viernes, 16 de noviembre de 2012

La Milonga de los Muertos





El tercer viernes de cada mes desde el otoño hasta el fin del invierno, a eso de las doce de la noche, hacemos la milonga de los muertos. 
Hace ya nueve años que soy el contrabajista de la orquesta de don Roberto Maciel. Con don Roberto hemos tocado en toda clase de tugurios, cabarets para turistas, quilombos clandestinos, fiestas en casas de reconocidos mafiosos, pero en un cementerio, nunca. Tocar para gente muerta es un extraño privilegio que nos ha deparado, paradójicamente, la vida. Roberto Maciel falleció hace tres años de muerte natural, a los ochenta y cuatro años de edad. Según su voluntad, seguimos tocando con el mismo nombre de siempre pero al revés. Antes era “Don Roberto Maciel y su orquesta” y ahora es “La orquesta de don Roberto Maciel”, y por suerte, nos siguen contratando de muchos bailes. 
 Varios meses después de su muerte, la viuda, doña Catalina, una anciana inteligente y lúcida que no aparenta los más de ochenta años que tiene, vino a un ensayo y nos contó que la noche anterior se le había aparecido don Roberto. Inmediatamente le creímos; ella no iba a andar inventando una cosa así. Podíamos ver en sus ojos la emoción que le provocaba aquel acontecimiento. Y ella que nunca venía a los ensayos, ni siquiera cuando vivía su marido, se quedó a escuchar y después nos invitó a almorzar para contarnos la historia. _Resulta que estaba en la cocina escuchando la quiniela _comenzó diciendo la anciana, abarcándonos a todos en su mirada_. Serían las diez de la noche, cuando abrió la puerta de calle como siempre que volvía del café, con su llave. Me saludó con un abrazo, la piel parecía de hielo. Si no fuera porque me sostuvo entre sus brazos, hubiera ido a parar al suelo. Yo estaba por llamar a una ambulancia para mí, pero Roberto no me dejó. Y fue ahí que me contó todo. “Parece ser que Roberto se les reveló a los ángeles que lo llevaban al cielo _continuó diciendo doña Catalina mientras nos servía una picada con vermut_, y se negó a abandonar sus dos amores: su mujer y el tango. Los ángeles no le pudieron decir que no y tuvieron que atender a sus solicitudes, sin apartarse demasiado de lo que manda el quía de arriba. Ustedes dirán, ¿Cómo es que ese viejo atorrante se ganó el cielo? Es la misma pregunta que le hice yo y me dijo que allá nos juzgan solamente por una o dos acciones en la vida. Estas acciones definen nuestra verdadera naturaleza como seres humanos ante una especie de tribunal. Una especie de comité de disciplina, un tribunal de faltas como en la A.F.A. Y según como hayamos actuado en esas ocasiones es como somos en realidad. De esta manera se pone en evidencia nuestra esencia. “A Roberto le gustaba el escabio, el juego y antes de conocerme a mí, era un mujeriego. Nunca pisó una iglesia y cuando íbamos a algún casamiento, él esperaba afuera, en la puerta. Tampoco se puede decir que era un ejemplo en sus modales _dijo y nos miró con un gesto de deliciosa complicidad_. Hasta hace poco si alguno lo miraba medio feo se iba a las manos y siempre fue muy mal hablado. “Así que eso de rasgarse las vestiduras rezando y de andarle escapando a los placeres, es puro verso. A Roberto le dijeron que se había ganado el cielo por haberle salvado la vida a un pibe: “Era uno de esos días en que la lluvia no da respiro _continuó con un tono más intimista_, todo el barrio estaba inundado. Él volvía de lo de Angelito, cuando escuchó un grito y vio a un pibe en el momento justo en que el remolino formado por una boca de tormenta se lo tragaba. Aunque ya andaría por los sesenta y pico por ese entonces, no dudó ni un segundo. El chico ya había desaparecido bajo el agua, cuando Roberto se zambulló sin fijarse en que él también podía ser chupado. Se agarró del borde y lo buscó a ciegas hasta que chocó con un brazo. Lo sacó y lo trajo a casa desmayado, sangrando por un corte en la cabeza. Después lo cargó en la camioneta y lo llevó al hospital. El pibe se salvó... y por ese acto se ganó el cielo.” Concluyó doña Catalina como si hubiera terminado de contarle un cuento a unos chicos. 
