Ella hizo una pausa en lo que estaba diciendo y miró por
sobre mi hombro izquierdo. Pensé que algún conocido había entrado al bar. Reprimí
el impulso de darme vuelta y decidí esperar a que, fuera quien fuera, se dejara
ver por nuestra mesa. No estábamos hablando de nada en particular; en realidad
hacíamos tiempo para no volver a la oficina antes de hora, así que no había
ningún hilo que retomar. El silencio entre nosotros le agregó dramatismo al
asunto, y ella no dejaba de mirar fijamente hacia el mismo punto.
_Tenés algo oscuro que se asoma por detrás de tu hombro
izquierdo. Dijo sin sacar la mirada; ahora se veía aterrada.
_ ¿Qué? _ pregunté y giré lo más rápido posible, pero no
pude ver nada más que una columna totalmente blanca y detrás el bar con su
habitual movimiento.
_No es un ser o fantasma, es como un pozo. Un túnel. ¡Es
re loco eso!
_Negra, ¿qué tomaste anoche?
_Nada. Bueno, a veces puedo ver un poco más allá de lo
normal. No me pasa siempre, pero cada tanto tengo visiones y como ves, tengo la
mala costumbre de no callármelas. Un día me van a internar en un loquero_.
Dijo intentando esbozar una sonrisa.
_No te persigas. Pero te podés imaginar que me sorprende
mucho lo que decís _dije y la verdad era que no me sorprendía en absoluto. Más
bien me confirmaba lo que ya sospechaba; estaba metido hasta el cuello_. No conocía
tu lado vidente.
_Sí, lo tengo. Y no quiero atrofiarlo, así que cada vez
que veo algo fuera de lo común, trato de darle la importancia que se merece.
_ ¿Todavía lo ves?
_Si le presto atención, sí_. Dijo y ladeó la cabeza para
echar otro vistazo. Asintió.
_Entonces voy a tener que tomarlo en serio.
_Verlo me hace sentir una especie de escalofrío, como si
estuviera viendo lo que causa tus ataques de pánico. De lo que están hechos, ¿entendés?
_Sí _dije y tuve que evaluar las implicancias totales del
asunto. Ahora la duda era si le contaba o no. La Negra era una mina muy
curiosa, seguro iba a querer todos los detalles. Un verdadero peligro para su
salud mental y física, porque sabiendo lo inquieta y lanzada que es, tarde o
temprano iba a querer ver por sí misma más de lo aconsejable.
Se hizo la hora y
tuvimos que salir para la oficina. En realidad trabajábamos en distintas
empresas, que tienen sus oficinas en el mismo edificio. Esa misma tarde después
del trabajo, comenzó a sondearme por celular, mandándome insistentes mensajes.
La tenía preocupada mi estado mental, y ahora se sumaba también eso que había
visto detrás de mi hombro.
Mi casa seguía siendo un infierno, casi no podía dormir.
Las pesadillas se extendían a la vigilia y la vigilia a los sueños. Los límites
entre los mundos estaban dañados, y los había dañado yo mismo. Sabía muy bien
qué era esa sombra que la Negra podía ver con tanta nitidez.
A la Negra la había enganchado por mi lado poético. Un
día le leí unos versos y flasheó. No lo podía creer. Me confesó que nunca se
había imaginado esa faceta en mí. Desde entonces nos estábamos viendo
esporádicamente, pero aunque había simpatía y cierta afinidad, no concretábamos
nada. En realidad yo creía que no le gustaba físicamente. Pero la verdad era
que había algo en ella que me intimidaba a la hora de encarar para tener algo
más. Y eso era que estaba buenísima, y algo en mí automáticamente la descartaba
por esa razón. Seguramente tenía una miríada de hombres atrás, mucho mejor
posicionados que yo para lograr sus objetivos. Esperaba que en cualquier momento se
apareciera con un novio fachero y con plata, en una moto enorme. Era una mina
para eso. Le decían Negra por su pelo y sus ojos, aunque su piel era
extremadamente blanca. Su cuerpo era escultural, más de vedette que de modelo,
aunque también lo hubiera podido ser. Andaba por los treinta años, pero su actitud era
de eterna adolescente que jugaba a ser mayor. A pesar de su belleza no era para
nada creída, y eso aumentaba más su encanto.
