viernes, 16 de noviembre de 2012

La Milonga de los Muertos





El tercer viernes de cada mes desde el otoño hasta el fin del invierno, a eso de las doce de la noche, hacemos la milonga de los muertos. 
Hace ya nueve años que soy el contrabajista de la orquesta de don Roberto Maciel. Con don Roberto hemos tocado en toda clase de tugurios, cabarets para turistas, quilombos clandestinos, fiestas en casas de reconocidos mafiosos, pero en un cementerio, nunca. Tocar para gente muerta es un extraño privilegio que nos ha deparado, paradójicamente, la vida. Roberto Maciel falleció hace tres años de muerte natural, a los ochenta y cuatro años de edad. Según su voluntad, seguimos tocando con el mismo nombre de siempre pero al revés. Antes era “Don Roberto Maciel y su orquesta” y ahora es “La orquesta de don Roberto Maciel”, y por suerte, nos siguen contratando de muchos bailes. 
 Varios meses después de su muerte, la viuda, doña Catalina, una anciana inteligente y lúcida que no aparenta los más de ochenta años que tiene, vino a un ensayo y nos contó que la noche anterior se le había aparecido don Roberto. Inmediatamente le creímos; ella no iba a andar inventando una cosa así. Podíamos ver en sus ojos la emoción que le provocaba aquel acontecimiento. Y ella que nunca venía a los ensayos, ni siquiera cuando vivía su marido, se quedó a escuchar y después nos invitó a almorzar para contarnos la historia. _Resulta que estaba en la cocina escuchando la quiniela _comenzó diciendo la anciana, abarcándonos a todos en su mirada_. Serían las diez de la noche, cuando abrió la puerta de calle como siempre que volvía del café, con su llave. Me saludó con un abrazo, la piel parecía de hielo. Si no fuera porque me sostuvo entre sus brazos, hubiera ido a parar al suelo. Yo estaba por llamar a una ambulancia para mí, pero Roberto no me dejó. Y fue ahí que me contó todo. “Parece ser que Roberto se les reveló a los ángeles que lo llevaban al cielo _continuó diciendo doña Catalina mientras nos servía una picada con vermut_, y se negó a abandonar sus dos amores: su mujer y el tango. Los ángeles no le pudieron decir que no y tuvieron que atender a sus solicitudes, sin apartarse demasiado de lo que manda el quía de arriba. Ustedes dirán, ¿Cómo es que ese viejo atorrante se ganó el cielo? Es la misma pregunta que le hice yo y me dijo que allá nos juzgan solamente por una o dos acciones en la vida. Estas acciones definen nuestra verdadera naturaleza como seres humanos ante una especie de tribunal. Una especie de comité de disciplina, un tribunal de faltas como en la A.F.A. Y según como hayamos actuado en esas ocasiones es como somos en realidad. De esta manera se pone en evidencia nuestra esencia. “A Roberto le gustaba el escabio, el juego y antes de conocerme a mí, era un mujeriego. Nunca pisó una iglesia y cuando íbamos a algún casamiento, él esperaba afuera, en la puerta. Tampoco se puede decir que era un ejemplo en sus modales _dijo y nos miró con un gesto de deliciosa complicidad_. Hasta hace poco si alguno lo miraba medio feo se iba a las manos y siempre fue muy mal hablado. “Así que eso de rasgarse las vestiduras rezando y de andarle escapando a los placeres, es puro verso. A Roberto le dijeron que se había ganado el cielo por haberle salvado la vida a un pibe: “Era uno de esos días en que la lluvia no da respiro _continuó con un tono más intimista_, todo el barrio estaba inundado. Él volvía de lo de Angelito, cuando escuchó un grito y vio a un pibe en el momento justo en que el remolino formado por una boca de tormenta se lo tragaba. Aunque ya andaría por los sesenta y pico por ese entonces, no dudó ni un segundo. El chico ya había desaparecido bajo el agua, cuando Roberto se zambulló sin fijarse en que él también podía ser chupado. Se agarró del borde y lo buscó a ciegas hasta que chocó con un brazo. Lo sacó y lo trajo a casa desmayado, sangrando por un corte en la cabeza. Después lo cargó en la camioneta y lo llevó al hospital. El pibe se salvó... y por ese acto se ganó el cielo.” Concluyó doña Catalina como si hubiera terminado de contarle un cuento a unos chicos. 
 Estábamos todos mudos, nadie se atrevió a hacer ningún comentario. Ella nos explicó que todo esto no se tenía que dar a conocer más allá de los que estábamos allí, porque a pesar de ser algo tan fuera de lo común, pertenecía a la intimidad de la familia y a sus amigos de toda la vida. _Hubo entre Roberto y los ángeles, muchos intercambios de ideas y opiniones con respecto a los divinos designios de la vida y de la muerte _continuó diciendo la viuda_. Se consideraron varias opciones como por ejemplo la necesidad de satisfacer ambas demandas a la vez, ya que las personas por lo general pedían la posibilidad de estar con sus seres queridos de vez en cuando, pero ustedes se imaginarán que eso de volver a dirigir la orquesta era un pedido un tanto excepcional. “Bueno, a pesar que lo del tango se les había puesto cuesta arriba, discutieron todas las posibilidades hasta que al final le permitieron organizar una milonga el tercer viernes de cada mes, por la noche, durante la mitad más fría del año. El lugar va a ser la parte de atrás del cementerio, en la galería para nichos que está en construcción. Roberto me dijo que ya arreglaron con el sereno, que al parecer está acostumbrado a estas cosas. Hay que tirarle unos pesos; de eso yo me encargo. _ ¿Ya arreglaron? ¿Quienes? _preguntó el gordo Di Prieti, el principal bandoneón de la orquesta y amigo de la pareja desde la juventud. _Ahí va otra gordo _contestó exultante doña Catalina_ ¿Adiviná a quién se encontró Roberto caminando entre las tumbas como un dandy por Florida? _ Eh... no sé ¿A quién? _ ¡A don Atilio Ruíz! _ Pero, ¿don Atilio también está vivo? _No gordo, los dos están muertos, pero por amor han logrado que de vez en cuando les permitan volver. _ ¿Y va a venir a cantar? _No, ya no canta. Roberto dice que cuando lo intenta, desafina espantosamente, pero los dos quieren volver a oír el sonido de los fuelles.
Atilio Ruíz había sido el cantante de la orquesta durante más de veinte años, después de su violenta muerte ya no se reclutó a ningún otro cantante. Don Atilio apareció una mañana baleado, en su auto, cerca de Puente Alsina. Su muerte para la prensa siempre fue un misterio, pero los más allegados sabían muy bien lo que había ocurrido. Esa mañana se casaba la mujer de su vida. La mujer a la que había conquistado con imprudentes serenatas y apasionados encuentros furtivos, a pesar de que su padre, un gallego imposible, se oponía. Decía que Atilio era un calavera, que andaba en vaya a saber uno qué cosas y que además le llevaba más de veinte años a su hija. Se opuso a tal punto, que la obligó a casarse con el hijo de un diputado amigo de la familia. Atilio le propuso a ella fugarse mil veces, y mil veces estuvieron a punto de hacerlo, pero ella, llegado el momento, nunca se animaba. La mañana del casamiento era la última oportunidad y Atilio estaba dispuesto a todo; estaba armado y su plan era raptarla del auto camino a la iglesia. Ella había juntado coraje para jugarse por su verdadero amor, pero él no apareció y tuvo que casarse igual, a pesar del incontenible llanto que todos se esforzaron en interpretar como la emoción de estar viviendo el sueño de su vida, y las náuseas, que bien podían pasar por nervios, pero que eran de puro asco. Después de la ceremonia, por teléfono, alguien que ella conocía muy bien le dio la noticia: Atilio había sido asesinado a quemarropa en su auto, cerca de Puente Alsina. No hizo falta que le dijeran nada más. Su padre seguramente se había confabulado con el diputado quién, mediante sus oscuros contactos con matones y delincuentes, se encargó del trabajo sucio. Ella no pudo soportar tanto dolor y se mató esa misma tarde con un revolver de la colección que ostentaba su padre en una vitrina. El novio, en un exceso de melodrama pidió que la sepultaron con el vestido de novia. Ella es la novia que se ve por las noches en el cementerio y que con el tiempo se convirtió en una de las más famosas historias de aparecidos. Lejos de los prejuicios de su familia, ahora ella se encuentra con Atilio para continuar un romance que ni siquiera la muerte se atrevió a interrumpir. 
 El tercer viernes de julio a las diez nos encontramos todos, los músicos y doña Catalina, con el sereno en una florería cerca de la esquina del cementerio por donde está la entrada de autos y coches fúnebres. Según el sereno, para no despertar sospechas, debíamos entrar por los fondos de la florería, saltando una pared no muy alta. Entre el sereno y yo, ayudamos a pasar la tapia a doña Catalina. Luego todos saltaron sin mayor dificultad, menos Di Pietri que cayó medio mal, nada grave, sólo un raspón que el gordo se empeñó en exagerar. 
 Adentro la oscuridad era imperfecta, el cielo gris brillaba resaltando los contornos de las cruces en los techos de las bóvedas y tan solo unos metros más adelante, la visión se volvía engañosa. Allí los miedos que no nos habíamos atrevido a formular ni siquiera a nosotros mismos, nos invadieron a todos por igual. Estábamos en medio de un cementerio en plena noche yendo al encuentro de personas muertas. Aquel terror básico que experimentábamos en nuestra niñez, estaba latente en lo más íntimo de cada uno de nosotros aguardando el momento indicado para volver. Y estalló apenas segundos después de caer en la cuenta de lo que estábamos haciendo. Angelito, uno de los violinistas de la orquesta, cayó presa de una crisis de nervios y comenzó a gritar a todo pulmón como jamás oí gritar a un hombre. El gordo Di Pietri salió corriendo derecho hacia la salida, allá como a cien metros, donde se veían las luces de la calle. Yo por mi parte, habiendo cargado con doña Catalina primero y con mi contrabajo después, no pensaba sucumbir al miedo. Me amparaba en la sana actitud de Lucho, el pianista, que después de consultar su reloj, nos advirtió que se estaba haciendo tarde y necesitaba ver en qué condiciones se encontraba el piano que le había conseguido el sereno. 
 Lucho actuaba como lo hacía siempre que íbamos a tocar y yo trataba de imitarlo. Sentado sobre una fría tumba de mármol, hablaba del viejo piano de cola que le habían prometido. Decía que era un Leipzig de una escuela cerca de allí. Abrazado al estuche de su bandoneón, se nos unió el flaco Paredes. Se lo veía bastante aturdido. Con él venía el pibe, el segundo violín, que se sacudía involuntariamente en un temblor que no era de frío. A Doña Catalina se la podía oír en algún sitio de esa inquietante penumbra tratando de calmar a Angelito. Sus voces se filtraban por entre los panteones y por momentos nos llegaban con una extraña nitidez. La viuda estaba risueña, como una adolescente en medio de alguna travesura. Recordé que ella y el gordo tenían más de un par de bromas pesadas como antecedentes, y por un momento pensé que se estaban mandando una de las suyas con el gordo, pero era imposible que hicieran algo así. 
 Después de un largo silencio en el cual me hundí en un sin fin de especulaciones, Angelito y Catalina, aparecieron delante de nosotros, a unos metros de donde estábamos sentados. Lucho les preguntó por el gordo y ella nos dijo que el sereno lo había ido a buscar. Después de un momento los vimos aparecer a la distancia. El gordo había sido convencido, como un chico, con una enorme barra de chocolate que el sereno le convidó para calmarlo. Una vez que estuvimos todos reunidos, el sereno se puso en marcha por una de las calles interiores. Casi no lo veíamos, lo seguíamos solamente guiados por el sonido de su voz que nos contaba historias de otros casos como el de don Roberto. _El fenómeno se da en fechas que son especiales por algún motivo para el finado. Según tengo entendido, Don Roberto apareció para el aniversario de casamiento, ¿no? _La viuda y el Gordo asintieron. Los demás no lo sabíamos_. Bueno, ¿Se acuerdan del mago Fisher? Para fines de agosto se arma un picado con ex jugadores y algunos hinchas de Lanús que descansan acá adentro. Según tengo entendido, lo hacen para esa época del año rememorando aquella gloriosa gesta en que ascendieron a primera. Aunque también se los puede ver en las noches más frías del invierno, porque les gusta jugar en la escarcha. 
 “También son muy famosas las apariciones de la novia. A ella se la puede ver temprano por la mañana y cuando no hay mucho sol, se queda hasta el mediodía. Pero por las noches anda con un tipo y no sé si me creerán los que les voy a decir, pero más de una vez me pareció escuchar que hacían el amor escondidos en el panteón alfombrado de los curas del Euskal Echea.” “Y las monjas, que murieron por un escape de gas en el convento en el que vivían, a veces salen a rezar a la iglesia del cementerio en pleno día y para no asustar al cura, aprovechan los momentos en que toma una de sus numerosas siestitas. La verdad es que después de tantos años uno se acostumbra a estas cosas. Por eso lo de don Roberto no me extrañó para nada, es más, me alegró porque siempre me gustaron sus discos y cuando podía, con mi señora, íbamos a verlo a algún baile”. 
 Al ver las tumbas en tierra, me intrigó saber como harían para salir de esos más de tres metros de profundidad. Supuse que el sereno los debería ayudar de alguna manera y cuando se lo pregunté, me dijo que sólo los que estaban en bóvedas o en panteones podían salir. _En algunos casos también pueden salir los que están en nichos no muy altos, pero los que están en tierra no pueden_. Me pareció una explicación forzada, quizás para no tener que entrar en detalles que a él mismo se le escapaban.  _Pero entonces existe la vida después de la muerte... _reflexionó el pibe en voz alta. _Un recreo de vida en medio de la muerte _respondió oscuramente el sereno. 
El cementerio a esa hora y escuchando aquellas historias, parecía dilatarse hasta cubrir distancias escalofriantes. Yo tenía la impresión de haber estado caminando en círculos porque ahora estábamos otra vez en una zona de altas bóvedas como las que había en el lugar de donde partimos. Sobre algún techo o detrás de alguna labrada puerta de hierro, pude ver sombras furtivas y oscuras presencias acechantes. Por un momento, varios de nosotros pudimos ver recortada contra el cielo gris, la increíble figura de un ser alado que se perdía en las alturas. Una especie de pavor reverencial nos afectó a todos y ya no sentimos miedo. En su lugar, sentimos una nostalgia negra por todo aquello. Como si se pudiera sentir nostalgia por la muerte, como si se pudiera añorar ese abismo que aún no conocemos. 
 Después de atravesar la parte más vieja del cementerio donde las grietas de las tumbas se abrían como fauces, y la maleza nos rozaba las piernas con sus manos huesudas, llegamos por fin a una galería para nichos en construcción. El sereno entró primero y probó sin éxito mediante varios interruptores encender la luz. Consternado nos juró que había hecho las conexiones esa misma tarde, y que funcionaban todas. Tanteando en la oscuridad, nos acercó unas sillas y luego se fue a la garita a buscar velas. Acostumbrados a la penumbra de los escenarios, aquella negrura no era impedimento para que sacáramos nuestros instrumentos y nos dedicáramos a ajustar la afinación antes de tocar. Los fogonazos de los encendedores que usábamos para ver los detalles que escapaban a la mecánica de nuestra memoria, nos devolvían sombrías instantáneas, y los sonidos amplificados por la acústica del lugar, se deformaban en un amontonamiento obsceno, sacrílego. Doña Catalina permanecía parada en la puerta de la galería mirando dramáticamente hacia afuera. Por la entrada del otro lado, donde había una gran pila de bolsas de arena  y una escalera de mano apaisada franqueando el paso, aparecieron un hombre y una mujer. Nadie los conocía. Buscando una explicación, todos miramos al sereno que volvía con un candelabro de seis velas en cada mano. Él solamente se limitó a comentar que seguramente serían invitados y con gran cortesía, en voz exageradamente alta, les pidió que se acercaran. Avanzaron unos metros, sortearon la escalera y se sentaron en un tablón que había sido colocado allí para tales fines. Oímos un sollozo del lado opuesto y luego apareció doña Catalina del brazo con don Roberto. Lucía mejor que muchos de nosotros. Nos saludó a la distancia y se quedó mirándonos con una gran sonrisa en el rostro. Lucho comenzó a tocar “Milonguero triste” probando el piano que le habían conseguido, mientras todos contemplábamos un blanco espectro que se acercaba como flotando por entre las tumbas más lejanas. Era ella, la novia. Su vestido blanco manchado de sangre ennegrecida a la altura del cuello, despedía una luminosidad que formaba un exquisito aura a su alrededor. Era joven, de facciones suaves y atractivas. A pesar del orificio de bala en la sien, se veía fabulosa. A su lado, chamuyándola bajito, venía don Atilio Ruíz, el gorrión del suburbio. La pareja de extraños se unió a las otras dos parejas en el centro de la galería y se abrazaron delicadamente para bailar. Don Roberto, desde donde estaba, ya abrazado a doña Catalina, le indicó a Lucho que se detuviera. Luego, con una seña nos marcó el comienzo y nosotros, por supuesto, arrancamos con un vals. 






