miércoles, 28 de septiembre de 2016

CINE MUDO







        La mujer reacciona al verme y sonríe. No la conozco, no sé quién es, pero despierta en mí un sentimiento extravagante. Como si se filtrara a través de las más espesas brumas de mi ser, la imagen de una mujer que conocí en otros tiempos, quizás en otra vida.
Me acomodo mejor en la barra para mirarla bien. Dejo mi cigarrillo en el cenicero y tomo un trago del whisky que sostengo todo el tiempo en la mano.
Ella está sentada en la otra punta de la barra, y ahora saca de su cartera un atado de rubios largos, coloca uno entre sus magníficos labios y me vuelve a mirar; esta vez seria. La conozco de algún lado, pero ¿de dónde? Una rubia como esa no se olvida fácilmente. Ese aire a estrella de cine mudo me desconcierta. Parece estar evocando los años veinte en su peinado corto y ondulado cuidadosamente fijado a los contornos de su rostro. En su manera de sostener el cigarro en la boca y en ese vestido negro, escotado, que parece pedir a gritos que alguien se lo quite.
No puedo disimular mi inquietud, y ella no me saca la mirada de encima. Me está matando, está derrumbando todas mis defensas. Me siento, quizás por primera vez en mi vida adulta, vulnerable. Invadido hasta lo más íntimo, y lo que es peor, sin capacidad de reacción. Su mirada me tiene paralizado como un predador a su presa.
Quizás haya sido la protagonista de algún oscuro capítulo de mi historia clandestina, esa que después de cierto número de años, se pierde entre los pliegues de la memoria. Quizás sólo fuimos anónimos cómplices entre las sábanas de algún hotel olvidado. O tal vez, sea ella la manifestación física de la voz de mis ensueños. Esa voz que me habla horas enteras desde otra realidad cuando la noche rasga los velos del mundo. Nunca puedo verla, pero la siento flotando sobre mi cama, cerca del techo. A veces es una tenue neblina, y otras, una lucecita color lila. Entonces yo sintonizo otros planos o divago por las abstracciones de este, y ella, que juega a lo mismo que yo, se queda en sintonía hasta que se unen otra vez las piezas de este mundo y la gente se va despertando para ir a trabajar. Pero no... No puede ser ella. Esa rubia tiene algo definitivamente terrenal.
Ahora se pone de pie y puedo apreciar sus deliciosas curvas, mientras se acerca caminando. Los hombres, la miran y la desean; las mujeres la envidian y olvidan disimularlo.
Las distancias se abisman hacia el vacío de mi incertidumbre. Tarda una eternidad, pero yo sé que viene hacia mí. Viene a tirar a la basura toda mi inquietud y mis sospechas. Viene a decirme algo que quizás cambie el rumbo de mi vida para siempre. O viene a confirmar de una vez por todas mi locura, mi irrecuperable locura.
Mi corazón se acelera y retumba en mis oídos como la horrible música del lugar que parece un latido, pero sin alma. Y suena fuerte, tan fuerte que no puedo oír lo que ella me dice. La veo mover sus labios unos instantes, para luego sonreír con exquisita falsedad. Yo espero que aparezca la placa negra con letras blancas y los arabescos adornando las esquinas, revelándome el contenido de sus líneas, pero eso no ocurre.
Su mirada se clava en mi cigarrillo y ahora vuelve a mirarme a los ojos ostentando un brillo misterioso. Tomo otro trago de whisky para no ceder a mi curiosidad y preguntarle qué dijo. No voy a permitir que ella, que sabe todo de mí, hasta lo que yo mismo no sé, irrumpa así en mi vigilia. No. Prefiero que siga siendo la voz de mis ensueños, esa voz impersonal, inalcanzable.
La rubia deja de sonreír y me mira con fastidio. Desarma su porte, y ahora es todo cansancio. Dice algo más, supongo que me insulta. Luego da media vuelta y se va, ostentando en su mano todavía en alto, el cigarrillo sin encender.







EUGENIO JAVIER CÁCERES

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