domingo, 23 de julio de 2017

PARACLITUS




Vuelvo a casa entre la niebla matinal de un día casi tan negro como la noche. Las calles se adentran en el caserío y bajan hacia su centro, donde luego se fraccionan en innumerables pasillos. Mi casa está donde termina esta calle. Tiene dos pisos, y está justo en la esquina. Es más alta que ancha, por eso tiene ese aspecto de torre. Es la única construcción de dos pisos en la zona. Hoy apenas se distingue su espigada sombra contra la niebla gris.
Estuve vagando toda la noche en busca de acción por los bares más ruines, pero nada. No pasa nada. Busco algo que me conmueva de verdad. Que me saque de mi centro, de mi abominable ser.
Mi interior está siendo atormentado por lo desconocido. Sufro visiones incomprensibles. Me castiga a diario lo inaudito. Afuera, el mundo parece muerto. Es más, creo que mi condición está afectando mi entorno; por ejemplo esta niebla espesa y la mañana que no clarea.
Quizás hoy pueda terminar con todo esto de una vez.
Llego a casa y la encuentro más fría y lúgubre que de costumbre. Sin encender las luces, subo a mi habitación y me recuesto en la cama.
No se hace esperar.
A través de la ventana entra un resplandor helado que ilumina todo de un azul repulsivo. Mis dientes crujen anticipando lo que está por venir. Veo figuras abstractas, gigantes. Su dimensión escapa a lo que mi razón puede abarcar. Son estructuras superpuestas entre sí de un modo imposible de discernir; sus formas agreden todo lo conocido. El vacío que provoca el estar consciente de ellas, abre paso a un sinfín de aberraciones.
Siento la incontenible furia que me acecha desde el otro lado de las cosas. Del otro lado del mundo, desde su reverso, y ahora desgarra impaciente mis defensas.
Es imposible describir en un papel la sordidez de presagios tan negros, pero algo me impele a hacerlo.

“Nunca nadie ha sido realmente dueño de sus actos” Escribo.



