sábado, 16 de octubre de 2021

QUAÑACHOAI

 




Quañachoai 

El libro perdido de los diez reinos del Tahuantisuyo

 

 

 

Aparece la idea de una historia que trata acerca de la búsqueda de un libro de la tradición oral de los amautas, donde el protagonista es un iniciado de los atumurunas inmortales. La búsqueda es una prueba iniciática que puede durar horas o toda una vida. Entonces me pongo a escribir la primera escena que viene firme con su imagen bien nítida y hasta sonido ambiente:

_El viaje a Cusco puede durar horas, o toda una vida_ dijo alegremente el chofer del bus, que ironizaba acerca de las irregularidades en el sistema de transporte marginal, que en realidad es el principal, ya que cubre los puntos más distantes del Perú, donde la mayoría de las empresas legales no llegan. Percibí un guiño de complicidad a través del espejo retrovisor grande del interior del bus, por donde el chofer me miraba, esperando a que me ubicara en el último asiento libre para ponernos en marcha.

Y sí, el viaje que estoy emprendiendo puede durar horas o toda una vida. Soy iniciado en los misterios del fuego frío, y he aceptado el desafío de los atumurunas de la Orden de la Araña y el Colibrí, para buscar el Quañachoai, libro perdido de los antiguos amautas, encontrarlo y luego transmitirlo completo a los demás iniciados de mi grupo. La verdad es que no sé muy bien por dónde empezar. Lo único que sé es su título y que pertenece a la tradición oral. Esto hace la búsqueda aún más incierta, pero los atumurunas me aseguraron que yo estoy destinado a esa tarea por los dioses, y que por lo tanto será exitosa.

Este relato requiere exactamente ese mismo compromiso, pero el reto no es ninguna iniciación, es un fin en sí mismo. La historia está completa en mi cabeza, ya la vi. Me gusta. Me puse a pensar en el personaje. Cómo desarrollarlo, ya que este es peruano y yo soy argentino. Hay distancias culturales y de modismos en el lenguaje, que debo tener en cuenta, y es quizás eso lo que lo está lo frenando ahí, antes de nacer. Pero vale la pena intentarlo, porque el misterio que me propongo contar, llegó hasta mí directamente desde las mismas fuentes.

Hace tres días que le doy vueltas al asunto sin poder escribir nada. El personaje no aparece. No puedo interceptar su voz. Los escritores, como muchos otros artistas, estamos trabajando aunque aparentemente no estemos haciendo nada, algo me impele a sentarme y escribir, aunque más no sea para guardar las apariencias conmigo mismo. Escribir es un estado del ser, y hay que provocarlo. Podemos pasar días, o mejor dicho, noches enteras tomando café y fumando, pero en realidad estamos creando las condiciones para que la historia cobre vida y se deje contar adecuadamente. Porque sabemos que está ahí, la vemos, pero no queremos romper el hechizo profanándola con nuestras palabras antes de tiempo. Una vez que ha cobrado suficiente solidez y sabemos que puede soportar nuestra intervención sin ser dañada, entonces ponemos manos a la obra con disciplina y esmero.

El bus se tambalea por ripios de montaña, haciendo curvas y contra curvas, ora asciende luego desciende bruscamente. Los tramos rectos donde podemos acelerar son cortos pero se disfrutan a pleno. El resto del viaje vamos aferrados con fuerza a la barra del asiento de adelante, sintiendo cada salto con nuestros huesos. Vengo viajando desde Puno, a la vera del sagrado Titicaca, ya estamos cerca de Cusco.

Una mujer en el asiento de al lado, que lleva grandes bultos con coca y otras yerbas, no para de mascar y canturrear canciones en quechua que bien conozco desde niño. Me uno por lo bajo, no tanto para matar el tiempo, como para invocar eso que nos llega desde el otro lado cuando nos conectamos con lo ancestral.

Ella me escucha y sonríe para sí. No levanta la mirada. Ahora apenas tararea la melodía de aquella vieja copla, para que yo la cante, a lo que accedo elevando un poco mi voz. Puedo escuchar algunas voces que se me unen desde otros asientos. Y aunque el motor del micro no cesa en su estruendo, los chirridos de chapas y fierros, parecen evocar el hipnótico ritmo de las vainas y los chajchas, acompañándonos. Algo gravita entre nosotros por un momento, el tiempo es otro, la vista se nubla, quizás sean lágrimas, no lo sé.