 Estábamos todos mudos, nadie se atrevió a hacer ningún comentario. Ella nos explicó que todo esto no se tenía que dar a conocer más allá de los que estábamos allí, porque a pesar de ser algo tan fuera de lo común, pertenecía a la intimidad de la familia y a sus amigos de toda la vida. _Hubo entre Roberto y los ángeles, muchos intercambios de ideas y opiniones con respecto a los divinos designios de la vida y de la muerte _continuó diciendo la viuda_. Se consideraron varias opciones como por ejemplo la necesidad de satisfacer ambas demandas a la vez, ya que las personas por lo general pedían la posibilidad de estar con sus seres queridos de vez en cuando, pero ustedes se imaginarán que eso de volver a dirigir la orquesta era un pedido un tanto excepcional. “Bueno, a pesar que lo del tango se les había puesto cuesta arriba, discutieron todas las posibilidades hasta que al final le permitieron organizar una milonga el tercer viernes de cada mes, por la noche, durante la mitad más fría del año. El lugar va a ser la parte de atrás del cementerio, en la galería para nichos que está en construcción. Roberto me dijo que ya arreglaron con el sereno, que al parecer está acostumbrado a estas cosas. Hay que tirarle unos pesos; de eso yo me encargo. _ ¿Ya arreglaron? ¿Quienes? _preguntó el gordo Di Prieti, el principal bandoneón de la orquesta y amigo de la pareja desde la juventud. _Ahí va otra gordo _contestó exultante doña Catalina_ ¿Adiviná a quién se encontró Roberto caminando entre las tumbas como un dandy por Florida? _ Eh... no sé ¿A quién? _ ¡A don Atilio Ruíz! _ Pero, ¿don Atilio también está vivo? _No gordo, los dos están muertos, pero por amor han logrado que de vez en cuando les permitan volver. _ ¿Y va a venir a cantar? _No, ya no canta. Roberto dice que cuando lo intenta, desafina espantosamente, pero los dos quieren volver a oír el sonido de los fuelles.
Atilio Ruíz había sido el cantante de la orquesta durante más de veinte años, después de su violenta muerte ya no se reclutó a ningún otro cantante. Don Atilio apareció una mañana baleado, en su auto, cerca de Puente Alsina. Su muerte para la prensa siempre fue un misterio, pero los más allegados sabían muy bien lo que había ocurrido. Esa mañana se casaba la mujer de su vida. La mujer a la que había conquistado con imprudentes serenatas y apasionados encuentros furtivos, a pesar de que su padre, un gallego imposible, se oponía. Decía que Atilio era un calavera, que andaba en vaya a saber uno qué cosas y que además le llevaba más de veinte años a su hija. Se opuso a tal punto, que la obligó a casarse con el hijo de un diputado amigo de la familia. Atilio le propuso a ella fugarse mil veces, y mil veces estuvieron a punto de hacerlo, pero ella, llegado el momento, nunca se animaba. La mañana del casamiento era la última oportunidad y Atilio estaba dispuesto a todo; estaba armado y su plan era raptarla del auto camino a la iglesia. Ella había juntado coraje para jugarse por su verdadero amor, pero él no apareció y tuvo que casarse igual, a pesar del incontenible llanto que todos se esforzaron en interpretar como la emoción de estar viviendo el sueño de su vida, y las náuseas, que bien podían pasar por nervios, pero que eran de puro asco. Después de la ceremonia, por teléfono, alguien que ella conocía muy bien le dio la noticia: Atilio había sido asesinado a quemarropa en su auto, cerca de Puente Alsina. No hizo falta que le dijeran nada más. Su padre seguramente se había confabulado con el diputado quién, mediante sus oscuros contactos con matones y delincuentes, se encargó del trabajo sucio. Ella no pudo soportar tanto dolor y se mató esa misma tarde con un revolver de la colección que ostentaba su padre en una vitrina. El novio, en un exceso de melodrama pidió que la sepultaron con el vestido de novia. Ella es la novia que se ve por las noches en el cementerio y que con el tiempo se convirtió en una de las más famosas historias de aparecidos. Lejos de los prejuicios de su familia, ahora ella se encuentra con Atilio para continuar un romance que ni siquiera la muerte se atrevió a interrumpir. 