 Eugenio J. Cáceres

jueves, 27 de septiembre de 2012

SUDESTADA




En el sueño se desgarra el velo y los mundos se cruzan. Ella busca mi amor de un modo torpe y violento. Lleva siglos de soledad a cuestas; su perfume exuda una tristeza infinita. Sus frías manos me rodean y recorren mi espalda estremeciéndome, mientras sus helados cabellos caen sobre mi cara y mi pecho, indefinidamente. Así, hasta que por fin despierto y descubro que esa intrusa que me urgía al deseo como una meretriz inexperta, era una nueva e impetuosa sudestada con sus rachas de agua entrando por mi ventana. La tormenta ya había vencido las precarias tablas que hacían las veces de persianas y la lluvia caía justo sobre mi cama. Preparado para lo peor, me levanto, y siento como mis pies se hunden en el agua. El frío es tan real como en el sueño. Entonces, salgo a la calle con lo puesto, y voy a ver el arroyo para confirmar mis sospechas. Está a minutos de desbordarse, y por lo que parece, la tormenta no va a parar en toda la noche. El barrio entero está a punto de quedar bajo más de un metro de agua. Las familias ya salen de sus casas, como yo, para autoevacuarse antes que sea demasiado tarde para salir. Es lo mismo de siempre pero cada vez parece peor. Como no tengo nada ni nadie por quien preocuparme, me abandono a mi suerte. No quiero huir. No quiero ser un número más en las cifras de evacuados. Hoy no. Algo me llama a internarme aún más hacia el fondo, hacia el corazón de la villa. Quiero perderme en sus pasillos enfrentando la intemperie, para así experimentar nuestra suerte en toda su magnitud. Quiero saber hasta qué punto eso nos quiere someter y humillar. Quiero descubrir por qué perversa falla en el sistema del mundo, las calamidades se ensañan siempre con los más pobres, arrojándonos una y otra vez a la miseria. Tal vez encuentre la manera de parar esto. Quizás... 
En el cielo negro se arremolinan las nubes, debatiéndose entre sí el desastre. El viento que lacera mi piel y castiga hasta el alma, no me deja lugar a dudas, es del sudeste. Camino por las calles hundiendo mis pies en el barro. En las pocas casas de material que hay en la zona, la gente prefiere subir a los techos y pasar la noche allí para evitar los robos. Los de las casillas de madera y chapa, están condenados a pasar la noche bajo el tinglado de algún club o sociedad de fomento. 

A mi paso, las calles se angostan y ya no responden a las prolijas líneas rectas que nos dicta la urbanidad, sino que se retuercen en laberínticas direcciones. Esto facilita mi propósito inicial. Porque para lograr el mayor desamparo posible, antes es necesario perder las referencias. Por esa razón, y en pos del mismo fin, también he decidido cancelar mi pasado. Entonces imagino que las inundaciones se llevaron todo, como una fuerza ciega y purificadora. Esto me redime. Soy nuevo, desconocido, un extraño hasta para mí mismo. Mi nombre se fue en el agua con mis documentos hace ya varios años, al igual que mi edad. 

