martes, 13 de septiembre de 2016

EL GATO







    El Gato buscó refugio en la pensión de la esquina. Lo venían buscando por una deuda que, más que deuda, había sido un afano. No se le había pasado por la cabeza, que Víctor pudiera salir vivo de aquella fiesta entre putas, chorros y drogas demasiado pesadas; adulteradas con el infame propósito de matar a Víctor de un pico, y quedarse con la guita.
 
        En la lechería le dijeron al Gato, que Víctor andaba por el barrio haciendo un quilombo bárbaro y que nadie sabía si estaba festejando algo con sus amigos o si andaba sacado por la euforia de la venganza. Lo cierto era que desde que se había dejado ver otra vez, había causado más muertes que en toda su vida. Al parecer, estaba eliminando uno por uno a todos los que habían estado en esa fiesta, dejando al Gato para el final, y así causar más pánico en el traidor.
        El Gato le explicó al Gordo, el dueño de la pensión, lo que estaba pasando. El Gordo lo escuchó con mucha calma recostado plácidamente sobre el mostrador, y sin inquietarse demasiado, le dijo que él no iba a andar escondiendo a un garca.
        Salió de la pensión transfigurado por el miedo, la calle se le había puesto amenazante y no podía entrar en ningún lado. A Víctor lo habían visto por el sauna y también por la placita, donde dicen que encontró al Negro tomando una siesta panza arriba, con la lengua afuera, y se la cortó con sus propios dientes para luego comérsela con verdadero deleite arriba de un árbol.
        El Gato solo tenía dos opciones, esconderse o enfrentarlo. La segunda representaba una muerte segura, así que por amor a su reventada vida de atorrante, se escabulló entre los cajones de botellas de la parte de atrás de pizzería al paso, cerca de la estación. Se sentó detrás de una fila de cajones de gaseosas vacías, de esas que ya no se hacen más, donde las telarañas garantizaban un poco de seguridad. Por allí solo pasaba la gente que iba al baño, y aunque estaba empezando a llover, lo reconfortaba el calor de la pared que daba al horno.
        Después de un lapso de tiempo indeterminado, sintió la inconfundible voz de Víctor entrando con sus amigos. 
        El Gato no tenía salida. En cualquier momento alguno de ellos iba a tener que pasar al baño y aunque estaba bien escondido, cuando hicieran el camino de retorno, quedaría al descubierto.
        Estaba sumergido en estos pensamientos, cuando vio a Víctor encarar el pasillo lentamente, husmeando el aire como si presintiera que allí estaba oculto su viejo amigo. Ronroneó algunas palabras ininteligibles y se metió en el baño, donde siguió estudiando todos los rincones.
        No lo pensó ni un segundo, en su columna vertebral sintió que había solo una posibilidad de huir y así lo hizo. Se agazapó en el lugar y cuando Víctor se disponía a salir, el poder de una indescriptible tensión en todo su cuerpo, lo ayudó a saltar varios metros hasta una estrecha pared, que daba al lavadero del bar vecino. Cometió el terrible error de detenerse en lo alto para ver qué hacía Víctor. Este no sólo lo había visto, sino que además ya se había lanzado tras él, pero en cuanto el Gato lo tuvo encima, lo recibió con un acertado manotazo que lo hizo volver al suelo.
        El Gato encaró los techos a toda velocidad, se metió por los más tortuosos pasadizos y efectuó los saltos más osados, pero aún así, Víctor lo seguía a escasa distancia. Llegó a una cornisa ubicada en una esquina y ya no quedaban más opciones que la calle. Se lanzó y aunque cayó bien, sufrió los golpes que le propinaron unos tipos que pasaban. Encaró la avenida, esquivando con gran agilidad los autos. Una vez en la otra vereda, se detuvo para ver si Víctor aún lo seguía. Y sí, ahí estaba, acechándolo desde la vereda de enfrente. Parecía indeciso de cruzar, pero en un arrebato de furia se precipitó clavándole la mirada como un verdadero depredador, hipnotizando al Gato de tal manera que este no pudo moverse de donde estaba. Pero justo en el momento en que preparaba sus garras y sus dientes, para lanzarse sobre su víctima, las enormes ruedas de un colectivo detuvieron la persecución, y todo el frenesí de la venganza.




Eugenio J.Cáceres

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