Vuelvo a casa entre la niebla matinal de un día casi tan negro
como la noche. Las calles se adentran en el caserío y bajan hacia su centro, donde luego se fraccionan en innumerables pasillos. Mi casa está donde
termina esta calle. Tiene dos pisos, y está justo en la esquina. Es
más alta que ancha, por eso tiene ese aspecto de torre. Es la única
construcción de dos pisos en la zona. Hoy apenas
se distingue su espigada sombra contra la niebla gris.
Estuve vagando toda la noche en busca de acción por los bares más
ruines, pero nada. No pasa nada. Busco algo que me conmueva de
verdad. Que me saque de mi centro, de mi abominable ser.
Mi interior está siendo atormentado por lo desconocido. Sufro
visiones incomprensibles. Me castiga a diario lo inaudito. Afuera, el mundo parece muerto. Es más, creo que mi condición está afectando mi entorno;
por ejemplo esta niebla espesa y la mañana que no clarea.
Quizás hoy pueda terminar con todo esto de una vez.
Llego a casa y la encuentro más fría y lúgubre que de costumbre.
Sin encender las luces, subo a mi habitación y me recuesto en la cama.
No se hace esperar.
A través de la ventana entra un resplandor helado que ilumina todo
de un azul repulsivo. Mis dientes crujen anticipando lo que está por venir. Veo
figuras abstractas, gigantes. Su dimensión escapa a lo que mi
razón puede abarcar. Son estructuras superpuestas entre sí de un modo imposible de
discernir; sus formas agreden todo lo conocido. El vacío que provoca el
estar consciente de ellas, abre paso a un sinfín de aberraciones.
Siento la incontenible furia que me acecha desde el otro lado de
las cosas. Del otro lado del mundo, desde su reverso, y ahora desgarra
impaciente mis defensas.
Es imposible describir en un papel la sordidez de presagios tan
negros, pero algo me impele a hacerlo.
“Nunca nadie ha sido realmente dueño de sus actos” Escribo.
Eugenio J. Cáceres
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