Ahora la lluvia es intensa, apenas puedo ver por donde voy. Me detengo bajo un techo en lo que parece ser un callejón sin salida, y contemplo con horror como unas enormes ratas de cola rosada, suben desesperadamente a los techos que no son más que un amontonamiento de tablas, plástico y cartón. El estruendo de las ráfagas contra las chapas es ensordecedor y el nivel del agua ya me llega a las rodillas. Me doy cuenta que es inútil intentar refugiarme en un lugar como este, y sigo caminando. Salto una tapia que me franquea el paso y del otro lado me recibe la oscuridad. Ya cortaron la electricidad en todo el barrio. No sé si estoy en el patio de una casa o en la calle. Avanzo a tientas, pero avanzo. Huir no puede ser la respuesta. Ya lo hice antes y sé que eso vuelve sobre nosotros para hacernos saber que no podemos escapar_ Bueno, acá estoy_. De pronto, me sacan de mis cavilaciones, varios disparos a mi derecha. No parecen dirigidos a mí, pero me agacho donde estoy y trato de ubicar al agresor. No quiero que me confundan con un saqueador, ese no es el destino que debo enfrentar. La cortina de agua es demasiado cerrada como para divisar nada alrededor y el tirador está en iguales condiciones. Decido seguir a pesar del peligro y me dirijo guiándome con la vista fija en el reflejo de la lluvia que cae sobre el agua del suelo apenas un metro delante de mí. Por suerte nada interrumpe mi paso. Pero cuando estoy por ensayar una pequeña carrera para salir de las inmediaciones del tirador, el haz de luz de una linterna recorre una pared justo a mi izquierda. Sin dudas debo estar en el terreno de una casa. Y otra vez los disparos. No me queda más opción que correr. Gracias a la luz de la linterna, logro dar con una abertura en la pared que da a la calle. Salgo intentando correr en el agua que humilla mi voluntad paralizándome las piernas y me deja a merced del tirador. Siento el peligro en toda mi espalda hasta la nuca, pero no me detengo hasta haber vadeado desesperadamente toda la calle. Ya en la esquina trato de recuperar el aliento, y a pesar del estruendo de la tormenta y el viento, puedo oír otro estruendo; Lejano, pero aún así, imposible de ignorar. Es el inverosímil sonido de tambores que crece y, por momentos, se pierde en algún lugar de aquella implacable oscuridad. Es como una llamada que suena en algún recóndito lugar de mi interior, ahondándose interminablemente.
 _______________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________ Un hombre contemplaba el desastre a través de su ventana. Lo habían despertado los estertores del agua pútrida, subiendo a borbotones por el inodoro y las rejillas del baño. Era otra vez la sudestada. Hacía apenas dos meses, la anterior había dejado al barrio en ruinas. Aunque al hombre ya no le sorprendía este hecho, igualmente se preguntaba cómo podía ser que una calamidad se repitiera tan pronto. Pero no hallaba explicación alguna. Todavía no quería llamar a su mujer. Sus cuatro hijos dormían, y despertarlos así, para enfrentar una tormenta en la intemperie era demasiado cruel. Se decidió por subir al techo los bolsos con la ropa de los chicos; no tenían placard ni ropero, los muebles de madera no resistían tantas inundaciones al año. Su casa de material, le permitía auto evacuarse en el techo, donde tenía preparadas dos chapas y una gran lona para cubrirse junto con su familia y poner a resguardo la ropa y algunas pocas cosas más. Lo que quedaba abajo, se perdía todo. Los colchones, la cocina, la heladera, la tele, todo quedaba a merced del agua. Pero aún así, él prefería permanecer allí cuidando junto a los suyos, lo poco que les quedaba. La inundación también era aprovechada por esa otra calamidad en la que se suele convertir el hombre, para salir a robar en las casas que quedaban vacías. La miseria parece tener la virtud de multiplicarse exponencialmente en situaciones como esta. Su mujer despertó con el ruido de los truenos y con el incesante ir y venir de su marido de la habitación al techo por una escalera de latón. Ella ni siquiera se vistió, y así como estaba, en ropa interior y abrigada tan solo con una remera, se dispuso a subir dos bolsas de plástico con más ropa y algunas frazadas. La verdad era que no valía la pena vestirse ni abrigarse mientras estuvieran mojándose constantemente. Una vez bajo la lona y las chapas en el techo intentaría ponerse algo seco y abrigado, pero las constantes ráfagas de viento no les darían ni esas mínimas comodidades. Dejaron por último a los chicos, para que se mojaran lo menos posible. El agua ya había invadido el cuarto y lamía las patas de las camas, dejando su marca contra las paredes. No había más tiempo, tenían que despertarlos. _ ¡Vamos chicos! Hay que subir al techo porque se viene la sudestada_ dijo la madre, una mujer rubia de ascendencia alemana que había nacido en Misiones hacía veinticinco años. Los chicos todos se levantaron solos, menos la menor que tenía apenas tres años. El padre la cargó al hombro, aún dormida, y subió la endeble escalera. Los chicos fueron subiendo de a uno acomodándose bajo las chapas que su padre había sostenido con dos palos. La mujer se les unió a lo último y allí se quedaron. Dando la espalda al sudeste. En silencio. No había nada que se pudiera decir en esos casos. Sus ojos azorados contemplaban como ese descomunal ser de infinitas cabezas ciegas, avanzaba implacable por la calle hinchándose, retorciéndose, en un creciente frenesí. El implacable monstruo golpeaba con saña a las puertas de las casas, y saltaba las ventanas como un ladrón. El desastre tenía su propio ritmo in crescendo y como embrujada por este, la mujer se levantó de donde estaban todos amontonados para darse calor, y abandonándose en la lluvia, comenzó a bailar sobre el techo con sus brazos en alto. Su marido y sus hijos se miraron sorprendidos. _ ¡Laura! ¿Qué hacés? ¿Estás loca?_dijo el marido_ Vení acá y secáte un poco. _ ¡Esto es para que pare de llover! ¡Hay que invitar a la Señora a bailar! Por ahí, si yo me pongo a bailar, ella hace lo mismo_ dijo Laura volviéndose hacia donde estaban los demás. _ ¿Qué Señora? Que yo sepa, la Virgen no baila... _ ¡Dejáme, mirá si me hace caso! _ ¿Quién? El hombre miró a sus hijos e intentó sonreírles para que no se preocuparan por su madre, pero él mismo no estaba demasiado seguro de que ella estuviera bien. _También... esto enloquece a cualquiera_ pensó, contemplando la belleza de su mujer, semidesnuda, bailando bajo la lluvia torrencial. _Allá en Misiones también lo hacíamos y a veces resultaba_ dijo Laura sin dejar de bailar. _Ah, son cosas de tu provincia. Pero eso acá no corre._ Dijo el hombre risueño_ Acá no hay ninguna Señora. Acá hay que bailar para los patrones... y para los políticos; esos que siempre dicen que van a dragar el arroyo y poner las cloacas. _Acá también bailan para la Señora_respondió ella_. La otra vez paró enseguida, porque la gente se reunió a invocarla. Hay que alegrarla con música y con danza para que deje de llorar. ¿Ves? ¿Mirá cómo llora?_dijo Laura extendiendo la palma de su mano en la lluvia. _La otra vez paró enseguida, pero igual nos dejó sin nada_Terció amargamente el marido_ Laura, dejá eso y vení acá _ ¡Dejáme! Además, así se me pasa el frío_ dijo y dio un pequeño salto como una bailarina de ballet. A los chicos, la vista ya se les había acostumbrado a la penumbra del apagón y a la furia de la tormenta, y les resultó gracioso ver a su madre bailando con tanto empeño. Las increíbles risas de sus hijos, pronto contagiaron al padre que comenzó a reír, aún en contra de su voluntad, y a pesar de la inmensa tristeza.
 _________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________Las lágrimas recorren las delicadas mejillas de la mujer,  y caen a lo largo de su negro vestido, hasta rozar los delicados pies que flotan en algún lugar de este mismo mundo. Su cuerpo se sacude entre una angustia lacerante. A su alrededor no se ve ni un resquicio de luz, pero a sus pies destellan los relámpagos, y las más negras entidades del caos condensan sus lágrimas en nubes, que luego se pervierten en tormenta. Lluvia torrencial y viento sudeste. Ella es el sudeste. Y llora por todos los que sufren, y su dolor se retroalimenta por la tragedia que provoca a causa de su llanto. Desde allí contempla desesperada el desastre. No tiene consuelo. Es una situación sin salida. ¿Cómo hacer que la mirada vacía y apagada vuelva a brillar? ¿Cómo acariciarle el alma a una mujer así, tan etérea y volátil? Inasible, su cuerpo se curva sobre la ciudad entera, intentando proteger a los inocentes que huyen en medio de la noche cerrada. Busca con sus brazos a tientas en la negrura de sus pesadillas y no encuentra más que espectros formados por los remolinos de la tempestad. Se estremece de terror. No comprende los designios de su propia naturaleza. Si tan solo pudiera ser una mujer en el mundo y sentir sus pies tocando el suelo aunque más no fuera un instante, eso la haría sonreír de verdad, y su sonrisa despejaría el cielo de inmediato. Pero eso es muy difícil. El dolor le ahoga el pecho y estalla en un llanto desgarrador que destruye cualquier esperanza de calma. Su alma es arrastrada a la deriva en un mar de negros presagios. Sus ojos sólo pueden ver a través del corazón estrangulado del hombre que lastima una y otra vez sin piedad, por costumbre, porque sí. El amor es uno más de todos esos espejismos que permanecen demasiado lejanos, casi imaginarios. Noche cerrada. Ni un resquicio de luz. Nada. 
_______________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________ Detrás de la cortina de agua, el sonido de los tambores dilata los confines de la noche hacia lo impensado. Agudizo el oído para saber de dónde viene, pero es muy difícil. Las ráfagas y los truenos, junto con el estallido constante de las chapas azotadas por la tormenta, desplazan el ruido en torno de un modo inquietante. Tengo que seguir ese sonido. No puede ser otra cosa que un llamado. De los techos saltan las cascadas de agua sobre mí, casi sin interrupción. Camino hacia lo que yo supongo que es el corazón de la villa, pero los pasillos se cortan a cada instante y no me permiten orientarme. Doy con una ventana de lo que parece ser una casa en construcción y me refugio allí dentro. El agua me llega a la cintura. La sensación de encierro me quita la respiración. Prefiero la intemperie. Los interiores parecen trampas. El nivel del agua sube más rápido. Cruzo toda la casa buscando la salida, pero una mano andrajosa me toma por el hombro y me hunde en el agua. Intento zafarme pero su fuerza es pesada y pareja. No puedo encontrar la masa de su cuerpo para defenderme y golpearlo. Con ambas manos intento doblar los dedos hacia arriba para soltarme del agarre, pero su fuerza, sea lo que sea, es mayor que la de cualquier ser humano. Debo estar enfrentándome a un gigante. Ahora sus dos manos presionan juntas y ya no puedo oponer resistencia alguna. Bajo el agua, me aprisiona contra el piso de cemento y me abandono al final. De nada sirve luchar cuando el rival es implacable. Una luz rojiza y degradante ilumina el agua frente a mis ojos. Ya no siento la necesidad de respirar. Algo en mí se desconecta. Entro en una especie de suspensión. La presión de sus manos se hace tan potente, que el suelo ya no ofrece resistencia, y sin romperse, cede. Cae hacia algún desconocido confín, y mientras cae, comienza a girar. El vértigo y el terror más elemental dominan entre las escandalosas sensaciones que se suceden en mí desde que estoy bajo el agua. Me vuelvo un espectador de mí mismo y de mi muerte. Ya no tengo dudas. Esas manos que me aprisionan cada vez más fuerte, no pertenecen a ningún ser humano. Estoy en medio del misterio que sucede a la muerte, y lo único que sé, es que es aterrador. Del otro lado, a mis espaldas, un extraño resplandor azulino tiñe las aguas y me inunda una poderosa paz. Las manos ceden su agarre, y comienzo a ganar altura por la fuerza natural del agua, y de esa energía azul, que me empuja con prisa hacia la superficie. Aturdido, me incorporo todavía dentro de la casa en construcción, constatando que allí no había nadie más que yo. 

El blanco resplandor de una seguidilla de relámpagos me permite escudriñar el lugar por todos sus flancos. Nada. Sólo esa feroz tormenta afuera, y en algún lugar aún indefinido de la noche, el repique urgente de los tambores. 
_______________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________ Laura saltaba de una punta a la otra de la terraza de su casa. Aparecía y desaparecía alternativamente en la lluvia, ante la impertérrita mirada de su marido y sus hijos. Por un momento, ella también creyó oír el lejano sonido de tambores, pero lo descartó de inmediato. No podía ser. Ya casi no quedaba nadie en sus casas y el nivel del agua en la calle ya estaba por encima del metro y medio. Sólo un grupo de locos perdidos se quedaría a tocar tambores en medio de una noche como esa. De pronto una luz pequeña, del tamaño de una vela, se encendió en su alma. No abrigaba grandes esperanzas al respecto, pero al menos ya no se sentía tan sola en su afán. _ ¡Escuchá! ¡Están llamando a la Señora! ¿No oís los tambores?_ exclamó Laura corriendo a donde estaba su marido. _ No oigo nada_ contestó él. _ ¡Vienen de allá! ¡Sí! ¡Son tambores! _ ¡Laura! ¿Podés dejar ese asunto y secarte un poco, que te vas a enfermar?_dijo él. Pero la mujer desapareció otra vez detrás de la lluvia torrencial sin hacerle caso. Pensó en traerla a la rastra, le estaba haciendo mal verla así. Pero cuando estaba por incorporarse para ir por ella, el sonido grave y oscilante de los tambores vinieron a paralizarlo justo ahí donde estaba. Fue Laura la que vino a él y lo arrancó del improvisado refugio, hacia el endemoniado torbellino de agua y viento. _Vení, de acá se oye clarito._ Dijo ella mientras lo conducía del brazo hasta el borde del techo_ Viene de la casa de altos, allá, pasando la esquina. _Sí, ahora lo oigo. ¿Y con eso, qué? _Nada. Quería mostrarte que no soy la única loca que intenta llamar la atención de la Señora. _Bueno, está bien. Pero mejor vamos a secarnos un poco. Los chicos están asustados, necesitan a su madre cerca... _Él la rodeó con el brazo para llevarla de vuelta al refugio. _Quizás ellos lo logren… Quizás puedan alegrarla un poco con sus tambores_ dijo Laura, sin escucharlo, con la mirada perdida en la oscuridad. _Seguro, seguro. Volvieron al refugio, se desnudaron, se secaron el uno al otro lo mejor posible en tales condiciones, y luego se vistieron con abundante abrigo. Hicieron lo mismo con los chicos, y luego se dispusieron a acondicionar unas grandes bolsas de plástico, haciendo unos cortes a los lados para pasar los brazos a modo de chaleco impermeable para proteger la ropa seca que se habían puesto. Todos juntos bajo las chapas, se dispusieron a pasar la noche. Ahora, la mirada de ambos se desviaba constantemente en dirección de donde, por momentos, llegaban los repiques. Venían de la otra cuadra, donde había sólo una construcción con dos pisos. Un par de cuadras más de un caserío desparejo y espaciado, y después la nada; descampado, pútridas aguas estancadas, y ciénagas eternas. En esa zona, la villa de emergencia parecía agarrarse con uñas y dientes a la ciudad, para no caer en ese vacío. Aunque la villa misma, era un espacio en blanco para todos los mapas de la ciudad. Un espacio donde la nada rodeaba y daba sentido al prolijo dibujo, ordenado por cuadrículas, de la gran ciudad. _______________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________ Desde el gran río, las erizadas aguas empujan hacia la endeble claridad de la población, los caudales de arroyos y riachos, por efecto del incesante viento sudeste. Desde lo alto, el pálido rostro de la mujer sin nombre ni edad, se esconde entre sus largos cabellos negros, que se bañan con sus lágrimas y luego devienen en ominosas tormentas. El cuerpo entero se sacude por el llanto. A ciegas sus ojos buscan en el cielo alguna explicación, pero su soledad es infranqueable. Desesperación y terror. Su alma se debate entre la culpa y el dolor. Y cuando busca una luz de esperanza bajando su mirada hacia los hombres, sólo encuentra egoísmo, mezquindad, crueldad; nada de amor. Nada. Esta noche, por efecto de sus incontenibles lágrimas, las oscuras entidades que habitan en el alma de toda la gente, se materializan y corren libres, atacando a sus inconscientes creadores en medio de la inundación. Allá abajo, en medio de la calamidad, un hombre entre tantos cae preso de una de esas criaturas abismales. Una corta e imperceptible luz de amor humano, se filtra en su corazón de mujer. Ese hombre parece buscarla como un loco. Es atacado por los hombres y por las entidades desatadas, pero no quiere rendirse. Ella, envuelta en un halo de piedad o instinto maternal, lo saca de las mismas garras de su propio demonio personal; Ese mismo ser que lo está guiando más y más adentro del peligro con la intención de matarlo. Pero él no sabe de ella. No sabe de su existencia, sólo intuye una causa, y se ha decidido a encontrarla. Y aunque por un momento ella logró sentirlo muy cerca y su alma casi esbozó una sonrisa, las distancias entre ella y su buscador son infranqueables. Sin esperanzas, ella sigue flotando en el negro infinito, y sus manos y sus pies, no hallan asidero; ni su alma, calor, luz. 
_______________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________ Ahora que el terror ya dejó su marca indeleble sobre mí, no puedo dar siquiera un paso sin esperar algo aún peor. No puedo explicarme nada de lo sucedido bajo estas aguas densas de escombros, pero sin embargo, no me sorprende. De algún modo, era de esperar. Yo salí a su encuentro. Quería ser testigo de la verdadera esencia maligna detrás de todo esto, y eso fue lo que encontré. Esta incertidumbre, este miedo a seguir avanzando, esta agria sensación de impotencia, son las barreras lógicas con las que cualquier mortal tiene que enfrentarse, antes de desenmascarar la inconmensurable verdad que existe en la sustancia misma de las causas. Ahí donde habita lo impensado; lo imposible de razonar ni clasificar. 