De todos modos no pensaba desistir en mis intentos, lento
pero seguro, yo pensaba entrar en su vida hasta ganar primero su atención,
luego su cuerpo, y por último su corazón. No tenía nada que perder. Lo cierto
era que mis poemas en su momento, no la habían enganchado tanto como ahora el
misterio de esa sombra que acechaba detrás de mi hombro. Pero yo no podía usar
semejante aberración a modo de cebo; era criminal.
La aberración a la que me refiero, había empezado de
manera casual una noche de insomnio. Me hallaba fumando acodado en la ventana
interna del segundo piso de mi casa, que da a la pared del fondo que pertenece
a otro edificio mucho más alto, y a mi derecha, podía ver
parte de la casa de al lado. Era una casa abandonada muy antigua, de dos plantas,
con un patio trasero devenido en selva de arbustos y malezas. De noche siempre
atrapaba mi atención esa porción de oscuridad apenas iluminada por la luz de la luna;
me trasladaba a otro Buenos Aires. Íntimamente buscaba que esa época se plasmara
en mí hasta manifestarse como un estado de ánimo. Buscaba constantemente
estados del ser afines a lo poético, para así mantener mi inspiración. Había
perfeccionado una especie de acecho sobre esos estados, los cuales hacían
brotar versos, que luego yo sólo debía trasladar al papel. Permanecer en ese estado
poético, a mi entender, suponía sostener una permeabilidad máxima con respecto
al mundo. Absorber del mundo lo más posible, procesarlo y transformarlo en
poesía. Ese era todo mi afán por aquellos días.
Aquella noche mis ojos se paseaban por la casa de al lado
buscando atrapar algo de su pasado esplendor, nueva y alegre, o en su ocaso,
quizás signado por la tragedia, pero nada se me revelaba más que el azul efecto
de la luz lunar sobre el techo y la copa de sus enmarañados arbustos. Después
de la última pitada, arrojé el cigarrillo calculando que cayera del otro lado
de la medianera, como un explorador. Fue entonces cuando vino a mí con fuerza
la idea; tenía que entrar a esa casa.
Por el frente que daba a la calle era imposible, estaba
tapiado con chapones altos, y además estaba muy expuesto. La calle era bastante
transitada incluso de noche. La única que me quedaba era saltar la medianera y
meterme por el fondo. La idea vino tan fuerte, que esa misma noche tomé la decisión
de hacerlo.
Serían las dos de la mañana cuando ya vestido con un
pantalón de gimnasia viejo y un grueso buzo con capucha, armado con mi linterna
en el bolsillo del canguro, salté el muro de dos metros y medio que separaba mi
casa de su vecina oscura. Lo primero que noté al pisar del otro lado, fue el
cambio de temperatura. La vegetación mantenía un microclima húmedo y fresco,
cargado de un balsámico olor a hierbas. Pronto el suelo bajo mis pies se volvió
resbaladizo y muy difícil de transitar debido a las capas de frutos caídos
reventados, y el colchón de hojas podridas por la humedad del fango del suelo. La
densidad del follaje era tal que con el haz de la linterna apenas alumbraba un
estrecho pasadizo de no más de un metro. Mi temor a los insectos grandes como
arañas y demás, vino a mí en el momento menos oportuno. Mis pasos se negaban a
avanzar, pero algo me decía que volverme sin explorar esa casa entraba en la
categoría de fracaso. Uno a cierta edad ya no se recupera de fracasos como
esos. Quedan para siempre como una marca. “Quise hacerlo y no me animé”, no
suena nada bien después de los treinta años. Así que preferí seguir adelante y
llevar mi experiencia al terreno de lo épico ¿qué era la vida sin intentar
romper sus límites?