Eugenio J. Cáceres

jueves, 13 de julio de 2017

LA TRAMPA










El recital se había suspendido por disposición policial. Sabíamos que esto podía suceder. Los conciertos de metal eran una amenaza para la sociedad. Corría el año mil novecientos ochenta y ocho. 
Era un concierto en el cual iban a tocar tres bandas, Exocet, Abaxial y Destrucción, en una sociedad de fomento cerca del cementerio, a veintitantas cuadras de nuestro barrio. Ahí estábamos, el negro Mimbre, compañero del secundario. Jeringa conocido del barrio, con dudoso prontuario. Y el Araña, a quien habíamos conocido en la peatonal una tarde que nos habíamos rateado del colegio. Él fue quien nos había iniciado a Mimbre y mí, en el metal.
Las luces de los patrulleros nos urgían a alejarnos del lugar. En las calles aledañas, acechaban los grupos de pibes que se negaban a dispersarse. Yo sabía qué venía luego. La exasperación, sumados al alcohol y la indignación, reubicarían el objetivo original de sus ánimos y se enfocarían en combatir la ley. Era una guerra de guerrillas en las que los patrulleros saldrían averiados a piedrazos y los heroicos combatientes del metal, terminarían siendo emboscados por el camión celular, casi siempre cuando el día empezaba a clarear. Pero esta vez, la noche recién empezaba para nosotros, aunque ya eran las dos y media de la madrugada. El barrio estaba tan muerto como ese cementerio que se asomaba allá, en la otra esquina, lejos de los patrulleros.
Las casas silenciosas y oscuras, parecían haber sido abandonadas. A nuestro paso, se oía sólo algún que otro perro ladrar. Queríamos salir del barrio para ir al centro de Lomas o Banfield, pero no pasaba ningún colectivo por ningún lado.
Tomamos por la calle del costado del cementerio y fuimos bordeando el paredón hacia el otro lado; quizás por la otra avenida, a más de diez cuadras, pasara algún colectivo.
Nuestros pasos resonaban sobre el empedrado y se duplicaban contra el paredón. Parecíamos una verdadera horda infernal rondando el cementerio, pero en realidad seguíamos la única dirección que nos dictaba nuestro sentido común. Y este nos decía que debíamos alejarnos de donde todavía destellaban las luces de las patrullas que no cesaban de molestar. Y molestaban tanto, que habían condicionado nuestro actuar, de lo contrario habríamos cruzado por donde estaban los patrulleros y habríamos salido al Camino Negro, donde pasaban colectivos toda la noche. Pero no. Ahora estábamos haciendo el camino más largo, por el lugar más peligroso, y para colmo, teníamos que cruzar “Los Caranchos”, la villa de atrás del cementerio, para recién entonces salir a la otra avenida, ya en Lanús oeste.
Los focos de la calle por la que caminábamos comenzaban a espaciarse y su luz bajaba en intensidad volviéndose amarillenta.
Allá donde empezaba “Los Caranchos”, unas vacilantes luces azules y rojizas, en lo que parecía ser una casa humilde, como cualquier otra, nos llamó la atención al instante.
_Eso parece ser un puterío_ dijo Jeringa, que por su edad, tenía mucha más calle que el resto.
_¿Un cabaret? _preguntó ingenuamente Mimbre.
_No, negro, los cabarets son para turistas, y no creo que ningún turista venga hasta acá a visitar "los caranchos"_ explicó Jeringa, mientras todos reíamos por la ingenuidad de Mimbre, y también, quizás, debido a cierto nerviosismo que nos causaba el saber que indefectiblemente terminaríamos  entrando allí. El dinero de la entrada del recital todavía estaba intacto en nuestros bolsillos, y sabíamos que aquél lugar además del encanto de la oferta de sexo barato, debía vender bebidas, y todos, a esas horas de la madrugada, queríamos emborracharnos; y si eso era rodeados por mujeres en portaligas, pues, mucho mejor.
Así que allá fuimos. El Jeringa encabezaba el grupo haciéndose cargo de nosotros como lo haría un hermano mayor.
En el porche de la casa, un cartel luminoso, en azul, como el de las cocherías, decía “La Trampa”. Adentro sonaba música melosa, con saxos tipo Fausto Pappetti, desde una rockola gigante. En la puerta un tipo nos recibió de inmediato.
_Hola, bienvenidos. Pasen, pasen por acá _era el típico pelado con melena, tenía unos pequeños anteojos redondos con unos bigotes que le tapaban la boca hasta la pera. Daba la sensación de hablar sin mover los labios_. Pónganse cómodos, que ya vienen las chicas.
Sólo entonces noté que allí no había nadie y que el lugar con su mini bola de espejos, las luces de neón y la música, en realidad adornaban una habitación vacía, porque al parecer las mujeres estaban en el fondo, en un patio al aire libre.
El tipo de bigotes nos señaló un sillón de cuero grande en un rincón, dónde una luz negra enrarecía los rasgos y destellaba en nuestras remeras. Mimbre tenía una de Anthrax blanca con letras rojas, Jeringa tenía una remera de Exploited negra con letras amarillas, y el Araña, por su parte, una de V8. Yo una de Maiden blanca sin mangas, con la ilustración del Eddie de Powerslave.   