Los tambores me sacan de mi insostenible parálisis y me obligan a seguir su dirección. Vadeo por las estancadas aguas de la casa, hasta donde la claridad me indica una salida. Afuera la lluvia recrudece con cada segundo, como si la tormenta estuviera a punto de llegar a su clímax. A unos cincuenta metros de donde estoy, en lo alto de una construcción de dos pisos, un resplandor ambarino parpadea junto a una pequeña ventana, y ya no tengo dudas. De allí vienen los tambores. Busco la manera de acercarme por su frente, pero un alambrado me impide el paso. Las ráfagas son tan fuertes que ni siquiera me dejan ver el contorno total de la casa. Lo más seguro para llegar a ella es saltar el alambrado y caminar en línea recta para así no perderla de vista. Después de mi reciente encuentro cercano con la muerte, necesito ver gente. Necesito compañía. La soledad en medio de las tempestades se vuelve aún más desgarradora. Siento que ya vi más de lo que cualquier mortal debería ver en una noche como esta. Trepo el alambre, azotado por el agua que se desplaza en erizadas lenguas horizontales y sacude los postes que lo sostienen. Cuando llego a lo alto, la presión de las ráfagas es tan fuerte, que no tengo más opción que dejarme caer del otro lado, como si de una pileta se tratara. Amortiguado por el metro y medio de agua que inunda el barrio, trato de hacer pie, pero el fango no me deja afirmar y la corriente, que por un pronunciado declive en esta zona se hace fuerte, me lleva hasta dar contra una pared baja, más baja que el nivel del agua, de la cual me aferro para no seguir alejándome de la casa de altos. Guiándome por la línea de la pared, me acerco a la casa. No me separan de ella más que uno o dos metros. El hipnótico sonido de los tambores cesa, y la ventana que ahora esta justo encima de mí se abre. _ ¡Me parece que vi a alguien ahí afuera! _ grita una mujer, y el haz de luz de una potente linterna recorre el perímetro del alambrado. _ ¡Acá! ¡Abajo! _ y en mi voz se mezcla la alegría y la desesperación. Entonces un hombre asoma su torso por la ventana hasta localizarme con la linterna. _ ¡Ahí tenés una escalera! _ dice y con el haz me señala un recodo de la casa, una L que hasta entonces no había notado. No quiero soltarme porque la corriente es muy fuerte. Así que me acerco lentamente, reptando como un insecto pegado a los relieves en la pared, hasta que consigo doblar el codo, donde las aguas se estancan y pierden potencia. Ahí por fin consigo ver la escalera de material y allá arriba, una puerta que se abre. _Venga, pase._ Una mano se extiende hacia mí y me ayuda a subir los escalones de la empinada escalera. Es un hombre todo vestido de blanco, y enseguida siento la confianza típica que despierta la cercanía de un médico. Pero no lo es. Una vez adentro de la estancia, iluminada por una docena de velas, puedo ver que hay mucha gente y que todos visten de blanco. El hombre me pide que me quede allí, cerca de la puerta porque estoy chorreando agua en cantidad. Adentro está todo seco. La gente, salvo el hombre que me ayudó a subir, no parecen haber sufrido los embates de la sudestada. Desde acá, en perspectiva, la tormenta parece sólo un mal recuerdo. El hombre se seca los cabellos y la barba con una toalla de manos y luego se dirige hasta un rincón donde están los tambores; hay cinco o seis de distintos tamaños. _Recién paramos de tocar para descansar un poco_ me explica, colgándose la correa de uno de los tambores más grandes_ lo que pasa es que estamos tocando desde hace dos horas sin parar. _Yo seguí el sonido hasta acá_ le digo, señalando los instrumentos_ pero no sé muy bien por qué. _ ¿Cómo que no sabés? Viniste para ayudarnos a invocar a la Señora. Ella te debe haber guiado hasta acá, lo que pasa es que vos no te acordás. _No vi ninguna señora. Pero si puedo ayudar, ayudo. _Ella te trajo, pensálo. En una tormenta como esta, es imposible oír el sonido de los tambores a más de cincuenta metros. _Sí, puede ser_ dije pensando que se trataba de alguien muy devoto de la Virgen. No quería contradecirlo. Pero lo cierto era que yo había escuchado el sonido de los tambores a más de cinco o seis cuadras de distancia. La charla queda ahí. De golpe todos comienzan a tocar y el resto de las personas se ponen a bailar y hacer palmas. No sé qué pensar. No sé de qué se trata todo esto. Al verme tan perdido, una señora mayor se me acerca y me ofrece un vaso de vino tinto. _Beba en honor a la Señora. _Gracias ¿Para qué Virgen es? _No es la Virgen. Es la Señora del Sudeste. _Ah, es una santa... _No exactamente. Mirá, el asunto es así _ dice la anciana, mientras me lleva del brazo a un lado, para dejar más espacio a los que bailan_ Ella es la sudestada. Ella es una entidad muy sensible, cualquier cosa la afecta mucho. Si se pone triste comienza a llorar, y entonces llueve y se levanta el viento del sudeste, ¿entendés? _Sí, más o menos... _Por eso hay que tocar música y bailar, así se alegra y deja de llorar. Bebemos y hacemos esta improvisada fiesta para Ella. Y si logramos que baje a bailar con nosotros aunque sea un rato, vas a ver como la tormenta para. Y es cierto. A pesar de todo, esto es una fiesta. La gente se ve alegre de verdad. Se respira un sentimiento verdaderamente esperanzador. De una puerta que da a otro ambiente de la casa, aparece una mujer de blanco, tirando pétalos de flores por el aire, y yo me estremezco. ¿Será la Señora? Pero no, porque una mujer la llama por su nombre “Julia”, y le dice algo acerca de que se terminó el vino. Ahora la fiesta se retroalimenta en un vértigo que puedo sentir tan claro, como el efecto de mi segundo vaso de vino tinto. Y mi cuerpo involuntariamente comienza a seguir el ritmo de los tambores, que se debaten en un repique lento y cadencioso, totalmente irresistible. Me acerco a un hombre que hace palmas a un costado y le pregunto que cómo es la Señora. _Es altísima_ dice y hace un ademán muy amplio, casi infinito. _ ¿Y cómo se llama La Señora? _ Le pregunto, pero no me escucha. El sonido es ensordecedor. Una extraña ventisca hace cimbrar todas las velas a la vez y la gente empieza a sonreírse entre sí de un modo cómplice. Se escuchan apagadas exclamaciones de “viste eso”, “ahí viene”, “es ella”. Me preparo para algo inconcebible. Esta misma noche ya me dio un buen ejemplo de que lo imposible puede irrumpir sin más, en cualquier momento, y destruir la esencia de lo que siempre fue la realidad. Por esa razón, no quiero estar desprevenido. Según entiendo, la Señora es algo sobrenatural. Si no, lo peor que puede pasar es que me encuentre en medio de un montón de fanáticos de una líder, que se hace llamar la Señora. Porque, a pesar de mi estado de estupor por mi reciente experiencia cercana de la muerte, no se me escapa que acá, toda la gente viste de blanco y tocan los tambores, como si buscaran entrar en algún tipo de trance. Las velas se apagan todas a la vez. La gente se exalta. Un joven corre a abrir la puerta, la misma por donde había entrado yo, y allí aparece la silueta humana más desconcertante que haya visto alguna vez. Parecía flotar sobre el agua, a unos metros de la escalera. Es una mujer blanquísima, toda vestida de negro, que llora desconsoladamente. Tanto que a todos nos gana el abatimiento. Los que tocan los tambores intentan en vano sostener el ritmo, pero es inútil, todo se cae. La gente que recién bailaba queda estática, contemplándola con el alma acongojada. Es alta, tan alta que no creo que pueda entrar a la casa. Su cabeza tocaría el techo. Su cuerpo describe un leve movimiento pendular hipnotizante que nos tiene atrapados a todos. Su larga cabellera azabache extendida en el viento parece ser el sustento por el cual se mantiene en el aire oscilando. Sus delicadas manos cubren el rostro que llora, y no puedo ver sus facciones, pero debe ser bellísima. A mí alrededor, las caras lo dicen todo. Los ojos se llenan de lágrimas y las gargantas de llanto contenido. El fracaso está a la vista. No pueden contra esa angustia que ahora los envuelve a todos. En un ademán desesperado, la Señora descubre su rostro y extiende sus brazos hacia nosotros, queriendo abarcarnos. Quiere salvarnos, pero sus manos devienen en feroces rachas de agua que invaden la casa a través de la puerta. Entonces, por un momento, puedo ver su rostro. Justo antes de que dos hombres corrieran a cerrar la puerta, para aguantar el embate con todas sus fuerzas. El solo hecho de haber visto sus ojos por una fracción de segundo, descontroló mi corazón para siempre. Fue amor a primera vista. Porque además puedo jurar que ella, en el último segundo, me miró; dejó de mirar a todos como lo estaba haciendo y se centró en mí. Y eso fue todo. Todo para mí. El amargo silencio de la derrota se instala en el interior de la casa y ahora cae pesado sobre los que habían dejado todo en su intento por hacer una fiesta para Ella, en medio del desastre. Están vacíos, deshechos, abrumados por la impotencia. Casi logran un verdadero prodigio, una hazaña hasta hoy desconocida para mí, y por lo que sé, para la mayoría de la gente. En lo que a mí respecta, creo que en el transcurso de esta noche debo haber alineado otro lado del mismo mundo que siempre di por sentado. Hoy descubrí que tomar el camino contrario al lógico, abre compuertas insospechadas. Y que el peligro de ir en busca de las causas, es la posibilidad real de encontrarlas y no estar preparado para comprenderlas. Alguien abre la puerta. Ella ya no está. A mis espaldas una mujer enciende las velas entre lágrimas. Yo contemplo la escena cada vez desde más lejos, hasta que después de un rato, me siento un extraño en esa casa. Sin más, saludo al hombre que me había ayudado a subir y agradeciéndole por la hospitalidad, salgo de nuevo a la tormenta. No sé por qué, pero tengo que irme. Ahí ya no había nada por hacer. Ella no tiene consuelo. Bajo las escaleras, y vuelvo al agua y la oscuridad. La corriente ahora es más fuerte que antes, tengo que sostenerme de las paredes, pero me lleva igual. Entonces me abandono a ella, después de todo, esa era la idea original de mi viaje hacia las causas. Me abandono y me arrastra hacia un embudo que supongo debe ser un pasillo. El agua allí sube su nivel y ya casi no puedo hacer pie. Golpeo contra las paredes y tropiezo con obstáculos que me lastiman. Sé que el final está ahí no más, y hacia él voy. Estoy tragando demasiada agua, ya no puedo escapar de este laberinto de construcciones al azar. Lo último que se me cruza por la mente es esa mirada; esos ojos. Ella era la causa y ya la encontré. _______________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________ Laura, su marido y sus hijos, aguantaban el temporal al amparo de dos chapas y una lona. Cada uno, en su intimidad, se refugiaba en el día de mañana; en la certeza de que el sol los esperaba después de esta larga noche. Pero hasta entonces faltaban más de cinco horas, y nada garantizaba que el viento cambiara para esa hora. Entonces, todo lo que quedaba en sus azoradas mentes era tan sólo un espacio en blanco de pensamiento, naufragando en un devenir incierto. Sin más posibilidades que la de ser testigos de un presente abusivo, siniestro, desgarrado en ráfagas de agua y frío. Un extraño resplandor recortó los pasillos en un abanico de haces allá en la única calle transitable que cruzaba el barrio de norte a sur. Laura y su marido, siguieron la luz atentamente mientras esta avanzaba entre el caserío. El haz ahora iluminaba el frente de las casas del otro lado. Entonces supieron que se trataba de la tardía lancha de defensa civil, buscando rescatar a los que no hicieron a tiempo para salir de sus casas. Ya se escuchan los disparos de advertencia. Desde los techos, los que se quedaron se entretienen disparando a las inmediaciones de la lancha para que se vaya. Con esto, además, la gente les da a entender que si alguien hubiera quedado allí con la necesidad de ser rescatado, ya habría sucumbido bajo las aguas. La lancha llegaba siempre demasiado tarde. Casi se diría que la enviaban a recoger cuerpos sin vida. Defensa civil era sólo funcional a la estadística de víctimas y daños materiales, nada más. En esa pequeña embarcación, no entraba una familia como la de Laura, quizás uno o dos de los chicos, no más. Por eso el encono de los que disparaban desde los techos. Porque se sentían estudiados, evaluados, como un mero fenómeno. Esa lancha allí representaba al gobierno, y a su parodia asistencialista. Después, cuando amainara el viento y la lluvia, aparecería el consabido helicóptero, desde donde un abnegado funcionario tomaría nota del estado de situación. Para esta gente, todo aquello no eran más que provocaciones. La frecuencia de los disparos desde diferentes posiciones, hablaba a las claras de la cantidad de personas que habían decidido quedarse. La luz se apagó, la lancha giró en U y aceleró el motor para salir por donde habían entrado. Laura agudizó el oído para rastrear los tambores, pero no halló más sonido que el de la lluvia y el del silbido del viento. _Creo que ya no tocan más... _ dijo ella desilusionada. _Así parece_ masculló él, que no pensaba tanto en los tambores como en esa lancha y su repelida incursión en el barrio. “De no haber despertado a tiempo, en el caso que mi casa fuera de chapa, la vida de mis hijos habría corrido verdadero peligro”_ pensaba el marido de Laura indignado_ “Estos no son capaces de avisarle a la gente, que duerme temprano, porque todos laburan como bueyes, que en medio de la noche se viene una sudestada. Si por ellos fuera, nos morimos todos. Total, somos números. Una mala noticia en el noticiero de las siete”. _ ¿Habrán abandonado? ¿Se habrán dado por vencidos?_ preguntó Laura. _Quién sabe, quizás estén descansando. _Puede ser, puede ser. 
_______________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________ A pesar de haber visto a todos los que se interesaban por ella con el corazón esperanzado, la Señora no pudo abstraerse del dolor que había causado su tristeza. Quiso entrar en esa fiesta y olvidarse de todo, pero no pudo ser. En su alma la angustia crece sin control. Se siente una calamidad, un flagelo, y ni siquiera tiene la posibilidad del suicidio. Está atrapada junto a sus víctimas en esa parte del mundo que no cuenta. Siempre buscó el consuelo pensando que tanto Ella misma como esa gente, están condenados a sufrir el uno por el otro, como en una novela de amor. Pero ahora sabe que no, que son ellos, los hombres que habitan en esas riveras agrestes, los únicos condenados. Porque quedaron en medio de sus dominios, donde nadie debería habitar jamás. Sola, en ese inaudito plano de existencia donde todo se reduce a un presente intenso y flagrante, como un milagro todavía guarda en sus retinas imposibles, la imagen del último rostro en el cual fijó su mirada allá en la casa, y le llega un estremecimiento, un sentimiento casi humano, vagamente parecido al amor. Ese hombre, es el mismo que salió a buscarla desesperadamente en la intemperie, sin importarle su propia vida. A él fue a quien salvó de sus demonios personales. Ella ahora lo reconoce, y sabe que él es el único en esta negra noche, que no le teme. Más aún, intuye que la desea. Lo puede sentir en esa imagen de fuego en su memoria reciente; esos ojos no mienten. Ese hombre comprendió que Ella es la causa, y que esa causa es mujer. La Señora deja por un segundo sus penas de lado, para volver a centrarse en él, que ahora se debate en un remolino gris y espeso de agua con escombros. Ella vuelve al corazón del desastre, con una leve sonrisa asomando en los labios, dispuesta a ser una mujer en el mundo, aunque más no fuera por un segundo. Eso le daría un respiro y un motivo para experimentar ese aliciente para su alma, que es el amor. Porque Ella es capaz de germinar ese segundo en su eternidad particular y con eso restaurar la calma en el cielo por largo tiempo. Él ya no respira. Ella hunde sus manos en el agua y lo levanta. Extrañamente, pierde altura junto a él. Sus sentimientos la humanizan y ya casi no puede mantenerse en el aire. Entonces, casi rozando el agua con el ruedo de su vestido, lo lleva hasta la copa de un árbol sin una sola hoja y allí lo posa suavemente. Él despierta aturdido y ve a la Señora a su lado, sentada sobre la misma rama donde se encuentra acostado. Él sonríe ante la belleza sobrenatural que lo acompaña y, como sabe que no es posible, que debe ser una alucinación, se contiene de hacer el más leve movimiento; teme espantarla o que la visión desaparezca. Ella, ganada por una infinita ternura que le abrasa el corazón, le acaricia los labios intentando contener el irrefrenable deseo de besarlo. Porque también intuye que cualquier transgresión podría traer consecuencias insospechadas. Se acerca lentamente a él, hasta sentir el calor de su cuerpo y sus latidos trastocados. Suspira embelesada mirando al cielo, que en ese momento se abre en un círculo, y deja ver detrás el estrellado cielo nocturno. El viento cesa. Todo es calma, mientras las nubes se dispersan en silencio. Luego, se besan largamente. Ajenos al prodigio de luz que ilumina al solitario árbol. Ella lo sabe, están unidos para siempre. De pronto, se suelta bruscamente de su abrazo y gana altura y tamaño. No se entristecen, ambos saben que debe ser así. Entonces Ella baila sobre las ramas girando en torno de sí, riendo, feliz, como sólo una mujer puede hacerlo. Él trata de erguirse en la rama para poder alcanzarla, pero no puede, le duele todo el cuerpo. Pronto un pesado mareo lo invade y sabe que está a punto de perder el conocimiento; el impacto es demasiado fuerte para su mente. Pero antes, como queriendo robar algo que ya le pertenece, intenta sostener la imagen de esa mujer bailando en el aire sobre el árbol luminoso.
 _______________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________ Desde la terraza, Laura y su marido pudieron ver todo. Vieron como el árbol de la esquina de pronto se encendía con luz propia, y a la mujer que se mecía en el aire como una estela más negra que la misma noche. Vieron el cielo abrirse sobre sus cabezas a una velocidad imposible y sintieron al viento cesar abruptamente. Mudos, subyugados por la escena, asistieron a la culminante ascensión de la Señora a su inconmensurable reino. Después, tuvieron que esperar a que el agua bajara, para ir por aquel hombre que yacía inconsciente, sobre la bifurcación de las gruesas ramas del árbol encantado. Él tenía que ser el del milagro. Él lo había logrado. _______________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________ La luz del sol sobre mis párpados cerrados, inunda de rojo el devenir de los sueños que se sucedían unos a otros sin ningún sentido. Despierto a un cielo azul sin nubes, sobre un árbol en la esquina donde termina el barrio y comienza el descampado, que aún permanece anegado. En mi mente, se mezclan los recuerdos de la tormenta, con los sueños recientes, y no logro recordar cómo llegué hasta acá. Pero sí la recuerdo a Ella. ¿Cómo olvidarla? Si todavía la puedo sentir besándome los labios hasta embriagarme el alma para siempre. No puedo siquiera vislumbrar una explicación. No la necesito. Como tampoco pretenden una explicación toda esa gente que pasa caminando y dejan bajo el árbol sus ofrendas de velas, cruces y estampitas. Las mujeres se quedan rezando con lágrimas de agradecimiento en sus ojos. Los hombres, algunos alzan a sus niños para que me toquen como a un santo, y otros me piden por la salud de sus familias y por trabajo. Yo los contemplo sonriente, dejándolos hacer, porque sé que a través de mí intentan llegar a Ella. Después de todo, necesitan un lugar donde aliviar sus pesadas cargas, antes de volver a sus casas a empezar otra vez de cero. --------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------- 