Sólo debía conservar la calma e intentar controlar el
miedo. Siempre hay algo de adrenalina cuando uno se aventura más allá de lo
aconsejable. Pero una casa abandonada además podía esconder otros seres;
humanos en algunos casos. Linyeras, locos, posesos. Podía haber de esos y de
los otros. Los que uno no quiere ver y por eso se protege de ellos en todas
esas absurdas rutinas de la vida diaria.
Evitando pinches y latigazos de traicioneras ramas, logré
acercarme a lo que parecía ser la entrada trasera de la casa. Una puerta doble
bastante bien conservada era el primer verdadero obstáculo entre todos sus
secretos y yo. Para mi total sorpresa, apenas la toqué cedió sospechosamente
fácil. Como si alguien desde adentro hubiera acompañado mi empuje con un leve
tirón. Lo llegué a sentir así, como un tirón, quizás un tanto más fuerte que mi
empuje. Una de sus hojas se trabó en una baldosa levantada así que sólo pude
abrir la mitad. Entré de costado paseando mi linterna por la amplia cocina de
enormes ventanales por los que los arbustos más fuertes del exterior, habían
logrado ingresar sus ramas más altas.
El haz de mi linterna comenzó a fallar, así que la apagué,
calculando que le quedaba poca batería y la iba a necesitar para volver a mi
casa; un imprevisto que marcaba mi inexperiencia total para este tipo de
exploraciones. De inmediato noté una extraña luminiscencia azulada que
iluminaba, a medias, la estancia. Era la luna entrando por las ventanas. Pude
distinguir otras puertas y una sala más adelante. Avancé a tientas pisando con
cuidado ya que las baldosas de la cocina dieron paso a un movedizo suelo de parqué.
Fue entonces cuando mi vista se adaptó a la penumbra y pude ver por primera vez,
la red azul. No parecía ser un efecto óptico que estuviera sucediendo en mí,
sino que era algo externo, al punto que cuando extendí mi mano en el aire para
comprobar el fenómeno, pude ver como una infinita cantidad de líneas azul
eléctrico la atravesaban para luego salir del otro lado. A partir de ese
momento los recuerdos de esa noche se vuelven borrosos. Lo único que sé es que
volví sin usar la linterna, y que salté la medianera con mucha más agilidad que
la primera vez.
Por esos días mi vigilia fue cambiando paulatinamente en
algo más complejo. Por ejemplo, recuerdo entrar a un banco para hacer un
trámite y ser subyugado por su arquitectura de un modo físico nunca antes
experimentado. Sentir sus dimensiones en mi ser como una especie de miedo, o
mejor sería decir, de pánico. Ver sus terminaciones, ángulos y detalles, como
algo definitivamente maligno, al punto de tener que salir de ahí sin haber
realizado la operación. O sentir las calles del microcentro, transformarse en
el fondo de un abismal laberinto del cual nadie puede salir. Sentir la
frustración de ese encierro asfixiante a pesar de estar en una esquina
cualquiera, un mediodía a pleno sol.
_ ¿Sabés qué es eso?_ Preguntó la Negra mientras me hacía
un análisis express, durante los quince minutos que nos tomábamos para hablar
después del almuerzo en el bar_. Ataques de pánico.
_ ¿Y eso con qué se come?
_Generalmente con un psiquiatra y medicación.
_No. Ni loco.
_ ¡Ja! Esa es la siguiente fase. De ahí al loquero ¿Y
desde cuándo sentís esa clase de miedos?
Por algún extraño motivo, sentía que mi incursión a la
casa abandonada no debía revelarse. Era tabú. Lo cierto era que me debía una o
dos exploraciones más para confirmar lo vivido y saber si tenían relación entre
sí.
_Hará un par de días…
_Algo te traumó. Algún sueño o algún tema no resuelto que
surgió a la superficie disparado por algo. Fijate.
_Sí Negra, quédate tranquila que no creo que sea nada
grave.
_Bueno, y la próxima que pegues de esa falopa, convidá_
dijo riendo_ ¡Así por lo menos quedamos flasheando los dos!