 El tercer viernes de julio a las diez nos encontramos todos, los músicos y doña Catalina, con el sereno en una florería cerca de la esquina del cementerio por donde está la entrada de autos y coches fúnebres. Según el sereno, para no despertar sospechas, debíamos entrar por los fondos de la florería, saltando una pared no muy alta. Entre el sereno y yo, ayudamos a pasar la tapia a doña Catalina. Luego todos saltaron sin mayor dificultad, menos Di Pietri que cayó medio mal, nada grave, sólo un raspón que el gordo se empeñó en exagerar. 
 Adentro la oscuridad era imperfecta, el cielo gris brillaba resaltando los contornos de las cruces en los techos de las bóvedas y tan solo unos metros más adelante, la visión se volvía engañosa. Allí los miedos que no nos habíamos atrevido a formular ni siquiera a nosotros mismos, nos invadieron a todos por igual. Estábamos en medio de un cementerio en plena noche yendo al encuentro de personas muertas. Aquel terror básico que experimentábamos en nuestra niñez, estaba latente en lo más íntimo de cada uno de nosotros aguardando el momento indicado para volver. Y estalló apenas segundos después de caer en la cuenta de lo que estábamos haciendo. Angelito, uno de los violinistas de la orquesta, cayó presa de una crisis de nervios y comenzó a gritar a todo pulmón como jamás oí gritar a un hombre. El gordo Di Pietri salió corriendo derecho hacia la salida, allá como a cien metros, donde se veían las luces de la calle. Yo por mi parte, habiendo cargado con doña Catalina primero y con mi contrabajo después, no pensaba sucumbir al miedo. Me amparaba en la sana actitud de Lucho, el pianista, que después de consultar su reloj, nos advirtió que se estaba haciendo tarde y necesitaba ver en qué condiciones se encontraba el piano que le había conseguido el sereno. 
 Lucho actuaba como lo hacía siempre que íbamos a tocar y yo trataba de imitarlo. Sentado sobre una fría tumba de mármol, hablaba del viejo piano de cola que le habían prometido. Decía que era un Leipzig de una escuela cerca de allí. Abrazado al estuche de su bandoneón, se nos unió el flaco Paredes. Se lo veía bastante aturdido. Con él venía el pibe, el segundo violín, que se sacudía involuntariamente en un temblor que no era de frío. A Doña Catalina se la podía oír en algún sitio de esa inquietante penumbra tratando de calmar a Angelito. Sus voces se filtraban por entre los panteones y por momentos nos llegaban con una extraña nitidez. La viuda estaba risueña, como una adolescente en medio de alguna travesura. Recordé que ella y el gordo tenían más de un par de bromas pesadas como antecedentes, y por un momento pensé que se estaban mandando una de las suyas con el gordo, pero era imposible que hicieran algo así. 
 Después de un largo silencio en el cual me hundí en un sin fin de especulaciones, Angelito y Catalina, aparecieron delante de nosotros, a unos metros de donde estábamos sentados. Lucho les preguntó por el gordo y ella nos dijo que el sereno lo había ido a buscar. Después de un momento los vimos aparecer a la distancia. El gordo había sido convencido, como un chico, con una enorme barra de chocolate que el sereno le convidó para calmarlo. Una vez que estuvimos todos reunidos, el sereno se puso en marcha por una de las calles interiores. Casi no lo veíamos, lo seguíamos solamente guiados por el sonido de su voz que nos contaba historias de otros casos como el de don Roberto. _El fenómeno se da en fechas que son especiales por algún motivo para el finado. Según tengo entendido, Don Roberto apareció para el aniversario de casamiento, ¿no? _La viuda y el Gordo asintieron. Los demás no lo sabíamos_. Bueno, ¿Se acuerdan del mago Fisher? Para fines de agosto se arma un picado con ex jugadores y algunos hinchas de Lanús que descansan acá adentro. Según tengo entendido, lo hacen para esa época del año rememorando aquella gloriosa gesta en que ascendieron a primera. Aunque también se los puede ver en las noches más frías del invierno, porque les gusta jugar en la escarcha. 
 “También son muy famosas las apariciones de la novia. A ella se la puede ver temprano por la mañana y cuando no hay mucho sol, se queda hasta el mediodía. Pero por las noches anda con un tipo y no sé si me creerán los que les voy a decir, pero más de una vez me pareció escuchar que hacían el amor escondidos en el panteón alfombrado de los curas del Euskal Echea.” “Y las monjas, que murieron por un escape de gas en el convento en el que vivían, a veces salen a rezar a la iglesia del cementerio en pleno día y para no asustar al cura, aprovechan los momentos en que toma una de sus numerosas siestitas. La verdad es que después de tantos años uno se acostumbra a estas cosas. Por eso lo de don Roberto no me extrañó para nada, es más, me alegró porque siempre me gustaron sus discos y cuando podía, con mi señora, íbamos a verlo a algún baile”. 
