sábado, 1 de octubre de 2022

La Sombra

 





 

  

Abandonado a las penumbras de la misma noche, apuro las baldosas de la vereda que sube hasta donde ahora mis pasos se detienen; las cinco esquinas bien iluminadas de siempre. Alrededor los techos de las altas casas con tejas y torrecitas, se recortan contra el cielo sin luna ni estrellas. Estoy solo. El silencio es abrumador. Vuelvo la vista hacia la calle por la que vengo subiendo y busco instintivamente la puerta del almacén de donde salí hace apenas unos instantes. Un almacén que no vende nada, con estantería llenas de cajones color caoba, prolijamente rotulados con números y letras. Un lugar que al parecer está ahí, sólo para recibir niños en desgracia, perdidos en el tiempo, o en los pliegues de un sueño recurrente que crece hasta formar un espacio; un inverosímil espacio hecho de tiempo que ahora de adulto, me es posible transitar con todos los sentidos. Sé que el barrio entero es una puesta en escena. En realidad acá no vive nadie. Pero no tengo dudas, yo acabo de salir de ese almacén, su tenue luz apenas se destaca entre las viejas puertas eternamente cerradas que la circundan. Cuando me reflejo en su vidriera me veo de unos seis o siete años, pero cuando me pierdo dentro de la casa sin fin, soy un adulto de unos treinta. Y aunque ahí adentro no hay espejos, lo sé por mi estatura, mi voz y mis manos. Hay vidrios, sí, pero no me reflejan, sólo me devuelven una sombra de mí mismo.

Una de las cinco esquinas es un paredón alto por donde asoman árboles añejos, y tengo la certeza que pertenece a los fondos de una iglesia con un convento, o colegio de internas. Lo sé porque se ve un campanario y algunas torres con cruces. En cercanía de sus enormes pinos y eucaliptus, se respira una tristeza ajena, de otros tiempos. Las calles no tienen nombre, pero las conozco. Me resultan tan íntimas que lastiman. Porque todas esas casas son una sola, y sólo yo sé que se intercomunican entre sí, aunque las separe una calle de por medio. Porque viví siglos entre sus paredes recubiertas de madera hasta el techo, una madera oscura que se multiplica en columnas y suben en forma de barandas por todos lados, contrastando con las diminutas escaleras de mármol blanco. Las ventanas, altas y estrechas unas, anchas pero demasiado bajas las otras, todas son ciegas. No entra luz ni uno puede ver hacia afuera. Alfombras rojas, alfombras azules, y la misma sensación de estar solo, como en el principio.

En aquel desolado almacén, hay dos mujeres tan solas como yo. Sospecho que son madre e hija. Sé que las conozco, mucho, y desde siempre, pero en este presente apremiante y coercitivo, no sé quiénes son. Porque cada vez que entro a ese local es la primera vez. Soy un niño y ellas son adultas; la menor debe tener veinte años y su madre, quizás cuarenta. La verdad es que yo no quiero interactuar demasiado con ellas para no llegar a recordar lo que me une a ellas tan profundamente. Así que siempre corro a meterme en el fondo, donde hay habitaciones con camas hasta el techo, y donde los pisos y entre pisos, se vuelven un laberinto. En ese laberinto, mis propios pensamientos me ubican en la adultez de una sombra sin rostro, hasta que vuelvo a aparecer ante ese mostrador, que tiene exactamente mi estatura. Y así llego siempre al mismo punto de partida.

Las dos mujeres intentan demostrar cariño y afecto cuando me ven, pero tienen algo en la mirada, inerte, glacial, que me estremece. Sé que no fingen, pero a la vez tengo la certeza de que les es imposible sentir nada. Sólo hacen su papel lo mejor posible, porque ellas saben mejor que yo que no pertenecemos a este lugar. Sospecho que se proyectan acá sólo para hacerme sentir acompañado.