Entonces las palabras de la copla que cantamos, se abren con todo su poder en mis oídos.

 

El tiempo vuela alto y en una sola dirección.

Borra tus huellas mientras puedas,

Saluda al monte, saluda al sol,

Salta entre las estrellas del cielo helado.

Y cuéntales tu historia.

 

El significado oculto de la copla se despliega íntimo y desafiante. Una alegría antigua llena mi pecho, mientras veo que la mujer me mira, y por un segundo antes de volver a bajar la mirada, me da a entender que ella también lo sabe. Ella es eso que sabe. Por eso tiene magia su canto.

Escribir es sólo una excusa para hacer contacto con mi parte silenciosa. Porque para percibir una historia, me es necesario hacer silencio y escuchar. Ese silencio es más que auditivo; implica el ser total, que en estado de acecho, va detectando las señales desde el otro lado. Desde lo increado. Porque eso que traemos a la página escrita no pertenecía a este mundo hasta hace unos segundos, cuando fue atrapado por la magia del lenguaje. Digo que es una excusa, porque lo que en realidad me queda no es el relato en sí, sino el contacto con la noche y el silencio profundo, interior. A esa noche la llamo, la noche primordial. Y con el tiempo y la práctica de este oficio, he logrado que mi estado del ser gravite en ella a voluntad.

Cuando una noche común y corriente, se transforma en esa noche primordial, es entonces que viene el contacto, y con él, el conocimiento; la gnosis. Así, por ejemplo, descubrí el vértice asimétrico de la noche, un sitio exacto al que se llega apuntando la conciencia como si fuera una mira telescópica. Y también aprendí a extraer energía del vacío de manera consciente. Y hasta llegué a hacer contacto con Shiva, el no-ser. Todos estos logros han sido alcanzados desde la noche primordial, que luego se expande al día entero transformada en nuevos recursos. Entonces la línea del tiempo se corta mediante el infinito actual y el conocimiento fluye libre desde lo increado hacia este lado.

En esta noche en particular, una estrella llamó mi atención con su brillo mientras estiraba las piernas en el fondo de mi casa, a las tres de la mañana. Estaba recibiendo muy claro el mensaje de usarla como medio para que la conexión sea mutua entre el otro lado y este. Pude sentir la mirada; una mirada desde lo alto. Fue como si a pesar de la inconmensurable distancia pudiera verme desde el otro lado de la estrella. En ese momento su luz se apagó. Por un momento creí que estaba pasando alguna tenue nube por delante, o bruma, pero la verdad es que la noche estaba absolutamente despejada. Intrigado aclaré mi vista varias veces y sin embargo la estrella ya no estaba ahí. Consternado dejé mi vista puesta en ese sector del cielo nocturno esperando volver a verla. Hasta que un rato después volvió a aparecer. Esta vez apenas unos segundos, fue apenas un parpadeo. Se apagó y ya no la volví a ver. Fue como si una de las estrellas a las que siempre acostumbro mirar, sobre el cuadrante sur sur-este, se hubiera apagado para siempre luego de llamar mi atención.

De vuelta en mi escritorio, ojeo un libro al azar en mi biblioteca; suelo hacerlo de ese modo y abrirlo en cualquier página, sólo para distenderme un rato. Surge el nombre del arcángel Uriel, e investigando acerca de sus poderes y atributos, doy con la foto de la imagen de Uriel en el vitreaux de una iglesia en Inglaterra, y veo que entre sus manos lleva una estrella. Entonces comprendo lo que es un arcángel, y por qué se usan como mediadores entre este mundo y el celeste.

