En los mapas actuales de la zona, la línea que recorre el
cauce del arroyo del Rey se esfuma en varias partes y vuelve a aparecer más
adelante. Esto se debe a que en algunos tramos ha sido entubado. En los ajados
mapas de mi niñez sucedía algo parecido, el trayecto se difuminaba en sectores
donde se transformaba en bañado y luego reaparecía. Recuerdo las expediciones que organicé por aquél entonces con algunos
compañeros de la escuela y pibes de mi barrio para desentrañar el misterioso
nacimiento del arroyo. Varias veces falló la organización porque no podíamos
reunir la cantidad necesaria de pibes o simplemente porque a medio
camino, nos enganchábamos en algún picado. Pero en todos, de a poco iban creciendo cada vez más
fuerte la ganas de realizar el viaje.
Un sábado a eso del mediodía, después de comer, nos
reunimos en el puente de Laprida. El día anterior nos habíamos repartido más o
menos las funciones que tendríamos cada uno en el grupo. El Tosca se encargaría
de los víveres junto al Máquina, Veautemps (le decíamos Viótemps) quien había
recibido entrenamiento con los Boy Scout, estaba a cargo de la seguridad, era
nuestro brazo armado, Daniel Wilkinson el más inteligente del grado, era el
biólogo oficial y yo, el chino, era el responsable por el éxito o fracaso de la
expedición.
Bajamos el barranco de tres metros hasta el borde mismo
del agua e iniciamos nuestra marcha hacia el sur, arroyo arriba. Víctor
Veautemps era rubio y usaba el pelo rapado al estilo militar, mascaba chicles
todo el tiempo, hablaba poco, pero siempre participaba activamente de todo. Sin
mediar discusión se ubicó al frente de la fila abriéndose paso entre la maleza
que por momentos nos cubría por completo. Detrás iba Wilkinson informándonos
de los peligros de la fauna del lugar; perros rabiosos, caballos sueltos, ratas
gigantes, cuises. Wilkinson tenía aires de poeta, era alto y usaba el pelo
bastante largo para la regla de aquella época (no debía rozar el cuello
del guardapolvo) sus ojos eran grandes y expresivos. El Tosca era de contextura
pequeña, y tenía un humor agudo, muy espontáneo e
ingenioso. El Máquina era pelirrojo y poseía un carácter hiperactivo, siempre
estaba enfrascado haciendo algo, cualquier cosa. De ahí su apodo.
Adelante, Veautemps nos daba claros indicios de cómo se
presentaba el terreno, había zonas de barro muy blando y otras partes que
parecían ser de césped pero en realidad eran ciénagas.
Al pasar debajo
del tercer puente ya estábamos en el parque de Lomas, desde lo alto del
barranco cayó una pelota que Víctor rescató con una rama larga. Cuando se la
devolvió a los pibes que estaban jugando en una cancha cerca de la orilla,
estos como gesto de agradecimiento nos ofrecieron jugarnos un partido, pero
esta vez nos habíamos prometido mutuamente no flaquear ante la tentación del
picado.
Seguimos caminando. Hicimos cien, doscientos, trescientos
metros en silencio solo interrumpido por alguna enérgica advertencia de
Veautemps acerca del terreno. Los paisajes, poco a poco se nos iban
enrareciendo. Pasamos una zona sin edificaciones; vimos vacas, no muchas, pero
las suficientes como para detenernos en nuestra marcha para verlas más de
cerca. El Máquina no tuvo mejor idea que aventurarse a provocar a un ternero
con un buzo rojo que llevaba atado a la cintura. Le pegó con la mano en los
cuartos traseros, luego le mostró su improvisada capa y el ternero se abalanzó sobre
el apuntando sus incipientes cuernos. Salimos todos corriendo y bajamos hasta
la orilla del arroyo casi de un salto para no ser embestidos. A esa altura el
espacio entre el agua y el empinado barranco era cada vez más angosto. Teníamos
que aferrarnos a las gruesas matas de pasto para no caer. Caer era algo
impensado, esas aguas presentaban colores inverosímiles, como el celeste, el rojo, o el amarillo, inclusive llegaba a estar negro. Caer era lo
peor que nos podía suceder.
Cuando pasábamos por las fábricas instaladas en ambos
márgenes del arroyo, veíamos los inmensos caños que arrojaban las más fétidas
sustancias día y noche. El agua contaminada para nosotros significaba poco
menos que la muerte inmediata, a veces parecía estar hirviendo, burbujeaba y se
levantaba un vapor caliente. Era una misión arriesgada.