Oímos venir un arduo taconeo sobre baldosas flojas, y nuestra sangre se nos agolpó en las sienes. Nos miramos expectantes, mientras el tipo de bigotes nos acercaba una bandeja con una botella de cerveza y cuatro vasos. Para cuando las chicas entraron en el cuarto, ya estábamos brindando y pidiendo otra.
_Bueno_ dijo el tipo_, ella es Yamila. ¿Qué les puedo decir? Una experiencia inolvidable.
Avanzó hacia nosotros una morocha de rasgos duros, grandes pechos y cadera pequeña. Nos saludó con un beso a cada uno y se fue a sentar en la barra que había en la esquina opuesta del cuarto.
_Esta es Sofía. Aunque a veces es un poco violenta, ustedes saben... hay hombres que encuentran en una mujer como ella, todo lo que buscan.
Y caminó hacia nosotros una rubia pálida de rasgos malignos. Ella no nos saludó con un beso como Yamila, sino que nos mordisqueó los labios y las caras, a la vez que emitía unos suaves ronroneos. Mimbre le devolvió un par de tarascones que la hicieron rugir como un felino salvaje.          
_Y esta es Mary, la más inexperta de todas, pero no por eso menos complaciente_ nuestro anfitrión descorrió la cortina que daba al patio exterior, y entró una nena, un tanto crecidita, pero una nena. Entre nosotros nos miramos y nos hicimos la muda promesa de no elegirla. Mary nos saludo desde lejos, con la mano. Al igual que las otras, no llevaba puesto más que una enagua transparente sin ropa interior; podíamos ver sus incipientes pezones rosados y su sexo, apenas ensombrecido por un escaso vello púbico. Era una niña de belleza inquietante, de esas con la que uno soñaba con casarse cuando era chico.
Al parecer Mary era la última. Las tres se sentaron en la barra y desde allí nos tiraban besos y nos hacían guiños. Nosotros nos dedicamos a beber, que era la urgencia más apremiante de esa noche. El tipo de los bigotes nos servía una botella tras otra con una mueca extraña en el rostro. Con mucha dificultad pudimos leer en el inescrutable vacío que espejeaba como un vidrio sucio en su mirada, que el tipo nos sonreía amablemente.
Y entonces llegó el momento en que había que parar de beber y hacer cuentas. Ninguno quería irse de allí sin pasar con alguna de esas chicas. El sexo llamaba, sórdido y salvaje. El perfume de esas mujeres impregnaba el aire, y la desnudez y la oscuridad del lugar nos invitaban a gozar sin culpa. Luego de hablar con nuestro anfitrión llegamos a un acuerdo que nos pareció razonable, entonces nos dio una ficha verde para cada uno.
_Ustedes le dan la ficha a la chica que elijen, y pasan para el fondo.
Podíamos elegir, como verdaderos reyes, como déspotas. El dinero nos daba el poder de elegir entre esas tres esclavas. La idea no me desagradaba, sólo me escandalizaba un poco, pero no le iba a dar muchas vueltas al asunto.
Mimbre le dio la ficha a Yamila y se fue por la puerta del patio a la zona donde había tres pequeños cuartos. El Araña pasó con Sofía, y el Jeringa y yo tuvimos que esperar, porque habíamos quedado en no elegir a Mary.
_Adiós muchachos _dijo el Araña mientras se iba del brazo de Sofía sonriendo como un dandy. A ella aquel gesto le pareció tan gracioso que se echó a reír como una loca, tanto que terminó mordiéndole el hombro. Pude ver una contorsión de dolor en su rostro del Araña. 
Después, el tipo nos vino a ofrecer los servicios de Mary, pero le dijimos que preferíamos esperar. Entonces salió a la calle de nuevo a esperar por más clientes y nosotros quedamos solos con ella en el mismo cuarto. Fue en ese momento que sentí el impacto de estar a escasos diez metros del paredón de atrás del cementerio.
_Jeringa, ¿te diste cuenta dónde estamos?
_Estaba pensando en lo mismo, estamos muy cerca de los difuntos.
La fonola dejó de sonar en la mitad de un tema de Dyango, y un silencio pesado como miles de lápidas y crucifijos, frío de mármol y bronce, descendió sobre nosotros como una enorme palada de tierra negra. El perfume que hasta hacía un momento nos había embriagado, ahora dejaba su lugar a un fuerte hedor a humedad y encierro. El miedo nos tomó por sorpresa en medio de aquél prostíbulo. Aluciné nichos abiertos, bóvedas; aquello realmente me estaba reduciendo la libido a la nada. Para sacudirme ese hielo de muerte, finalmente le di mi ficha a la Mary.