Ahora decido que el personaje de mi historia se va a llamar Uriel, aunque nadie lo nombre en el transcurso de mi escrito, lo voy a hacer sólo para recordarme la revelación que me trajo la noche primordial a través de una estrella, en esa noche en particular. Porque mi impecabilidad hacia el Espíritu y sus manifestaciones mediante el paráclito, hacen que no deje pasar ninguna señal ni tampoco las dejo caer en el olvido; algo que suele suceder casi instantáneamente, debido a la incapacidad de nuestra mente ordinaria de retener lo que viene de lo increado. Y tampoco debemos descartarlas por no tener que ver con nuestras convenciones o sistemas de creencias. Lo abstracto se manifiesta detrás de prácticamente cualquier cosa. Es entonces cuando aparece el mago, e impregna lo recibido de las estrellas a este mundo, tal como llega, sin el dogma ni el ritual, sino mediante la obra artística en sí. Puede ser que no tenga mucho qué ver el nombre Uriel con un iniciado atumuruna peruano, pero también es sabido que allí se usan nombres bíblicos, como Gabriel, Miguel, Daniel, entre la población quechua y aymara, entonces por qué no, Uriel.

Sigo indagando acerca del arcángel y leo que se le atribuye la fundación de la ciudad de Ur en Mesopotamia, la primera que se nombra en la biblia, “el primer asentamiento civilizado de la humanidad”. Entonces Ur es el nombre con el que se conoce a aquella primera civilización de seres venidos desde lo increado, no originales de este mundo, y asocio directamente con los Urus del Titicaca. Los Urus vivían en islas artificiales de totora, en chozas de totora, y navegaban en barcas muy similares a las embarcaciones vikingas; un noruego las hizo famosas cruzando el Pacífico en una de esas, también hechas enteramente de totora que además era el único alimento de este pueblo. Decían tener la sangre de color negro, porque no eran humanos, sino que eran anteriores a la creación del mundo. Hacían su vida entera flotando sobre el lago, esperando que algún día bajaran las aguas para poder habitar de nuevo en su ciudad, que hoy yace en el fondo del lago; una ciudad anterior a la formación del lago, es prácticamente atentar contra la historia de la civilización tal como la conocemos. Ahora el nombre Uriel va tomando más sentido.  

El final del recorrido nos sorprende a todos profundamente dormidos. El chofer del bus tuvo que pasar a través de los asientos despertándonos uno por uno, con mucha delicadeza, como un padre lo haría con sus hijos pequeños. Agradecí el gesto con una sonrisa y descendí en una pequeña plaza del centro de Cusco. Es noche cerrada. No llevo reloj; los atumurunas no lo aconsejan. Allá en lo alto la oscura torre de un edificio, muestra uno; doce y cuarto.

Busco instintivamente entre los que bajaron del bus a la mujer con la que venía cantando, pero no la veo. Los pasajeros poco a poco se dispersan, el bus parte y quedo solo. Decido pasar la noche allí, al resguardo de un pequeño escalón contra la cortina de un comercio cerrado. A estas horas no podría explorar una ciudad nueva y grande, sin perderme o que me pase algo aún peor. Por suerte la noche no es tan fría.

Me duermo profundamente y en el sueño aparezco caminando por dentro de las cuevas que hay en las entrañas de Quricancha. Puedo sentir el inconfundible apremio de un peligro inminente, que viene de arriba, sobre nuestras cabezas, en Santo Domingo. Estamos huyendo, o quizás acechando el sitio desde abajo. Lo cierto es que no estoy solo, y nuestra actitud es sigilosa, de mucha cautela. Nos comunicamos por señas, y tratamos de avanzar sin hacer ruido. Somos guerreros iniciados, y aunque no conozco a mis acompañantes, sospecho que somos aprendices de los mismos atumurunas del fuego frío que me encomendaron la misión de hallar el Quañachoai. Quizás sea una tarea a realizar en sueños, me digo mientras avanzo a tientas por entre los húmedos pasadizos. Más adelante una débil luz deforma los espacios y alcanzo a ver la silueta de rejas que se abren al paso de monjes con antorchas. Son dominicos. Nadie intenta esconderse de ellos, al contrario, mis compañeros salen a su encuentro; son Domini Canis, iniciados del fuego frío igual que nosotros.

El que va al frente de los dominicos extrae de entre su manto, algo verde resplandeciente, envuelto en una tela fina que deja ver su luminiscencia. Lo entrega de inmediato a uno de los nuestros y velozmente emprendemos una frenética retirada.