Veautemps se detuvo bruscamente y nos hizo la típica seña
del sargento Sanders en “Combate” para que nos detuviéramos en silencio y
observáramos algo justo arriba de donde estábamos pasando. En un principio no
vi nada, pero al rato algo gigante, amorfo, se movió un poco. Tenía largas
crines enroscadas color marrón oscuro y era más grande que una casa. Todos nos
preparamos para salir corriendo en dirección contraria, cuando Wilkinson en su
carácter de biólogo oficial de la expedición, se adelantó un poco y sin poder
creer del todo lo que veía, nos comunicó que se trataba de un dromedario
asiático. Wilkinson nunca hacía bromas, su temprana madurez le había devorado
el sentido del humor, así que para nosotros lo que fuera que había allá arriba,
no podía ser otra cosa que un dromedario asiático. Sigilosos nos acercamos a Wilkinson y desde donde estaba se podía ver casi la totalidad del voluminoso animal.
Estaba atado con una cuerda gruesa a un poste y pastaba tranquilamente ante
nuestros maravillados ojos. En seguida, el Máquina, arriesgó que debía haber un
circo cerca, pero la verdad era que alrededor sólo habían descampados y alguna que otra calle de
tierra. Estábamos desbordantes de alegría, ver aquél extraño animal ahí en el
medio de la nada, transformó la expedición en un éxito, lográramos o no el
objetivo principal.
Más adelante las
casas de una villa se inclinaban sobre el barranco por donde caminábamos, a tal
punto, que llegamos a pasar literalmente por debajo de una casa. La basura
acumulada nos cortaba el paso con frecuencia, entonces debíamos subir la cuesta
y seguir nuestro camino por arriba. En una de esas subidas tuvimos que pasar
por los fondos de unas casas, nos topamos con gallinas, perros que parecían
hienas y con una persona que dormía una siesta al aire libre justo en el borde
del despeñadero del arroyo, en una cama antigua de dos plazas con sábanas y
todo.
Llevábamos más de dos horas caminando a buen paso y a esa altura, ninguno de nosotros sabía muy
bien en que localidad estábamos. El Tosca dijo que estábamos en Turdera,
Veautemps aseguró que aquello era Llavallol, para mí estábamos en una de esas
zonas ciegas que había visto en los mapas de la Filcar de mi viejo, ahí
donde ya no hay más cuadraditos.
Con su mejor sonrisa de abanderado, Wilkinson se acercó
y les preguntó dónde estábamos a unos pibes que estaban sentados contra el
alambrado de una esquina, pero no hubo respuesta.
Eran chicos de nuestra edad, pero sus caras tenían el
gesto grave de la gente grande y en sus ojos había una opacidad en la cual
hacía tiempo que no brillaba la alegría. Wilkinson sin saber que hacer se dio
vuelta y con una sonrisa nerviosa en su rostro, nos dijo:
“Estamos frente a una tribu que no entiende el
castellano”. Los seis o siete pibes se levantaron a la vez y se nos vinieron
encima, sorprendidos e indignados nos plantamos y peleamos un buen rato. A Wilkinson lo tuve que sacar de las mismas fauces del enemigo, porque estaba
cobrando. Veautemps castigó tan bien al que parecía el líder, que por un momento
los hicimos retroceder. Fue entonces cuando el Tosca a nuestras espaldas gritó “¡emboscada!” y
vimos que, efectivamente, del otro lado había como cinco pibes más que se
acercaban corriendo. Dejamos nuestro heroísmo de lado y nos replegamos, que no
es lo mismo que huir. Fue una decisión táctica.
Nos siguieron más de tres cuadras tirándonos piedras que
caían al arroyo y nos salpicaban con el agua podrida. Veautemps, todo el tiempo
durante el escape, nos había estado guiando hacia un puente de metal oxidado.
Una vez arriba del puente vimos que le faltaban las planchas del medio para
caminar sobre él, pero allá venía esa horda de salvajes y las piedras ya
sonaban contra el metal. No teníamos más opción que intentar cruzarlo pisando
sobre el armazón.
La tremenda fuerza movilizadora del miedo nos empujó a
realizar la hazaña. Una vez del otro lado, vimos como nuestros perseguidores
flaqueaban ante la posibilidad de caer en el agua. Recuerdo que Wilkinson dando muestras de su aguda lucidez para un chico de diez años, contemplando las
dudas del enemigo comentó con inflexión de prócer, “al parecer, el odio que
sienten nuestros adversarios no es el suficiente como para arriesgarse”.
Veautemps, que con valentía se había quedado en la
retaguardia, organizó una improvisada ofensiva desde este lado con el Máquina y
el Tosca. El contraataque se realizó con piedras enormes que hicieron
retroceder a los agresores. Lo festejamos con gritos y durante un
momento que nos pareció eterno, sentimos que éramos los verdaderos dueños de
nuestro destino.