_¿Qué hacés?_ me preguntó el Jeringa desde el sillón. Yo volví mis pasos y le dije al oído que se quedara tranquilo, que no iba a hacer nada.
_Quiero apurar las cosas, porque me quiero ir de acá cuanto antes_ le dije.
_Dale, andá. Te creo. Pero igual dale una propina, porque sino por ahí la fajan. Y quedate un rato, sino van a sospechar_ sin dudas, el Jeringa sabía de códigos prostibularios, así que decidí hacerle caso.
La niña me condujo de la mano hacia afuera. En el patio a oscuras se adivinaban siluetas, como bultos esparcidos debajo de los árboles y entre las plantas. Cruzamos hacia un cuarto apenas iluminado, más lúgubre y triste que un sueño premonitorio. Era la misma imagen de la desdicha. En sus paredes se respiraba un futuro negro.
Había sólo una cama sobre la que colgaba un tubo fluorescente de un violeta nauseabundo.
_Mary yo no voy a hacer nada, pero tomá acá tenés veinte. Sólo quiero charlar un rato.
_ ¿No te gusto?
_Sos hermosa, pero recién dentro de unos años más yo podría verte atractiva en un modo sexual_ le dije mientras me sentaba junto a ella en una esquina de la cama_. Sos tan chica como mi hermana, y no te tocaría por nada del mundo, pero quedate tranquila que sos linda, muy linda.   
_Yo estoy acá porque me gusta. Siempre me gustaron los hombres y soy muy buena en la cama. Y además me gusta mucho el semen. Si no me das el tuyo, me voy a enojar_ dijo esa nena que ahora se relamía como una vampiresa.
_No Mary, yo no me pienso sacar la ropa_ balbuceé aturdido al comprender que sin dudas se trataba de una adicta al sexo. Esa nena no quería hablar conmigo, sino que quería mi semen, y según lo noté apenas dos segundos después de haberla oído decir aquello, mi semen también la deseaba porque se agolpó en toda mi zona genital, como si pugnara por ir con su dueña que tanto lo deseaba. Pero eso no iba a suceder ¡No!
Me separé de ella y me senté en el otro extremo de la cama, donde mi cabeza casi chocaba con el tubo fluorescente. De una ojeada rápida, noté varios movimientos en el patio. Como si los bultos que había visto antes, se alborotaran por mi inesperada conducta.
_ ¡Vos no entendés! ¡Vení, tocame! ¡Dejame que te bese!
_No, Mary, no insistas.
Ella se subió a la cama de un salto y gateó hacia mí.  Se frenó justo antes de tocarme con su nariz. Sonreía nerviosa. Luego se sacó la delgada enagua y comenzó a mostrarme su cuerpo desnudo con un arte irresistible para cualquier hombre.
Esa nena era el mismo diablo. Y cuando ese pensamiento se formuló en mi mente, percibí un cambio en el ambiente. Ella dejó de sonreír y me miró fijo. La frente se le abultó sobre las cejas, se le hundieron dramáticamente los ojos, resaltando los pómulos, y las fosas nasales se le abrieron de un modo exagerado. Froté mis ojos para restaurar la percepción pero no fue suficiente, porque cuando los volví a abrir, además de la extraña fisonomía animal de su rostro, llegué a ver detrás, una larga cola que apenas se adivinaba, como sí esta fuera menos concreta que el resto. Debe ser un efecto de la luz negra, pensé. Algo andaba mal. En ese momento un nudo engendrado por el mismo terror se alojó en mi garganta, obstruyendo mi respiración de un modo alarmante. Ella seguía mutando, podía ver su larga cola barrer el piso de manera acechante. Entonces se lanzó con fuerza sobre mí, segura y dominante, como una experta cazadora, mientras con su boca buscaba mi sexo. Ella lo estaba haciendo. Ella estaba haciendo algo que me reducía miserablemente. Estaba paralizado. 
Entre gruñidos, comenzó a succionar por sobre el pantalón, desesperadamente. Y para mi total sorpresa, eyaculé casi de inmediato. Recién entonces ella se calmó, saciada y satisfecha.
Aturdido, sin saber qué hacer con la vergonzosa mancha húmeda y fría, que se pegaba a mi ropa interior, no encontraba una explicación lógica a lo que estaba pasando. Lo que más me preocupaba era la vergüenza de tener que salir así, humillado. Había prometido no hacer nada, y había fallado.
Estaba yo debatiéndome acerca de qué hacer para disimular la mancha, mientras Mary con su rostro transfigurado en algo más, reía con verdadera maldad, cuando un grito de dolor, o terror, me sacó de mis cavilaciones. Era un grito de hombre, y era estremecedor. Me asomé a la puerta de la habitación, justo para ver al Araña corriendo desnudo, con la ropa en la mano, a través del patio en dirección a la calle. De inmediato lo seguí, y de otra puerta salió Mimbre a medio vestir, saltando en una pierna, tratando de meter la otra pierna en el jean. Jeringa, que estaba en el sillón tomándose un whisky, cuando lo vio pasar al Araña, salió detrás. Lo tuvo que correr por el medio de la calle, y sólo lo pudo detener en la esquina. Por suerte la calle estaba desierta.