El resto es confuso. Sólo recuerdo que al final del túnel por el que anduvimos apenas unos instantes, salimos por entre unos riscos a la costa del Titicaca. Una zona muy familiar para mí desde niño, allá en Puno. Entonces en el mismo sueño me doy cuenta de haber hecho el trayecto inverso, de regreso. Mi mente lo asocia con una especie de regresión de adulto a niño. Pero yo sé que eso nada tiene que ver. La piedra verde es la piedra de Venus. Pude oír al monje que decía al cabecilla de los nuestros, cuando se la entregaba: “Esta es la gema donde se lee el Quañachoai”. El sueño tiene muchos elementos que todavía no logro descifrar, pero tengo la certeza de que es un buen augurio.

Uriel Katari, es el nombre completo del protagonista. Katari significa gran serpiente en aymara. Un apellido que me remite secretamente a los cátaros que habitaron en Argentina. Masacrados igualmente que sus pares de Occitania, un par de siglos después en manos de los sacerdotes golen.

Desde la óptica que nace directamente desde el vértice asimétrico de la noche primordial, veo el sueño del protagonista como una realidad total. Veo el túnel que sale a la costa del Titicaca. Me detengo en el éxtasis lo más posible antes de seguir escribiendo.

Mis maestros me enseñaron que los sueños son simbólicos y que jamás debo tomarlos tal cual se manifiestan, sino buscar su significado desde lo oblicuo. Porque aunque la secuencia onírica parece indicar que encontrando la piedra estaría cumpliendo la misión encomendada, de nada me serviría saber dónde está la piedra, porque soy incapaz de leerla; sólo los dioses y los atumurunas pueden. Mis guías dijeron que el libro se me iba a manifestar por medio de misteriosas revelaciones que el Espíritu me traerá desde lo abstracto, ordenadas especialmente para mí. Es una misión personal. Yo debo ser el filtro más fiel para trasmitirlo a los iniciados de mi generación.

Despierto allí mismo, a metros de la parada del bus que me dejó hace tan solo un par de horas atrás. Tengo frío y los huesos doloridos. Una parte de mí todavía percibe el sueño como una realidad en paralelo. Cuando el sueño toma preeminencia pierdo de vista este mundo, es como una vida dentro de otra. El fuerte viento del Titicaca sopla por momentos en medio de la tranquila noche cusqueña, y me trae la visión de las grandes rocas por donde salimos de las chincanas. Después de un rato de confusión, puedo manejarlo a voluntad y decido mantener viva la visión alternando con la vigilia. Ahora soy el hacedor de mi propio laberinto.

Camino por la ciudad como un vagabundo, y miro las estrellas que siempre he sentido como íntimas guardianas de mis noches más oscuras. Las siento como una parte exterior de mí mismo, con la que hasta puedo hablar llegado el caso, porque saben mucho más de nosotros que nosotros mismos. Las estrellas son ojos que me miran desde mi interior tan profundo como el cosmos. Mejor sería decir que me miro a través de ellas, y todas juntas son ese mismo órgano externo, increado, por el cual puedo verme desde afuera del tiempo y el espacio. Sólo hay que ubicarse estratégicamente del otro lado de cualquier estrella y el fenómeno ocurre por sí solo. Todas se hacen una y desde allí se puede ver todo en detalle.

Y esa es exactamente la maniobra que me rebeló Uriel, con el gesto de la estrella que desapareció para siempre en mi noche primordial. Usar una estrella como punto indiscernible, mediante el cual el Yo se reúne y gana cohesión. Entonces todo se aclara, porque tenemos una oportunidad de ver todo como es, sin el obstáculo de la reversión espiritual. Esta maniobra nos da un tipo de conciencia que ya es muy difícil de desarmar mediante la trampa del mundo. Es por eso que el protagonista es capaz de acceder al conocimiento directo, al punto que sus maestros saben que es capaz de descifrar un libro oral perdido en el tiempo.

Mis pasos avanzan decididos como si supieran mi destino, mi mente dice que estoy perdido, pero Yo sé que no. Cusco se va desplegando ante mí como un enigma a resolver. Siglos y siglos de historia se hacen presentes, puedo sentirlo en el aire. “Todo es posible en una noche como esta”, me digo en voz alta, asombrado de mí mismo y mi extraña situación. Muevo mi atención hacia el sueño del Titicaca sin cerrar los ojos, y ahora ante mí aparece una mujer bellísima. Mi sentimiento hacia ella es el más puro amor que jamás haya sentido ser humano alguno, pero la verdad es que no la conozco. No sé quién es.