Después de la batalla dimos cuenta de los sanguches que
llevaba el Tosca en una bolsita, El Máquina sacó unas bananas verdes no muy
tentadoras que nos ofreció a modo de postre, pero nos indignó que su única tarea
en el grupo la hubiera tomado tan a la ligera; las bananas fueron a parar al
arroyo.
Más adelante el paisaje se volvía agreste, pasamos por lo
que parecía ser el casco de una antigua estancia abandonada. Nos invadió la
inquietante sensación de estar demasiado lejos de casa. Yo intenté una somera
exposición de mis conocimientos acerca del importante pasado rural de la zona,
pero alguien, no recuerdo quien, nos advirtió que eran las cinco y que en un
par de horas nos quedaríamos sin luz solar. Nos sumimos en un momento de duda
que no duró lo suficiente como para emprender el retorno, porque Veautemps nos
señalaba más adelante, a unos doscientos metros, la misteriosa estructura de un
enorme palomar que debíamos explorar.
Llegamos corriendo a través de un pastizal que nos
presentó algunas zonas anegadas, Wilkinson y el Máquina cayeron juntos en una especie de zanja. A pesar de las
dificultades no nos detuvimos hasta estar dentro de ese ominoso círculo que se abría allá en lo alto
a un cielo carmesí.
Un silencio cargado de épocas pasadas y memorias de cuasi recuerdos totalmente ajenos, nos envolvió. Los pequeños rectángulos que cubrían las paredes hasta
arriba nos daban la impresión de haber caído en una profundidad
desconocida. El Máquina comenzó a arrojar piedras a la parte más alta por el
solo hecho de escuchar el curioso eco que se producía en forma de cascada,
entonces vimos que los lugares que antiguamente ocupaban las palomas ahora
estaba infestado de enormes ratas de asqueroso pelaje marrón y largas colas
rosadas, que comenzaron a reptar velozmente hacia abajo chillando como criaturas
infernales. Salimos corriendo al borde de la locura por entre los pastizales
que ahora parecían ocultar en su interior el más obsceno amontonamiento de
alimañas.
Dejamos atrás aquella estancia abandonada y aliviados
retomamos nuestro camino bordeando el arroyo que ahora hacía una abrupta curva hacia
la derecha, hacia el oeste. Todos estábamos aterrados por la experiencia, pero
nadie se atrevía a demostrarlo. Había una especie de acuerdo tácito de no desmoralizar
a los demás.
Veautemps sacó pecho y marcó el paso, esta vez con un
entusiasmo sobreactuado que nos preocupó a todos. Detrás venían Wilkinson y el
Máquina empapados, temblando en silencio. Solamente el Tosca intentaba reírse del susto y de nuestra
atropellada huida, pero no lograba contagiarnos.
Más adelante volvían a verse edificaciones modernas, un
tinglado vacío, un paredón pintado con propaganda política, y a lo lejos un
puente de material por donde no pasaba ningún auto. Cuando llegamos hasta allí
advertimos que no era un puente, sino que se trataba del comienzo de un tramo
del arroyo que había sido entubado. Era una calle ancha todavía sin terminar
que dividía un barrio y unas vías. El proyecto pretendía ser en el futuro una
avenida altamente transitada. Había postes para semáforos y una especie cantero
en el medio, pero en aquel momento parecía la calle principal de un pueblo
fantasma. En esas casas no vimos gente ni chicos ni perros, todo era un
silencio envolvente apenas interrumpido por el desparejo sonido de nuestros
pasos.
Nadie hablaba, a
esa altura todos queríamos volver, pero avanzábamos como autómatas mientras el
sol se ocultaba detrás de las casas. Inesperadamente el arroyo apareció de
nuevo, más profundo y más ancho, los barrancos estaban cubiertos por dos
paredes de hormigón que no nos permitían bajar cerca del agua. Lo tuvimos que
seguir por arriba.
Desde lo alto vimos un perro muerto que era
arrastrado violentamente por la
corriente. Más adelante nos quedamos mirando otro perro muerto que había
quedado atascado contra el pilar del medio de un puente de material, el Máquina
enseguida intentó moverlo con una rama larga colgándose de la parte de afuera
del mismo puente, sostenido por Veautemps. No logró su cometido, pero descubrió
algo allá abajo que lo hizo trastabillar. Cuando Veautemps lo sacó casi en
vilo, la cara del Máquina estaba transfigurada por una angustia sin consuelo.
Todos pensamos que se trataba del susto que le había
provocado estar a punto de caer desde esa altura, pero no, era otra cosa.