Eugenio J. Cáceres 

SUDESTADA




En el sueño se desgarra el velo y los mundos se cruzan. Ella busca mi amor de un modo torpe y violento. Lleva siglos de soledad a cuestas; su perfume exuda una tristeza infinita. Sus manos me rodean y recorren mi espalda estremeciéndome, mientras sus largos cabellos caen sobre mi cara y mi pecho, indefinidamente. Así, hasta que por fin despierto y descubro que esa intrusa que me urgía al deseo como una meretriz inexperta, era una nueva e impetuosa sudestada. La tormenta ya había vencido las precarias tablas de mi ventana y la lluvia caía justo sobre mi cama. Preparado para lo peor, me levanto, y siento como mis pies se hunden en el agua. El frío es tan real como en el sueño. Entonces, salgo a la calle con lo puesto, y voy a ver el arroyo para confirmar mis sospechas. Está a minutos de desbordarse, y por lo que parece, la tormenta no va a parar en toda la noche. El barrio entero está a punto de quedar bajo más de un metro de agua. Las familias ya salen de sus casas, como yo, para autoevacuarse antes que sea demasiado tarde para salir del barrio. Es lo mismo de siempre pero cada vez parece peor. Como no tengo nada ni nadie por quien preocuparme, me abandono a mi suerte. No quiero huir. No quiero ser un número más en las cifras de evacuados. Hoy no. Algo me llama a internarme aún más hacia el fondo, hacia el corazón de la villa. Quiero perderme en sus pasillos enfrentando la intemperie, para así experimentar nuestra suerte en toda su magnitud. Quiero saber hasta qué punto eso nos quiere someter y humillar. Quiero descubrir por qué perversa falla en el sistema del mundo, las calamidades se ensañan siempre con los más pobres, arrojándonos una y otra vez a la miseria. Tal vez encuentre la manera de parar esto. Quizás... 
En el cielo negro se arremolinan las nubes, debatiéndose entre sí el desastre. El viento que lacera mi piel y castiga hasta el alma, no me deja lugar a dudas, es del sudeste. Camino por las calles hundiendo mis pies en el barro. En las pocas casas de material que hay en la zona, la gente prefiere subir a los techos y pasar la noche allí para evitar los robos. Los de las casillas de madera y chapa, están condenados a pasar la noche bajo el tinglado de algún club o sociedad de fomento. 

A mi paso, las calles se angostan y ya no responden a las prolijas líneas rectas que nos dicta la urbanidad, sino que se retuercen en laberínticas direcciones. Esto facilita mi propósito inicial. Porque para lograr el mayor desamparo posible, antes es necesario perder las referencias. Por esa razón, y en pos del mismo fin, también he decidido cancelar mi pasado. Entonces imagino que las inundaciones se llevaron todo, como una fuerza ciega y purificadora. Esto me redime. Soy nuevo, desconocido, un extraño hasta para mí mismo. Mi nombre se fue en el agua con mis documentos hace ya varios años, al igual que mi edad. 