Cuando por fin nos reunimos todos en esa esquina, ya Jeringa había logrado que el Araña se calmara un poco y comenzara a vestirse. Balbuceaba que Sofía lo había mordisqueado todo y que lo había masturbado tan violentamente, que al eyacular lo único que había sentido era dolor. Luego todos repararon en mi pantalón y se quedaron mudos.
_A mí me paso algo parecido, pero como no quise desnudarme, se me vino encima y me chupó por sobre el pantalón_ dije.
_A mí me hizo acabar en el suelo, y después se tiró encima y se lo tomó todo_ repuso el Araña.
_¿Y vos Mimbre? _preguntó el Jeringa que nos observaba pensativo.
_No. Yo no pude hacer nada, simplemente estaba acostado, medio hipnotizado, viendo como Yamila bailaba. Se había puesto un vestido negro largo y una flor en la oreja, como una gitana. Cuando escuché el grito del Araña, salí a ver qué pasaba.
_Hemos caído en una trampa, como lo indica el mismo nombre del lugar_ dijo el Jeringa, mientras se sentaba en el cordón de la vereda_. Una trampa infestada de íncubos, ubicada en un lugar muy conveniente, cerca de sus verdaderas moradas.  
_¿Qué estás diciendo?_ preguntó el Araña.
_Lo que digo es que esas mujeres funcionan como recipientes vacíos, que los entes que moran en el cementerio usan para alimentarse de nuestra sustancia vital. Supongo que esas mujeres no saben lo que hacen, o quizás si, quién sabe...
_¿Eran vampiros? _preguntó el negro Mimbre.
_No negro, los vampiros van por la sangre, no por el semen_ repuse, tratando de seguir el pensamiento del Jeringa.
_Si lo pensás bien, el semen es la sustancia vital más valiosa, ahí está concentrado todo lo necesario para generar una nueva vida_ explicó Jeringa.
_Íncubos y súcubos... ¡pero eso es de la edad media!_ replicó el Araña_. Estamos en mil nueve ochenta y ocho.
_Esto no se terminó acá. Ahí hay un misterio por resolver. Cuando se animen tenemos que volver. Yo todavía tengo mi ficha_ dijo Jeringa con una sonrisa desafiante, mientras nos mostraba su nefasta ficha verde.
Volvimos al barrio en silencio, y ninguno comentó lo sucedido con nadie en los siguientes días. Pero no había pasado ni una semana, cuando el Jeringa me vino a buscar para que lo acompañara a “La Trampa”.
Era una noche que hacía bastante calor y el ambiente optimista de la gente en las puertas de sus casas tomando fresco, me dio el coraje para aceptar su invitación.
Por supuesto que la salida nada tenía que ver con el placer. Él iba a usar esa ficha como excusa para volver y observar el extraño comportamiento de esas mujeres. Una vez en el colectivo, me animé a contarle lo del cambio en las facciones de la Mary y él se puso muy serio.
_Voy a darle la ficha a la Mary así puedo comprobar lo que decís. Porque con Sofía no me animo. Muerde. Y la otra que se viste de gitana puede ser sólo una loca.
Pero ya desde el colectivo, al llegar al final del paredón del cementerio, no pudimos reconocer el lugar. Había una casa parecida, pero no tenía el cartel de neón y además estaba abandonada.
Bajamos en la misma vereda de la casa y nuestros ojos no daban crédito a lo que veíamos. La puerta de entrada estaba franqueada por un pequeño árbol que se retorcía en la columna del porche. Los pastos tenían casi un metro de alto en todo el patio y las ventanas estaban tapiadas con tablones.
Ese lugar llevaba años así.
_Bueno, esto lo confirma_ sentenció Jeringa_ hemos caído en una trampa, y esto_ levantó en sus dedos la inverosímil ficha verde_, es una prueba de que este mundo es mucho más complejo de lo que parece. ¿Sabés cuántas trampas como estas deben aparecer y desaparecer en la noche, alrededor de los cementerios?
_Jeringa...
_¿Qué?
_Tirá esa ficha.   
_Tenés razón.
Lanzó la ficha con violencia por sobre el árbol que obstruía la entrada, y cayó dentro de la casa a través de un enorme hueco en el techo. El impacto contra las lozas del suelo, se multiplicó en un sonido burlón como de risas apagadas. Débiles risas de mujeres sin alma.




EUGENIO J. CÁCERES