Doblo inesperadamente en una esquina y me hundo en la oscuridad total de una estrecha calle. Y allá arriba, puedo ver la inconfundible esquina de Quricancha. Comprendo entonces que se están abriendo todos los caminos oblicuos, y eso era de esperarse. No debo flaquear ante nada. Quizás todo este despliegue sea necesario para que se me revele el libro. Sentado contra una rojiza pared colonial, tomo instintivamente mi chuspa y empiezo a mascar coca. Necesito afirmarme en el centro de mi ser y desde ahí tomar las riendas de mis acciones a seguir. Entonces viene a mí todo el significado de la palabra Quañachoai; el centro secreto. Pronto descubro que mi viaje a Cuzco, es un viaje al centro, al ombligo del mundo, y en otra capa de significación, es el centro de mi ser.

Y aquí en Cusco, debajo de Santo Domingo, en las entrañas de Quricancha, están las cuevas que conducen a todos los puntos del antiguo imperio. Estoy en el centro mismo, justo encima de donde convergen todas las chincanas; ese debe ser el punto físico que representa el centro secreto. Allí nos entregaban la piedra de Venus en el sueño, ese mismo sueño en el cual todavía puedo ver a la bella mujer mirándome expectante con sus cabellos al viento, con el sagrado Titicaca de fondo. Entonces comprendo que debo acceder a las chincanas y para eso necesito entrar a la iglesia. Aunque no pretendo encontrar la piedra de Venus, todas las señales me están indicando ese sitio, quizás alguien o algo, me esté esperando allí para narrarme el libro.

Uriel accediendo al centro secreto físico de su mundo, es la representación perfecta en tiempo real de mi diario devenir. Una constante iniciación, una prueba tras otra, enfrentadas a consciencia y con la certeza de estar volviendo a mi esencia, a mi verdadero estado del ser. Ese estadio inmutable, donde no entran más las vacilaciones de la mente ni las amargas penurias del alma.  En mi caso no se trata de las chincanas de Coricancha, sino de mi centro atómico. Desde mi contacto con Uriel, el conocimiento primordial comenzó a llegar en grandes cantidades de información abstracta. Aun así, esa información es perfectamente comprensible por mí. Tuve que decodificarla con una parte de mí totalmente indivisa; anterior a la dualidad. Esa maniobra me ubicó en alfa, y fue entonces cuando comencé a percibir las esvásticas girando en todo mi cuerpo. Descubrí en mi interior vastedades tan grandes como en un cosmos privado, íntimo, y en él mi energía vril girando en esvásticas doradas. Desde allí pude oír la imperiosa palabra que plasma su impronta en nosotros. El kundalini que replica el logos demiúrgico apresándonos en la rueda del deseo y la reencarnación. Pero en el centro secreto yace la matriz primordial. Hacia allí se dirige Uriel para encontrar el libro; el registro de lo verdadero. Libro de caracteres increados que reverberan en símbolos anteriores a cualquier grafía.  

De pronto la obscena visión de esa iglesia montada sobre el templo sagrado de Quricancha, me resulta insoportable. Y como si de un rescate emocional se tratara, corro calle arriba con los ojos empañados de lágrimas, trepo la primera valla que encuentro a mano y salto dentro de Santo Domingo. Trepo una pared alta de piedra Inca con demasiada facilidad. Nada me detiene. Mis oídos están embotados, no escucho nada más que mis latidos y mi respiración. No puedo oír si alguien grita o algún perro ladra. Nada me detiene. Y como un loco avanzo buscando con un sentido que desconocía hasta este instante, las secretas escaleras que llevan hacia abajo; hacia el centro.

