón que da a la esquina y amenaza con cortarte el paso. En tu mente acomodás las cosas pensando que seguramente se trata de un perro. Si, no puede ser otra cosa que un perro hambriento y enfermo,  y por lo tanto,  muy peligroso. Disfrazás al miedo de prudencia y decidís dar un rodeo para evitar cualquier inconveniente. Pero justo cuando vas a bajar a la calle, escuchás una voz que se proyecta desde los matorrales directamente a tus nervios. El pánico no te deja percibir con claridad lo que dice el susurro, pero no tenés dudas que se trata de una mujer; una anciana.
La anciana está recostada contra la pared y sólo cuando se incorpora un poco, alcanzás a ver sus facciones. Ella vuelve a hablar con voz temblorosa y por fin sus palabras llegan nítidas hasta tus oídos, “tengo hambre y mucho frío, una ayuda por favor”. Conmovido por la situación buscas en tus bolsillos, pero casi inmediatamente le hacés un gesto de impotencia, dándole a entender que no tenés nada. Seguís caminando aunque en tus bolsillos se dejan oír unas pocas monedas que seguramente vas a necesitar mañana para pagar el colectivo.
Nunca te destacaste por ayudar a los demás. El sufrimiento ajeno no es un asunto tuyo. Aunque te considerás sensible, no vas a hacerte cargo de la situación de un extraño. Es como una especie de impedimento físico que no te permite actuar en consecuencia. Entonces aparece la reconfortante idea de Dios y le rogás que por favor se apiade de esa mujer. Tenés la absoluta certeza de que te escucha siempre. A eso le llaman fe. Porque  te juzgás un gran creyente y en consecuencia delegás todo a tal punto en ese rumor al que todos llaman Dios, que ni siquiera te das cuenta que vos sos el único que tiene la posibilidad real de ayudar a la anciana. Dios ya debe estar al tanto de todo; de tu impedimento, de tu voluntad y de tus ruegos. Pero de ella, de su frío y de su hambre, al parecer no.
Seguís caminando, pero ahora tus pasos resuenan opacos, culpables. Te repetís mentalmente que tus escasas monedas no hubieran podido sacar a esa mujer de la situación en que estaba. 
Llegás por fin a tu casa, la llave está tan fría que te hace doler los dedos. Una vez adentro tu perro te recibe ya no con su acostumbrada indiferencia, sino que esta vez parece contemplarte con desprecio. Es como si estuviera amonestándote por lo que hiciste; o lo que no hiciste. No puede ser, pensás, un perro no puede estar al tanto de esas cosas. Pero ese pensamiento no te tranquiliza y te apresurás a calentar la comida que le tenés preparada en la heladera.
De repente una violenta racha de viento te sobresalta mientras las gotas heladas comienzan a golpear en tu ventana como los huesudos nudillos de la anciana pidiendo entrar. La lluvia es atroz. Sabés que es demasiado castigo para una mujer de esa edad y tu conciencia grita “¡tenés que hacer algo!”. Estás tan alterado que pensás en salir a llevarle una manta y algo de comer, pero una vez más te dejás llevar por esa tenaz indiferencia y encendés la tele para despejarte un poco. Le das la comida a tu perro en la cocina para que no se moje y, no sin dificultad, te desentendés del asunto.
¿No debería ser más importante un ser humano que cualquier animal? Claro, seguramente hay alguien ahí afuera mucho más predispuesto que vos a ayudar; hay gente que se dedica a eso. Pero, ¿Y si nadie sabe de esa anciana excepto vos?
Te cocinás lo de siempre, un poco de carne con papas y te dejás llevar por la prepotencia del televisor. Comés apurado, estás cansado, querés acostarte y dormir; la noche allá afuera es un abismo.
Entrás al sueño bruscamente, directamente a ese averno que tanto te gusta, aunque ya estás aburrido de encontrar siempre lo mismo. Tus músculos, tus nervios y tendones, se contorsionan allá en el cuerpo que se sacude en tu cama presa de un terror intenso. Sentís que algo roza tus frazadas desde los pies hasta terminar en tu cara. Despertás sobresaltado. La habitación está helada. En la oscuridad te preguntás si se apagó la calefacción o si te olvidaste alguna ventana abierta, pero no, la estufa de gas está al máximo y la ventana está cerrada igual que la puerta que da al comedor.
Sentado en la cama, asistís con horror a un imposible desfile de imágenes que deambulan por el aire como gélidas bocanadas de vapor, intentando sin éxito formar figuras antropomórficas. Accionás la perilla del velador varias veces hasta que por fin tu razón advierte que se trata de un corte de luz. Salís de la cama y te dirigís a la cocina a buscar velas, pero cuando vas a abrir la puerta de la habitación, sentís que algo golpea con violencia desde el otro lado. Es tu perro, tu querido perro, que gruñe como una bestia infernal a la vez que se lanza contra la puerta una y otra vez. Sabías que alguna vez esto iba a suceder, pero nunca que lo haría como un agente desatado por tu propia conciencia. Confundido das la vuelta pensando en escapar por la ventana, pero algo aún más extraño te detiene. En la penumbra alcanzás a ver tu silueta en el espejo grande que perteneció a tu madre. Te acercás como hipnotizado por una deformidad que se adivina en tus contornos. La realidad se mezcla con la atmósfera del sueño reciente y los golpes de tu perro suenan como desde algún remoto lugar en el tiempo. Ahí, en el espejo, la imagen que se adivina no es la tuya. Es más pequeña y parece agazapada. La espectral luz de un relámpago te saca de la duda; es la anciana. Azotada por la lluvia, temblando por el frío, te mira mientras su rostro se deforma en un interminable rictus de desesperación hasta desencajar la mandíbula. El espejo se rompe, la ventana se abre y el agua te alcanza con sus agujas frías. Sabés que esto no puede ser otra cosa que la ira de Dios.
La culpa golpea desde tu interior con la misma insistencia que tu perro se arroja contra la puerta con la intención de derribarla. Hasta que por fin lo logra. No te queda más opción que escapar. Saltás por la ventana y salís a la intemperie, tu perro sale detrás y te alcanza. Muerde con furia inusitada. Tus esfuerzos por zafar de sus dientes te lastiman aún más y gritás con todas tus fuerzas. Y aunque la noche es un torbellino de ráfagas y truenos, hay alguien ahí afuera que te escucha pero no te puede ayudar. Está agonizando. Apartás al animal por un momento y lográs incorporarte, pero esta noche tu suerte está echada; la tierra hecha fango se abre debajo de tus pies y te engulle cerrándose después como si jamás hubieses existido. En el lugar, tu perro se queda escarbando con insistencia maligna mientras que, allá en el baldío, la muerte se apiada y rescata a la anciana del frío, del hambre, y de la cruel indiferencia de los demás.



           








                                                          




EUGENIO J. CÁCERES