Ahora la lluvia es intensa, apenas puedo ver por donde voy. Me detengo bajo un techo en lo que parece ser un callejón sin salida, y contemplo con horror como unas enormes ratas de cola rosada, suben desesperadamente a los techos que no son más que un amontonamiento de tablas, plástico y cartón. El estruendo de las ráfagas contra las chapas es ensordecedor y el nivel del agua ya me llega a las rodillas. Me doy cuenta que es inútil intentar refugiarme en un lugar como este, y sigo caminando. Salto una tapia que me franquea el paso y del otro lado me recibe la oscuridad. Ya cortaron la electricidad en todo el barrio. No sé si estoy en el patio de una casa o en la calle. Avanzo a tientas, pero avanzo. Huir no puede ser la respuesta. Ya lo hice antes y sé que eso vuelve sobre nosotros para hacernos saber que no podemos escapar. Bueno, acá estoy. De pronto, me sacan de mis cavilaciones, varios disparos a mi derecha. No parecen dirigidos a mí, pero me agacho donde estoy y trato de ubicar al agresor. No quiero que me confundan con un saqueador, ese no es el destino que debo enfrentar. La cortina de agua es demasiado cerrada como para divisar nada alrededor y el tirador está en iguales condiciones. Decido seguir a pesar del peligro y me dirijo guiándome con la vista fija en el reflejo de la lluvia que cae sobre el agua del suelo apenas un metro delante de mí. Por suerte nada interrumpe mi paso. Pero cuando estoy por ensayar una pequeña carrera para salir de las inmediaciones del tirador, el haz de luz de una linterna recorre una pared justo a mi izquierda. Sin dudas debo estar en el terreno de una casa. Y otra vez los disparos. No me queda más opción que correr. Gracias a la luz de la linterna, logro dar con una abertura en la pared que da a la calle. Salgo intentando correr en el agua que humilla mi voluntad paralizándome las piernas y me deja a merced del tirador. Siento el peligro en toda mi espalda hasta la nuca, pero no me detengo hasta haber vadeado desesperadamente toda la calle. Ya en la esquina trato de recuperar el aliento, y a pesar del estruendo de la tormenta y el viento, puedo oír otro estruendo; Lejano, pero aún así, imposible de ignorar. Es el inverosímil sonido de tambores que crece y, por momentos, se pierde en algún lugar de aquella implacable oscuridad. Es como una llamada que suena en algún recóndito lugar de mi interior, ahondándose interminablemente. _______________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________ Un hombre contemplaba el desastre a través de su ventana. Lo habían despertado los estertores del agua pútrida, subiendo a borbotones por el inodoro y las rejillas del baño. Era otra vez la sudestada. Hacía apenas dos meses, la anterior había dejado al barrio en ruinas. Aunque al hombre ya no le sorprendía este hecho, igualmente se preguntaba cómo podía ser que una calamidad se repitiera tan pronto. Pero no hallaba explicación alguna. Todavía no quería llamar a su mujer. Sus cuatro hijos dormían, y despertarlos así, para enfrentar una tormenta en la intemperie era demasiado cruel. Se decidió por subir al techo los bolsos con la ropa de los chicos; no tenían placard ni ropero, los muebles de madera no resistían tantas inundaciones al año. Su casa de material, le permitía auto evacuarse en el techo, donde tenía preparadas dos chapas y una gran lona para cubrirse junto con su familia y poner a resguardo la ropa y algunas pocas cosas más. Lo que quedaba abajo, se perdía todo. Los colchones, la cocina, la heladera, la tele, todo quedaba a merced del agua. Pero aún así, él prefería permanecer allí cuidando junto a los suyos, lo poco que les quedaba. La inundación también era aprovechada por esa otra calamidad en la que se suele convertir el hombre, para salir a robar en las casas que quedaban vacías. La miseria parece tener la virtud de multiplicarse exponencialmente en situaciones como esta. Su mujer despertó con el ruido de los truenos y con el incesante ir y venir de su marido de la habitación al techo por una escalera de latón. Ella ni siquiera se vistió, y así como estaba, en ropa interior y abrigada tan solo con una remera, se dispuso a subir dos bolsas de plástico con más ropa y algunas frazadas. La verdad era que no valía la pena vestirse ni abrigarse mientras estuvieran mojándose constantemente. Una vez bajo la lona y las chapas en el techo intentaría ponerse algo seco y abrigado, pero las constantes ráfagas de viento no les darían ni esas mínimas comodidades. Dejaron por último a los chicos, para que se mojaran lo menos posible. El agua ya había invadido el cuarto y lamía las patas de las camas, dejando su marca contra las paredes. No había más tiempo, tenían que despertarlos. _ ¡Vamos chicos! Hay que subir al techo porque se viene la sudestada_ dijo la madre, una mujer rubia de ascendencia alemana que había nacido en Misiones hacía veinticinco años. Los chicos todos se levantaron solos, menos la menor que tenía apenas tres años. El padre la cargó al hombro, aún dormida, y subió la endeble escalera. Los chicos fueron subiendo de a uno acomodándose bajo las chapas que su padre había sostenido con dos palos. La mujer se les unió a lo último y allí se quedaron. Dando la espalda al sudeste. En silencio. No había nada que se pudiera decir en esos casos. Sus ojos azorados contemplaban como ese descomunal ser de infinitas cabezas ciegas, avanzaba implacable por la calle hinchándose, retorciéndose, en un creciente frenesí. El implacable monstruo golpeaba con saña a las puertas de las casas, y saltaba las ventanas como un ladrón. El desastre tenía su propio ritmo in rescendo y como embrujada por este, la mujer se levantó de donde estaban todos amontonados para darse calor, y abandonándose en la lluvia, comenzó a bailar sobre el techo con sus brazos en alto. Su marido y sus hijos se miraron sorprendidos. _ ¡Laura! ¿Qué hacés? ¿Estás loca?_dijo el marido_ Vení acá y secáte un poco. _ ¡Esto es para que pare de llover! ¡Hay que invitar a la Señora a bailar! Por ahí, si yo me pongo a bailar, ella hace lo mismo_ dijo Laura volviéndose hacia donde estaban los demás. _ ¿Qué Señora? Que yo sepa, la Virgen no baila... _ ¡Dejáme, mirá si me hace caso! _ ¿Quién? El hombre miró a sus hijos e intentó sonreírles para que no se preocuparan por su madre, pero él mismo no estaba demasiado seguro de que ella estuviera bien. _También... esto enloquece a cualquiera_ pensó, contemplando la belleza de su mujer, semidesnuda, bailando bajo la lluvia torrencial. _Allá en Misiones también lo hacíamos y a veces resultaba_ dijo Laura sin dejar de bailar. _Ah, son cosas de tu provincia. Pero eso acá no corre._ Dijo el hombre risueño_ Acá no hay ninguna Señora. Acá hay que bailar para los patrones... y para los políticos; esos que siempre dicen que van a dragar el arroyo y poner las cloacas. _Acá también bailan para la Señora_respondió ella_. La otra vez paró enseguida, porque la gente se reunió a invocarla. Hay que alegrarla con música y con danzas para que deje de llorar. ¿Ves? ¿Mirá cómo llora?_dijo Laura extendiendo la palma de su mano en la lluvia. _La otra vez paró enseguida, pero igual nos dejó sin nada_Terció amargamente el marido_ Laura, dejá eso y vení acá _ ¡Dejáme! Además, así se me pasa el frío_ dijo y dio un pequeño salto como una bailarina de ballet. A los chicos, la vista ya se les había acostumbrado a la penumbra del apagón y a la furia de la tormenta, y les resultó gracioso ver a su madre bailando con tanto empeño. Las increíbles risas de sus hijos, pronto contagiaron al padre que comenzó a reír, aún en contra de su voluntad, y a pesar de la inmensa tristeza. Las lágrimas de una bellísima mujer, recorren sus delicadas mejillas y caen a lo largo de su negro vestido, hasta rozar los delicados pies que flotan en algún lugar de este mismo mundo. Su cuerpo se sacude entre una angustia lacerante. A su alrededor no se ve ni un resquicio de luz, pero a sus pies destellan los relámpagos, y las más negras entidades del caos condensan sus lágrimas en nubes, que luego se pervierten en tormenta. Lluvia torrencial y viento sudeste. Ella es el sudeste. Y llora por todos los que sufren, y su dolor se retroalimenta por la tragedia que provoca en los que ama, a causa de su llanto. Desde allí contempla desesperada el desastre. No tiene consuelo. Es una situación sin salida. ¿Cómo hacer que la mirada vacía y apagada vuelva a brillar? ¿Cómo acariciarle el alma a una mujer así, tan etérea y volátil? Inasible, su cuerpo se curva sobre la ciudad entera, intentando proteger a los inocentes que huyen en medio de la noche cerrada. Busca con sus brazos a tientas en la negrura de sus pesadillas y no encuentra más que espectros formados por los remolinos de la tempestad. Se estremece de terror. No comprende los designios de su propia naturaleza. Si tan solo pudiera ser una mujer en el mundo y sentir sus pies tocando el suelo, aunque más no fuera un instante, eso la haría sonreír de verdad, y su sonrisa despejaría el cielo de inmediato. Pero eso es muy difícil. El dolor le ahoga el pecho y estalla en un llanto desgarrador que destruye cualquier esperanza de calma. Su alma es arrastrada a la deriva en un mar de negros presagios. Sus ojos sólo pueden ver a través del corazón estrangulado del hombre que lastima una y otra vez sin piedad, por costumbre, porque sí. El amor es uno más de todos esos espejismos que permanecen demasiado lejanos, casi imaginarios. Noche cerrada. Ni un resquicio de luz en su alma. _______________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________ Detrás de la cortina de agua, el sonido de los tambores dilata los confines de la noche hacia lo impensado. Agudizo el oído para saber de dónde viene, pero es muy difícil. Las ráfagas y los truenos, junto con el estallido constante de las chapas azotadas por la sudestada, desplazan el sonido en torno a mí de un modo inquietante. Tengo que seguir ese sonido. No puede ser otra cosa que un llamado. De los techos saltan las cascadas de agua sobre mí, casi sin interrupción. Camino hacia lo que yo supongo que es el corazón de la villa, pero los pasillos se cortan a cada instante y no me permiten orientarme. Doy con una ventana de lo que parece ser una casa en construcción y me refugio allí dentro para localizar mejor la dirección de donde provienen los tambores. Una vez adentro, el agua me llega a la cintura. La sensación de encierro me quita la respiración. Prefiero la intemperie. Los interiores parecen trampas. Me dan la sensación de que el nivel del agua sube más rápido. Cruzo toda la casa buscando la salida, pero una mano andrajosa me toma por el hombro y me tira para abajo. Intento zafarme pero su fuerza es pesada y pareja. Me hunde en el agua con insistencia y yo no puedo encontrar la masa de su cuerpo para defenderme y golpearlo. Con ambas manos intento doblar los dedos hacia arriba para soltarme del agarre, pero su fuerza, sea lo que sea, es más que la de cualquier ser humano. Debo estar enfrentándome a un gigante. Ahora sus dos manos presionan juntas y ya no puedo oponer resistencia alguna. Bajo el agua, me aprisiona contra el piso de cemento y me abandono al final. De nada sirve luchar cuando el rival es implacable. Una luz rojiza y degradante ilumina el agua frente a mis ojos. Ya no siento la necesidad de respirar. Algo en mí se desconecta. Entro en una especie de suspensión. La presión de sus manos se hace tan potente, que el suelo ya no ofrece resistencia, y sin romperse, cede. Cae hacia algún desconocido confín, y mientras cae, comienza a girar. El vértigo y el terror más elemental dominan entre las escandalosas sensaciones que se suceden en mí, desde que estoy bajo el agua. Me vuelvo un espectador de mí mismo y de mi muerte. Ya no tengo dudas. Esas manos que me aprisionan cada vez más fuerte, no pertenecen a ningún ser humano. Estoy en medio del misterio que sucede a la muerte, y lo único que sé, es que es aterrador. Del otro lado, a mis espaldas, un extraño resplandor azulino tiñe las aguas y me inunda una poderosa paz. Las manos ceden su agarre, y comienzo a ganar altura por la fuerza natural del agua y de esa energía azul, que me empuja con prisa hacia la superficie. Aturdido, me incorporo todavía dentro de la casa en construcción, constatando que allí no había nadie más que yo. 