La monotonía de un pasillo a oscuras con claustros a diestra y siniestra, se extiende sin interrupciones muchos metros delante de mí. Avanzo sigiloso, para que los monjes no escuchen mis pasos. Los imagino en su interior a cada uno de rodillas rezando a su imaginario dios. Encuentro una puerta más estrecha que las demás, la abro y la oscuridad interior exhala un prometedor vaho a humedad y tierra. A ciegas entro y descubro tanteando con mis pies que se trata de una escalera descendente. Es muy estrecha, debo girar para bajarla sosteniéndome de las barandas como una escalera de mano con una leve inclinación. Es interminable. Cada tantos escalones espero encontrar por fin el suelo, pero no. La tenue luz que se filtra desde el pasadizo de los claustros, apenas me deja ver de dónde se agarran mis manos.    

Mis ojos poco a poco se van adaptando a la oscuridad y me van revelando lo que parece ser una cripta de nichos de más de veinte metros de profundidad. Allá abajo puedo ver un piso ajedrezado, pero todavía me falta un trecho. Un resplandor ambarino enciende las losas de las tumbas cerca del suelo, parecen haber velas encendidas en algún otro sector todavía oculto a mi vista.

Por fin logro posar mis pies sobre las baldosas negras y blancas, que a medida que avanzo van trazando un endiablado diseño, como recortándose en triángulos para luego unirse con las demás en forma inversa. Su efecto me causa un vértigo extraño. Mis piernas se aflojan faltas de voluntad, y caigo de rodillas ante el mismísimo altar de Satanás. No puedo interpretar otra cosa. Ese macho cabrío con una antorcha perenne ardiendo entre los cuernos es una representación del dios de todas estas almas que todavía yacen en sus abominables tumbas. Y ahora las veo salir como lenguas heladas de sus nichos, para acercarse a mirarme con asombro y desdén. Me rodean. Detrás del macho cabrío una sombra gigante crece hasta las negras alturas del techo, y abre sus ojos como brasas. Mi debilidad física y anímica es total; me maldigo por no haberme librado de ambas cadenas antes de enfrentar este desafío. Pero ya es tarde.

La noche oscura del alma es la ante sala de la noche primordial, sin una no es posible la otra. La oscura noche del alma suele durar vidas enteras, hasta que uno comprende su esencia y siente que toda aquella desesperación se convierte en una calmada desesperanza, y cuando la acepta, entra en un delicioso estado de melancolía. Sólo desde allí se puede acceder a la noche primordial.  

No es nada fácil transitar la oscura noche del alma, porque estamos en manos del enemigo íntimo. Y ese nos conoce tanto que puede hacernos todo el daño que se proponga. No hay escondite ni refugio donde guarecernos. Estamos a su merced. Pero todo corresponde a una fina ingeniería energética, y la verdad es que somos nosotros mismos afilándonos para no fallar ante el desafío que tanto esperamos enfrentar. Somos nosotros desde afuera de la materia guiándonos con mano férrea a salir de la trampa. Para eso aceptamos nacer en el infierno mismo con verdadera alegría, porque sabemos que de ahí, tarde o temprano, vamos a salir victoriosos. Porque somos iniciados en el camino inverso, de retorno, y ya nada nos detiene en nuestro andar, porque vimos la luz verde esmeralda del Quañachoai; el centro secreto; el origen, donde yace nuestro verdadero ser, fuera de la esclavitud del engaño. Nadie en su sano juicio renunciaría a intentar esta hazaña, una vez comprendido esto.

La noche primordial es nuestra percepción desde el mundo, de aquella noche increada de realidad infinita. Para las almas sensibles, es la muerte; yo la recuerdo desde antes de nacer.

Ahora Uriel está en una prisión tan antigua como la misma humanidad, y en su celda transita la oscura noche del alma. Se siente abandonado, perdido, y aterrado. Los golen proyectan sus sombras sobre la psiquis del iniciado incesantemente, para romperlo, dividirlo, y así lograr que su Yo no comande nunca más sus acciones subversivas al orden establecido por los sacerdotes de la materia. Antes de llegar al selbst físico terrestre, el Cuzco, donde gravita fuera del espacio y el tiempo el Quañachoai, deberá enfrentar al fantasma del umbral de este mundo. Porque Uriel tiene la misión de encontrarlo así, afuera, para que adentro se trace el mismo destino. Y en el punto donde se unen todos los puntos, unir su hallazgo a su iniciación interior. Una tarea de titanes, una misión sólo para héroes y semidioses.