Afligido se debatía entre hablar o no hablar. Comenzó a caminar lentamente,
animándonos con un gesto a seguir nuestro camino, pero Wilkinson lo abrazó y
le pidió que se sincerara con nosotros. Entonces el Máquina con una seriedad
ajena a su personalidad, señaló hacia donde flotaba el perro muerto y dijo: “al
lado del perro, en el fondo del agua, hay un cadáver” “¿que decís?” “Si, un
cadáver, el esqueleto de una persona”. Corrimos de vuelta al medio del puente y
nos asomamos a mirar. Era cierto, ahí estaba, debajo de las rojizas aguas que
se arremolinaban contra los pilares, yacía un bulto del tamaño de un hombre.
Todavía conservaba pedazos de tela de lo que había sido la ropa y su cabeza era
una blanca calavera como esas que habíamos visto en el museo de La Plata.
El Tosca maldecía como si de esa manera pudiera conjurar
lo que estaba viendo, mientras yo preguntaba enloquecido “¿y ahora qué
hacemos?, ¿Y ahora qué hacemos?” Wilkinson, conservando la calma nos dijo a
todos que no teníamos otra opción que hacer la denuncia en una comisaría. Pero
Veautemps, con su acostumbrada autoridad decidió que no debíamos hacernos cargo
de algo así y nos obligó a seguir caminando, prohibiéndonos hablar del tema en
lo sucesivo. Le obedecimos porque tenía razón, aquella situación nos superaba,
además seguro que alguien más lo iba a ver, si es que no lo habían descubierto
aún. Decidimos dejarle el dilema a la gente grande.
Con la última penumbra de la tarde, los paredones de
hormigón desaparecieron y pudimos bajar otra vez para seguir nuestro camino por
la orilla misma del arroyo.
Allí el cauce describía enloquecidas curvas, la cornisa
por donde caminábamos se redujo a quince o veinte centímetros y la corriente
del agua era más fuerte, transformándose en un estruendo que aumentaba a
medida que avanzábamos. El cauce giró abruptamente una vez más y ante nosotros
apareció una imponente cascada artificial de más de tres metros de altura.
La espuma iluminaba el fondo con una extraña
fluorescencia. En el aire, una espesa bruma parecía garabatear nuestros
nombres, y más allá del salto de la inverosímil represa, se adivinaba la
sombría silueta de una construcción de grandes dimensiones.
Una pequeña escalera de metal en un costado, nos invitaba
a subir los más de tres metros que nos separaban de lo impensado. El nacimiento
del arroyo del Rey.
Del otro lado apareció un pavoroso estanque del tamaño de
una cancha de fútbol al pie de una fila de cinco inmensos tanques que en la
oscuridad parecían los yelmos de una guardia de silenciosos gigantes. El agua
era negra y su profundidad, maligna.
Más allá de la laguna, por encima de los
tanques, se veían los contornos de una fábrica que se levantaba contra el cielo
nocturno como una siniestra fortaleza del futuro, dormida, oxidada; apenas
iluminada por las luces rojas en lo alto de sus torres.
Sin saber qué hacer con lo que habíamos descubierto, nos
quedamos allí, en silencio, guardando en nuestros ojos aquella visión para
siempre.
La vuelta no fue fácil, habíamos calculado mal el tiempo.
La sólida noche nos atrapó demasiado lejos de casa. Nos desesperaba no
reconocer la zona donde estábamos. Serían más de las diez de la
noche. Para nuestro alivio vimos que una tribu hostil nos arengaba desde el
otro margen del arroyo diciéndonos que nos habían advertido que no nos querían
volver a ver por ahí. Eran los pibes con los que nos habíamos peleado durante
la tarde. Eso más o menos nos dio la pauta de dónde nos encontrábamos; nos
faltaba todavía media hora de caminata. Volvíamos a estar en territorio
conocido.
Los agresores nos tenían preparada una sofisticada
ofensiva. Hoy a la distancia se me ocurre que nos habían estado esperando,
porque habían preparado un gran fuego y de allí sacaban ramas en llamas que nos
lanzaban a través del arroyo, con mucha puntería. El espectáculo era tan
soberbio que ni siquiera atinamos a responder el ataque. No eran ningunos
improvisados, aquellos pibes eran guerreros de verdad y se lo tomaban muy en
serio, así como nosotros nos habíamos tomado en serio nuestra expedición.
El retorno con gloria que imaginábamos después de la
increíble travesía, se esfumó de nuestras expectativas cuando vimos el revuelo
de padres que había en el barrio. Habían llamado a la policía y un par de
patrulleros habían salido a buscarnos. Por suerte nuestros padres ya habían
atravesado la etapa de la furia inicial para entrar en la de la desesperación,
así que en vez de retarnos, cuando nos vieron doblar la esquina, nos abrazaron
conmovidos y angustiados. Y para mí, el recibimiento estuvo a la altura de las
circunstancias.
Eugenio
Javier Cáceres
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