Creo que fue esa misma noche que decidí volver a meterme
en la casa abandonada. Debía conjurar los demonios del miedo lo antes posible.
Dejar pasar más tiempo parecía ser de algún modo peligroso.
Compré un overol gris y dos linternas nuevas; una grande
y otra de bolsillo. Unos guantes de esos con los dedos recortados, y terminé mi
atuendo de explorador calzándome mi casco de ciclista.
Era una noche sin luna, con densos nubarrones que
amenazaban descargar su furia antes del amanecer. Calculé que tendría al menos
una hora antes de que se largara a llover. La linterna alumbraba muy bien, así
que el patio ya no me pareció tan grande y peligroso. Una vez franqueada la
puerta de la casa, el potente haz de luz revelaba un interior más opresivo. Las
dimensiones no seguían las convenciones estéticas de una época, ni tampoco
parecían funcionales para la vida cotidiana. Había algo obtuso en esos pequeños
ambientes, que parecían estar diseñados sólo para esconder otros. Cada tanto
detrás de alguna puerta aparecía una escalera, pero todavía no me animaba a
explorar la parte superior, aunque imaginaba una continuidad de ambientes sin
sentido como en la planta baja, ya que las escaleras eran numerosas, y todas
diferían en su altura. Algunas tenían apenas unos peldaños y otras ascendían en
espiral hasta perderse en la negrura de arriba.
Mi exploración transcurría en la más absoluta tranquilidad,
tanto que en un momento encontré una pequeña biblioteca y me puse a revisar
varios libros. Apoyado sobre una antigua cómoda, abrí aquellos viejos tomos, que
sin embargo estaban bien conservados. Encontré mucha literatura nacional,
Borges, Sábato, Mujica Lainez, Quiroga, Abelardo Castillo. Estaba tan a gusto
que completé páginas enteras, saltando de uno a otro. En otro estante, más
arriba, había libros en alemán, inglés, portugués, francés. Los autores que
pude reconocer: Kipling, Joyce, Schopenhauer, Pessoa, Boudelaire… y varios
traducidos al español como A. Crowley, Gustav Meyrink, Eliphas Levi, Giovanni
Papini. Una maravilla. Quería quedarme a vivir allí, pero pronto percibí por el
rabillo del ojo, que unas sombras se movían alrededor. Apunté mi linterna
revisando los rincones, pero enseguida detecté la fuente de mi alarma; unos
silenciosos relámpagos habían comenzado a parpadear allá afuera.
Dejé los libros, prometiéndome volver, quizás armado de
una caja e ir llevándome los más interesantes. No pensaba robarlos, sino más
bien trasladarlos a mi casa para leerlos y luego devolverlos a su lugar. Tomé
por el camino por el que recordaba haber llegado hasta el pequeño desván con su
biblioteca, pero no encontré la puerta que daba a la cocina y luego al patio.
Rehíce mis pasos, esta vez con más cautela, y detecté que la puerta por la que
había ingresado a esa estancia, ahora estaba entornada; de ahí mi confusión.
Seguramente el viento que ya se empezaba a levantar la había movido. Su color
de madera oscura, casi no se distinguía de la negrura de una puerta abierta. La
abrí, alumbré adentro y ahora sí pude reconocer los pasos que debía seguir para
encontrar la salida. Me disponía a cruzar la sala que me separaba de la cocina
donde se veían con claridad los destellos de los relámpagos, cuando sentí que
el parqué del suelo se movía como en olas, tan fuertes que no pude dar ni dos
pasos sin caer. La linterna rodó lejos y se apagó o desapareció en otro cuarto.
No podía ser. Parecía un terremoto, pero en Buenos Aires no hay terremotos.