El blanco resplandor de una seguidilla de relámpagos me permite escudriñar el lugar por todos sus flancos. Nada. Sólo esa feroz tormenta afuera, y en algún lugar aún indefinido de la noche, el repique urgente de los tambores. _______________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________ Laura saltaba de una punta a la otra de la terraza de su casa. Aparecía y desaparecía alternativamente en la lluvia, ante la impertérrita mirada de su marido y sus hijos. Por un momento, ella también creyó oír el lejano sonido de tambores, pero lo descartó de inmediato. No podía ser. Ya casi no quedaba nadie en sus casas y el nivel del agua en la calle ya estaba por encima del metro y medio. Sólo un grupo de locos perdidos se quedaría a tocar tambores en medio de una noche como esa. De pronto una luz pequeña, del tamaño de una vela, se encendió en su alma. No abrigaba grandes esperanzas al respecto, pero al menos ya no se sentía tan sola en su afán. _ ¡Escuchá! ¡Están llamando a la Señora! ¿No oís los tambores?_ exclamó Laura corriendo a donde estaba su marido. _ No oigo nada_ contestó él. _ ¡Vienen de allá! ¡Sí! ¡Son tambores! _ ¡Laura! ¿Podés dejar ese asunto y secarte un poco, que te vas a enfermar?_dijo él. Pero la mujer desapareció otra vez detrás de la lluvia torrencial sin hacerle caso. Pensó en traerla a la rastra, le estaba haciendo mal verla así. Pero cuando estaba por incorporarse para ir por ella, el sonido grave y oscilante de los tambores vinieron a paralizarlo justo ahí donde estaba. Fue Laura la que vino a él y lo arrancó del improvisado refugio, hacia el endemoniado torbellino de agua y viento. _Vení, de acá se oye clarito._ Dijo ella mientras lo conducía del brazo hasta el borde del techo_ Viene de la casa de altos, allá, pasando la esquina. _Sí, ahora lo oigo. ¿Y con eso, qué? _Nada. Quería mostrarte que no soy la única loca que intenta llamar la atención de la Señora. _Bueno, está bien. Pero mejor vamos a secarnos un poco. Los chicos están asustados, necesitan a su madre cerca... _Él la rodeó con el brazo para llevarla de vuelta al refugio. _Quizás ellos lo logren… Quizás puedan alegrarla un poco con sus tambores_ dijo Laura, sin escucharlo, con la mirada perdida en la oscuridad. _Seguro, seguro. Volvieron al refugio, se desnudaron, se secaron el uno al otro lo mejor posible en tales condiciones, y luego se vistieron con abundante abrigo. Hicieron lo mismo con los chicos, y luego se dispusieron a acondicionar unas grandes bolsas de plástico, haciendo unos cortes a los lados para pasar los brazos a modo de chaleco impermeable para proteger la ropa seca que se habían puesto. Todos juntos bajo las chapas, se dispusieron a pasar la noche. Ahora, la mirada de ambos se desviaba constantemente en dirección de donde, por momentos, llegaban los repiques. Venían de la otra cuadra, donde había sólo una construcción con dos pisos. Un par de cuadras más de un caserío desparejo y espaciado, y después la nada; descampado, pútridas aguas estancadas, y ciénagas eternas. En esa zona, la villa de emergencia parecía agarrarse con uñas y dientes a la ciudad, para no caer en ese vacío. Aunque la villa misma, era un espacio en blanco para todos los mapas de la ciudad. Un espacio donde la nada rodeaba y daba sentido al prolijo dibujo, ordenado por cuadrículas, de la gran ciudad. _______________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________ Desde el gran río, las erizadas aguas empujan hacia la endeble claridad de la población, los caudales de arroyos y riachos, por efecto del incesante viento sudeste. Desde lo alto, el pálido rostro de la mujer sin nombre ni edad, se esconde entre sus largos cabellos negros, que se bañan con sus lágrimas y luego devienen en ominosas tormentas. El cuerpo entero se sacude por el llanto. A ciegas sus ojos buscan en el cielo alguna explicación, pero su soledad es infranqueable. Desesperación y terror. Su alma se debate entre la culpa y el dolor. Y cuando busca una luz de esperanza bajando su mirada hacia los hombres, sólo encuentra egoísmo, mezquindad, crueldad; nada de amor. Nada. Esta noche, por efecto de sus incontenibles lágrimas, las oscuras entidades que habitan en el alma de toda la gente, se materializan y corren libres, atacando a sus inconscientes creadores en medio de la inundación. Allá abajo, en medio de la calamidad, un hombre entre tantos cae preso de una de esas criaturas abismales. Una corta e imperceptible luz de amor humano, se filtra en su corazón de mujer. Ese hombre parece buscarla como un loco. Es atacado por los hombres y por las entidades desatadas, pero no quiere rendirse. Ella, envuelta en un halo de piedad o instinto maternal, lo saca de las mismas garras de su propio demonio personal; Ese mismo ser que lo está guiando más y más adentro del peligro con la intención de matarlo. Pero él no sabe de ella. No sabe de su existencia, sólo intuye una causa, y se ha decidido a encontrarla. Y aunque por un momento ella logró sentirlo muy cerca y su alma casi esbozó una sonrisa, las distancias entre ella y su buscador son infranqueables. Sin esperanzas, ella sigue flotando en el negro infinito, y sus manos y sus pies, no hallan asidero; ni su alma, calor, luz. _______________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________ Ahora que el terror ya dejó su marca indeleble sobre mí, no puedo dar siquiera un paso sin esperar algo aún peor. No puedo explicarme nada de lo sucedido bajo estas aguas densas de escombros, pero sin embargo, no me sorprende. De algún modo, era de esperar. Yo salí a su encuentro. Quería ser testigo de la verdadera esencia maligna detrás de todo esto, y eso fue lo que encontré. Esta incertidumbre, este miedo a seguir avanzando, esta agria sensación de impotencia, son las barreras lógicas con las que cualquier mortal tiene que enfrentarse, antes de desenmascarar la inconmensurable verdad que existe en la sustancia misma de las causas. Ahí donde habita lo impensado; lo imposible de razonar ni clasificar. 