Salgo a la calle y vuelvo a ser la misma sombra que deambula por la casa sin fin. Es entonces cuando la nube de pensamientos y morbosidades se re instala en mi cabeza. Sé que busco algo. Algo que no me es posible recordar en mi estado adulto, porque sólo el niño lo sabe. Es como un círculo vicioso; mi predisposición a buscar me hace entrar en un estado en el que olvido lo que busco. El niño se va y queda la sombra.  

El empedrado bajo la luz de la calle se mueve como el oleaje de un río y se levanta en el centro de las cinco esquinas, como el lomo de un dragón. No me animo a cruzar. Alejarse es peligroso. Se borran los rastros de uno mismo con cada paso y se van creando otros, ajenos.

A veces veo pasar monjas. Siempre lejos y muy rápido. Sus hábitos negros y blancos las hacen demasiado etéreas para considerarlas reales. Nunca logro retenerlas en mi campo visual más de unos segundos. Pero cuando camino por esta vereda y me paro en las cinco esquinas, las veo. Intenté ir para el lado de la iglesia, pero cuando circundo el paredón, nunca encuentro entrada alguna que me indique que allí hay una iglesia o convento. Hay puertas, sí. Si entro en alguna de ellas sigue siendo la misma casa sin fin, pero ninguna da con una iglesia, aunque si levanto la vista puedo ver el campanario, las torres y las cruces.

En alguna ocasión escuché el sonido de un tranvía, la sirena de una fábrica, pero nunca las campanadas de la iglesia. Desde acá puedo ver el campanario, y allá arriba aparece el blanco difuso del hábito de una monja. Parece estar girando adentro, quizás rezando. Su velocidad es anormal, me da vértigo.

Mareado, me siento en el cordón de la vereda. Estoy extendiendo mi permanencia en el amenazante exterior más de la cuenta. Sé que acá afuera me acecha el olvido y que en cualquier momento puede devorarme una personalidad ajena, con el dolor y el terror que eso conlleva. Porque una sombra suele perderse en otras sombras.

La marea que mueve el empedrado es hipnótica y absorbe mi atención peligrosamente. El dragón allá en el medio está a punto de surgir. No me muevo. De mis pies otra sombra se proyecta hacia abajo y al revés, y allá voy. No tengo opción.

El cura entra en una puerta en las afueras de la iglesia pero que aún pertenece al edificio. Sirve de anexo al colegio, en cuyos fondos hay un convento de clausura mucho más antiguo que la iglesia. Calvo, con anteojos, de expresión risueña, saluda a las mujeres que atienden un mostrador grande a un lado de la entrada. Su sotana es negra, aunque a la luz se ve de un raído gris. La luz es blanca y potente, no como en el almacén. Trae carpetas y papeles, que les va entregando mientras da instrucciones precisas de qué hacer con ellos. De inmediato sigue su camino donde después de transitar varios pasillos decorados con imágenes de santos y cuadros con ensangrentadas escenas de la Pasión, sale a la galería del colegio que da al patio. La noche es la misma. Sus pasos resuenan en el completo silencio. Las internas duermen hace rato, las monjas no. Ellas casi no emiten sonidos, salvo en sus esporádicos raptos de devoción, donde se funden en un murmullo espeluznante de oraciones indescifrables que nada tienen que ver con Dios ni con la Iglesia.

El cura vislumbra allá en el fondo el tenue resplandor de las velas que iluminan las ventanas altas. Ya las puede imaginar flotando estáticas, como enormes cucarachas desplegando sus alas, para luego entrar en el vértigo de su danza alucinada, en la que forman un círculo y giran tan rápido que logran manifestar un inframundo en segundos. Luego asciende el dios verdadero, al que alimentan con sangre coagulada y todo vuelve a quedar suspendido. Así una y otra vez para sostener las puertas secretas abiertas, y las otras selladas.

Luego de atravesar la galería, el cura entra en una pequeña puerta oculta entre las ligustrinas del jardín del fondo, entre dos gigantescos robles. Es la entrada a una angosta torre a la que se accede por medio de una escalera de madera en espiral. Arriba hay una plataforma circular con seis aberturas ojivales desde donde se contempla el barrio entero y sus peculiares techos superpoblados de bóvedas y cúpulas. Esa misma torre también termina en una cúpula cónica, que en realidad es un artefacto que ahora él activa por medio de un poderoso gesto, acompañado por ciertas palabras.  