Deambulo a ciegas por el negro calabozo donde me metieron los sacerdotes. La celda parece no tener fin, porque camino y camino y no encuentro sus límites. Hay paredes, sí, pero no son cerradas, siempre tienen una nueva abertura o pasadizo. La única claridad de referencia viene desde la puerta, pero unos metros más adentro, la oscuridad es impenetrable y a medida que me alejo, la sensación de encierro y terror, crece. No creo que exista una salida. Pero igual quiero explorar este lugar. Algo me dice que más que celda es una mazmorra llena de trampas. Es obvio que ellos esperan que yo haga exactamente lo que estoy haciendo, para luego disfrutar viendo en cuál de ellas finalmente caigo. Por momentos siento que el terreno desciende bruscamente y mis pies comienzan a vadear un agua helada. Las paredes son de piedra, parecen pertenecer al templo Inca; no son coloniales. Cansado de dar vueltas y siempre aparecer de nuevo ante la ambarina luz de la puerta de la celda, me siento en un rincón a descansar. 

Entonces realineo con el sueño del Titicaca. Estoy sentado en una piedra junto al agua, mirando hacia la entrada de la cueva por donde habíamos llegado desde Cusco, y surge fuerte el recuerdo de los Domini Canis entregando el Quañachoai a uno de los nuestros. Claro, los Domini Canis están infiltrados en esta misma Orden, aquí mismo, en este edifico, y a estas alturas ya deben estar al tanto de mi suerte. Ellos siempre están en contacto con los atumurunas, porque aunque de distintas razas, son lo mismo espiritualmente.

La mujer del lago toma mi rostro entre sus manos y me sostiene firme frente a sus enormes ojos negros. Quiero besarla pero un frío intenso me detiene. Es como si todo mi ser fuese de hielo, y de algún modo sé que el siguiente estado es la piedra. El frío proviene de sus ojos, de algo muy profundo que sin embargo se refleja en sus pupilas con un resplandor verde esmeralda. Entonces comprendo que estoy contemplando la piedra de Venus a través de sus ojos. Y aunque el frío intenso es el de mi propia muerte, no dejo de mirar. Empiezo a recordar quién soy, pero me es imposible expresarlo ni siquiera como pensamiento. Sus ojos ahora son chincanas que se abren a mi paso con gran velocidad. Estoy volviendo a Cusco, desciendo a las mazmorras de Santo Domingo. Allí está mi cadáver tirado en una celda. Lo observo por un instante. Es evidente que es una cosa más entre las cosas. Poco y nada tiene que ver conmigo. Eso es tan insignificante como cualquiera de las antiguas piedras que ahora le sirven de cripta. Sigo el descenso vertiginoso entre las cuevas cada vez más pequeñas, hasta dar con la fuente misma del resplandor esmeralda.

_Has encontrado el centro_ oigo una voz potente con todo mi ser_, y has hallado el libro. Guarda estas palabras porque te pertenecen.

“Quañachoai.

El libro perdido de los diez reinos del Tahuantisuyo.

El viaje a Cusco puede durar horas, o toda una vida...” 

Y este relato comienza otra vez pero desde una perspectiva más grande, porque ya no soy su protagonista. Mientras las palabras se repiten ahora plenas de significado y gracia, mis ojos cegados por el verde resplandor alcanzan a ver del otro lado a alguien más que a su vez está accediendo al Quañachoai. Intento aclarar mi vista un poco para verlo mejor. Es un hombre con anteojos que escribe en un ordenador. Parece estar transcribiendo lo que recibe con un gran esfuerzo de concentración. Su rostro refleja un agotamiento extremo. El hombre hace una pausa, se quita los anteojos y me mira.

Ya debe ser madrugada. Llevo escribiendo horas sin parar. Siento que tengo una buena historia para desarrollar todo el conocimiento abstracto que me llega desde mi centro secreto. La habitación a oscuras gravita alrededor como si estuviera poblada de extrañas energías. La luz del monitor me encandila. Me quito los anteojos, levanto la vista y ahí está, es él, Uriel Katari. Mirándome intensamente, su rostro iluminado de verde

 

  

 

 

 

 

Eugenio J. Cáceres