Los tambores me sacan de mi insostenible parálisis y me obligan a seguir su dirección. Vadeo por las estancadas aguas de la casa, hasta donde la claridad me indica una salida. Afuera la lluvia recrudece con cada segundo, como si la tormenta estuviera a punto de llegar a su clímax. A unos cincuenta metros de donde estoy, en lo alto de una construcción de dos pisos, un resplandor ambarino parpadea junto a una pequeña ventana, y ya no tengo dudas. De allí vienen los tambores. Busco la manera de acercarme por su frente, pero un alambrado me impide el paso. Las ráfagas son tan fuertes que ni siquiera me dejan ver el contorno total de la casa. Lo más seguro para llegar a ella es saltar el alambrado y caminar en línea recta para así no perderla de vista. Después de mi reciente encuentro cercano con la muerte, necesito ver gente. Necesito compañía. La soledad en medio de las tempestades se vuelve aún más desgarradora. Siento que ya vi más de lo que cualquier mortal debería ver en una noche como esta. Trepo el alambre, azotado por el agua que se desplaza en erizadas lenguas horizontales y sacude los postes que lo sostienen. Cuando llego a lo alto, la presión de las ráfagas es tan fuerte, que no tengo más opción que dejarme caer del otro lado, como si de una pileta se tratara. Amortiguado por el metro y medio de agua que inunda el barrio, trato de hacer pie, pero el fango no me deja afirmar y la corriente, que por un pronunciado declive en esta zona se hace fuerte, me lleva hasta dar contra una pared baja, más baja que el nivel del agua, de la cual me aferro para no seguir alejándome de la casa de altos. Guiándome por la línea de la pared, me acerco a la casa. No me separan de ella más que uno o dos metros. El hipnótico sonido de los tambores cesa, y la ventana que ahora esta justo encima de mí se abre. _ ¡Me parece que vi a alguien ahí afuera! _ grita una mujer, y el haz de luz de una potente linterna recorre el perímetro del alambrado. _ ¡Acá! ¡Abajo! _ y en mi voz se mezcla la alegría y la desesperación. Entonces un hombre asoma su torso por la ventana hasta localizarme con la linterna. _ ¡Ahí tenés una escalera! _ dice y con el haz me señala un recodo de la casa, una L que hasta entonces no había notado. No quiero soltarme porque la corriente es muy fuerte. Así que me acerco lentamente, reptando como un insecto pegado a los relieves en la pared, hasta que consigo doblar el codo, donde las aguas se estancan y pierden potencia. Ahí por fin consigo ver la escalera de material y allá arriba, una puerta que se abre. _Venga, pase._ Una mano se extiende hacia mí y me ayuda a subir los escalones de la empinada escalera. Es un hombre todo vestido de blanco, y enseguida siento la confianza típica que despierta la cercanía de un médico. Pero no lo es. Una vez adentro de la estancia, iluminada por una docena de velas, puedo ver que hay mucha gente y que todos visten de blanco. El hombre me pide que me quede allí, cerca de la puerta porque estoy chorreando agua en cantidad. Adentro está todo seco. La gente, salvo el hombre que me ayudó a subir, no parecen haber sufrido los embates de la sudestada. Desde acá, en perspectiva, la tormenta parece sólo un mal recuerdo. El hombre se seca los cabellos y la barba con una toalla de manos y luego se dirige hasta un rincón donde están los tambores; hay cinco o seis de distintos tamaños. _Recién paramos de tocar para descansar un poco_ me explica, colgándose la correa de uno de los tambores más grandes_ lo que pasa es que estamos tocando desde hace dos horas sin parar. _Yo seguí el sonido hasta acá_ le digo, señalando los instrumentos_ pero no sé muy bien por qué. _ ¿Cómo que no sabés? Viniste para ayudarnos a invocar a la Señora. Ella te debe haber guiado hasta acá, lo que pasa es que vos no te acordás. _No vi ninguna señora. Pero si puedo ayudar, ayudo. _Ella te trajo, pensálo. En una tormenta como esta, es imposible oír el sonido de los tambores a más de cincuenta metros. _Sí, puede ser_ dije pensando que se trataba de alguien muy devoto de la Virgen. No quería contradecirlo. Pero lo cierto era que yo había escuchado el sonido de los tambores a más de cinco o seis cuadras de distancia. La charla queda ahí. De golpe todos comienzan a tocar y el resto de las personas se ponen a bailar y hacer palmas. No sé qué pensar. No sé de qué se trata todo esto. Al verme tan perdido, una señora mayor se me acerca y me ofrece un vaso de vino tinto. _Beba en honor a la Señora. _Gracias ¿Para qué Virgen es? _No es la Virgen. Es la Señora del Sudeste. _Ah, es una santa... _No exactamente. Mirá, el asunto es así _ dice la anciana, mientras me lleva del brazo a un lado, para dejar más espacio a los que bailan_ Ella es la sudestada. Ella es una entidad muy sensible, cualquier cosa la afecta mucho. Si se pone triste comienza a llorar, y entonces llueve y se levanta el viento del sudeste, ¿entendés? _Sí, más o menos... _Por eso hay que tocar música y bailar, así se alegra y deja de llorar. Bebemos y hacemos esta improvisada fiesta para Ella. Y si logramos que baje a bailar con nosotros aunque sea un rato, vas a ver como la tormenta para. Y es cierto. A pesar de todo, esto es una fiesta. La gente se ve alegre de verdad. Se respira un sentimiento verdaderamente esperanzador. De una puerta que da a otro ambiente de la casa, aparece una mujer de blanco, tirando pétalos de flores por el aire, y yo me estremezco. ¿Será la Señora? Pero no, porque una mujer la llama por su nombre “Julia”, y le dice algo acerca de que se terminó el vino. Ahora la fiesta se retroalimenta en un vértigo que puedo sentir tan claro, como el efecto de mi segundo vaso de vino tinto. Y mi cuerpo involuntariamente comienza a seguir el ritmo de los tambores, que se debaten en un repique lento y cadencioso, totalmente irresistible. Me acerco a un hombre que hace palmas a un costado y le pregunto que cómo es la Señora. _Es altísima_ dice y hace un ademán muy amplio, casi infinito. _ ¿Y cómo se llama La Señora? _ Le pregunto, pero no me escucha. El sonido es ensordecedor. Una extraña ventisca hace cimbrar todas las velas a la vez y la gente empieza a sonreírse entre sí de un modo cómplice. Se escuchan apagadas exclamaciones de “viste eso”, “ahí viene”, “es ella”. Me preparo para algo inconcebible. Esta misma noche ya me dio un buen ejemplo de que lo imposible puede irrumpir sin más, en cualquier momento, y destruir la esencia de lo que siempre fue la realidad. Por esa razón, no quiero estar desprevenido. Según entiendo, la Señora es algo sobrenatural. Si no, lo peor que puede pasar es que me encuentre en medio de un montón de fanáticos de una líder, que se hace llamar la Señora. Porque, a pesar de mi estado de estupor por mi reciente experiencia cercana de la muerte, no se me escapa que acá, toda la gente viste de blanco y tocan los tambores, como si buscaran entrar en algún tipo de trance. Las velas se apagan todas a la vez. La gente se exalta. Un joven corre a abrir la puerta, la misma por donde había entrado yo, y allí aparece la silueta humana más desconcertante que haya visto alguna vez. Parecía flotar sobre el agua, a unos metros de la escalera. Es una mujer blanquísima, toda vestida de negro, que llora desconsoladamente. Tanto que a todos nos gana el abatimiento. Los que tocan los tambores intentan en vano sostener el ritmo, pero es inútil, todo se cae. La gente que recién bailaba queda estática, contemplándola con el alma acongojada. Es alta, tan alta que no creo que pueda entrar a la casa. Su cabeza tocaría el techo. Su cuerpo describe un leve movimiento pendular hipnotizante que nos tiene atrapados a todos. Su larga cabellera azabache extendida en el viento parece ser el sustento por el cual se mantiene en el aire oscilando. Sus delicadas manos cubren el rostro que llora, y no puedo ver sus facciones, pero debe ser bellísima. A mí alrededor, las caras lo dicen todo. Los ojos se llenan de lágrimas y las gargantas de llanto contenido. El fracaso está a la vista. No pueden contra esa angustia que ahora los envuelve a todos. En un ademán desesperado, la Señora descubre su rostro y extiende sus brazos hacia nosotros, queriendo abarcarnos. Quiere salvarnos, pero sus manos devienen en feroces rachas de agua que invaden la casa a través de la puerta. Entonces, por un momento, puedo ver su rostro. Justo antes de que dos hombres corrieran a cerrar la puerta, para aguantar el embate con todas sus fuerzas. El solo hecho de haber visto sus ojos por una fracción de segundo, descontroló mi corazón para siempre. Fue amor a primera vista. Porque además puedo jurar que ella, en el último segundo, me miró; dejó de mirar a todos como lo estaba haciendo y se centró en mí. Y eso fue todo. Todo para mí. El amargo silencio de la derrota se instala en el interior de la casa y ahora cae pesado sobre los que habían dejado todo en su intento por hacer una fiesta para Ella, en medio del desastre. Están vacíos, deshechos, abrumados por la impotencia. Casi logran un verdadero prodigio, una hazaña hasta hoy desconocida para mí, y por lo que sé, para la mayoría de la gente. En lo que a mí respecta, creo que en el transcurso de esta noche debo haber alineado otro lado del mismo mundo que siempre di por sentado. Hoy descubrí que tomar el camino contrario al lógico, abre compuertas insospechadas. Y que el peligro de ir en busca de las causas, es la posibilidad real de encontrarlas y no estar preparado para comprenderlas. Alguien abre la puerta. Ella ya no está. A mis espaldas una mujer enciende las velas entre lágrimas. Yo contemplo la escena cada vez desde más lejos, hasta que después de un rato, me siento un extraño en esa casa. Sin más, saludo al hombre que me había ayudado a subir y agradeciéndole por la hospitalidad, salgo de nuevo a la tormenta. No sé por qué, pero tengo que irme. Ahí ya no había nada por hacer. Ella no tiene consuelo. Bajo las escaleras, y vuelvo al agua y la oscuridad. La corriente ahora es más fuerte que antes, tengo que sostenerme de las paredes, pero me lleva igual. Entonces me abandono a ella, después de todo, esa era la idea original de mi viaje hacia las causas. Me abandono y me arrastra hacia un embudo que supongo debe ser un pasillo. El agua allí sube su nivel y ya casi no puedo hacer pie. Golpeo contra las paredes y tropiezo con obstáculos que me lastiman. Sé que el final está ahí no más, y hacia él voy. Estoy tragando demasiada agua, ya no puedo escapar de este laberinto de construcciones al azar. Lo último que se me cruza por la mente es esa mirada; esos ojos. Ella era la causa y ya la encontré. _______________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________ Laura, su marido y sus hijos, aguantaban el temporal al amparo de dos chapas y una lona. Cada uno, en su intimidad, se refugiaba en el día de mañana; en la certeza de que el sol los esperaba después de esta larga noche. Pero hasta entonces faltaban más de cinco horas, y nada garantizaba que el viento cambiara para esa hora. Entonces, todo lo que quedaba en sus azoradas mentes era tan sólo un espacio en blanco de pensamiento, naufragando en un devenir incierto. Sin más posibilidades que la de ser testigos de un presente abusivo, siniestro, desgarrado en ráfagas de agua y frío. Un extraño resplandor recortó los pasillos en un abanico de haces allá en la única calle transitable que cruzaba el barrio de norte a sur. Laura y su marido, siguieron la luz atentamente mientras esta avanzaba entre el caserío. El haz ahora iluminaba el frente de las casas del otro lado. Entonces supieron que se trataba de la tardía lancha de defensa civil, buscando rescatar a los que no hicieron a tiempo para salir de sus casas. Pero eso no es tan así. Los que se quedaron fue porque así lo decidieron. Ya se escuchan los disparos de advertencia. Desde los techos, los que se quedaron se entretienen disparando a las inmediaciones de la lancha para que se vaya. Con esto, además, la gente les dan a entender que si alguien hubiera quedado allí con la necesidad de ser rescatado, ya habría sucumbido bajo las aguas. La lancha llegaba siempre demasiado tarde. Casi se diría que la enviaban a recoger cuerpos sin vida. Defensa civil era sólo funcional a la estadística de víctimas y daños materiales, nada más. En esa pequeña embarcación, no entraba una familia como la de Laura, quizás uno o dos de los chicos, no más. Por eso el encono de los que disparaban desde los techos. Porque se sentían estudiados, evaluados, como un mero fenómeno. Esa lancha allí representaba al gobierno, y a su parodia asistencialista. Después, cuando amainara el viento y la lluvia, aparecería el consabido helicóptero, desde donde un abnegado funcionario se percataba del estado de situación. Para esta gente, todo aquello no eran más que provocaciones. La frecuencia de los disparos desde diferentes posiciones, hablaba a las claras de la cantidad de personas que habían decidido quedarse. La luz se apagó, la lancha giró en U y aceleró el motor para salir por donde habían entrado. No querían ser el blanco de toda esa gente armada que les estaban advirtiendo que se fueran (porque los disparos eran calculados para caer en el agua cerca de la embarcación). Laura agudizó el oído para rastrear los tambores, pero no halló más sonido que el de la lluvia y el del silbido del viento. _Creo que ya no tocan más... _ dijo ella desilusionada. _Así parece_ masculló él, que no pensaba tanto en los tambores como en esa lancha y su repelida incursión en el barrio. “De no haber despertado a tiempo, en el caso que mi casa fuera de chapa, la vida de mis hijos habría corrido verdadero peligro”_ pensaba el marido de Laura indignado_ “Estos no son capaces de avisarle a la gente, que duerme temprano, porque todos laburan como bueyes, que en medio de la noche se viene una sudestada. Si por ellos fuera, nos morimos todos. Total, somos números. Una mala noticia en el noticiero de las siete”. _ ¿Habrán abandonado? ¿Se habrán dado por vencidos?_ preguntó Laura. _Quién sabe, quizás estén descansando. _Puede ser, puede ser. _______________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________ A pesar de haber visto a todos los que se interesaban por ella con el corazón esperanzado, la Señora no pudo abstraerse del dolor que había causado su tristeza. Quiso entrar en esa fiesta y olvidarse de todo, pero no pudo ser. En su alma la angustia crece sin control. Se siente una calamidad, un flagelo, y ni siquiera tiene la posibilidad del suicidio. Está atrapada junto a sus víctimas en esa parte del mundo que no cuenta. Siempre buscó el consuelo pensando que tanto Ella misma como esa gente, están condenados a sufrir el uno por el otro, como en una novela de amor. Pero ahora sabe que no, que son ellos, los hombres que habitan en esas riveras agrestes, los únicos condenados. Porque quedaron en medio de sus dominios, donde nadie debería habitar jamás. Sola, en ese inaudito plano de existencia donde todo se reduce a un presente intenso y flagrante, como un milagro todavía guarda en sus retinas imposibles, la imagen del último rostro en el cual fijó su mirada allá en la casa, y le llega un estremecimiento, un sentimiento casi humano, vagamente parecido al amor. Ese hombre, es el mismo que salió a buscarla desesperadamente en la intemperie, sin importarle su propia vida. A él fue a quien salvó de sus demonios personales. Ella ahora lo reconoce, y sabe que él es el único en esta negra noche, que no le teme. Más aún, intuye que la desea. Lo puede sentir en esa imagen de fuego en su memoria reciente; esos ojos no mienten. Ese hombre comprendió que Ella es la causa, y que esa causa es mujer. La Señora deja por un segundo sus penas de lado, para volver a centrarse en él, que ahora se debate en un remolino gris y espeso de agua con escombros. Ella vuelve al corazón del desastre, con una leve sonrisa asomando en los labios, dispuesta a ser una mujer en el mundo, aunque más no fuera por un segundo. Eso le daría un respiro y un motivo para experimentar ese aliciente para su alma, que es el amor. Porque Ella es capaz de germinar ese segundo en su eternidad particular y con eso restaurar la calma en el cielo por largo tiempo. Él ya no respira. Ella hunde sus manos en el agua y lo levanta. Extrañamente, pierde altura junto a él. Sus sentimientos la humanizan y ya casi no puede mantenerse en el aire. Entonces, casi rozando el agua con el ruedo de su vestido, lo lleva hasta la copa de un árbol sin una sola hoja y allí lo posa suavemente. Él despierta aturdido y ve a la Señora a su lado, sentada sobre la misma rama donde se encuentra acostado. Él sonríe ante la belleza sobrenatural que lo acompaña y, como sabe que no es posible, que debe ser una alucinación, se contiene de hacer el más leve movimiento; teme espantarla o que la visión desaparezca. Ella, ganada por una infinita ternura que le abrasa el corazón, le acaricia los labios intentando contener el irrefrenable deseo de besarlo. Porque también intuye que cualquier transgresión podría traer consecuencias insospechadas. Se acerca lentamente a él, hasta sentir el calor de su cuerpo y sus latidos trastocados. Suspira embelesada mirando al cielo, que en ese momento se abre en un círculo, y deja ver detrás el estrellado cielo nocturno. El viento cesa. Todo es calma, mientras las nubes se dispersan en silencio. Luego, se besan largamente. Ajenos al prodigio de luz que ilumina al solitario árbol. Ella lo sabe, están unidos para siempre. De pronto, se suelta bruscamente de su abrazo y gana altura y tamaño. No se entristecen, ambos saben que debe ser así. Entonces Ella baila sobre las ramas girando en torno de sí, riendo, feliz, como sólo una mujer puede hacerlo. Él trata de erguirse en la rama para poder alcanzarla, pero no puede, le duele todo el cuerpo. Pronto un pesado mareo lo invade y sabe que está a punto de perder el conocimiento; el impacto es demasiado fuerte para su mente. Pero antes, como queriendo robar algo que ya le pertenece, intenta sostener la imagen de esa mujer, bailando en el aire sobre el árbol luminoso. _______________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________ Desde la terraza, Laura y su marido pudieron ver todo. Vieron como el árbol de la esquina de pronto se encendía con luz propia, y a la mujer que se mecía en el aire como una estela más negra que la misma noche. Vieron el cielo abrirse sobre sus cabezas a una velocidad imposible y sintieron al viento cesar abruptamente. Mudos, subyugados por la escena, asistieron a la culminante ascensión de la Señora a su inconmensurable reino. Después, tuvieron que esperar a que el agua bajara, para ir por aquel hombre que yacía inconsciente, sobre la bifurcación de las gruesas ramas del árbol encantado. Él tenía que ser el del milagro. Él lo había logrado. _______________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________ La luz del sol sobre mis párpados cerrados, inunda de rojo el devenir de los sueños que se sucedían unos a otros sin ningún sentido. Despierto a un cielo azul sin nubes, sobre un árbol en la esquina donde termina el barrio y comienza el descampado, que aún permanece anegado. En mi mente, se mezclan los recuerdos de la tormenta, con los sueños recientes, y no logro recordar cómo llegué hasta acá. Pero sí la recuerdo a Ella. ¿Cómo olvidarla? Si todavía la puedo sentir besándome los labios hasta embriagarme el alma para siempre. No puedo siquiera vislumbrar una explicación. No la necesito. Como tampoco pretenden una explicación toda esa gente que pasa caminando y dejan bajo el árbol sus ofrendas de velas, cruces y estampitas. Las mujeres se quedan rezando con lágrimas de agradecimiento en sus ojos. Los hombres, algunos alzan a sus niños para que me toquen como a un santo, y otros me piden por la salud de sus familias y por trabajo. Yo los contemplo sonriente, dejándolos hacer, porque sé que a través de mí intentan llegar a Ella. Después de todo, necesitan un lugar donde aliviar sus pesadas cargas, antes de volver a sus casas a empezar otra vez de cero. --------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------- 

Eugenio J. Cáceres