Poco a poco, como en respuesta a sus extrañas imprecaciones, se van encendiendo las demás cúpulas del barrio de un color nauseabundo, al igual que las de la iglesia. El cielo nocturno repentinamente se nubla y el operante siente que algo portentoso va a ocurrir. De sus pies se proyecta hacia abajo, en línea recta, su sombra invertida que a su vez gira sobre sí misma y se separa. Del otro lado, despierta a la vida. Puedo ver la imposible luz del sol a través de sus ojos. La visión dura unos instantes, el cura cae al suelo, y allí permanecerá hasta que venga a rescatarlo la virgen.  

La virgen es una nena de unos doce años, que siempre anda desnuda. Es rubia, muy pálida y bella. Se prostituye en los bajos fondos, pero nunca pierde su virginidad. Ella es la que ahora me está rescatando en las cinco esquinas, en una silla de ruedas. Me lleva de vuelta al almacén. Soy el niño otra vez. Todavía se pueden ver los asqueantes resplandores de las cúpulas reflejándose en las nubes bajas que ya descargan un diluvio. Llegamos a la puerta del almacén empapados. Ella se ríe, me deja ahí, y se va. Las mujeres del almacén, no sin dificultad, entran la silla y me dejan mirando hacia afuera al lado de la puerta, frente a la diminuta vidriera.

Esa lluvia no encaja del todo. Me es totalmente ajena. Apenas retiro unos metros mi silla de la vidriera, cesa, la calle está seca, y el cielo sin nubes. Entonces me levanto y corro hacia los fondos del local para no ver esos ojos fríos, impersonales, de las mujeres que simulan trabajar acomodando cajas en las estanterías. 

Detrás de la pesada cortina que divide el local de la parte trasera, está la enorme habitación cuyas paredes están repletas de camas hasta el techo. Cada cama, está dentro de una plataforma de madera que las encierra en una especie de kiosco. Subo por una pequeña escalera de mano hasta una que está en el tercer nivel, hay todavía un nivel más arriba. Allí me siento en el borde con los pies colgando, y me quedo en silencio, sin pensar. Porque cuando comienzo a pensar me vuelvo adulto, y quiero permanecer niño lo más posible. Entonces ocurre lo que esperaba, mi sombra comenzó a pasearse por toda la habitación de manera independiente. Mi determinación de no pensar me permite observarla fríamente. A más determinación más desesperación en esa grotesca sombra de adulto que busca infructuosamente a su ser y no lo detecta. Me río con ganas como cualquier nene lo haría y ella ni se entera que el niño que la observa risueño es lo que está buscando.

La veo pegarse a las paredes y al suelo como una mancha amorfa, porque con el tiempo va perdiendo forma, y me aburre tanto que me da sueño. Mis párpados se comienzan a cerrar. Mi cabeza pesa y hace bruscas caídas hacia atrás. Resisto lo más que puedo pero es inútil.

 La visión es de un universo de suaves texturas, que me llena el alma de una reconfortante paz. Es la alegría más pura que se pueda experimentar, porque estoy gravitando en la plácida inocencia del útero de esa mujer que me brinda la protección de todo su ser. Luego de eternidades de frío y soledad, esto es el cielo. Siento el amor en fuertes y cálidas oleadas, como va formando mi futuro cuerpo. Ella es el mundo, ella es mi universo. Cuando sus pensamientos se dirigen hacia mí, se ilumina mi entorno.  