Traté de incorporarme a la vez que sacaba mi linterna de bolsillo. Ahora todo
se movía. Las puertas se azotaban, los muebles cimbraban haciendo sonar vidrios
y cristales, las maderas del suelo y del revestimiento de las paredes,
rechinaban. La ínfima luz que emitía mi linterna de bolsillo de nada sirvió
para poder orientarme y salir. Avancé a gatas en línea recta hacia adelante
pero fue en vano, porque luego comprendí que me estaba metiendo de nuevo en las
habitaciones internas. Fue entonces cuando vi por primera vez aquellos
fantasmas; etéreos, casi románticos. Salían de las paredes, del techo, bajaban
por las escaleras, o sólo se quedaban estáticos detrás de las puertas que se
golpeaban una y otra vez. No pude ni siquiera pensar en huir, me quedé sentado
allí mismo, en el suelo, admirado por toda la belleza de ese caos. Eran como esculturas
de cementerio, sin alas. Un fuerte sentimiento de nostalgia se abatió sobre mí,
y sentí pena por no haber nacido en otra época, donde la magia era una
posibilidad real, donde lo oculto convivía con lo cotidiano, como en esa casa
tan próxima a la mía y a la vez tan distante. Mis lágrimas llegaron junto con
la lluvia torrencial, y la calma volvió al interior de la casa junto con la red
azul, que se desplegó de tal modo, que desarmó una a una las visiones
espectrales que aún gravitaban por el aire.
Esa noche, de vuelta en mi casa, no pude dormir. Escribí
versos sin parar hasta entrada la mañana. No registraba con mi mente nada de lo
que escribía, fluía solo. Desde algún rincón de la casa de al lado, todavía
emanaban sutiles lenguas de fuego frío que me llegaban con visiones de otros
mundos. Cuando al otro día, me puse a leer los versos, no podía creer la
belleza que expresaban y la calidad de la métrica. Metáforas impensadas, nuevas.
Rimas exactas y a su vez, complejas. La influencia de esa casa era algo único.
Debía ingeniármelas para aprovecharla al máximo, porque era evidente que estaba
destinada para mí. La había descubierto yo. Era mi secreto tesoro.
La siguiente vez, la casa me recibió con una andanada de violentas presencias invisibles que apestaban a azufre. No pude ni siquiera acercarme a la biblioteca. Todo volaba por el aire como en un infernal Poltergeist, y el aire estaba tan cargado por aquella inverosímil red azul, que tuve varios episodios de asfixia. Emprendí la retirada antes de tiempo, y aunque tuve la sensación de que la casa, como un organismo vivo y consciente, me había rechazado, una vez en casa tuve otro episodio de inspiración poética. Esta vez fueron los versos más negros y fatídicos, que jamás hubiera podido concebir con mi impronta romántica. Estos eran versos malditos. Sacrílegos. Pero aun así, brillantes. De una confección única. Busqué entre los poetas malditos alguno cuyo estilo se pudiera comparar con aquellos versos que habían emanado de la infestada aura de la casa abandonada, y no encontré ninguno.
A la noche siguiente, mi incursión estaba llena de negros
presagios para mí, porque mi propia casa había comenzado a resultar acechante,
como si estuviera cobrando vida propia. Pero mi afán literario no me dejó
pensar en las consecuencias que todo aquello podría tener en mi vida diaria,
sino que me empujó a saltar la tapia una vez más, como un adicto en busca de
una dosis que linde con la muerte.
Apenas entré, me asaltó un abatimiento físico totalmente
ajeno a mí. Se condensaba contra las paredes un silencio hostil, una constante
amenaza, como si la locura me observara desde las sombras como un depredador
indolente y frío. Y yo quería dejarme devorar; a eso había venido.
Parado allí en la semioscuridad, con mi linterna apagada,
un sopor antiguo y lúgubre me fue envolviendo. Era como un tiempo muerto en
medio de un sueño. Un constante presagio de pesadilla. Mi cuerpo estaba laxo,
sin voluntad. Algo me decía que si me atrapaba la red azul en esas condiciones
sería fatal. Intenté moverme y avanzar, pero fallé no una, sino varias veces. Fue
entonces que vi por el rabillo del ojo, cómo una puerta se abría y un ser gris,
enorme, grotesco, con el rostro en un rictus desesperado, avanzaba hacia mí tan
lentamente que me revolvió el estómago. Había un desfasaje en su desplazamiento
que atentaba directamente contra mi razón. Parecía estar diseñado para destruir
la cordura. Vomité justo a tiempo para ver la red azul desplegándose mientras ese
inmenso y desesperado ser, me abrazaba con fuerza. No pude ofrecer ninguna
resistencia. Su abrazo dejó una depresión negra que se quedó para siempre en mí.