 Al ver las tumbas en tierra, me intrigó saber como harían para salir de esos más de tres metros de profundidad. Supuse que el sereno los debería ayudar de alguna manera y cuando se lo pregunté, me dijo que sólo los que estaban en bóvedas o en panteones podían salir. _En algunos casos también pueden salir los que están en nichos no muy altos, pero los que están en tierra no pueden_. Me pareció una explicación forzada, quizás para no tener que entrar en detalles que a él mismo se le escapaban.  _Pero entonces existe la vida después de la muerte... _reflexionó el pibe en voz alta. _Un recreo de vida en medio de la muerte _respondió oscuramente el sereno. 
El cementerio a esa hora y escuchando aquellas historias, parecía dilatarse hasta cubrir distancias escalofriantes. Yo tenía la impresión de haber estado caminando en círculos porque ahora estábamos otra vez en una zona de altas bóvedas como las que había en el lugar de donde partimos. Sobre algún techo o detrás de alguna labrada puerta de hierro, pude ver sombras furtivas y oscuras presencias acechantes. Por un momento, varios de nosotros pudimos ver recortada contra el cielo gris, la increíble figura de un ser alado que se perdía en las alturas. Una especie de pavor reverencial nos afectó a todos y ya no sentimos miedo. En su lugar, sentimos una nostalgia negra por todo aquello. Como si se pudiera sentir nostalgia por la muerte, como si se pudiera añorar ese abismo que aún no conocemos. 
 Después de atravesar la parte más vieja del cementerio donde las grietas de las tumbas se abrían como fauces, y la maleza nos rozaba las piernas con sus manos huesudas, llegamos por fin a una galería para nichos en construcción. El sereno entró primero y probó sin éxito mediante varios interruptores encender la luz. Consternado nos juró que había hecho las conexiones esa misma tarde, y que funcionaban todas. Tanteando en la oscuridad, nos acercó unas sillas y luego se fue a la garita a buscar velas. Acostumbrados a la penumbra de los escenarios, aquella negrura no era impedimento para que sacáramos nuestros instrumentos y nos dedicáramos a ajustar la afinación antes de tocar. Los fogonazos de los encendedores que usábamos para ver los detalles que escapaban a la mecánica de nuestra memoria, nos devolvían sombrías instantáneas, y los sonidos amplificados por la acústica del lugar, se deformaban en un amontonamiento obsceno, sacrílego. Doña Catalina permanecía parada en la puerta de la galería mirando dramáticamente hacia afuera. Por la entrada del otro lado, donde había una gran pila de bolsas de arena  y una escalera de mano apaisada franqueando el paso, aparecieron un hombre y una mujer. Nadie los conocía. Buscando una explicación, todos miramos al sereno que volvía con un candelabro de seis velas en cada mano. Él solamente se limitó a comentar que seguramente serían invitados y con gran cortesía, en voz exageradamente alta, les pidió que se acercaran. Avanzaron unos metros, sortearon la escalera y se sentaron en un tablón que había sido colocado allí para tales fines. Oímos un sollozo del lado opuesto y luego apareció doña Catalina del brazo con don Roberto. Lucía mejor que muchos de nosotros. Nos saludó a la distancia y se quedó mirándonos con una gran sonrisa en el rostro. Lucho comenzó a tocar “Milonguero triste” probando el piano que le habían conseguido, mientras todos contemplábamos un blanco espectro que se acercaba como flotando por entre las tumbas más lejanas. Era ella, la novia. Su vestido blanco manchado de sangre ennegrecida a la altura del cuello, despedía una luminosidad que formaba un exquisito aura a su alrededor. Era joven, de facciones suaves y atractivas. A pesar del orificio de bala en la sien, se veía fabulosa. A su lado, chamuyándola bajito, venía don Atilio Ruíz, el gorrión del suburbio. La pareja de extraños se unió a las otras dos parejas en el centro de la galería y se abrazaron delicadamente para bailar. Don Roberto, desde donde estaba, ya abrazado a doña Catalina, le indicó a Lucho que se detuviera. Luego, con una seña nos marcó el comienzo y nosotros, por supuesto, arrancamos con un vals. 






 Eugenio J. Cáceres