Oigo cantar su sangre por mis venas nuevas. Soy el latir que se mezcla con el suyo. Somos la misma vida separada. Lo más íntimo manifestado afuera. No lejos, sino afuera. Aunque a veces ese afuera se vuelve hielo y ambos sentimos el temor; la amenaza. Si alguien quiere hacerte daño moriremos juntos, ya no estás sola. Si pudiera defenderte, lo haría sin dudarlo. Más de una vez te sentí con miedo por los dos, pero ahora no comprendo qué pasa. Tu cuerpo está aterrado, pero tus pensamientos lejos, totalmente desconectados de mí. Lo único que siento son esas extrañas garras metálicas que entran por tus piernas abiertas que no ofrecen ninguna resistencia. Experimento la traición en su grado máximo. No hay modo alguno de expresar tanta desolación, tanto dolor lacerando mi ser sin piedad, como esas afiladas garras que ahora seccionan mi cuerpo en partes. No siente pena ni culpa. Esa es su voluntad. Justo sobre el final comprendo que lo que siente es alivio. Y es ella, no el cercenador, quien con su forzada indiferencia, termina por matarme. 

Despierto deambulando por la casa sin fin, soy adulto otra vez. Soy la sombra. Me siguen las monjas. Lo sé porque pude escuchar el pesado aleteo de sus hábitos. Voy probando todas las escaleras para ver dónde me llevan. Arriba suele haber pequeñas terrazas cerradas, o cúpulas. Ninguna me sugiere una salida, sino la sensación de internarme más y más.

La inminente cercanía de esas criaturas me obliga a acelerar mis pasos y comienzo a saltar de un techo a otro. Es arriesgado, pero adentro puedo ser emboscado en cualquier rincón. Me detengo sobre una cornisa justo al borde de un pequeño y oscuro jardín interno. Me tienta bajar y atravesarlo, quizás por algún sitio se pueda acceder a la calle.

Alrededor veo surgir a las monjas desde las sombras de los techos aledaños. Se levantan erguidas, y permanecen suspendidas en el aire observándome. Salto al jardín y puedo verlas lanzarse detrás de mío abriendo sus hábitos como horrendos paraguas. Caigo parado, pero cuando intento correr, no puedo. Entonces otra sombra se proyecta hacia abajo y al revés.

La bestia camina como uno más entre los hombres que frecuentan la esquina que da al paredón más recóndito de la iglesia. Allí donde se prostituye la virgen, entre el fango y los desechos. La bestia es su proxeneta. Hoy no hay clientes. La lluvia les jugó una mala pasada. Los hombres intentan violarla, pero ninguno logra poseerla. Unos se pelean con los otros e impiden que la virgen finalmente sea ultrajada, ante la impávida mirada de su proxeneta. La bestia ni siquiera simula su condición y se muestra tal cual es. Su cara de ñu se contorsiona ante aquel espectáculo, sentado en un rincón, babeándose de hambre, porque hace horas que no come carne cruda.

El hambre le juega una mala pasada y ve el cuerpo desnudo de la virgen como a una presa. Se levanta de un salto, aparta a los hombres que la rodean, pero recuerda que ella es su fuente de dinero y que la necesita para enriquecer a su amo. Porque como toda bestia, tiene un amo, y si no reúne una suma cada tantas horas, lo mutila y lo reemplaza por otra bestia; que por estos lares sobran. Y eso es peor que la muerte, porque queda vivo, pero eternamente imposibilitado de saciar el hambre y la lujuria. Una pesadilla de la que no se sale jamás y de la que su amo se aprovecha para explotarlo hasta la humillación.

Entonces se lanza sobre ella y arrastrado por el deseo de todos los que la rodean, comienza a violarla. Del otro lado del paredón se oyen chillidos de placer entre las monjas del convento. Los hombres comienzan a retirarse cuando ven que la virgen se ilumina de gracia plena. La bestia retira su endurecido miembro, espantado por el hielo cósmico de la vagina, que ahora es un vórtice que va desarmando la horrenda visión en algo imposible. Se rasgan los velos del cielo y un rayo de luz se filtra y da sobre mis párpados. Abro los ojos. Es un mediodía de sol, ella es de piedra, y todo esto no es más que un valle por donde pasa un río de montaña. Soy el niño, ya no proyecto una sombra.

 

 

Eugenio J. Cáceres