jueves, 12 de septiembre de 2013

EL VERDADERO AUTOR DE MIS RELATOS







Las páginas en blanco se lucen altaneras y esta vez estoy desconcertado. Anteriormente mi trabajo se había reducido a copiar a las apuradas lo que me dictaba el verdadero autor de mis relatos: un conejo blanco, de aproximadamente dos metros y medio de altura, si contamos las orejas, que ahora permanece a mi lado en un incomprensible silencio.

Al principio me dictaba desde el patio trasero a través de la ventana cerrada, aunque yo estuviera profundamente dormido. Por esa razón, sus relatos se perdían en lo que en realidad para mí no eran más que sueños extraños y recurrentes.

Pero un día por fin se decidió a entrar. Destrozó todo a su paso. La ventana, el equipo de audio, una lámpara de pie, una mesa de luz, y lo que es peor, con su irrupción terminó por estropear mi ya malograda cordura.

Desde entonces, casi todos los días, a eso de las siete de la mañana, me despierta con una amigable patada o simplemente me hace saltar de la cama con el estruendo que produce al introducir su desmesurado cuerpo por la ventana; a pesar de que siempre le dejo la puerta del patio abierta.

Físicamente, además de torpe, es violento. Suele golpearme con demasiada frecuencia para que no me distraiga de mi tarea. Pero eso sí, jamás eleva el tono de su voz. Siempre mantiene el tono relajado y profundo de locutor de F.M. o actor de telenovelas de los setenta.

Sobre sus costumbres, las que más me llaman la atención son su inclinación hacia el relato fantástico y esa desconcertante adicción al mate amargo. Se ceba un mate tras otro durante toda la mañana mientras me dicta esas historias, siempre en primera persona, que no dejan nunca de sorprenderme. Aborrezco el mate, no así sus relatos, los cuales me resultan apasionantes.

Ahora está detrás de mí, apoyado contra la mesada de la cocina. Lo puedo ver en el reflejo de la ventana cerrada, mateando en silencio, con sus enormes orejas chocando contra el techo. Su silencio es una especie de desafío. Quizás espera que esta vez escriba algo por mi cuenta. Es muy difícil saber qué es lo que quiere, porque siempre que le pregunto cualquier cosa, lo único que recibo como respuesta es un tremendo manotazo. Sólo me queda dejar que pase el tiempo hasta el mediodía, cuando comienza a perder tamaño y consistencia. Entonces espera que yo vaya al baño o que me distraiga preparándome algo de comer, y desaparece.

Creo que su preferencia por mí, se debe a mi actual condición de desempleado. Esta situación es ideal para que le pueda dedicar el tiempo suficiente a sus escritos, cuyas hojas ya forman una pila ingobernable. Hasta el momento no me dijo qué hacer con ellos. Quizás pretenda que los publique y los de a conocer a través de mi nombre. Tal vez sueñe con ganar premios o con ser un best seller. Pero la verdad es que redacta muy mal y lamentablemente yo, aunque quisiera, no podría ayudarlo con eso, ya que mi conocimiento es muy limitado; sólo tengo secundario completo y al parecer, en las horas de lengua y literatura, no prestaba la suficiente atención.

En la radio A.M. mal sintonizada, se repiten las noticias una y otra vez como desde alguna lejanía interna. Me mantengo en silencio ante las hojas en blanco, mientras él ya va por la tercer pava. Me absorbe la actualidad nacional donde lo inaudito es rutina, donde lo impredecible se filtra en cada detalle de nuestra vida. Tan inverosímil como lo es mi propia vida; sometido por un conejo de felpa con aires de escritor.

Tengo que pensar cómo salir de este atolladero. Me propongo escribir algo en su estilo; sólo se me ocurre ser obsecuente. Miro por sobre mi hombro y ahí está, contemplándome, como una gran incógnita blanca de dos metros y medio.

En mi mente se enciende una idea que parece dar con la respuesta, y entonces él, como si estuviera leyendo mis pensamientos, asiente con un leve gesto y la confirma. Es él quien protagoniza mi próximo relato; el primero verdaderamente mío. Relato que al parecer estoy terminando, y que en nada se aparta de su estilo, de su género preferido: la ficción. 




                                                                                                Eugenio J. Cáceres