Amanecí tirado ahí, entre medio de la sala grande y el
pasillo que daba a la cocina. No tenía fuerzas para encarar el patio y menos
para saltar la pared, así que decidí buscar una salida a la calle. No fue
difícil bordear un patio lateral y colarme por entre dos tablas flojas del frente
tapiado.
Una vez en casa intento recuperarme con un café, pero no
puedo. Paso las horas tirado sin dormir, totalmente incapaz de salir de la
ingravidez de mi cama por mis propios medios. Ya no quiero abandonar este
paraíso de poesía sin límites y belleza fuera de lo humano, atrapado por la
embriagante tristeza del abrazo de aquel ser la noche anterior, acumulando
pilas de escritos que sobrepasan todo lo que alguna vez soñé con plasmar en un
papel.
Tomo el celular. Los audios de la Negra se disparan uno
tras otro. Después de haber visto aquella sombra sobre mi hombro izquierdo,
ayer durante el almuerzo, mi ausencia de hoy en la oficina disparó todas las
alarmas en ella. Alcanzo a balbucear “Negra no vengas, ya es tarde” como única respuesta,
sabiendo que el efecto iba a ser todo lo contrario, porque en realidad quiero
que venga. Quiero mostrarle mis escritos, mis nuevos poemas. Quiero saber qué
opina. Qué siente. Y sobre todo, si cree que vale la pena perder una vida
insulsa y gris, para vivir en la constante oscuridad que trae consigo la magia.
Oscuridad que ahora va ganando todos los rincones de mi habitación, transformándolos
en vórtices de una negrura infinita. Digo infinita porque en cada esquina se
condensa algo que parece no tener fin. Sé muy bien que estoy perdido. Lo que
fuera que moraba en la casa abandonada, ahora se está instalando en la mía.
Sonrío.
Algo pugna por entrar desde la penumbra del techo. Es un
bulto hecho de esa misma negrura infinita, y como si el vacío fuera su masa,
lentamente va tomando forma y volumen dentro de mi realidad. Desde un rincón
del piso, veo asomarse unos ojos de reptil. Puedo oír su siseo. Y sin embargo,
nada temo, porque ya soy parte de esa red azul que lentamente va colmando todos
los espacios.
Oigo el portazo de un taxi, el taconeo hasta mi puerta y
el timbre.
_ ¡Pasá, está abierto! _mi voz es apenas audible para mí,
pero de algún modo ella obedece a su instinto y abre. Entra. Escucho que tira
sus cosas sobre la mesa ratona, y corre buscando mi habitación, pero va para el
lado de mi estudio.
_ ¿Dónde estás?
Justo cuando voy a incorporarme un poco para responderle,
veo como de todos los rincones salen enormes tentáculos de esa materia oscura,
preparándose para atrapar a su presa. Ella por fin da con la puerta de mi
habitación y horrorizada por mi aspecto entra corriendo sin advertir el
infierno que acecha desde todos lados; o quizás no lo ve. Instintivamente saca
su celular para llamar un doctor, supongo, pero no llega a hacer nada. Desde lo
alto, algo negro y eléctrico se enrosca en su pierna y la levanta hasta el
techo como a una muñeca de trapo. Y allí queda, colgando, con el rictus
congelado en un grito mudo. Nada puedo hacer. Eso que ha despertado, que ahora
es parte de mí, debe alimentarse. Eso debe seguir existiendo, y su premisa es
el hambre. Hambre infinito y primordial, para que no se interrumpa nunca el éxtasis.
Éxtasis que sólo es posible experimentar, cuando uno se mece para siempre en la
mágica ingravidez de la red azul.
Eugenio
J. Cáceres